El patio de armas del Cuartel de la Montaña tras el asalto. Madrid, 20 de julio de 1936 |
Después de comer me sentía embotado y
dormilón, por la comida y por la noche pasada sin dormir. Era agradable descansar
con la cabeza sobre los muslos de María y relajarse como un animal satisfecho,
la vista perdida hacia arriba a las copas de los pinos, a los jirones de cielo
azul que se veían a través de sus ramas. María comenzó a jugar con mis pelos
revueltos y a hacerme cosquillas en el cuello. Del fondo de mi cansancio y
somnolencia surgió una ola rápida de deseo. El olor de resina se adhería a la
piel. Después nos quedamos lado a lado, por almohada y colchón las agujas de pino
amontonadas allí por el viento.
—Déjame dormir un poquito, ¿quieres?
-supliqué.
—No, no
quiero. Cuéntame qué pasó anoche.
—No pasó nada. Déjame dormir y luego te
lo contaré.
—Pero no quiero que te duermas. Dime qué
pasó. ¿Qué quieres que haga yo si te duermes? ¿Aburrirme contemplando la hierba?
—Duérmete un poco también.
—No te dejo dormir. Mira, si quieres
nos vamos dando un paseo hasta el pueblo, despacito, cuando sea un poco más
tarde, y nos quedamos por la noche en la posada. Pero ahora no te dejo dormir.
Nos enzarzamos en una discusión
estúpida y sin sentido. Mis nervios estaban de punta por la excitación de la
noche pasada, por la desgana vaga que siempre me invadía después de un contacto
sexual, por la visión borrosa, distorsionada y persistente de lo ocurrido en
las últimas veinticuatro horas, por pura hambre de sueño. Me levanté.
—Está bien. Ahora mismo nos vamos a la
estación. Yo me vuelvo a Madrid; tú, si quieres, vienes, y si no, te quedas.
Descendimos a través del bosque de
pinos, silenciosos y con las caras largas. El escurrirse en la alfombra de
agujas de pino es alegre; pero aquella tarde, cada resbalón en la cuesta se convertía
en un reniego. El escurrirnos y encontrarnos sentados de golpe nos ponía
furiosos. Y teníamos que descender del monte por más de una hora hasta que
llegáramos al pueblecito en la hondonada de los cerros.
—Hasta las cinco no hay tren. Vamos a
tomar una cerveza.
En el bar había poca gente: cuatro o
cinco parejas de excursionistas como nosotros y cuatro guardias civiles jugando
a las cartas, con el correaje suelto y las guerreras desabrochadas. Nos miraron
y siguieron con su partida. Al cabo de unos minutos, uno de ellos se volvió y
dijo paternal:
—Estamos de morros, ¿eh? Bah, no
tomarlo en serio.
Un hombre joven que estaba en un rincón
se levantó y vino hacia nosotros. No le había visto, porque su mesa estaba en
lo más oscuro del cuarto y yo aún estaba cegado por el sol.
—¿Qué haces aquí, Barea?
—Pues ya lo ves. Pasando el domingo en
el campo. ¿Y tú?
—Yo estoy aquí por un mes o dos, para
descansar un poco.
Hoy casi estaba a punto de haberme ido a Madrid, con las
cosas que están pasando, pero la mujer dijo que le parecía una tontería y creo
que tiene razón. Unos pocos gritos por lo de Calvo Sotelo y después, nada. La
última noche, escuchando la radio, sí creía que iba a ser en serio, pero esta
mañana comenzó a venir gente con sus meriendas y sus botas, para pasar el día como
todos los domingos. Igual que tú. Sí, desde luego han venido muchos menos.
—Chico, la verdad, no sé qué decirte.
Anoche yo también creía que la cosa iba en serio. Hoy no sé qué pensar.
Estábamos pensando, la chica y yo, pasar la noche aquí, pero hemos tenido
bronca y me voy en el tren de las cinco.
—Quédate.
—¿Para qué? Si estuviera solo me
quedaría por charlar un rato contigo. Pero prefiero marcharme a pasar la noche
con una cara de mal humor al lado en la almohada. Y de todas maneras, estoy
desazonado, con los nervios tensos...
—Te puedes venir a casa si quieres.
—No, gracias. Me voy a las cinco.
Uno de los guardias civiles nos estaba
mirando todo el tiempo. No me llamó la atención, porque Hernández era conocido
como un socialista y en un pueblecito de la sierra todo el mundo lo sabía. Cada
año iba a echar un remiendo a sus pulmones, que no eran muy fuertes; su trabajo
-era impresor-no era muy bueno para su salud y todos los años alquilaba una
cabaña de leñadores entre los pinos, para él, la mujer y los chicos.
Cuando María y yo nos levantamos a las
cuatro y media para irnos a la estación, el cabo de la Guardia Civil se levantó
de su silla y comenzó a abotonarse la guerrera. Mientras se abotonaba, me fui a
la mesa de Hernández a decirle adiós.
—¿Te vas de verdad?
—Sí. Anda, vente a Madrid conmigo.
—Me gustaría ir. Pero no voy hasta que
no me llamen. Ya saben dónde estoy. Mientras no me llamen, la cosa no es muy
seria.
El cabo de la Guardia Civil había
salido delante de nosotros, y ya en la carretera, se volvió a mí:
—¡La documentación!
Miró dos veces mi cédula personal, que
a la vez que es el documento de identidad muestra también la categoría de los ingresos
del propietario. Vi claramente que esto le impresionaba y le sorprendía. Se me
quedó mirando dudoso:
—¿Cómo es que conoce usted a Hernández?
—Nos conocemos desde que éramos
chiquillos -mentí.
—¿Lleva usted armas?
—No.
—Con su permiso. -Me pasó las manos a
lo largo del cuerpo-. Está bien, pueden ustedes marcharse.
Veinticuatro horas más tarde la Guardia
Civil se hizo dueña del pueblecito serrano. En la madrugada sacaron a Hernández
de su cabaña y le fusilaron en la carretera. Pero esto lo supe -y supe también
que seguramente había escapado yo a un destino semejante- algunas semanas más
tarde. Aquel día, María y yo trepamos el camino retorcido que lleva a la
diminuta estación de ferrocarril, abroquelados en un silencio moroso.
