Reparto de armas a los voluntarios de un cuartel de la Guardia de Asalto en Madrid, julio de 1936 |
Don Manuel Ayala nos había telegrafiado
para que fuéramos a buscarle al aeródromo de Barajas. Le estábamos esperando mi
jefe y yo.
Un Douglas de los utilizados en las
líneas de París y de Barcelona estaba en el campo, destacándose de los viejos
Fokker que le rodeaban. Me fui hacia él y me puse a estudiar los detalles de su
fuselaje. Pero había algo en el fondo de mi mente que me impedía disfrutar de
mi examen y me hacía sentir molesto. No acertaba la causa de aquel nerviosismo,
porque la aviación ha sido uno de mis mayores entusiasmos. Para encontrarla
tuve que hacer un esfuerzo.
Todo lo que
yo conocía de la teoría de aerodinámica lo debía a mi trabajo en el pleito de
Jukers contra Ford en el cual había intervenido por nuestro cliente Junkers.
Hacía ya tiempo que habían pasado por mis manos las patentes de Junkers y
Heinkel. ¿Tras de qué andaría ahora esta gente?
Cuando el capitán don Antonio Barberán me
había llevado con él en una vieja «chocolatera», como llamaban a los aviones
remendados que había en Marruecos, y cuando me había explicado, entusiasta, sus
planes para un vuelo transatlántico, aún la aviación era maravillosa.
Me acordaba del primer aeroplano que
había visto volar en mi vida y de mi entusiasmo, como un chiquillo que era entonces.
Primero, había sido la larga caminata, hirviendo en excitación, hasta los
llanos de Getafe, para esperar la llegada de Vedrines, el primer hombre que
voló de París a Madrid. Después, las tres tardes en que me escapé a través de
los campos hasta el velódromo de Ciudad Lineal, hasta que en la última el
tiempo, quieto y lleno de sol, permitió a Domenjoz demostrarnos lo que era un looping-the-loop. Me hubiera gustado
volar en aquel Douglas a Barcelona por encima de la Costa Brava de Cataluña y
de sus aguas transparentes, y contemplar desde lo alto la luz del sol temblando
y escondiéndose tras las cimas de las lejanas montañas, encapuchados por una cabalgata
de nubes.
Se me paró la fantasía y se enfocaron
mis memorias borrosas:
Pasó en los veinte, cuando Junkers
construyó un aeroplano cuatrimotor para realizar con él la vuelta al mundo y a
la vez obtener contratos de las compañías aéreas que, justamente entonces, se
estaban planeando en varios países del mundo.
Junkers era nuestro cliente y los
alemanes trataban de obtener la concesión de una base aérea comercial en
Sevilla, donde se había construido la torre para el anclaje de los zepelines.
España podía ser un punto clave en la red de comunicaciones con América. Se
habían realizado muchas intrigas y muchas jugadas complicadas por la industria
de varios países, y una de ellas había sido el pleito que Junkers había
planteado a Ford por las patentes que protegían la colocación de las alas bajo
el fuselaje.
Mi antiguo jefe y yo habíamos tenido
que ir al aeródromo de Getafe a la llegada del cuatrimotor Junkers a Madrid en
su viaje de propaganda. Se había preparado una recepción oficial con asistencia
del Rey. Cuando aterrizó el monstruo, un poquito más tarde del tiempo señalado,
el Rey y su séquito militar inspeccionaron el aparato detalladamente; el Rey
insistió en volar en un vuelo de prueba y hubo que desarrollar un defecto
mecánico -y diplomático- para evitarlo. Después, mientras las formalidades
oficiales y el vino de honor seguían su curso, un ingeniero alemán tomó en sus
manos explicar las características del aparato a los oficiales que formaban la
comisión de compras en el caso de llegar a formularse un contrato, y mi jefe y
yo los acompañamos, en nuestra calidad de representantes de las patentes.
El hombre tenía el título de Doktor, pero su nombre no se quedó en mi
memoria. Era pequeño y delgadito, con pelo de arena de puro rubio, y afeitado,
con gruesos cristales de miope cabalgando en el puente de una nariz colgante.
Sus manos eran enormes. Recordaba haber pensado al verlas que parecían las
manos depiladas de un gorila; cuando movía los dedos huesudos, las articulaciones
parecían saltar fuera de su asiento y adquirir formas contorsionadas y
extrañas.
Primero, escondió estas manos suyas
debajo de los faldones de su levita y así nos llevó a través de la cabina donde
estaban alineados los lujosos sillones para los pasajeros. Después nos llevó a
través de pasillos como túneles que terminaban en las cabinas de los motores, y
por último nos llevó a la cabina de los pilotos, separada de la de los pasajeros
por una doble puerta corredera.
