Un grupo de trabajadores celebrando el triunfo del Frente Popular en las elecciones de 1936 - EFE |
Había encontrado un piso amplio y
barato en la calle del Ave María, una calle que está a medio kilómetro de la
Puerta del Sol y que sin embargo pertenece al barrio obrero más viejo de la
ciudad. Me gustaba porque estaba cerca del centro y de mi oficina. Pero me
atraía además por ser una de las calles que conducen a Lavapiés, el barrio
donde había pasado mi niñez. Mi madre había vivido tres calles más abajo. Mi
vieja escuela, la escuela Pía, estaba tan cerca que en la noche oía dar las
horas al reloj de su torre que durante años me había marcado la hora de entrar
en clase. Cada rincón, cada esquina y cada calle alrededor tenían un recuerdo
para mí y allí vivían aún, en sus hacinadas casas de vecinos, viejos amigos
míos.
A mi mujer no le agradó mucho el sitio.
Admitía que el piso tenía la ventaja de su tamaño, muy importante para los
cuatro chicos, pero todos los demás vecinos no eran más que obreros y ella
consideraba que nosotros pertenecíamos a una categoría social más alta que la
de los que nos rodeaban. Tal vez, lo único que yo quería era volver a mis
raíces.
En la misma mañana que el camión con
nuestros muebles llegó a la nueva casa, nos encontramos Ángel y yo.
Los hombres que habían venido con el
camión comenzaron a descargar y a transportar los muebles escaleras arriba. Uno
de ellos era distinto de los otros cuatro, todos ellos fuertes y musculosos
como verdaderos mozos de carga. Aquél era un hombre en los cuarenta, pequeño y
ancho de hombros, con una cara redonda móvil como la de un simio. Trabajaba más
intensamente que los otros, sonriéndose todo el tiempo y mostrando unos dientes
podridos y negros de tabaco. Guiaba a los otros, colocando cada mueble en su
sitio exacto, hacía caras a los chicos y contaba chistes para animar su
trabajo, botando incansable de acá para allá como una pelota de caucho.
Cuando terminaron, di al chófer del
camión un billete de cinco duros para que se lo repartieran. Cuando el
hombrecillo se lanzó a recoger su duro, el chófer se le quedó mirando:
—¿Y por qué tengo yo que darte el duro?
—Anda, ¿por qué va a ser? ¿A ver si no
he trabajado tanto como los otros?
—¿Y quién te ha pedido que trabajaras?
Si el señor te ha llamado, que te pague él.
—Yo he creído que venía con ustedes
-dije.
—¡Ca!, no, señor. Y nosotros hemos
creído que era alguien de la familia.
—Bueno. Voy a explicar lo que ha
pasado. Pero ¿hay quien me dé un pitillo? -Le di un cigarrillo, lo encendió
parsimonioso y dijo-: Pues, yo soy Ángel. Por aquí todos me llaman Angelillo.
No tengo para fumar y no tengo trabajo; y no porque no quiera trabajar, sino
porque no lo hay.
He visto el camión con los muebles y me
he dicho:
«Vamos a echar una mano, algo caerá,
aunque no sea más que un vaso de vino». Ahora, si vosotros no queréis soltar
los cuartos, mala suerte. Y no tengo nada que pedirle a este señor porque a
quien he quitado un rato de trabajo ha sido a vosotros y sois vosotros los que
me deberíais pagar. Pero si no os da la gana, buen provecho os haga. ¡Salud!
Escupió en la acera ruidosamente y echó
a andar desdeñoso. Le llamé:
—No se marche así, hombre. La verdad es
que podía haber preguntado antes, pero, en fin, ya veremos si ha quedado algo.
Se marchó el camión. Tenía ganas de
beber algo e invité a Ángel en el bar que había en el piso bajo de la casa. En
la puerta me preguntó:
-¿A usted le gusta el vino?
-Sí, me gusta.
—Pues entonces vamos a la taberna del
11, que tienen un vino que es bueno; esto, si a usted le da lo mismo. En el bar
le cobran cuarenta céntimos por un vaso de cerveza y por la misma cantidad me
bebo yo cuatro vasos de vino que caben lo mismo y que me gusta más. Y además le
voy a decir una cosa: tengo ganas de beberme un vaso de vino. No lo he catado
hace meses.
Fuimos a la taberna, le di un duro a
Ángel, y me contó su historia.
Vivía en
una calle inmediata, la calle de Jesús y María, como portero de una mísera casa
de vecinos. Estaba casado pero, afortunadamente, no tenía chicos. Había
comenzado a trabajar como un chico de recados en una farmacia cuando era casi
niño; después había ascendido a ayudante en el laboratorio y por último había
terminado como empleado en uno de los grandes almacenes de productos químicos.
—Y así, hace dos años tuve unas
palabras serias con uno de los jefes porque le dije que yo no tenía intención
de ir a misa. Bueno, me dieron la patada. Y desde entonces he estado sin
trabajo.
—¡Caray! ¿Por no ir a misa?