La línea del ferrocarril corre sobre
una cornisa de la sierra entre dos túneles, y el pueblecillo descansa en el
fondo de un circo de cerros cuajados de pinos. En el fondo del valle, rodeando
el pueblo, hay praderas, donde pastaban unas cuantas vacas. Visto desde lo alto
de la estación, le invadía a uno una honda sensación de paz. Las vacas sentadas
rumiaban perezosas, el aire se movía suave, saturado de esencia de pino, el
cielo azul encendido de sol estaba en calma, ausente el viento. Cuando una de
las vacas levantaba la cabeza, el aire transmitía hasta nosotros el sonido
suave y claro de su esquila.
El cantinero de la estación dijo:
—Temprano se vuelven ustedes.
—Sí,
pero más tarde el tren viene atestado de gente.
—¿Y cómo van las cosas en Madrid? -Como
si Madrid estuviera a cientos de kilómetros. Los chiquillos del cantinero,
agarrados a su pantalón, nos miraban con ojos asombrados. Sonreí:
—Un poquillo revuelto.
El tren, un tren que venía de Segovia,
llevaba pocos viajeros. Las gentes que habían ido de Madrid a la Sierra no
habían abandonado aún el placer de la alfombra de agujas de pino. En nuestro compartimento,
un matrimonio ya viejo, provincianos acomodados, nos miraron interrogadores. Al
cabo de un ratito, el hombre me ofreció un cigarrillo:
—¿Han venido ustedes de Madrid esta
mañana?
—Sí, señor.
—¿Estaba la cosa muy revuelta?
—Bueno, más el ruido que las nueces.
Como usted ha visto, la gente ha venido a la Sierra como todos los domingos.
Se volvió a la mujer:
—Ves cómo yo tenía razón. Estas mujeres
se asustan en seguida. Un cambio de gobierno y nada más.
—Tal vez tienes razón. Pero yo no me
voy a quedar tranquila hasta que no esté con Pepe. ¿No le parece a usted? -Se volvió a
María en busca de apoyo y comenzó a contarle acerca de su hijo, que estudiaba
en la Universidad y que, ¡Dios nos ampare!, se había metido en la política con
las izquierdas y hasta estaba en una sociedad que habían fundado.
—Y no hay quien le haga estar quieto.
Las mujeres siguieron charlando y yo me
aislé en mi rincón y comencé a revivir en mi mente los hechos de la noche
anterior.
Rafael y yo habíamos conseguido
abrirnos paso a través de la multitud hasta el cuartito en que, al final de un corredor
estrecho, se encontraba la secretaría del Partido Socialista. Estaban allí Carlos
Rubiera, Margarita Nelken, Puente y tres o cuatro más que conocía sólo de
vista, peleándose con el torrente de gente, con las llamadas telefónicas, con
los gritos y con las notas escritas que llegaban hasta ellos, revoloteando de
mano en mano a través de los pasillos. Carlos Rubiera me vio:
—Hola. ¿Qué te trae por aquí?
—He venido a ver si sirvo para algo.
—Mira, has venido a tiempo. Vete ahí
con Valencia y ayúdale. -Me señaló un oficial con uniforme de Ingenieros, que
estaba sentado a una mesita-. Tú, Valencia, aquí hay alguien que te puede ser
útil.
Nos estrechamos las manos y Valencia
preguntó:
—¿Has estado en el ejército?
—Cuatro años en Marruecos, sargento de
Ingenieros. Somos del mismo cuerpo.
—Bien. Al presente, yo me he hecho
cargo del mando aquí. Tenemos a Puente con sus muchachos de las milicias y un diluvio
de voluntarios. Lo malo es que no tenemos armas ni municiones y que la mayoría
de los muchachos no han tenido un fusil en las manos en toda su vida. A todos
los hemos metido en el salón de la terraza. Vamos a ver qué dice Puente.
-Puente era el jefe de las milicias socialistas.
Me divertía ver el contraste entre los
dos: Valencia era un tipo perfecto de oficial, delgado y erguido, el uniforme
ajustado como un guante. Una cara larga y ovalada, ojos grises, una nariz recta
y fina y una boca generosa. Debía estar en el principio de los cuarenta. La
masa gris de sus cabellos, hebras negras y blancas mezcladas y peinadas hacia
atrás en suaves ondas, daba una seriedad a su cabeza que los ojos alegres y la
boca desmentían. Era imposible no sentir su energía profunda.
Puente, un panadero de profesión, debía
ser unos diez años más joven, aunque su cara, fresca y redonda, hacía difícil
afirmar su edad. Pero las líneas de esta cara eran borrosas y duras. Llevaba un
traje dominguero que no se acoplaba al cuerpo fuerte y sólido. Daba la impresión
de que estaría muchísimo mejor en una camiseta sin mangas, exhibiendo los músculos
desnudos y el pecho velludo.
Puente nos condujo a Rafael y a mí, a
través de los abarrotados pasillos y escaleras, hasta el salón-terraza. Allí se
podía respirar. Era una sala de reuniones con ventanas francesas abiertas a una
terraza sobre el edificio. No se había permitido llegar allí a nadie que no
perteneciera a las milicias y no había más que unas cincuenta personas formando
grupos. En cada grupo había uno que tenía un fusil, mientras que todos los
otros le metían prisa para que lo soltara, porque cada uno de ellos lo quería
tener en sus manos un instante, encarárselo y apretar el gatillo, antes de
dárselo a otro. Puente se subió a la tarima, dio unas palmadas y esperó a que
todos se agruparan alrededor:
—Los que no sepan manejar un fusil, ¡a
la izquierda! -gritó.
—¿Nos van a dar armas? -gritaron unos
cuantos.
—Más tarde. Ahora escuchad. El amigo
Barea ha sido sargento en África. Os va a explicar cómo funciona un fusil. Y
vosotros -se volvió al grupo de la derecha que conocía el manejo del arma-,
veniros conmigo. Vamos a relevar a los compañeros que están en la calle.