La cabina de los pilotos tenía la forma
de una semiesfera alargada, formando la parte curva de la proa del avión. La
pared exterior estaba construida de una armadura de duraluminio y paneles de
cristal. Los asientos de los pilotos se elevaban en el centro de esta cúpula
tumbada como suspendidos en el aire, y suministraban una vista completa en todas
direcciones. Aquí, el Doktor hizo
reaparecer sus manos y comenzó a explicar en español:
—Ahora que ya han visto ustedes el
aparato -cortó las alabanzas con dos manotones-, les voy a mostrar algo que es
mucho más interesante. -Con agilidad sorprendente saltó entre la armadura del suelo
encristalado y comenzó a destornillar algunos remaches cilindricos colocados en
el cruce de las barras de aluminio. Debajo aparecieron huecos roscados
brillantes de aceite-: Como ven ustedes, basta desatornillar los falsos remaches
para descubrir estos zócalos roscados, en los cuales se pueden atornillar en
unos segundos las patas de una ametralladora: éste y éste, son para el asiento del
ametrallador. Se quita este panel de cristal y el cañón de la ametralladora
sale por la abertura. Aquí y aquí, en los dos lados, pueden colocarse otras dos
ametralladoras de manera que el aeroplano puede atacar y defenderse de otros
aviones. Y ahora, señores, vengan conmigo. Hay más. -Echó a correr delante de
nosotros, brincando con pasitos cortos, y se detuvo en medio de la cabina de
pasajeros. Aquí nos enseñó cómo las patas de los sillones estaban atornilladas
al piso-: Se los puede quitar todos en dos minutos y dejar esto vacío. En su
lugar se atornilla todo el equipo para transportar tropas o, si es necesario,
para almacenar bombas y los instrumentos para lanzarlas. Aquí, esto son las
compuertas para lanzarlas... Ahora les voy a enseñar dónde se colocan las
grandes bombas. Aquí, ¿ven ustedes?, aquí. -Debajo de las alas gigantes, volvió
a desatornillar los soportes para las bombas. Brincaba en las puntas de los
pies y hacía castañetear los dedos huesudos, mientras repetía entusiasmado el procedimiento-:
¡Eh! ¿Qué les parece? En una sola hora podemos transformar los aviones de una
línea comercial en cualquier aeropuerto de Alemania, pongamos en Berlín, y
venir a bombardear Madrid. Diez horas después de una declaración de guerra
podemos bombardear la capital enemiga. Y si somos nosotros los que declaramos
la guerra, cinco minutos después de la declaración. Ja, ja! ¡Esto es Versalles!
El viejo y famoso piloto de globos que
estaba con nosotros, y que yo conocía muy bien, se volvió a mí y murmuró:
—Este tío es tan repugnante como una
araña. Dan ganas de espachurrarlo de un pisotón. Me alegró mucho entonces que
el contrato del ejército español no fuera a parar a manos de Junkers, a pesar
de la convincente demostración que el macabro doctor había dado a los oficiales
del Estado Mayor.
Había conseguido dar por olvidado el
incidente, pero había cambiado mis ideas sobre el futuro de la aviación y había
envenenado el placer que sentía cuando volaba. Ahora mismo me molestaba.
Después había venido la guerra de Abisinia, y en Alemania hoy estaba Hitler.
Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos
falsos remaches y se atornillan las patas de las ametralladoras o las perchas
para las bombas...
Yo mismo me tuve que decir que me
estaba volviendo mórbido. Aquel Douglas con su sobrio confort inglés no era más
que un vehículo de lujo, hecho para convertir el volar en un placer.
El aeroplano de Sevilla trazó un
círculo sobre el campo y aterrizó. Fuimos al encuentro de nuestro cliente. No venía
solo y en el primer momento no reconocí a su acompañante. Hacían una pareja
cómica los dos zanqueando a través del campo.
Don Manuel Ayala era corto y cuadrado,
en la mitad de los sesenta, tostado y disecado por el sol, con una nariz de
punta afilada en una cara llena de surcos y arrugas, ojos brillantes de ratón
tras unos lentes de oro de vieja forma, colgantes de un cordón de seda al ojal
de la solapa, y un bigote blanco, teñido de tabaco, pesado y tosco. Me parecía
enorme, hasta que comprobé que sólo sus extremidades eran grandes: manos y pies
fuera de proporción, que resultaban deformes, y una cabeza pesada bamboleando
entre dos hombros anchísimos. La cara era una cara áspera, de campesino,
afeitada, pero azuleante de las raíces de la barba. Lo que le hacía
irresistiblemente cómico era el traje. Era como si un gigante hubiera estado
gravemente enfermo en un hospital, hubiera perdido sus carnes y saliera ahora a
la calle por primera vez en sus viejas ropas. Colgaban perdidas alrededor de
él, como en la cruz de palos de un espantapájaros. Pero andaba con pasos
firmes, seguros y enérgicos.