—Esto es lo que le iba a contar. La
historia es que, después de lo de Asturias, metieron en el almacén el Sagrado
Corazón, en medio de la nave grande. Y nos dijeron que el día de la entronización
teníamos que ir todos y tener una vela. Nos echaron a ocho a la calle. Después,
cada vez que pedía trabajo en alguna parte y pedían informes, estos cerdos
escribían diciendo que me habían tenido que despedir porque era uno de los de
Asturias. Lo que pasó es que, cuando la huelga de Asturias, el sindicato nos
dijo que no fuéramos a trabajar y me quedé en casa dos días. Por quien lo
siento más es por la mujer, que las está pasando peor que yo. Ahora la quiero
mandar con su familia, que tiene tierras en la provincia de Burgos y están
bien. Y yo me voy a coger mi certificado de «los de Asturias» y me van a tener
que dar trabajo y pagarme este tiempo.
Era uno de los proyectos del Frente
Popular la readmisión de los despedidos durante las represalias de octubre de
1934.
Al día siguiente apareció Ángel en
casa:
—He venido porque con la mudanza le va
a hacer falta arreglar una porción de cosas en el piso. Le puedo instalar la
luz y pintarle las habitaciones, ir a la compra o llevarme los chicos de paseo.
Me han sido ustedes simpáticos.
Durante unas pocas semanas Ángel empleó
el tiempo arrancando el viejo papel de las paredes, rellenando agujeros con
yeso y pintando las habitaciones. Cuando terminó, continuó viniendo: ayudaba a
la mujer en la casa y se llevaba los chicos al Retiro. Los niños se habían encariñado
con él, a mí me atraía el hombre y él pagaba prodigando sobre mí el afecto de
un ayuda de cámara, viejo en la familia. Era un madrileño clásico, criado en la
calle, listo, despreocupado y despierto como un pájaro, siempre contento y
siempre alerta. En unas semanas se había hecho un sitio en la peña que cada
noche se reunía en el bar de Emiliano.
Yo también me había hecho un sitio
allí. No podía invitar a amigos a casa en la atmósfera helada de mi «hogar»; tampoco
quería quedarme metido allí en un aislamiento irritante o en disputas faltas de
sentido; tampoco quería salir cada noche con María. Pero necesitaba estar con
gentes que no exigieran cosas de mí cuando había terminado el trabajo de mi
oficina, un trabajo complicado y muchas veces repelente. Cada noche, después de
cenar, Rafael venía a buscarme y bajábamos al bar de Emiliano a tomar café.
Allí nos reuníamos con Fuñi-Fuñi. Había sido compañero de colegio de Rafael y
yo le conocía desde que era un niño. Le habían puesto el mote en la escuela,
porque al respirar hacía un ruido con la nariz -fu-fu-, como un perro cuando
olfatea excitado, y a cada segunda palabra que decía repetía el ruidillo; como
complemento, cada vez que levantaba la cabeza estornudaba irremediablemente. Su
nariz era un pegotito, con dos agujeros frontales en medio de una cara de luna,
y por aquel embrión de apéndice nasal le era imposible respirar propiamente.
Era terriblemente corto de vista y llevaba unos cristales gruesos en los
bordes, llenos de circulitos brillantes; el óptico se había visto forzado a
idear un puente en sus gafas, ancho y aplastado, que pudiera sostener estos cristales
en aquella nariz no existente. Tenía los labios gruesos y carnosos, abultados,
y sin duda para disimular al menos el labio superior, se había dejado crecer un
bigote de pelos cortos, gruesos y erizados como púas de erizo. El conjunto de
su cara de luna, con aquella nariz, aquellas gafas y la franja de púas enhiestas,
le hacía parecer uno de esos pescados grotescos que a veces se mezclan en una
caja de pescado y que nadie se atreve a comer, ni aun a dar al gato.
Fuñi-Fuñi vivía cerca de nosotros y
venía cada noche al bar, para enredarse en una discusión política con Manolo,
el hijo de nuestro portero. Fuñi-Fuñi era un verdadero intelectual, casi un
escolar, y un anarquista, imbuido de teoría política y de filosofía abstracta;
Manolo era un mecánico con simpatías comunistas, que se tragaba cada libro
sobre el marxismo que caía en sus manos y lo digería a su manera. Rafael y yo
nos solíamos sentar con ellos y Ángel se arrimaba a nosotros.
Durante muchas noches Ángel había escuchado
muy quieto y muy atento la discusión, perdido a veces en el laberinto de nombres
y citas que no le decían nada. Algunas veces interrumpía a Fuñi-Fuñi:
—¿Quién es ese tío de quien estás
hablando?
Y Fuñi-Fuñi le explicaba paciente quién
fue Kant, o Engels, o Marx, o Bakunin, mientras Ángel le escuchaba haciendo
gestos y rumiando palabras. Inesperadamente, una noche se levantó, golpeó la
mesa con la mano abierta y dijo:
—Bueno, ahora me toca hablar a mí. Todo
eso que estáis discutiendo un día y otro y todas esas historias que estáis contando,
no son más que cuento. Yo soy un socialista. Sí, señor, un socialista. Y no he
leído en mi vida a ese Marx ni a ese Bakunin, ni me interesan un pito. Yo soy
un socialista por la misma razón que tú eres un anarquista y Manolo un
comunista: porque estamos hartos hasta la coronilla de esta cochina vida. Un
buen día te pare tu madre, sin que tú te enteres de lo que ha pasado. Y cuando
te empiezas a enterar de dónde estás, de lo primero que te enteras es de que
padre está sin trabajo, madre esperando un hermanito y el puchero vacío. Te
mandan a la escuela a que los frailes te den de comer de limosna, y en cuanto
te empinas un poco, antes de que sepas mal leer te dicen que eres ya un hombrecito
y te ponen a trabajar. El maestro te da cuatro perras gordas y los oficiales no
te dan nada, y lo que te enseñan es: «Tú, chaval, tráete un vaso de agua».
