También Valencia tiene su héroe popula. El teniente Manuel Alba, entre una lluvia de balas de los
rebeldes, abrió al pueblo las puertas del cuartel de Caballeria.
La noche del sábado
Son las últimas horas del sábado. Por la ciudad se ha extendido un
rumor alarmante: la oficialidad de los cuarteles de Infantería y Caballería se
ha sublevado. Un trajinar intenso de gente armada poblaba las calles. Frente a
los dos cuarteles, que se hallan casi juntos, desembocan las Milicias,
dispuestas ellas solas a cortar la rebelión, ya hace tiempo incubada en el seno
de los dos regimientos, aunque sin arrestos de lanzarla a la calle.
Noche del sábado. Tableteo de ametralladoras y fusil. Las Milicias
obreras, al pie. de la brecha, en la barricada, con armas de toda especie,
resisten heroicamente el combate. Los disparos pespuntean extraños signos sobre
el manto de la noche. Crece el diálogo de los fusiles frente a frente, al compás
triste de las horas. Amanece. El sol mañanero hace guiños en la boca de los
fusiles, que ya se debilitan. Y las puertas de los cuarteles se abren de par en
par. La batalla la ganó el pueblo.
Otro héroe
Este alférez —hoy por méritos de guerra teniente—, don Manuel Alba
Vilanova, es un hombre francote, simpático y bonachón. Hay todavía en su voz un
temblor de emoción por el recuerdo de las horas vividas. Horas de angustia, de
incertidumbre y de peligro; pero templadas por un firme sentimiento
republicano una exacta idea del deber.
—Estuve acuartelado —me dice— todo el tiempo que duró el
movimiento. Mi vida estaba separada del resto de la oficialidad. Esta que era
absolutamente enemiga del régimen republicano, me llenaba de amenazas porque
conocían mi sentimiento liberal. Estuve a punto de ser fusilado, y creo que
esto no se celebró por precipitarse los acontecimientos ocurridos.
—¿Cuántos hombres había en el cuartel?
—No recuerdo la cifra; pero de ellos desertaron casi la mitad de
los soldados, porque sabían lo que se tramaba en el cuartel. Algunos de ellos
escaparon arriesgando la vida. Otros estaban encerrados en los calabozos por
negarse a secundar la obra de la oficialidad subversiva. Y por ser yo lo mismo
que estos soldados estaba vigiladísimo.
Momentos dramáticos
—Al sonar las primeras descargas en el cuartel de Infantería, toda
la oficialidad del de Caballería movilizó hombres y armamento, estableciendo
dos ametralladoras en la pared fronteriza del edificio y disparando desde la
terraza y por los enrejados de las puertas. Dominada la situación en
Infantería, las Milicias, Guardia civil, fuerzas de Carabineros y de Asalto,
acudieron frente a nuestro cuartel. Empezó la batalla.
—Yo —y aquí el alférez habla emocionado—, que vi lo absurdo de la
resistencia, que me percaté del número mero infinito de víctimas que
caerían barridas por los reaccionarios, puesto que éstos disparaban
resguardados por el edificio, y aquéllos, a pecho descubierto, no pudiendo
contener en mi sangre el grito de protesta, levanté la voz, y a gritos les
dije; «¿Pero no veis que es inútil resistir? ¡No disparéis un solo tiro contra
el pueblo!. Pero vi que no me hacían caso. Es más: se me amenazó con matarme.
Rápidamente cruzó por mi mente una idea, y con la misma rapidez la puse en
práctica. De un salto me lancé, pistola en mano, a por las llaves de la verja
que cierra el cuartel. Las cogí, y entre una lluvia de balas salí, dispuesto a
morir o a salvar la vida de los que luchaban, como yo, por la República. Los minutos, segundos, mejor, que transcurrieron fueron para mí siglos. No llegó a
tocarme una bala. Abrí las puertas de par en par, y mientras las Milicias del
pueblo entraban triunfantes en el cuartel, los enemigos del régimen huían
despavoridos. Trémulo, vacilante, amarillo de emoción, un viejo luchador se
abrazó fuertemente a mí. Por sus mejillas rodaban unas lágrimas. Cuando,
después de unos minutos, entramos en el cuartel, los soldados habían sido
libertados de su encierro, y juntos con el pueblo armado, alzaban el puño y
vitoreaban a la República. ¡La victoria era nuestra!
Texto y fotografía: Vicente Vidal Corella
Mundo Gráfico, 26 de agosto de 1936
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