Le reconocí de pronto. Nunca le había
visto en mi vida fuera de sus ropas talares. Era el hermano de nuestro cliente,
el jesuita padre Ayala.
Cada vez que don Manuel Ayala venía a
Madrid me pedía que fuera su acompañante. Había vivido sesenta años de su vida
encerrado en un pequeño pueblo de la provincia de Huelva y nunca había ido más
lejos de Sevilla en excursiones cortas y tímidas. Administraba todas las
tierras heredadas de su padre y vendía sus productos, pero aparte de eso hacía
la vida de un recluso. Criaba vinos exquisitos que cuidaba con sumo cuidado, y
a su vejez, de repente, decidió lanzarlos al mercado. Alguien le dio una introducción
para nosotros y nosotros nos encargamos de crearle una serie de marcas, etiquetas
y modelos de envases para sus vinos y sus coñacs. Era alegre y locuaz, bonachón
y un poco cínico hacia sí mismo. Consideraba su defecto de convertirse en un
cosechero famoso como un capricho repentino de la vejez, y estaba resuelto a salirse
con la suya, lo mismo que le empujó a tomar el avión de Sevilla la primera vez
que vino a Madrid.
—A mi edad, ya no se tiene miedo de
nada. ¿Por qué no probar a volar y quedarme con las ganas? Lo único que siento
es que me estoy haciendo viejo, ahora que comienzan estas cosas tan interesantes.
Sentía admiración y orgullo por su
hermano, el jesuita, que era tan sagrado y tan importante que nada podía decirse
de él. En 1930, el año antes de proclamarse la República, me había llevado con
él, por primera vez, a ver a su hermano en la residencia de los padres, en la
calle de Cedaceros. Me había sido repulsivo el padre Ayala. Era sucio y
grasiento, el hábito pringoso, sus zapatones enormes, con gruesas suelas,
sucios de siempre, las uñas de sus dedos planos ribeteadas de negro. No podía
ver dentro de su mente, pero conocía la fuerza del hombre: en aquella época,
era él quien manejaba los hilos que iban a terminar en el Palacio Real, en las Cortes,
en los salones de la aristocracia y en los cuartos de banderas de las guarniciones
más importantes.
Pero él nunca aparecía en público.
Sabía que estaba viviendo, ahora que se había disuelto la Compañía, en una casa
de vecinos de Sevilla, en compañía de otros dos padres, todos vistiendo de
paisano. ¿Por qué este hombre, inesperadamente, se metía en el avión con su hermano
y le acompañaba a Madrid? ¿Qué nueva tela de araña estaba tejiendo? Cuando llegamos
a la puerta de la oficina, el padre Ayala nos abandonó y don Manuel hizo sus excusas:
—El pobre hombre está muy preocupado
con lo que va a pasar.-Siguió explicando mientras el ascensor nos elevaba al
piso-: Saben ustedes, cuando la República disolvió la Orden, mi hermano se fue
a Sevilla y tomó un cuartito con otros dos hermanos. Todavía viven allí
haciendo vida comunal. Hay cientos como ellos en España. Al principio, naturalmente,
la mayoría de ellos dejaron el país, pero han ido volviendo poco a poco. Ahora
las cosas van a cambiar y su sitio es aquí, ¿no les parece?
Cuando hubimos terminado nuestra charla
de negocios, don Manuel me invitó a comer con él, «porque mi hermano me ha
abandonado y usted conoce los buenos rincones».
El viejo era profundamente religioso,
vivía una vida de celibato, y dudo mucho que jamás hubiera tenido contacto con
mujeres; pero tenía debilidad por un buen plato y buen vino. Cuando nos habíamos
instalado en uno de esos «rincones» que a él le gustaban, don Manuel me preguntó:
—¿Y qué? ¿Cómo van en Madrid las cosas
de la política?
—Por lo que a mí me parece, confieso
que soy muy pesimista. Los grupos de la izquierda no hacen más que pelearse
unos con otros y las derechas están dispuestas a destruir la República. Ahora, a
algún idiota se le ha ocurrido la idea de nombrar a Azaña presidente e
inmovilizar así a un hombre, tal vez el único, que podía haber gobernado el
país en esta situación.
—Sí, es verdad, sí. Y una gran ventaja
para nosotros. Créame, Largo Caballero y Prieto y todos ésos, no tienen
importancia. El único hombre peligroso es Azaña. Azaña tiene odio a la Iglesia
y es el hombre que más daño nos ha hecho. Ahora le hemos sacado los dientes. De
otra manera, hubiera sido preciso eliminarle antes de hacer nada.
—Caramba, don Manuel, ése es un lado
suyo que no conocía, que se le pasara por la cabeza que hubiera que matar a alguien.
—No yo, claro, no. Yo soy incapaz de
matar una mosca. Pero tengo que admitir que ciertas cosas pueden ser necesarias.