«Llévate esos cubos.» «Te voy a dar una patada...» A veces te la dan. Cuando
llegas a hombre, ganas un duro, cinco cochinas pesetas. ¿Y qué pasa? Se te sube
la torería a la cabeza, te encaprichas de una fulana, te casas, tienes chicos y
de la noche a la mañana te quedas sin trabajo. ¿Y qué vas a hacer? La mujer a
fregar suelos, los chicos al colegio de frailes por la sopa y tú a dar vueltas
por la calle y a blasfemar de la madre que te parió. Pues por todo esto es por
lo que soy un socialista, por esta leche agria que durante cuarenta años de su
vida se ha tenido que tragar Angelito García, un servidor de Dios y ustedes. Y
ahora os voy a decir una cosa. Callaros ya con Bakunin y Marx y toda esa
gentuza. ¡UHP! ¿Sabéis lo que quiere decir?: Unión de Hermanos Proletarios.
Igual, igual que aquellos tíos de Fuenteovejuna: todos a una. Esto es lo que
cuenta. Lo que contáis vosotros son pamplinas que sólo sirven para revolverle a
uno los sesos y darnos patadas en las espinillas unos a otros. Y mientras, los
otros nos sacuden de firme.
El fuego retórico de Ángel y sus
manoteos habían atraído a otros parroquianos y teníamos un corro alrededor de
la mesa. Cuando acabó, le dieron una ovación cerrada y desde aquella noche se
convirtió en el orador más popular de todas las tabernas del barrio. Allí se
encaraba con la gente y exponía sus planes:
—Los curas, ¿que qué haría yo con los
curas? Muy sencillo. Los curas pueden ir y decir su misa y el que quiera que la
oiga o que se confiese o que le den la extremaunción. A mí no me importa nada
eso, porque allá cada uno con sus creencias. Pero ni un céntimo del Estado, y
además, pagar contribución como los albañiles. Tantas misas, tantas pesetas...
¿Los ricos? Yo no les iba a hacer nada a los ricos. Si alguno se hincha de ganar
dinero porque vale para ello, que lo disfrute. Pero cuando se muera, todo el
dinero y todas las propiedades al Estado. Nada de eso de las herencias y de los
señoritos vagos. Y el ser rico, limitado. Más allá de una cantidad, ni un
céntimo, porque lo que hay que arreglar en esta cuestión de los ricos es el dinero,
no los hombres. El que gane dinero con su trabajo que se lo gaste o que lo meta
en un cajón, pero nada de eso de vivir cortando el cupón y chupando de los
intereses. El Estado a mirar por los negocios y se acabó el chupar del bote.
¿Me entendéis lo que digo? Algo así como lo que tienen en Rusia. Allí le dan a
uno de esos stajanovitas, o como se llamen, cien mil rublos de premio, pero
tiene que seguir stajanoviando porque allí no hay bonos del Tesoro ni acciones
de la Telefónica. Aquí le das a uno cien mil duros, los mete en el banco, vive
de la renta y tira el martillo a la lata de la basura. Esto es lo que hay que
arreglar.
Ángel me trataba como si fuera mi
escudero y mi nodriza al mismo tiempo. Lo que nunca supo es cuánto apoyo moral
me daba. Sus absurdidades y sus disparates cuando trataba de barrer de golpe
todas las complicaciones intelectuales y políticas eran un estímulo, porque
detrás de ello estaba su lealtad sólida y su sentido común junto con la
creencia de que tarde o temprano todos los trabajadores del mundo se unirían y
arreglarían el mundo sólidamente. Daba la impresión de ser, él y esto,
inevitable e indestructible.
Muchas tardes, antes de irme a cenar,
salía de la oficina con Navarro, nuestro dibujante, y nos íbamos juntos a tomar
un aperitivo a la taberna del Portugués. A veces, veía allí, en un rincón, a mi
viejo amigo Pla, ahora ya irremediablemente viejo e irremediablemente chupatintas
para lo que le quedara de vida, melancólico y dormilón de vino. Escuchaba a
Navarro sus problemas, pensando a la vez en los míos, y a veces me asustaba el
futuro mirando a Pla.
Navarro había soñado con ser un artista
y se había convertido en un dibujante del Instituto Topográfico. Su paga de empleado
del Estado era una miseria y por las tardes se dedicaba a hacer dibujos de
propaganda comercial o dibujos mecánicos para nuestras solicitudes de patente.
No sabía nada de topografía, de publicidad o de mecánica, pero había aprendido
a dibujar correctamente, igual que un aprendiz de zapatero aprende a clavar
hileras de clavos en las suelas. Sus dibujos eran perfectos, pero había que
confrontarlos pieza a pieza, porque a él no le decía nada una rueda dentada o
un tornillo menos.
Estaba casado y tenía dos hijos de
dieciséis y veinte años. Su trabajo le permitía mantener su casa en un nivel
desahogado y dar a los hijos una carrera. Su mujer regía la casa y a la vez
estaba enteramente bajo la influencia de su padre confesor, un jesuíta, y de su
hermano, un capitán de la Guardia Civil. Entre ellos, los tres, manejaban la
casa y los hijos, quienes ya desde pequeños se habían dado cuenta de que el
padre no pintaba nada y que la familia -su familia- era la madre con un
apellido ilustre, el tío con unos bigotes espléndidos y un puesto en el
Ministerio de la Gobernación, y la sombra del cura sobre todos. Los dos estudiaban
en el colegio jesuita del Paseo de Areneros y eran el problema más grave del
pobre Navarro.