Se marchó con ellos y nos quedamos
allí, en la plataforma, Rafael y yo, enfrentados con treinta y dos caras
curiosas. Pensé si se me habría olvidado el mecanismo de un Máuser después de
doce años. Cogí uno de los fusiles y comencé a desmontarle en piezas sin decir
una palabra. Era un viejo Máuser de 1886. Mis dedos encontraron instintivamente
la vieja práctica. El tapete rojo de la mesa quedó cubierto en unos momentos de
piezas aceitadas.
—Si hay entre vosotros alguno que sea
mecánico, que se arrime a la mesa. -Salieron cinco-. Os voy a explicar cómo
ajustan las piezas unas con otras. A vosotros os va a ser más fácil entenderlo
que a los demás; y después, vosotros lo vais a explicar en grupos de dos o
tres, no más. Mientras tanto, mi hermano y yo vamos a explicar a los demás la
teoría de tiro.
Rafael se marchó con ellos a la terraza
y yo me quedé con los mecánicos. Al cabo de media hora los mecánicos estaban en
condiciones de explicar a los otros. Al final, Rafael se quedó con sólo dos que
parecían incapaces de sostener un fusil derecho:
—Te ha tocado el pelotón de los torpes
-le dije al oído. Me asomé a la barandilla de la terraza.
El piso al otro lado de la calle, a
unos diez metros de mí, tenía los balcones abiertos de par en par y todas las
luces encendidas, y podía ver la escena como si estuviera dentro de las habitaciones:
una era el comedor, con una lámpara de cristal con flecos, colgando en medio, sobre
la mesa; la otra, que debía de ser la sala, era similar, con la única
diferencia de que la mesa estaba cubierta con un tapete verde oscuro, con
flores bordadas, y en lugar de simples sillas, las sillas estaban tapizadas y
había una butaca, todo cubierto de fundas grises. Una mujer recogía los restos
de la cena de la primera habitación; en la segunda, el propietario del piso, en
mangas de camisa, estaba apoyado de codos en la barandilla del balcón. En el
piso bajo, igualmente iluminado, la familia estaba alrededor de la mesa
terminando la cena. Al fondo se adivinaban las alcobas. Todo igual, y todo distinto,
cada cuarto con su propia personalidad. Cada uno con la voz de un aparato de
radio, diciendo las mismas frases y la misma música, con un tono distinto.
Después, todos los cuartos de la casa, iluminados, abiertos, gritando sus voces
y su música, todos idénticos, sobre la ola de cabezas de la multitud en la
calle. De esta masa oscura subía una oleada caliente que olía a sudor. Algunas
veces, un soplo de brisa suave dispersaba esta bocanada y por unos momentos la terraza
olía a árboles y flores. El ruido era tan intenso que el edificio vibraba bajo
los pies. Como si estuviera temblando. Cuando la radio interrumpía su música y
los cientos de altavoces gritaban:
«¡Atención! ¡Atención!», se oía caer el
silencio sobre la multitud con un murmullo sordo que rodaba sobre las cabezas y
que iba a morir a lo lejos a través de las calles del barrio. Después no se
oían más que toses y carraspeos, hasta que alguien comentaba una de las
noticias con una broma o una blasfemia. Una voz enérgica gritaba: «¡Silencio!»,
y cien voces repetían la orden, ahogando los demás ruidos por unos segundos.
Cuando se terminaba la información, el ruido renacía más ensordecedor que
nunca.
A medianoche, el Gobierno había
dimitido. Se estaba formando un nuevo gobierno. Sobre mi cabeza una voz dijo:
—Son todos unos hijos de perra.
Miré hacia arriba. En la cima del
tejado ondeaba una bandera roja, casi invisible contra la oscuridad del cielo.
Encima de ella, la luz roja. De vez en cuando, el ondear de la bandera hundía
un pliegue en la luz roja y el paño se iluminaba como una llama. En un rincón
de la terraza, una escalera de hierro de las llamadas de caracol se elevaba
hacia el tejado. En algún sitio de la cima se iluminaba a veces la brasa de un
cigarrillo. Subí por la escalerilla. En el punto más alto, en una plataforma
abierta que dominaba los tejados, encontré a un muchacho de las milicias.
—¿Qué haces tú aquí?
—Estoy de guardia.
—¿Van a venir por los tejados?
—Puede.
—¿Quién crees tú que va a venir por los
tejados?
—Los fascistas, ¿quiénes van a ser?
—Pero desde aquí no se ve nada.
—Sí, ya lo sé. Pero tenemos que tener
cuidado. Imagínate lo que pasaría si nos pillaran por sorpresa.
La plataforma de hierro se elevaba en
la oscuridad. Debajo estaba la masa del edificio crudamente iluminada. El cielo
estaba claro espolvoreado de estrellas chispeantes, pero no había luna.
Alrededor de nosotros centelleaban los reflejos de las luces de Madrid que iban
disolviendo a lo lejos en la oscuridad. Las lámparas de las casas de los
barrios extremos se cortaban a través de la noche en hileras paralelas de luces
que chispeaban como las estrellas. El ruido de la calle llegaba a nosotros amortiguado
por la masa del edificio.
Sólo veinte escalones, y parecía un
nuevo mundo. Dejé los codos sobre la barandilla y me quedé allí un largo rato,
inmóvil.
Después nos llamaron para una cena de
madrugada. De alguna parte habían obtenido cordero asado, pan caliente y unas
botellas de vino para la guardia. Comimos y charlamos. La multitud estaba de
nuevo pidiendo armas. Puente me dijo:
—Tenemos veinte fusiles y seis
cartuchos para cada fusil. Es todo lo que hay en casa.
—Pues estamos lucidos.
—Bueno. Ahora se va a arreglar todo
definitivamente. Supongo que darán el Gobierno a los socialistas. De todas
maneras, tiene que arreglarse hoy. Los fascistas están en Valladolid y vienen a
Madrid. Pero no digas nada a los muchachos.
Volví a la terraza mientras Puente
inspeccionaba a sus hombres. La larga espera comenzaba a fatigar a la muchedumbre.