Ese hombre es la ruina de España.
—La ruina de su España, querrá usted decir.
—¡Hombre de Dios! Y de la suya también.
Porque no me irá usted a decir que está del lado de esa canalla comunista.
—Tal vez no, pero tampoco estoy del
lado de los falangistas. Mire, don Manuel, yo no creo en la monarquía. Estoy
por la República con toda mi alma.
—¡Psch! A mí no me da frío ni calor,
república o monarquía. Ahí tiene usted a Portugal, con una república ideal. Un
hombre inteligente a la cabeza, y la Iglesia respetada y en el sitio que le corresponde.
Eso es lo que yo quiero.
—Habla usted como si fuera su hermano.
—¡Ah, si pudiera usted oír a mi
hermano! Y yo estoy de acuerdo con él. ¡Comunismo!
¿Usted no sabe que la Compañía de Jesús
resolvió la cuestión social hace ya siglos? Lea usted la historia, amiguito, léala.
Allí verá usted lo que las misiones en América hicieron, particularmente en el
Paraguay. La Compañía administró el país y no había ni un solo hambriento. Ni uno,
entérese. Los indios nunca han sido tan felices como entonces. Cuando uno de
ellos necesitaba una manta se le daba, dada, no vendida. Los padres hasta les buscaban
mujer si querían casarse. No les hacía falta dinero, no. Aquello era un paraíso y una administración
modelo.
—Y una mina de oro para los santos
padres, supongo.
—No sea usted un demagogo. Usted sabe
que los padres hacen voto de pobreza y la Compañía no tiene nada.
—No va usted a negar que tienen influencia,
aún hoy.
—Yo no voy a negar nada. Pero tampoco
va usted a negar que la Compañía tiene muchos enemigos y que las pobres gentes
tienen que defenderse. -Se calló y se quedó un momento pensativo-. Si sólo le
hubieran hecho caso a mi hermano, cuando se lo dijo a tiempo... pero nadie le
quería escuchar. Cuando don Alfonso dijo que se marchaba y que dejaba el sitio
a la República, mi hermano aconsejó en contra de ellos. Con unos pocos regimientos
todo se hubiera arreglado en un par de días. Bueno, pues, usted vio lo que
pasó.
—Ya sé que su hermano tiene buenos
contactos.
—¡Oh, no, no! Mi hermano nunca dejó la
residencia, más que para dar un paseo. Pero los padres le consultaban, porque,
aunque yo, que soy su hermano, no debía decirlo, es un gran talento. Pero
siempre un hombre simple. Usted lo conoce. ¿No cree que tengo razón?
Era verdad. El padre Ayala nunca cambió.
Otros hombres de la Compañía podían lanzarse en el mundo, él no. Presentaba su
fachada basta y su gesto desdeñoso y conservaba su poder oscuro. Le contesté a
don Manuel que sí, que estaba de acuerdo con él. Se expansionó en el placer de
la digestión.
—Los buenos tiempos están detrás de la
esquina, amigo Barea. Más cerca de lo que usted se cree. Ahora tenemos los medios
y tenemos el líder. Este Calvo Sotelo es un gran hombre. Es el hombre de la
España del futuro, de un futuro muy próximo.
—¿Usted no cree que tendremos otro
alzamiento militar como en 1932?
—¿Y por qué no? Es un deber patriótico.
Antes de tener el comunismo hay que ir a las barricadas. Pero no será necesario.
La nación en pleno está con nosotros y toda la basura se barrerá de un simple
escobazo. Tal vez ni aun eso hará falta. Calvo Sotelo será el Salazar de España.
—Sí, mucha gente está convencida de que
esto va a explotar de la noche a la mañana. Pero si la derecha se echa a la
calle, me parece que van a quedar pocos para contarlo. El país no está con
ellos, don Manuel.
—Si usted llama a toda esa canalla el
país, no. Pero tenemos el ejército y la clase media, las dos fuerzas vivas del
país. Y Azaña no se va a deshacer de ellos con una sonrisa, como hizo en agosto
de 1932.
—Entonces, de acuerdo con usted, don
Manuel, vamos a tener un gobierno paternal, al estilo paraguayo o portugués,
para agosto de 1936.
—Si Dios lo quiere, Barea. Y lo querrá.
Acabamos la comida, bromeando amablemente,
porque ninguno de los dos queríamos ir más allá en mostrar nuestros pensamientos
al otro. Nunca he vuelto a ver a los dos hermanos.
El lunes mandé a mi hija mayor a pasar
unas vacaciones a las montañas en compañía de Lucila, la mujer de Ángel, que
iba a pasar una temporada con su familia cerca de Burgos, mientras Ángel estaba
sin trabajo. Era el 13 de julio de 1936. Cuando los despedí en el autobús, me
marché directamente, con mi cartera de papeles, al ministerio. Los despachos de
la oficina de patentes estaban vacíos. Un grupo numeroso se amontonaba a la
puerta del despacho de don Pedro. Don Pedro estaba gesticulando y vociferando
detrás de su mesa, los ojos llenos de lágrimas. Pregunté a uno de los
empleados:
—¿Qué
diablos pasa aquí?