—No sé qué puedo hacer con los chicos,
Barea. Su tío los ha metido en Falange y ahora van con sus porras en el
bolsillo, armando bronca a los estudiantes de la Universidad. En la escuela los
dejan que vayan a la Universidad con el pretexto de que oigan conferencias,
pero de verdad para que se metan en jaleo. ¿Usted qué haría, Barea?
—Mira, Juanito —a Navarro podía hablarle
con franqueza y hasta brutalmente-, para decirte la verdad, tú no eres capaz de
hacer la única cosa que solucionaría tu problema. Y lo peor de todo es que tú
eres el que vas a pagar el pato a fin de cuentas.
—Pero, bueno, ¿qué es lo que yo puedo
hacer? Dígame qué puedo hacer.
—Mira, coger una estaca y liarte a
palos con el capitán, con el padre confesor y con tu mujer y romperles unas
costillas. Y después liarte con los niños.
—Eso es una barbaridad que ni usted
mismo haría.
—Sí, seguramente soy un bárbaro y tal
vez por eso no tengo yo un lío semejante al tuyo. Pero no tiene remedio; eres
muy flojo y eso no hay quien lo solucione.
—¡Pero yo no quiero que los chicos se
metan en política! Desde que su tío volvió de Villa Cisneros, adonde le
mandaron por meterse en la revuelta de agosto, les ha estado llenando la cabeza
de heroicidades. Y un día se van a meter en algo gordo. Pero ¿qué puedo hacer
yo, Arturo, dígame?
Su único consuelo era beber un vaso de
vino en el Portugués, y ver todas las películas de Walt Disney que se presentaban
en Madrid. Como uno de sus pocos amigos íntimos, tal vez el único, iba a menudo
a su casa y conocía la atmósfera de insolencia, absoluta y fría, en la cual
este hombre tolerante y sencillo estaba condenado a vivir. Su mujer eternamente
citaba a su hermano o al padre confesor: «Pepe me ha dicho...» o «el padre Luis
me ha dicho...». Navarro sufría el martirio de un ansia sin esperanza de un
hogar donde pudiera sentarse en su sillón en medio de su familia y envolverse
en cariño y alegría.
Una mañana se presentó inesperadamente
en la oficina con una cara descompuesta. Precisaba hablarme.
Unos días antes se había desarrollado
en la Universidad una verdadera batalla entre los estudiantes de la derecha y de
la izquierda. Había comenzado a puñetazos, como siempre, pero había terminado a
tiros y un estudiante había muerto. Aparte de eso, había bastantes heridos. Una
de las noches siguientes, Navarro había estado trabajando en su casa hasta muy
tarde en la noche y se le terminaron las cerillas; buscó una caja en los
bolsillos del hijo mayor y encontró allí una matraca, hecha de una bola de
plomo, atada con una cuerda a un mango de madera. La bola estaba manchada de
sangre seca. En la mañana, poco después de irse el muchacho a la escuela, la policía
había venido a buscarle. Ahora estaba refugiado en casa de su tío. Navarro
estaba desesperado.
—Naturalmente, la policía le va a
encontrar, más tarde o más temprano. Y lo que es peor, los otros le tendrán ya
señalado y en cuanto puedan lo matan. Porque cada uno tiene una lista de los
más destacados del otro bando.
—¡Bah! No te preocupes; ésas son cosas
de muchachos -le dije sin convicción.
—¿Cosas de muchachos? ¡Tonterías! Cosas
de hombres ya maduros. Gentes como su tío y los sotanas que incitan a los
muchachos y los convierten en carne de cañón, para que se maten unos a otros y
les hagan el caldo gordo a ellos. Y sabe Dios si hasta meterán al pequeño en
jaleo. Si las derechas ganan un día, ya le han prometido a Luis que le van a
hacer no sé qué, para que tenga una manera de vivir. Claro, al capitán le harán
comandante y al padre Luis, canónigo, supongo. Y el que se traga los disgustos
soy yo.
Su madre está encantada de las hazañas
del niño; el tío dice que es un héroe y su hermanito me ha traído una carta de
los Reverendos Padres, diciendo que lamentan mucho lo que ha pasado -yo no sé
todavía lo que ha pasado-, pero que debemos tener paciencia, porque todo es en
servicio de Dios y de España. ¡Y aquí estoy yo, su padre, hecho un cornudo!
Estaba pensando que Navarro era incapaz
de cambiar el curso de su vida porque su propio carácter y las circunstancias
le tenían atado de pies y manos, y me daba una lástima casi desdeñosa. De
pronto me encontré preguntándome a mí mismo si yo no me hallaba en el mismo
caso. ¿Es que se resolvía algo en la vida si se dejaba uno llevar por las cosas
tal como vinieren? ¿No era tal vez mejor rebelarse de una vez y al menos saber
que si uno se estrellaba era por su propia falta?
Todo era indicaciones de que cada cosa iba
a derrumbarse o a estallar irremediablemente. El país iba de cabeza a una catástrofe.
Aunque las derechas habían perdido puestos en el Parlamento, habían ganado en
el sentido de que todos sus partidarios estaban ahora dispuestos a batallar contra
la República en todos los terrenos posibles. Y estaban en buena posición para
hacerlo: las derechas podían contar con la mayor parte del ejército, el clero,
el capital interno y extranjero, y el soporte desvergonzado de Alemania. Era
una cuestión de tiempo.