Algunos, sentados en los pasillos y en las escaleras, dormían; muchos, recostados
contra la pared, cabeceaban. Trepé a la plataforma y vi llegar el amanecer con
un reflujo claro en el horizonte.
Los altavoces comenzaron de nuevo:
—¡Atención! ¡Atención! Se ha formado un
nuevo Gobierno.
El speaker
hizo una pausa y comenzó a leer la lista de nombres. Las gentes hurgaban en
sus bolsillos en busca de un trozo de papel y una punta de lápiz. Todos los
dormidos se habían despertado y preguntaban:
—¿Qué ha dicho, qué ha dicho?
El speaker
seguía con su letanía de nombres. Era un Gobierno nacional, dijo; y
entonces, el nombre de Sánchez Román rebotó sobre las cabezas como el de un
ministro sin cartera. Fue imposible oír más. La multitud estalló en un rugido:
—¡Traidores! ¡Traidores! -Y sobre las
oleadas de insultos y maldiciones estalló el grito de «¡Armas!» nuevamente. El
rugido crecía y se extendía infinito. En las escaleras y en los corredores, la multitud
quería moverse, levantarse, subir, bajar, hacer algo. El edificio oscilaba como
si fuera a partirse en mil pedazos y hundirse en una nube de polvo.
Estalló un nuevo grito:
—¡A la Puerta del Sol! -La sílaba «sol»
restallaba en el aire.
La masa espesa de la calle se movía, se aclaraba. La
Casa del Pueblo derramaba en la calle un chorro sin fin de gritos.
—¡Sol! ¡Sol! -Todavía restallaba el
grito en el aire, pero ya más lejano. La muchedumbre se había dispersado debajo
de mí. La luz del día llenaba despacio la calle con un resplandor pálido, casi
azul. La Casa del Pueblo estaba vacía. Los primeros rayos del sol nos sorprendieron
con Puente y sus milicianos, solos en la terraza. Sobre los tejados, en su
balcón de hierro, el centinela lanzaba una sombra larga y contorsionada que se
tendía en las tejas.
—¿Qué vamos a hacer? -le pregunté a
Puente.
—Esperar órdenes.
Abajo, en la calle, unos pocos grupos discutían
acaloradamente y hasta nosotros llegaban frases sueltas.
—¿No crees que debíamos ir a la Puerta
del Sol? -pregunté.
—No. Nuestras órdenes son esperar.
Tenemos que mantener la disciplina.
—Pero no bajo este Gobierno.
Los milicianos se hicieron eco de mis
palabras. Uno de ellos se echó a llorar abiertamente. Le dije a Puente:
—Lo siento, pero no puedo remediarlo.
Yo he venido aquí esta noche por mi propia voluntad para ayudar en lo que
pudiera. Estaba dispuesto a ir a cualquier parte, contigo o con otro, a hacer
lo que fuera necesario. Pero no estoy dispuesto a servir a las órdenes de un
Sánchez Román. Tú sabes, tan bien como yo, lo que quiere decir que él sea un
ministro. Quiere decir que este Gobierno va a tratar de hacer un arreglo con
los generales. Me voy. Lo siento.
Nos estrechamos la mano. No fue una
cosa fácil. Los milicianos se volvieron, y algunos de ellos dejaron sus fusiles
contra la baranda de la terraza:
—Nosotros nos vamos también.
Puente comenzó a gritarles y al fin
recogieron los fusiles, menos dos de ellos que marcharon escaleras abajo tras
Rafael y yo. Íbamos a través de la casa vacía. De vez en cuando alguna persona
se cruzaba en los pasillos o en las escaleras, como un fantasma. Nos bebimos
una taza de café hirviendo en el bar y nos marchamos a la calle. Un barrendero
estaba regando las losas y en el aire colgaba un olor de amanecer lluvioso. Del
centro de Madrid, de la Puerta del Sol, llegaba un clamor inmenso, un mugido
sordo que hacía vibrar el aire y que aumentaba a medida que nos acercábamos. En
la esquina de una calle una taberna estaba abierta, a la puerta una mesa con
una cafetera sobre un hornillo de carbón de encina, un barreño lleno de agua,
tazas, vasos y platos y una hilera de botellas. Nos detuvimos para tomar otra
taza de café y una copa de coñac. La radio en la taberna interrumpió su musiquilla:
—¡Atención! ¡Atención! -El tabernero
aumentó el volumen del aparato-. Se ha formado un nuevo Gobierno. El nuevo Gobierno
ha aceptado la declaración de guerra del fascismo al pueblo español.
Uno de los milicianos que había venido
con nosotros desde la Casa del Pueblo, dijo:
—Ahora está todo bien. ¡Salud! -y se
volvió sobre sus pasos, agregando-: ¡Pero con esos republicanos en el Gobierno
nunca sabe uno!
Cuando llegamos a la Puerta del Sol, la
muchedumbre se había dispersado y se comenzaban a abrir los bares. Los grupos,
que seguían sus discusiones en las aceras, fueron entrando en ellos, en busca
de un desayuno. Un sol espléndido brillaba sobre las casas; el día iba a ser
caliente. Pasaban taxis abarrotados de milicianos, muchos de ellos llevando
banderas con la inscripción UHP. Los autobuses de los domingos comenzaban a alinearse
para llevar las gentes al campo. Al lado de uno, el cobrador voceaba:
—¡Puerta de Hierro! ¡Puerta de Hierro!
Comenzaban a hacer su aparición grupos
de muchachos y muchachas y familias completas que trepaban a los autobuses con
sus mochilas a la espalda.
—¡Vaya una nochecita! ¡En cuanto
lleguemos al campo, me tumbo y no quiero saber más! -exclamó uno, dejándose
caer en el asiento.
—Mira -le dije a Rafael-, dile a
Aurelia que no voy a ir a casa hasta esta noche, ya tarde. Cuéntale lo que quieras,
dile que tengo que hacer en el sindicato, lo que te dé la gana. Voy a esperar a
María aquí y me voy a la Sierra. Ya tengo bastante con lo que ha pasado.