—¡Dios! ¿No te has enterado? Han matado
a Calvo Sotelo.
Muchos de los empleados pertenecían a
la derecha, particularmente cuatro o cinco mecanógrafas, hijas de «buenas familias»,
y un grupo más numeroso aún de similares hijos de buena familia, algunos de los
cuales eran miembros de la Falange. Todos estaban ahora alrededor de don Pedro,
haciendo coro a sus lamentaciones por el asesinato del líder político.
—¡Es un crimen contra Dios! Un hombre
tan inteligente, tan bueno, un cristiano semejante, un caballero, muerto como
un perro rabioso...
—Ya les vamos a arreglar las cuentas.
Les va a quedar poco tiempo para alegrarse. Lo único que queda que hacer es
echarse a la calle -contestaba el coro.
—¡No, no, por Dios! No más sangre, no
es cristiano. Pero Dios castigará a los asesinos.
—Sí, Dios los va a castigar, pero nosotros
le vamos a echar una mano -replicó un muchacho muy joven.
Me marché a la calle. Aquel día no
había nada que hacer en la oficina de patentes.
Las nuevas me habían cogido de
sorpresa, como habían cogido a toda la ciudad. Sin embargo, era obvio que el
asesinato de Calvo Sotelo era la respuesta al asesinato del teniente Castillo
de los guardias de asalto. La única cuestión era si aquello iba a convertirse
en la mecha que incendiaría el barril de pólvora. ¡Y mi hija en el autobús
camino de Burgos! Si lo hubiera sabido a tiempo, hubiera impedido el viaje.
Aunque tal vez estaría mejor en un pueblecito pequeño y perdido que en Madrid,
si las cosas comenzaban a ponerse graves. ¿Un pueblecito pequeño? Ya había
visto lo que podía pasar en Novés. Y la única cosa que conocía acerca de la
familia de Lucila era que estaban en buena posición y considerados como gente importante
en su pueblo, lo cual no era exactamente una garantía si se levantaban las
gentes del campo. Me fui hacia la Glorieta de Atocha sin saber qué hacer.
La ancha plaza estaba convertida en un
hormiguero. No por el asesinato de Calvo Sotelo, sino por las preparaciones
para la verbena de San Juan. Los materiales para las cien y una diversiones de
la verbena estaban tirados sobre los adoquines. Había las simples armazones de
tabla para los puestos de chucherías o el círculo de raíces de acero para el
tiovivo. Una hilera de hombres agarrados a un cable levantaban lentamente un
mástil del que colgaba, como la tela de un paraguas sin varillas, una lona
circular. Dos mecánicos, chorreando grasa, ajustaban y martilleaban una vieja
máquina de vapor. Los hombres estaban en camiseta, con los brazos desnudos,
sudando a chorros bajo el sol de julio. Los caballos de madera pintarrajeados
de colorines crudos, en piezas, mostrando sus tornillos y sus rotos, se
amontonaban revueltos entre tablas y vigas. Los carricoches de los feriantes dejaban
escapar un hilito de humo de sus chimeneas raquíticas, y la alambrista
zascandileaba en chambra con los pechos caídos, atendiendo la comida y ayudando
a los artistas convertidos ahora en carpinteros. De los carretones y de camionetas
surgían, sin descanso, cajas y cajas o piezas de mecanismos misteriosos. Una
muchedumbre de chiquillos y mirones contemplaba el montaje de las barracas,
estáticos y molestos como moscas.
Madrid se estaba preparando para su
diversión. ¿Quién pensaba en Calvo Sotelo?
Me equivocaba. A nadie se le ocultó lo
que su muerte significaba. El pueblo de Madrid sentía el miedo que sienten los
soldados en vísperas de salir para el frente. Nadie sabía dónde o cuándo
comenzaría el ataque, pero todo el mundo sabía que había llegado la hora.
Mientras los feriantes montaban los caballitos del tiovivo, el Gobierno había
decretado el estado de alerta. Los obreros de la construcción afiliados a la
CNT se declararon espontáneamente en huelga, y algunos miembros de la UGT que pretendieron
seguir trabajando fueron agredidos. El Gobierno cerró todos los locales de los
grupos de derecha, sin distinción, y arrestó a cientos de personas
pertenecientes a ellos. Cerró también los ateneos libertarios y arrestó
asimismo a cientos de sus miembros. Era claro que trataba de evitar un
conflicto.
En la calle de Atocha me encontré a mi
amigo comunista, Antonio, con otros cuatro.