Mientras tanto, los partidos republicanos
estaban sujetos a la presión del país que exigía se llevaran a la práctica las
reformas prometidas en la campaña electoral, y cada partido explotaba esta exigencia
para atacar a los otros, acusándolos de obstrucción. Alcalá Zamora había sido
destituido como presidente de la República y Azaña había sido nombrado en su
sustitución. Esto había privado a la República de uno de sus cerebros más
constructivos. El País Vasco y Cataluña dificultaban aún más la situación por
sus exigencias particulares. Los trabajadores desconfiaban de un Gobierno en el
que no había ni aun socialistas de los más moderados, y que se mantenía
contemporizando con unos y con otros. Los debates de las Cortes no eran más que
discusiones interminables de la situación, discusiones que las derechas
utilizaban hábilmente. Gil Robles, doblemente derrotado, por sus pretensiones
disparatadas de la jefatura y por el fracaso de su estrategia electoral, había
sido eliminado como jefe de las derechas y cedido el puesto a Calvo Sotelo.
Tan pronto como el Gobierno abrió el debate
sobre el Estatuto del País Vasco, Galicia, Valencia, Castilla la Vieja, y hasta
León, solicitaron en turno su autonomía. Cuando llegó el momento de reintegrar
en sus puestos de trabajo a los obreros y empleados que fueron destituidos
durante el movimiento de Asturias, algunas de las firmas afectadas simplemente
cerraron y otras se negaron terminantemente a readmitir a los despedidos. Ángel
había pedido su readmisión, pero aún seguía sin trabajo. Las huelgas se producían
incesantes en todo el país y circulaban los rumores más fantásticos. Todo el
mundo esperaba un levantamiento de las derechas y los obreros se preparaban
para una contrarreacción violenta.
Entre las altas esferas de la administración
y de la justicia, la obstrucción era abiertamente cínica. Un falangista de veintitrés
años que disparó contra el diputado socialista Jiménez de Asúa fue absuelto,
aunque había matado al agente de policía que escoltaba al diputado. La absolución
se dictó por el tribunal fundándose en que era un deficiente mental que padecía
infantilidad, nada más que un chiquillo a quien su padre, un alto oficial del
ejército, acostumbraba a dar munición de pistola «para que fundiera las balas e
hiciera soldaditos de plomo con ellas, una cosa que le mantenía entretenido y
quieto».
Día tras día, en mi contacto con el
Ministerio de Trabajo y con nuestros clientes iba tropezando con indicaciones
claras de lo que se preparaba.
Cuando yo era niño, la Puerta de Atocha
era el límite este de Madrid. Más allá no había más que los muelles del
ferrocarril en los cerros bajos que eran el límite del parque del Retiro. Algunas
veces, cuando mi madre quería escapar en verano del calor tórrido de la
buhardilla, preparaba una cena fría y nos íbamos, calle de Atocha abajo, a
aquellos descampados, a sentarnos en la hierba seca de las cuestas y cenar
allí, bajo el frescor de los árboles del Retiro. Era un sitio de placer de
gente pobre: docenas de familias de trabajadores acampaban como nosotros cada
noche.
En aquella época, la basílica de Atocha
-nunca terminada- y el Ministerio de Obras Públicas estaban en vías de
construcción. Los lecheros de Madrid mandaban allí sus rebaños de cabras a
ramonear entre los montones de materiales de construcción. Mi imaginación infantil
estaba hondamente impresionada por las excavaciones inmensas, los cimientos de
piedra y cemento y los enormes pilares tirados en el campo que iban a convertirse
en el nuevo ministerio. Las esculturas de Querol que rematarían el frontispicio
yacían en piezas por las laderas, medio envueltas en arpillera: patas de
caballo o cuerpos de mujer gigantes, serrados en trozos como víctimas de un
crimen monstruoso.
No puede adjudicarse un gran mérito
artístico al edificio. Fue proyectado hacia 1900 y es un amontonamiento enorme
de elementos dóricos, romanos y egipcios, todos mezclados tratando de construir
un monumento y consiguiendo sólo un caserón desproporcionado. Pero a mis ojos
de niño era una obra ciclópea que duraría siglos.
En los sótanos de este edificio he
pasado una gran parte de mi vida. Y un día vería las columnas gigantes de la entrada,
que habían llenado mis ojos infantiles, saltar en astillas, heridas por una
bomba.
Cuando el enorme edificio se convirtió
en Ministerio de Trabajo, oficina de patentes se instaló en el sótano. Por
quince años, casi diariamente, estuve yendo a aquellos claustros enlosados y
oficinas de techo de cristal. Los campos en los que había cenado y corrido a
mis anchas, treinta años antes, se habían convertido en calles con pretensiones
de ser modernas. Un poco más allá, bloques de piedra blanca reposaban aún en la
tierra, ya medio enterrados por su propio peso, al pie de la fea torre blanca y
roja de la basílica, todavía en construcción; y alrededor, mujeres fatigadas de
trabajo, como mi madre lo fue, se sentaban en las tardes en los bancos del
jardín polvoriento.
El cargo de director general de la oficina
de patentes era un puesto político que cambiaba con cada gobierno. El trabajo
descansaba sobre tres jefes de sección cuyo puesto era fijo y con los cuales
tenía que resolver todos los asuntos de nuestra oficina, en las breves horas en
que recibían.