Esto fue lo que pasó en la noche del
18. La noche pasada, aunque ahora parecía infinitamente lejos. La conversación
de los otros seguía su zumbido. Yo estaba cansado, disgustado con lo ocurrido durante
el día, disgustado con María, disgustado conmigo, sin ganas de ir a casa y
encerrarme allí, con mi mujer como remate.
Así llegamos a Madrid. Las gentes
tomaban los tranvías por asalto y elegimos ir andando. Volvían los primeros
autobuses repletos de excursionistas al Manzanares. Fuera de la estación se
había producido un atasco en el tráfico y un guardia con casco blanco trataba
de resolverlo con grandes gritos, pitadas de su silbato y remolino de manos
enguantadas. Había camiones llenos de gentes gritando a pleno pulmón. Un automóvil
lujosísimo cargado de maletas trataba de deslizarse silenciosamente en sentido
contrario.
—¡Se marchan! ¡Se marchan! ¡Adiós,
señoritos! ¡Buen viaje! -gritaban los camiones convertidos en tribuna. El
enorme coche los cruzó en silencio; la carretera fuera de Madrid estaba libre.
Pero los gritos no habían sido amenazadores, sino burlones; las gentes encontraban
divertido el que alguien escapara de Madrid, lleno de miedo.
La alegría no duró más que hasta lo
alto de la cuesta de San Vicente. Allí, piquetes de milicianos pedían la
documentación en cada esquina. La policía había cerrado cada bocacalle que
conducía al Palacio Real. Se veía poca gente y marchando de prisa todos.
Pasaban más coches con emblemas de los partidos pintados en las carrocerías y
con la inscripción UHP, que desfilaban a gran velocidad. Los transeúntes los
saludaban con el puño en alto. Una columna de humo espesa se elevaba lentamente
al fondo de la calle de Bailen. Un aparato de radio, a través de una ventana
abierta, nos dijo, al pasar, que Franco había pedido a Azaña la rendición sin
condiciones. El Gobierno republicano había contestado con una declaración de
guerra formal. Unas cuantas iglesias ardían.
Acompañé a María a su casa y me
apresuré a marcharme a la mía.
Las calles alrededor de Antón Martín
estaban abarrotadas de gente y llenas de un humo denso y agrio. Olía por todas
partes a madera quemada y a metal caliente. La iglesia de San Nicolás estaba
ardiendo. Vi los ventanales de la cúpula saltar explosivos, y chorros de plomo
incandescente deslizarse por el tejado. La media naranja era una bola
gigantesca de fuego furioso, crujiendo y retorciéndose bajo las llamas. Por un
instante, el incendio pareció extinguirse y la enorme cúpula se abrió con una
grieta roja.
Las gentes se dispersaron gritando:
—¡Se hunde!
Se hundió la cúpula con un chasquido y
un golpazo sordo, tragada por las paredes exteriores de la iglesia. De dentro
brincó a lo alto una masa silbante de polvo, cenizas, humo y chispas. De
pronto, entre esta nube de cataclismo, surgió la figura de un bombero en lo
alto de una escala que se balanceaba en el aire, perdido el apoyo de la cúpula;
el hombre, en lo alto, seguía dirigiendo el chorro de agua de su manga sobre
los puestos del mercado de la calle de Santa Isabel y las paredes del cinema a
espaldas de la iglesia. Era como si Arlequín se hubiera quedado de repente solo
en la escena, ridículo y desnudo. Las gentes aplaudían, no sé si al
derrumbamiento de la cúpula o a la figurilla grotesca allá en lo alto. El fuego
seguía rugiendo sordamente dentro de las paredes de piedra.
Entré en la taberna de Serafín. Toda la
familia estaba agrupada en la trastienda, la madre y una de las hermanas completamente
histéricas, y la taberna estaba llena de gente. Serafín corría de los clientes
a su madre y hermana y de éstas a aquéllos, tratando de atender a todos, su cara
redonda empapada de sudor, dando, atontado, tropezones a cada paso.
—¡Arturo, Arturo! ¡Esto es terrible!
¿Qué va a pasar aquí? Han quemado San Nicolás y todas las otras iglesias de
Madrid: San Cayetano, San Lorenzo, San Andrés, la escuela Pía...
—¡Bah! No te apures -interrumpió un
parroquiano con pistola a la cintura y un pañuelo rojo y negro liado al
cuello-. Sobran tantas cucarachas.
El nombre de la escuela Pía me había
impresionado: mi vieja escuela estaba ardiendo. Me fui rápidamente, calle del
Ave María abajo, y me encontré a Aurelia y los chicos en la calle, mezclados
con los vecinos. Me recibieron a gritos:
—¿Dónde has estado?
—Trabajando todo el día. ¿Qué es lo que
pasa aquí?
Veinte vecinos comenzaron a la vez a
darme explicaciones: los fascistas habían disparado sobre las gentes desde las torres
de las iglesias y las gentes las habían asaltado. Todo estaba ardiendo...
El barrio entero olía a quemado y caía
una lluvia finísima de cenizas. Quería verlo yo mismo.
La iglesia de San Cayetano era una masa
de llamas. Cientos de personas vecinas de las casas adyacentes habían sacado a
la calle sus muebles y los habían amontonado lejos del incendio que amenazaba
sus hogares. Guardaban sus propiedades y contemplaban silenciosas el incendio.
Una de las torres gemelas comenzó a oscilar. La multitud gritó: si la torre
caía sobre sus casas, sería el fin. El bloque de piedra y ladrillo se estrelló
en mitad de la calle.
Enfrente de la iglesia de San Lorenzo,
una multitud frenética aullaba y danzaba casi en las mismas llamas.
La
escuela Pía estaba ardiendo por dentro. Parecía como si hubiera sido sacudida
por un terremoto. La larga fachada de la calle del Sombrerete, con sus cien
ventanas correspondientes a las clases y a las celdas de los padres, estaba
lamida por las lenguas de fuego que surgían a través de las rejas. La fachada
principal estaba derruida, una de las torres caída, el atrio de la iglesia demolido.