—¿Dónde vais?
—Estamos de vigilancia.
—No seáis estúpidos, lo único que vais
a hacer es conseguir que os lleven a la comisaría. Ese compañero tuyo no puede
ir mostrando más claramente que lleva una pistola, como no se la ponga en la
mano.
—Pero tenemos que estar en la calle
para ver lo que pasa. Tenemos que proteger el «radio».
—El radio era el domicilio social del
Partido en el barrio y Antonio era su secretario general-. Y ni aun sabemos si
la policía lo va a cerrar o no. Desde luego, no hemos dejado a nadie allí.
—Lo que tenéis que hacer es poner un
puesto en la verbena. Antonio abrió la boca asombrado:
—¡Oye, esto no es una broma! ¿Sabes?
—Lo que yo te digo tampoco, no seas
idiota. Es muy sencillo. Comprad unos cuantos juguetes baratos en un almacén,
unas cuantas cajas para armar un tenderete, poner una manta encima y los
juguetes, e instalaros en la verbena. Yo conozco un tabernero allí que os
dejará usar el teléfono toda la noche, porque no cierra mientras dure la verbena.
Y así podéis estar en la calle y tener todas las informaciones y todos los
contactos que os dé la gana, sin llamar la atención a nadie.
Aceptaron mi plan y yo mismo les ayudé
a realizarlo. Aquella misma tarde Antonio instalaba un puesto de juguetes baratos
al lado de la verja del jardín Botánico. Los miembros del radio, que constituían
los piquetes de vigilancia y los enlaces, iban y venían, se paraban a manosear
los juguetes y pasaban las noticias. La primera noticia sensacional llegó a
mitad de la tarde: el Partido Socialista, todos los sindicatos pertenecientes a
la UGT y el Partido Comunista habían concluido un pacto de asistencia mutua y
se habían comprometido a soportar al Gobierno de la República. Antonio estaba
lleno de entusiasmo y de impaciencia detrás de sus juguetes:
—¿Por qué no ingresas en el Partido?
—Porque no sirvo para aguantar
disciplinas, ya lo sabes.
—Pero ahora necesitamos gente.
—Ya lo pensaré. Primero vamos a ver qué
pasa.
Ninguno dudaba que las derechas
llevarían a cabo un alzamiento. Mi hermano Rafael y yo nos fuimos a la verbena
aquella noche, arrancamos a Antonio del lado de sus juguetes y nos sentamos en
los veladores que había puesto en el paseo mi amigo el tabernero. La verbena no
estaba aún en pleno apogeo y había poca gente en ella, aunque sí una gran abundancia
de grupos de policía, de guardias de asalto y de obreros. El público, el
verdadero público de verbena, se veía claramente que tenía miedo de aglomeraciones.
—El problema más grande -dijo Antonio-
son los anarquistas de la CNT. Son capaces de hacer causa común con la derecha,
o al menos abstenerse.
—No digas estupideces.
—No las digo. Pero dime tú a mí quién
puede entender que se declaren en huelga hoy mismo y la emprendan a tiros con
la gente de la UGT. Ya hemos tenido que proteger a algunos compañeros para que
pudieran volver a casa esta tarde; y en la Ciudad Universitaria es peor. Particularmente
desde que el Gobierno ha sido lo bastante idiota para cerrar sus ateneos. No es
que a mí me gusten los anarquistas, me agradaría suprimirlos a todos, pero de
todas formas, no nos podemos permitir el lujo de que se pasen a los fascistas.
—No tengas miedo. ¿Lo hicieron cuando
Asturias? Cuando llegue la hora de los golpes, si es que llega, estarán con nosotros.
—Tú eres un optimista y, además, me
temo que tienes una debilidad por los anarquistas. Yo me mantuve firme en mi
esperanza.
Aquella semana se fue pasando en una
tensión increíble. El funeral de Calvo Sotelo se convirtió en una demostración
de la derecha y terminó en un tiroteo entre ellos y los guardias de asalto. En
las Cortes, Gil Robles hizo un discurso a la memoria de Calvo Sotelo que fue
descrito oficialmente como una declaración de guerra. Prieto pidió a Casares Quiroga
armar a los obreros y el ministro se negó. Las detenciones y las agresiones se
multiplicaban en todos los barrios de Madrid. Los obreros de la construcción
pertenecientes a la UGT siguieron trabajando en la Ciudad Universitaria con la
protección de la policía, porque la CNT seguía sus agresiones contra ellos.
Lujosos automóviles, con sus equipajes cubiertos cuidadosamente para no llamar
la atención, abandonaban la ciudad en gran número por las carreteras que
conducían al norte. La gente rica comenzaba a marcharse de Madrid y de España.
El jueves se desataron los rumores. Circulaban
las historias más fantásticas y los periódicos de la noche les daban más fuerza.