Don Alejandro, jefe del departamento,
era flaco, reseco, con ojos azules brillantes, nariz y labios flacos. Su
dignidad impecable escondía una astucia inteligente y activa que siempre estaba
dispuesta a jugar a cualquiera una mala faena, si en ello no había peligro. Don
Fernando, jefe de la sección de patentes, era un hombre gordo y alegre con una
panza bamboleante, siempre muy ocupado, siempre con mucha prisa y siempre
demasiado tarde; tenía cara de luna y un apetito salvaje que flatulencia y
acidez, ahogadas en bicarbonato, amargaban constantemente. Su favor no era cosa
que se comprara, pero una caja de botellas de champán le ablandaban, y una
carta de un diputado que le llamara «mi querido amigo» le derretía. De joven había
sido un empleado temporero, en la época en la que los políticos nombraban y
dejaban cesantes a los empleados, cuando cada cambio de gobierno representaba cientos
de cesantes y una batalla para los pretendientes a las vacantes dejadas. Desde
entonces había vivido en un santo temor y asombro de los políticos, y aún le
perduraba.
Don Pedro, jefe de la oficina de marcas
de comercio, era un hombrecillo frágil y delgado, con una cabeza pequeñita,
cuyo pelo estaba cortado al rape, salvo un tupé, parecido al flequillo revuelto
de un chico travieso. Tenía una vocecilla suave y aguda a la vez, completamente
femenina. Procedía de una familia rica y era profundamente religioso, sin vicio
grande o chico, metódico, meticuloso en los más ínfimos detalles, la única persona
en toda la oficina, y posiblemente en todo el ministerio, que llegaba a la
oficina a la hora de entrada y no la abandonaba hasta algo después de la hora de
salida. Era incorruptible e insensible a la presión política. Únicamente un
sacerdote podía hacerle cambiar una decisión, porque un sacerdote era para él
un ser infalible.
Entre estos tres hombres tenía que
conducir y manejar los intereses de un millar de clientes. Tenía que recordar
que don Alejandro admiraba a los alemanes hasta el punto de tener sus hijos
educándose en el colegio alemán, que don Fernando cedía a los halagos de un
diputado, y que don Pedro obedecía ciegamente a la Iglesia. Podía obtener
resultados asombrosos utilizando hábilmente unos cuantos billetes de banco para
los empleados, una carta amable de un personaje alemán, de un político o de un
prominente padre. Y sabía por experiencia directa que la oficina de patentes
era sólo un ejemplo, y no de los peores, de la administración española.
Había tenido, por ejemplo, el caso del
representante de una firma extranjera que había venido especialmente a Madrid
por avión desde su país para hacer efectivo el pago de motores suministrados
por su firma a la aviación española. La cuenta ascendía a cien mil pesetas y
estaba aprobada por el Ministerio de Hacienda. Nuestro cliente creía que sólo
tenía que presentarse para recibir el dinero. Le tuve que explicar minuciosamente
todos los trámites que había que seguir y fórmulas que llenar para que le
marcaran la fecha de pago, y explicarle que aún había veteranos de la guerra de
Cuba que no habían cobrado sus haberes porque no les había llegado el turno. Y ante
su urgencia y desesperación le tuve que explicar que, seguramente, todo se
arreglaría con una buena comisión. Nuestro cliente se marchó en el siguiente
avión de pasajeros con su dinero disminuido en cinco mil pesetas, precio de la
comisión dada a un director general. Algunas veces, mientras esperaba en las
salas del ministerio, pensaba las razones que existían para este estado de
cosas y las consecuencias que resultaban. La mayoría de los empleados del
Estado procedían de la clase media modesta y se estacaban en esta clase,
tratando de llegar a un ideal de independencia y desahogo que nunca alcanzaban,
viviendo para ello una vida de apariencias que no bastaba a cubrir sus escasos
ingresos. Habían experimentado el peso de las influencias y habían encontrado
que era mucho más fácil y más conveniente ceder a la presión que resistir,
aceptar una propina que rechazarla indignado, porque la resistencia y la
indignación sólo servían para arriesgar el traslado a algún rincón olvidado de
provincias. Si eran independientes, como en el caso de don Pedro, estaban encadenados
tal vez aún más por su educación y su clase, doblemente sumisos a las reglas morales
de sus consejeros espirituales en medio de esta corrupción general.
¿Cómo podían estos administradores ser otra
cosa que enemigos abiertos de la República que amenazaba a sus bienhechores y
consejeros y aun su propia situación precaria en la maquinaria del Estado?
Al otro lado estaban los clientes. Estaba, por ejemplo, don Federico
Martínez Arias. Era el gerente de una fábrica de artículos de goma en Bilbao. Era
un viejo cliente nuestro que había hecho conmigo gran amistad. Él mismo de
origen humilde, había logrado escalar una posición segura en la sociedad de
Bilbao; era el cónsul de dos o tres repúblicas hispanoamericanas. En España se
había hecho rico, en Norteamérica se hubiera hecho millonario. Acostumbraba
tener conmigo discusiones interminables sobre problemas sociales y económicos.
Estaba muy influido por las ideas de Taylor y Ford y mezclaba estas ideas con
una buena dosis de feudalismo paternal muy español.
—Yo soy de los que creen y dicen
siempre que un obrero debe estar bien pagado. En nuestra factoría pagamos los
mejores jornales que se pagan en Bilbao.