Por una puertecilla lateral -la entrada de los chicos pobres- bomberos y milicianos
entraban y salían sin cesar. El resplandor del fuego interno en el enorme
edificio brillaba a través de cada orificio.
Un grupo de milicianos y de guardias de
asalto surgió sosteniendo una camilla improvisada -unas tablas sobre una
escalera de mano- y sobre las tablas, envuelta en mantas, una figurilla de la
que sólo era visible la cara de cera y el mechón de pelo blanco. Un viejecillo
miserable, temblón, los ojos llenos de terror: mi antiguo maestro, el padre
Fulgencio. La multitud abrió paso en silencio y los hombres le metieron en una
ambulancia. Debía tener entonces más de ochenta años. Una mujeruca gorda dijo
detrás de mí:
—Lo siento por el pobre padre
Fulgencio. Le he conocido desde que era una chiquilla. ¡Y pensar que ahora el
pobre tiene que pasar por todo esto! Valía más que se hubiera muerto. El pobre
hombre hace ya muchos años que estaba paralítico. Algunas veces le subían al
coro en una silla para que pudiera tocar el órgano, porque las manos las tenía
bien, pero de la cintura para abajo estaba ya muerto. No sentía ni aunque le
pincharan con alfileres. Y, ¿sabe usted?, todo esto ha pasado porque los jesuitas
se hicieron amos de la escuela. Porque antes, y créame a mí que las sotanas me
hacen vomitar, todos aquí en el barrio queríamos a los padres.
—El padre Fulgencio fue mi maestro de
química -le dije.
—Entonces usted sabe lo que quiero
decir, porque de eso debe de hacer ya mucho tiempo. Bueno, no quiero decir que
es usted un viejo. Pero debe hacer sus buenos veinte años.
—Veintiséis.
—Ve usted, no estaba tan equivocada.
Bueno, como le iba diciendo, hace algunos años, no me acuerdo bien si fue antes
o después de la República, la escuela cambió que no la conocía nadie. - El
fuego seguía crepitando dentro de la iglesia. El edificio no era más que una
cáscara agrietada. La mujer seguía entusiasmada y verbosa-: Los escolapios, ¿sabe
usted?, eran buena gente, y ya le digo que no me gustan las sotanas, pero
fueron y se juntaron a una de esas asociaciones de las escuelas católicas, algo
que lo llamaban así, que todo estaba manejado por los jesuitas. Usted se
acordará cómo era cuando el padre prefecto venía a la plaza de Lavapiés y nos
daba perras y hasta mi madre iba y le besaba la mano. Pero todo esto se acabó
cuando vinieron los jesuitas. ¡Empezaron eso que llaman la adoración de Dios!
Se ponían a hacer la instrucción en el patio con fusiles, que todos los veíamos
desde los balcones. Y luego, aunque no lo crea, esta mañana empezaron con una
ametralladora en la torre esa que han tirado, y se oía en todo el barrio.
—¿Y han herido a alguien? -pregunté.
—A cuatro o cinco aquí en Mesón de
Paredes y en la calle de Embajadores. Uno se quedó muerto en la acera y a los
otros se los llevaron en seguida.
Me fui a casa profundamente emocionado.
Sentía un peso en la boca del estómago como si quisiera llorar sin poder. Surgían
visiones de mi infancia y tenía la sensación de sentir y de oler cosas que
había querido y cosas que había odiado. Me senté en el balcón de casa sin ver
la gente que pasaba por la calle o que se enracimaba en grupos, hablando a
gritos. Traté de aclarar el conflicto dentro de mí. Me era imposible aplaudir la
violencia. Estaba convencido de que la Iglesia en España era un daño que había
que corregir, pero a la vez me rebelaba contra esta destrucción estúpida. ¿Qué habría
ocurrido a la biblioteca del colegio con sus viejos libros iluminados, con sus
manuscritos únicos? ¿Qué habría ocurrido a las salas de física y de historia
natural, tan espléndidas, tan escasas en España? ¡Y toda la riqueza destruida
en material de enseñanza! ¿Era posible que estos curas y estos señoritos de la
Falange hubieran sido realmente tan estúpidos como para creer que el colegio
iba a ser una fortaleza contra un pueblo enfurecido?
Había visto demasiado de sus
preparaciones para no creer que habían usado las iglesias y los conventos como
almacenes de guerra. Pero a pesar de ello, odiaba la destrucción, tanto como
odiaba a los que habían llevado al pueblo a ella. Por un momento pensé dónde
estaría el padre Ayala y si le satisfacía el resultado de su silencioso
trabajo.
¿Qué hubiera ocurrido si nuestro
antiguo padre prefecto hubiera abierto de par en par las puertas de la iglesia
y del colegio y se hubiera quedado él allí, bajo el dintel, frente a frente al
populacho, erguido, con su cabeza alta, con sus cabellos de plata azotados al
viento? ¡Oh!, no le hubieran atacado, estaba seguro.
Más tarde aprendí que esta ilusión mía
no era vana: el cura párroco de la iglesia de la Paloma -la más popular de todo
Madrid- había puesto las llaves de la iglesia en manos de las milicias, y su
iglesia y las obras de arte que encerraba fueron salvadas y respetadas, aunque
demolieron los santos de cartón piedra y se llevaron los candeleros de latón
para hacer cartuchos. Y lo mismo pasó con San Sebastián, con San Ginés y con docenas
de otras iglesias que se habían mantenido intactas, algunas de ellas en espera de
las bombas que iban a caer.
Pero aquella tarde me sentía agobiado.
La lucha estaba entablada, era mi propia lucha, y sin embargo me sentía
repelido y frío hasta el tuétano.
Rafael me llevó al puesto de Antonio en
la verbena. Aún seguía viniendo gente y muchos de los recreos funcionaban.
Antonio estaba excitadísimo y a punto de retirar el tenderete. La guarnición
del Cuartel de la Montaña había hecho fuego de ametralladora sobre un camión
cargado de muchachos de la juventud socialista que volvían de Puerta de Hierro
cantando. La policía había tendido un cordón alrededor del cuartel que, al parecer,
era el cuartel general de la insurrección en Madrid.