Oficialmente nada pasaba en España. No era cierto que se hubiera sublevado el
ejército en Marruecos, ni que hubiera habido ningún levantamiento militar en el
sur de España. La frase que se usaba para calmar a las gentes era tan equívoca
como los rumores en sí: «El Gobierno tiene la situación dominada». Para
aumentar aún el efecto, la radio comenzó a repetir la misma cantilena. Y el
efecto, naturalmente, fue contrario. Si nada pasaba, ¿por qué tanto nerviosismo?
Exteriormente, Madrid parecía estar disfrutando de su veraneo: en el calor
asfixiante, las gentes vivían más en la calle, durante la noche, que en sus
casas caldeadas como hornos. Las terrazas de los cafés, las puertas de bares y
tabernas, los portales de las casas de vecinos, las plazas públicas, todo
estaba abarrotado de público que hablaba, comentaba, disputaba y se pasaba de
unos a otros los rumores o las noticias. Aún, a pesar de toda la tensión,
sobrevivía una subcorriente de optimismo vago.
En la noche del viernes -el 17 de
julio-, nuestra peña en el bar de mi casa estaba concurridísima. A las once de
la noche, la calle del Ave María parecía estar desbordada. Los balcones de las
casas estaban abiertos de par en par y las voces de los aparatos de radio
surgían de ellos en tumulto. Cada bar tenía su altavoz al máximo. Las gentes,
sentadas en los veladores, sostenían sus conversaciones a gritos. En los
portales había grupos de vecinas charlando y los chiquillos jugaban en bandadas
en medio de la calle. Pasaban taxímetros llevando obreros de las milicias de
vigilancia y sus frenos chirriaban cada vez que se detenían a la puerta de un
bar, para cambiar más noticias y refrescarse con un vaso de algo.
Los altavoces comenzaron a vocear las
noticias y la calle se sumergió en silencio, escuchando.
—El Gobierno tiene la situación en sus
manos.
Era un efecto extraño el oír la frase
proclamada en un coro desafinado a lo largo de la calle y a diferentes alturas.
No había dos voces que fueran la misma y que hablaran al unísono. Llegaban al
oído entrechocándose y repitiéndose unas a otras. Un altavoz en un piso cuarto,
allá al fondo de la calle, se quedó solo y último, gritando en silencio la
palabra «manos».
—En las nuestras tenía que dejarlo
-gruñó Fuñi-Fuñi.
—Para
que nos pudierais fusilar a gusto, ¿no? -saltó Manolo.
—Nosotros, los anarquistas, somos tan
antifascistas como lo seáis vosotros, o mejores. Nosotros llevamos luchando por
la revolución en España cerca de un siglo y vosotros habéis empezado ayer. Y
ahora, cuando las cosas están así, seguís mandando a trabajar a los albañiles
como un rebaño de corderos y permitís que el Gobierno os niegue armas.
¿Qué es lo que habéis creído? ¿Que los
fascistas os van a subir el jornal en la Ciudad Universitaria porque habéis
sido unos buenos chicos? ¡Ya estáis frescos! Los albañiles a trabajar y...
—Nosotros lo que tenemos es disciplina.
¿Qué quieres, que les demos a los otros un pretexto para que puedan decir que somos
nosotros los que se han echado a la calle? Deja a los fascistas que lo hagan, y
ya verás lo que pasa.
—Sí, sí, déjaselo a ellos y ya verás lo
que pasa cuando se te hayan metido en casa, mientras tú estás conduciendo el
camión cargado de cemento para sus trabajos públicos.
—Claro, mientras, si vosotros seguís
pegando tiros a los nuestros, los fascistas no se van a meter en casa, supongo.
¡Vaya una lógica la tuya!
—Lo único lógico sobre todo esto es que
vosotros aún no os habéis enterado de que ha llegado la hora de hacer la revolución.
—Naturalmente que no nos hemos
enterado. Lo que ha llegado es la hora de defendernos cuando nos ataquen.
Después que los hayamos deshecho por habernos atacado, entonces podemos hacer
la revolución.
—No estoy de acuerdo.
—Muy bien. Seguid matando albañiles.
Al día siguiente, el sábado 18 de
julio, el Gobierno anunció abiertamente que había habido insurrecciones en muchas
de las provincias, aunque reafirmando «tener en la mano la situación». Noticias
y rumores, en una mezcolanza indescriptible, se sucedían unos a otros: Marruecos
estaba en las manos de Franco; los moros y la Legión Extranjera estaban desembarcando
en Sevilla; en Barcelona se batallaba en las calles; en provincias se había declarado
la huelga general; la marina estaba en manos de los rebeldes -no, estaba en
manos de los marinos que habían tirado al mar a los oficiales-. En la Ciudad
Lineal unos pocos falangistas habían intentado apoderarse de la estación de radio
de la marina, o, según otros rumores, se habían apoderado de los estudios de
cinematografía en la Ciudad Lineal y tenían allí su cuartel general.