Pero detrás de la paga, quería
organizar y vigilar a los trabajadores; darles casas decentes, ciudades
decentes, comodidades, escuelas, cultura, recreo, pero todo ello bajo las leyes
y el control de la fábrica.
—Los obreros son incapaces de regirse
por sí mismos; no tienen las cualidades necesarias para ello. Son como niños
que hay que llevar de la mano para que no tropiecen... El trabajador no
necesita más que una casa decente, buena comida, un poco de diversión y la
seguridad de que tiene la vida segura.
—Pero en su opinión, don Federico, debe
aceptar esto como se lo den y no empezar a discutir y a pensar.
-Pero si es que tampoco quiere. Mire
usted lo que Ford hizo con sus miles de trabajadores. ¿Qué sindicato les ha
dado nunca tanto como Ford? No, el trabajo debería estar organizado por el
Estado y el obrero ser una parte del mecanismo de la nación.
—¡Por Dios, don Federico!, ¿se ha
vuelto usted nazi?
—No. Pero admiro a los alemanes. Es una
maravilla lo que ese hombre, Hitler, ha realizado. Un hombre así es lo que nos
hace falta en España.
Pero no era ni un fanático político ni
un fanático religioso. Creía en la misión divina del líder como cabeza de la
familia nacional, un concepto muy católico y muy español. Creía también en la
sumisión de los siervos: «Aun si el jefe se equivoca, ¿qué pasaría a un
ejército si los soldados comenzaran a discutir?».
—Si los soldados comenzaran a discutir,
podría pasar que no tuviéramos guerras, don Federico —le decía yo.
—Admitido. ¿Y a qué conduciría eso? La
vida es lucha; hasta las briznas de hierba agujerean la piedra para poder
crecer. Lea usted a Nietzsche, amigo Barea.
—Pero usted mismo se llama un
cristiano.
—Sí, ya sé. Pacifismo y todas esas
zarandajas. «Paz en la tierra»; sí, pero acuérdese de lo que sigue: «a los
hombres de buena voluntad». No va usted a decirme, creo, que esos socialistas y
comunistas que predican la revolución roja son hombres de buena voluntad...
Un día don Federico vino a la oficina y
después de hablar sobre sus registros en trámite, me dijo:
—He vuelto, más que nada, a llevármele
conmigo a Bilbao.
—Pues, ¿qué pasa? —No me chocó lo
dicho, porque nuestros negocios me obligaban a veces a marcharme sin pérdida de
momento al otro extremo del país.
—No pasa nada. Es que quiero que se
venga usted a trabajar conmigo. Aquí nunca llegará usted a nada. Le ofrezco un
puesto de apoderado en nuestra fábrica; mil pesetas al mes, para empezar, y
comisión.
La oferta era tentadora. El salario era
alto con relación a como los salarios se pagaban en España, y el porvenir que
presentaba el puesto muchísimo mejor que el que ofrecía mi oficina. Significaba,
verdaderamente, salvar la última barrera entre mi nivel de vida y la clase
alta. Apoderado de la Ibérica de Bilbao, podía significar el ser aceptado en la
sociedad bilbaína, uno de los grupos más poderosos de España. Podía significar
un futuro próspero. Significaba, también, el renunciar, de una vez para
siempre, a todo lo demás, es decir, a todo sobre lo cual aún tenía sueños
utópicos, pero ¿no me había prometido a mí mismo convertirme en un buen burgués
y dejarme de tonterías?
No conocía entonces, como después iba a
saber, que este incidente fue uno de los momentos más críticos de mi vida. En
realidad, fue únicamente la voz de mi instinto lo que me impidió aceptar.
—Don Federico, me temo que no puedo
aceptar su proposición. ¿Sabe usted que yo soy casi un comunista?
Don Federico abrió la boca asombrado.
—De todas las cosas absurdas que he
oído en mi vida, ésta es la más grande. ¿Usted una especie de comunista? No
diga tonterías. Haga la maleta y véngase a Bilbao conmigo. Bueno, ya sé que no
puede usted venir mañana. Dígale a su jefe que busque otro para su puesto, le
dejo tres meses para ello. Y le pago a usted el sueldo desde hoy para que pueda
arreglar confortablemente la mudanza. No me conteste nada ahora. Tan pronto
como vuelva a Bilbao le voy a escribir una carta oficial y entonces me
contesta.
Vino la carta, una carta formal de negocios,
y yo la contesté en mi mejor estilo comercial. No acepté.
Unos pocos días más tarde, uno de los
amigos íntimos de don Federico, don Rafael Soroza, propietario de un importante
depósito de dolomía, vino a la oficina. Me golpeó el hombro:
—Así que ¿se viene usted con nosotros a
Bilbao?
—No, señor. Me quedo aquí.
—Pero, hombre, mi querido amigo, usted
es un idiota, y no trato de ofenderle. Precisamente en estos días...
—¿Qué pasa con estos días?
—En estos días necesitamos hombres como
usted.
Se lanzó en una disertación sobre
política y economía. Mientras le escuchaba, estaba recordando a don Alberto de
Fonseca y Ontivares, el boticario de Novés. El hombre que tenía delante de mí
me parecía un caso paralelo, con un final distinto.