—Tenemos que ir allí -dijo Antonio.
Me negué. Allí no había nada que yo
pudiera hacer. Había visto bastante y estaba muerto de cansancio. Rafael se
marchó con Antonio y yo me volví a casa. Dormí cuatro horas y me desperté
exactamente a las cuatro de la mañana, cuando ya era completamente de día. En
la calle las gentes hablaban y disputaban. Me vestí y bajé a la calle. En la
plaza de Antón Martín estaba parado un taxi, mientras los hombres bebían leche
en la lechería del cuñado de Serafín. Entré y me bebí dos vasos de leche fría,
casi helada.
—¿Adónde vais?
—Al Cuartel de la Montaña. La cosa se
está poniendo seria allí.
—Me voy con vosotros.
En la plaza de España, los guardias de
asalto detuvieron el coche. Me fui andando hacia la calle de Ferraz.
El cuartel, en realidad tres diferentes
cuarteles, forma un edificio inmenso en la cima de un cerro bajo. En su frente
hay un ancho glacis en el cual tiene cabida para ejercicios conjuntos un regimiento.
Esta terraza se une a la calle de Ferraz por una pendiente rápida en uno de sus
extremos, y en el opuesto se corta bruscamente sobre la estación del
ferrocarril del Norte. Un grueso parapeto de piedra corre a todo lo largo de
una pared vertical de cinco o seis metros, sobre una explanada inferior que
separa el cuartel de los jardines de la calle de Ferraz. Por la parte
posterior, el edificio domina la ancha avenida del Paseo de Rosales y los
campos que rodean la ciudad al suroeste y al norte. El Cuartel de la Montaña es
una fortaleza.
De la dirección del cuartel llegaba un
crepitar de disparos de fusil. En la esquina de la plaza de España y la calle
de Ferraz un grupo de guardias de asalto estaba cargando sus carabinas al
abrigo de una pared. Entre los árboles y los bancos del jardín había una
multitud de gente tumbada o en cuclillas. Surgía de ellos una oleada furiosa de
tiros y gritos que se extendían a lo lejos, hacia el cuartel, por otros a
quienes yo no podía ver. Debía haber un círculo de millares alrededor del edificio.
La acera opuesta a los jardines, batida por las ventanas del cuartel, estaba
desierta.
Un aeroplano, volando a gran altura,
venía hacia el cuartel.
La gente gritaba:
—¡Es uno de los nuestros!
El día antes, el domingo -aquel domingo
en que muchos nos hemos ido al campo, pensando disipada la tormenta-, grupos de
oficiales en los dos aeródromos cercanos a Madrid habían intentado sublevarse,
pero habían sido sometidos por fuerzas leales.
La máquina voló en una curva amplia y
comenzó a descender, hasta que me fue imposible verla más. Unos momentos después
temblaba la tierra y el aire. Después de dejar caer sus bombas, el avión se
alejó. La multitud se volvió loca de júbilo, muchos de los que estaban en los
jardines se enderezaron manoteando y tirando al aire las gorras. Un hombre
estaba haciendo una pirueta cuando se desplomó. El cuartel disparaba, y el
tableteo de las ametralladoras se impuso sobre todos los ruidos.
Un grupo compacto, chillando y
gritando, apareció en el otro extremo de la plaza de España. Cuando el grupo
llegó a nuestra esquina, vi que en medio de él llegaba un camión con un cañón
de setenta y cinco milímetros. Un oficial de asalto comenzó a dar órdenes para
descargar el cañón. La gente no escuchó. Cientos de personas se lanzaron sobre
el camión como si fueran a devorarlo y lo hicieron desaparecer bajo su masa,
como desaparece un trozo de carne podrida bajo un enjambre de moscas. Y en un
momento el cañón estaba en tierra, sostenido a pulso, por brazos y hombros.
Se enderezó el oficial en lo alto y
gritó pidiendo silencio:
—Ahora, tan pronto como yo haya
disparado, tenéis que arrastrar el cañón tan de prisa como podáis, y ponerle
allí. -Señalaba el otro extremo de los jardines-. Pero no os vayáis a matar vosotros
mismos... Tenemos que hacerles creer que tenemos muchos cañones. Y los que no
vayan a ayudar que se quiten de en medio.
Disparó el cañón, y antes de que
hubiera terminado su retroceso la masa de gente lo hacía rodar con estrépito
doscientos metros más allá. Volvió a estallar el cañón y a recomenzar su rodar
loco sobre el empedrado, dejando tras él un reguero de hombres brincando sobre
un pie y gritando de dolor; las ruedas pasaban sobre los pies de los hombres.
Una rociada de ametralladora se estrelló inmediata a nosotros. Me refugié en
los jardines y me dejé caer dentro de un grueso tronco de árbol, justamente al lado
de dos obreros tumbados en el césped.
¿Por qué diablos estaba yo allí y qué
pintaba sin una mala arma en mis manos?
Uno de los dos hombres delante de mí se
enderezó sobre sus hombros. Tenía empuñado con ambas manos un revólver y
apoyaba el cañón contra el tronco del árbol. Era un revólver antiguo y enorme,
con cañón niquelado y un punto de mira como una espuela. El tambor con los
cartuchos era un bulto deforme sobre las dos manos agarrotadas en la culata. El
hombre arrimó peligrosamente la cara al arma y tiró trabajosamente del gatillo.
Le sacudió una explosión violenta y una oleada de humo espeso y agrio hizo un
halo sobre su cabeza. Su compañero le sacudió un hombro:
—Ahora déjame tirar un tiro.
La explosión casi me hizo saltar sobre
mis pies. Estábamos a doscientos metros del cuartel y el frente del edificio
estaba oculto por la masa de árboles del jardín. ¿A quién creían estar tirando
aquellos dos locos?
El que había disparado se volvió:
—No me da la gana. El revólver es mío.
El otro blasfemó:
—¡Déjame tirar un tiro, por tu madre!
—No me da la gana. Ya te lo he dicho.
Si me matan, el revólver es tuyo. Si no, te conformas con mirar.