Bajo esta avalancha de informes
contradictorios, el pueblo reaccionó a su manera:
—Dicen que... pero yo no lo creo. ¿Qué
pueden hacer cuatro generales? En cuanto saquen las tropas a la calle, los
mismos soldados los fusilan.
—Bien, a mí me han contado que... pero,
me pasa lo que a ti, no lo creo. Todo son cuentos de viejas. A lo mejor unos
cuantos señoritos se han emborrachado y se han sublevado en Villa Cisneros.
Villa Cisneros era donde el Gobierno
republicano había deportado a los promotores del levantamiento militar de
agosto de 1932; una base militar en la costa oeste de África.
A la caída de la tarde ya no era un
rumor, sino un hecho concreto y admitido, que se habían sublevado varias
guarniciones en las provincias y que se luchaba en las calles de Barcelona.
Pero el Gobierno «tenía la situación en su mano».
Mi hermano y yo bajamos al bar de
Emiliano para tomar café rápidamente. Nuestros amigos estaban reunidos.
—Sentaos aquí -gritó Manolo.
—No. Nos vamos a la Casa del Pueblo a
ver qué se dice allí.
Estábamos a punto de marcharnos, cuando
la radio interrumpió la música y la voz que ya conocíamos bien dijo bruscamente:
—Se ordena a todos los miembros de los
sindicatos y grupos políticos que se darán a continuación que se presenten inmediatamente
en el domicilio de su asociación. -El speaker
comenzó a detallar sindicatos y partidos políticos. Enumeró todos los
grupos de izquierdas. El bar estaba en tumulto. Unos pocos sacaron pistolas de
sus bolsillos.
—¡Ahora sí va de verdad! Y a mí no me
pillan descuidado.
Después de dos minutos el bar estaba
vacío. Rafael y yo regresamos a casa, a decir a las mujeres que seguramente no
apareceríamos en toda la noche, y volvimos a la calle. Fuimos al domicilio de
la Unión de Empleados. Allí no hacían más que anotar los nombres de los que se
presentaban y decirnos que esperáramos. Decidimos marcharnos a la Casa del
Pueblo después de dar nuestro nombre.
Cuando volvimos a encontrarnos en la
calle, se me hizo un nudo en la garganta.
Muchos miles de trabajadores se
encontraban en aquel momento en camino para presentarse en sus sindicatos, y la
mayoría de sus organizaciones tenían el domicilio en la Casa del Pueblo. Desde
los distritos más lejanos de la capital las casas vomitaban hombres, todos
marchando en la misma dirección. En el tejado de la Casa del Pueblo lucía una
bombilla roja que era visible desde todas las buhardillas de Madrid.
Pero la Casa del Pueblo estaba en una
calle estrecha y corta, perdida en un laberinto de calles también cortas y
estrechas, y a medida que la multitud se espesaba se hacía más y más difícil
llegar al edificio. Al principio, muchachos de la juventud socialista exigían
el carnet a la puerta; después, en las dos esquinas de la calle. Hacia las diez
de la noche estos centinelas guardaban las entradas de las bocacalles a doscientos
metros del edificio y dentro de este radio se apiñaban miles de personas. Todos
los balcones abiertos y cientos de aparatos de radio voceaban las noticias:
Las derechas estaban en abierta insurrección.
El Gobierno se tambaleaba.
Rafael y yo nos sumergimos sin parar en
la masa viva de la muchedumbre. Queríamos llegar hasta el cuartito donde la
ejecutiva del Partido Socialista tenía la oficina. Las escaleras y los pasillos
estrechos de la casa estaban bloqueados. Parecía imposible avanzar o retroceder
un paso. Pero los obreros, con sus trajes de trabajo, al ver nuestras ropas,
preguntaban:
—¿Dónde quieres ir, compañero?
—A la ejecutiva.
Se aplastaban contra la pared y nos
deslizábamos trabajosamente entre ellos, cuando nos ensordeció un grito
tremendo, un rugido:
—¡Armas! ¡Armas!
El grito era recogido y repetido en
oleadas. A veces se oía la palabra completa, la mayoría una cacofonía de aes.
De repente la multitud soltó el grito en un solo ritmo y comenzó a repetir acompasadamente:
—¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!
Después del tercer grito hacía una
pausa y recomenzaba. El triple grito rebotaba a lo largo de corredores y
escaleras y se ensanchaba en la calle. Los techos vibrantes dejaban caer una
finísima lluvia de polvo. A través de las ventanas abiertas, con un impacto macizo,
llegaba el grito de cien mil gargantas:
—¡Armas!
—¡Armas!
Arturo Barea
La Forja de un rebelde III La Llama - Primera parte (1951)
Capítulo VI - La chispa
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