Soroza estaba en el final de los
cincuenta, grandote de cuerpo, expansivo y alegre; pero en la última mitad de
su vida, los negocios habían venido a poner su nota discordante. Procedía de
una familia patriarcal de las montañas de Asturias. Aunque su padre le había
obligado a estudiar leyes, y seguir la carrera de abogado, a la muerte de su
padre se había encerrado en su aldea y se había dedicado a labrar sus tierras.
Un día los prospectores alemanes llegaron a ellas.
Poca gente conoce con qué meticulosidad
organizada han investigado el suelo español los agentes de Alemania durante
veinte años. Y pocos conocen que existen docenas de sociedades, aparentemente de
constitución genuinamente española, que sirven de pantalla para los más
poderosos concerns alemanes, algunas veces no tanto para hacer negocios como
para impedir que otros los hagan.
Los alemanes encontraron dolomía en una
de las propiedades de don Rafael Soroza y trataron de hacer con él el mismo
truco que con tanto éxito habían hecho con el boticario de Novés. Pero, por
pura casualidad, aquella tierra estaba denunciada como coro minero, porque
dentro de ella había una mina de carbón abandonada y los derechos eran
propiedad de la familia Soroza. Los alemanes establecieron una compañía limitada,
nombraron a don Rafael director gerente, y don Rafael comenzó a ganar dinero
sin saber cómo. Alemania consumía cargamentos enteros de dolomía.
—Usted no puede imaginar la cantidad de
magnesia que se consume en el mundo. Hay millones que sufren indigestión. Los
alemanes compran toda la magnesia que puedo sacar y ahora me piden aún mayores
cantidades. Es, además, un aislante perfecto y lo van a usar para
refrigeradores y para proteger las tuberías en las fábricas de hielo. Es mejor
que el amianto. Tenemos que sacar una patente.
Don Rafael registraba patentes inocuas
que protegían, o pretendían proteger, el derecho al uso de la magnesia como un
aislante térmico. La Rheinische Stahwelke, la I.G. Farben-Industrie y la
Schering-Kahlbaum nos enviaban, desde Alemania, sus patentes para la extracción
de magnesio de la dolomía y el uso de este metal para fines mecánicos. Las más importantes
firmas alemanas trabajaban intensamente en la aplicación del magnesio y sus
aleaciones en los motores de explosión para aeroplanos. La materia prima venía
de España y la barrera de patentes impedía su explotación industrial. Sin los
alemanes, don Rafael no hubiera tenido comprador para su magnesia. Cuando don
Rafael terminó su discurso sobre economía y política, le dije:
—Total, que se ha vuelto usted falangista.
—¡Ah, no, Barea! Más, mucho más. Soy un
miembro del Partido Nacionalsocialista alemán. Sabe usted, mis socios son alemanes
y se me ha autorizado a ser un miembro, aun siendo extranjero. ¿Qué le parece,
Barea?
—Que se ha metido usted en un buen lío,
don Rafael.
—No diga tonterías, hombre. La causa
está haciendo progresos a pasos de gigante. En uno o dos años tenemos el
fascismo aquí y entonces seremos una nación como debe ser. Tal como van las
cosas, esto no dura un año más, acuérdese de lo que digo... Y ahora, cuénteme,
¿cuándo se marcha usted con don Federico? Porque usted tiene que ser de los
nuestros.
—La verdad es que me quedo en Madrid.
El clima de Bilbao no es bueno para mí, y al fin y al cabo tengo una buena
posición aquí...
—Eso sí que lo siento, pero, en fin,
usted sabe mejor que nadie lo que le conviene.
No me atrevía a decirle que yo era un
socialista como había hecho con don Federico. Se hubiera desmayado. Pero ¿qué
diablos tenía él que hacer con el Partido Nazi alemán? En el caso de Rodríguez,
que se había pasado toda su vida en la embajada alemana, podía entenderlo, pero
en el suyo, ¡un labrador asturiano!
Él mismo me proporcionó la respuesta
cuando me llamó a su oficina en Madrid para resolver algunos asuntos
pendientes.
—Me marcho mañana y quería dejar esto
resuelto antes. —Y con alegría infantil agregó—: Tengo huéspedes en casa,
¿sabe?
—¿Van ustedes a cazar osos?
En las montañas donde vivía don Rafael
se encuentran osos aún.
—¡Nada de eso, hombre! Me han mandado
unos cuantos muchachos alemanes que están estudiando geología, minas, topografía,
esas cosas, y vienen con ellos también algunos ingenieros que tienen interés en
ver si hay un sitio para un aeródromo. Es una lástima que tengamos la
República, porque créame, con la ayuda de los alemanes y con lo que nosotros
tenemos, éste podía ser un gran país.
—Usted no ha salido muy mal con ellos.
—No, no me quejo. Pero así son las cosas
en España. Estamos andando sobre millones y no nos enteramos. España es el país
más rico del mundo.
—¡Hum! Sí, y mire usted cómo anda la
gente y cómo vive.
—Pero ¿por qué, dígame, Barea? La falta
es de un puñado de sinvergüenzas que se han hecho los amos del país. Acuérdese
de lo que hicieron con el pobre Primo de Rivera y cómo no le dejaron hacer lo
que él quería. Pero esto no va a durar mucho. Vamos a terminar con todos estos
masones, comunistas y judíos de un plumazo, don Arturo, de un plumazo. Ya verá.
—Me parece que no va usted a encontrar
judíos en España ni para un plumazo como no los invente, don Rafael.
—¡Ah! Ya los encontraremos, Barea.
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Primera
parte (1951)
Capítulo V - El combustible
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