Fotografía de Kati Horna |
Las gotas de lluvia le parecía que tenían
manos. Aparte de ellas, todo estaba dormido. "Cuarenta gramos de
carbón". Los pesó y los echó en un bote. Sobre la mesa, con los papeles
alegres de haber sido conservas de tomate, los botes iban recibiendo la carga.
Botes recogidos por los hijos. Y oyó perfectamente la respiración de los niños
que apenas traspasaba el aire del cuarto. Estaban muy cerca de él. Una mesa,
una cama; sobre dos baúles, un colchón. Allí, los niños. En un marco desdorado,
Bakunin; en otro, Elíseo Reclús. La ventana, muy chica, daba a unos aleros;
pero él pensaba más que en todo esto en las bicicletas. "Las bicicletas se
podrían tener fácilmente. Se necesitan bicicletas para llevar esto".
Volvió a oír la respiración. Una respiración ensangrienta un cuarto. Se sabe
que son hombres los que duermen, y aunque parezcan iguales, cuando despierten
entrarán en la lucha de clases. Todos los niños, los ricos y los pobres, están
durmiendo. A la pequeña le han salido sabañones. Todos los niños duermen a
estas horas. ¡La Humanidad! Se cansó de enternecerse. ¡Bandidos! Sus hijos
estaban bien aleccionados. "¿Tú qué eres?" "Comunista."
"¿Y tú? " "Anarquista." Todos los niños llevan su destino
como un huevo el pollito, aunque coman chocolate que les dan en el bar. Sus
hijos serían revolucionarios y no otra cosa. Ya podrían fregar platos, servir
salseras, apretar tornillos, desojarse en zurcir. Serian como una doble hoja
gemela, servidores del pueblo. "Lo primero ante todo son los principios.
No nos vamos a dejar aplastar como cucarachas".
Las macetas habían substituido a los botes. El había sido jardinero; ahora, por aquello que iba transformándose en
justicia airada sobre la mesa, ya no podía seguir acariciando alelíes en las
tardes de mayo; pero conocía bien la tierra, blanda, grasienta, acre, llena de
pajillas de estiércol; tierra donde prendería hasta un fusil sí se sembrase.
"La tierra sólo produciría fusiles si conociese la injusticia
social". Sobre el baúl se alzaron rebullendo. Se levantó una manta. Sus
hijos tendrían derecho a ver lo que él ya no vería. Irían a la Universidad
libertaria. El futuro alumno se incorporó en el baúl.
—Padre, ¿dónde es donde los hombres mueren?
—De pie. Rodando por las calles, al subir
al tren, en los ascensores de los palacios, en la Revolución.
No comprendía más que los accidentes.
Cuando la muerte deja abierta por las calles sus trampas. Era necesario educar
a los hijos en el valor. El heroísmo no crece sin estiércol, y allí en las
mantas viejas había sembrado heroísmo.
—Padre, ¿dónde están los traidores?
Se entendían.
—Padre, ¿han traído las cestas?
A los seis años se puede llevar una cesta
al brazo sin que nadie sospeche. Un niño pobre puede llevar botellas de aceite,
un trozo de jabón, bacalao. Hay que ser valientes.
—Mira, esto para los traidores que no
dejan vivir a los hombres del trabajo.
Y cogió la cabeza del niño con la mano
negra de pólvora y le refregó los hociquitos tibios.
—Huele. Pólvora.
El no lo vería; pero ellos, si.
—Padre, los comunistas dijeron en el bar
que los anarquistas creemos paparruchas.
—¡Dictadores!
La culpa la tenían los del bar. Se habían
llevado la niña a fuerza de bombones. Le pusieron una corbata roja y aprendió a
cantar. Bombones, cantos, corbatas rojas; la niña dijo en seguida: "Yo soy
comunista". El padre bajó la cabeza: "Bueno, libertad".
Cuando se despertaba, con sus ocho
años, ayudaba a la madre, daba su opinión sobre los huelguistas entre mondas de patatas ajadas. Repetía todo el día: "Frente rojo". Los del bar
eran su inmediato ideal revolucionario. "¡Frente rojo!" El chico se
volvió a arrimar a la chaqueta del padre.
María Teresa León
El Mono Azul núm. 5
Madrid, Jueves 24 de septiembre
de 1936
No hay comentarios:
Publicar un comentario