Se volvió el otro. Tenía una navaja en
la mano, la hoja casi tan grande como un machete, y la levantó sobre el trasero
de su amigo:
—¡Déjame el revólver o te pincho! -Y
comenzó a clavar la punta del arma en las carnes del otro. El hombre saltó y
chilló:
—¡Tú, que me has pinchado de verdad!
—¡Para que veas! O me dejas el revólver
o te hago un agujero.
—Toma, aquí lo tienes. Pero sujétalo
bien, porque da coces,
—¿Te crees que soy un idiota?
Como si estuviera siguiendo un rito, el
hombre se levantó sobre sus codos y engarfió la culata con ambas manos, tan
ceremoniosa y deliberadamente que casi parecía una plegaria. El cañón niquelado
se elevaba lentamente.
—Bueno, ¡acaba ya! -gritó el
propietario del revólver. El otro volvió la cabeza:
—Ahora te esperas, es mi turno. Les
tengo que enseñar yo a estos hijos de mala madre. Otra vez nos sacudió la
explosión y otra vez nos hizo carraspear el humo acre que se pegaba a la tierra
a nuestro alrededor.
Las explosiones de los morteros y el
tableteo de las ametralladoras seguían en el cuartel. De cuando en cuando, el
cañón rugía a espaldas nuestras, una bala hacía zumbar el aire y la explosión
resonaba en la distancia. Miré al reloj: las diez. ¡Era imposible!
Se hizo un silencio seguido por una
explosión de alaridos. A través de la confusa batahola se iban formando las
palabras:
—¡Se rinden! ¡Bandera blanca!
Los hombres se iban incorporando. Por
vez primera me fijé que había muchas mujeres también. Todos echaron a correr en
dirección al cuartel. Me arrastraban y corrí con ellos.
Podía ver ahora la doble escalera de
piedras en el centro del parapeto. Era una doble masa negra de gentes
vociferando que se empujaban unos a otros hacia lo alto. En la explanada superior,
otra masa densa de seres humanos bloqueaba la escalera.
Un furioso tableteo de ametralladora cortó
el aire. Con un grito sobrehumano, la multitud trató de dispersarse. El cuartel
vomitaba metralla por todas sus ventanas. Volvieron a sonar los morteros, ahora
más cercanos, con trallazos secos. Duró unos breves minutos, entre la ola de
gritos más horrible que nunca.
¿Quién dio la orden de ataque?
Una masa sólida y viva de cuerpos se
movió hacia adelante como una catapulta, hacia el cuartel, hacia la cuesta de
entrada de la calle Ferraz, hacia la escalera de piedra en la pared, hacia la
pared misma. La multitud era ahora un solo grito. Las ametralladoras
funcionaban sin cesar.
Y así, en un instante, todos supimos,
sin verlo, sin que nadie nos lo dijera, que el cuartel había sido asaltado. La
ola de gritos y de disparos sonaba ahora dentro del edificio. Las figuras de
las ventanas desaparecían en un instante y otras se veían repasar como
relámpagos. En una de las ventanas apareció un miliciano, que levantó un fusil en
alto y lo lanzó sobre la multitud que respondió con un rugido de alegría salvaje.
Me encontraba sumergido en una parte de la masa que me llevaba hacia el
cuartel. La explanada estaba sembrada de cuerpos, muchos de ellos retorciéndose
y arrastrándose en su propia sangre. Me encontré de pronto en el patio del
cuartel.
Las tres hileras de galerías que se
abren sobre el patio cuadrado estaban llenas de figuras que corrían, gritaban y
gesticulaban, agitando fusiles en lo alto y llamando con voces inaudibles a sus
amigos abajo. Un grupo perseguía a un soldado que corría alocado de terror,
pero sacudiendo de su lado a todo el que se cruzaba en su camino. Tropezó y
cayó. El grupo se cerró sobre él. Cuando se disolvió, no se veía nada desde
donde yo estaba.
En la galería más alta apareció un
hombre gigantesco, llevando en las manos, sostenido en alto, un soldado que
agitaba el aire con las piernas. El gigante gritó:
—¡Allá va eso!
Y lanzó el soldado al espacio. Cayó
dando vueltas en el aire como una muñeca de trapo y se estrelló en las piedras
con un golpe sordo. El gigante levantó los brazos:
—¡Voy por otro! -aulló.
A la puerta del almacén se había
formado el grupo mayor. Los fusiles estaban allí. Uno tras otro surgían
milicianos, con su fusil en alto, casi danzando de entusiasmo. De pronto hubo
un nuevo empujón hacia la puerta del almacén:
—¡Pistolas! ¡Pistolas!
El almacén comenzó a vomitar cajas
negras que pasaban de mano en mano por encima de las cabezas. Cada caja
contenía una pistola Máuser reglamentaria -Astra calibre 9-, un cargador de repuesto,
una baqueta y un destornillador. En unos momentos las piedras del patio estaban
salpicadas de manchones blanco y negro -porque el interior de las cajas era
blanco- y de papeles pringosos de grasa. La puerta del almacén seguía escupiendo
pistolas.
Se dijo que en el Cuartel de la Montaña
había cinco mil pistolas Astra. No lo sé. Lo que sí sé es que aquel día las
cajas vacías, blanco y negro, salpicaban todas las calles de Madrid. Lo que no
se encontró, sin embargo, fueron municiones para las pistolas. Los guardias de
asalto habían logrado apoderarse de ellas.
Salí del cuartel. Cuando había sido
soldado -un recluta destinado a Marruecos- había estado algunas semanas en
aquel mismo cuartel. Hacía dieciséis años.
Eché una ojeada al salir al cuarto de
banderas, abierto de par en par. Estaba lleno de oficiales, todos muertos,
yaciendo en una confusión bárbara, unos con los brazos caídos sobre la mesa,
otros sobre el suelo, algunos sobre el cerco de las ventanas. Algunos de ellos
eran muchachos, casi niños.
Fuera, en la explanada, bajo un sol
deslumbrante, yacían cientos de cadáveres. En los jardines todo estaba quieto.
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Primera parte (1951)
Capítulo VII - La llama
No hay comentarios:
Publicar un comentario