El tiempo de los infundios
Todos los periódicos publicaron el día 13 de diciembre de 1930 una
nota oficiosa, dando cuenta a la opinión de un levantamiento militar ocurrido
en Jaca el día anterior. No se nombraba en aquella nota a los
protagonistas del suceso, pero el Gobierno tenía interés en hacer resaltar que
en el movimiento habían tomado parte activa unos jóvenes madrileños que se
presentaron en Jaca haciendo creer al vecindario que iban a patinar a los
Arañones.
Pocos días después, la Prensa monárquica comenzó a ensañarse en los llamados
esquiadores. Un periódico dijo que estos muchachos estaban en combinación con
el Gobierno de Stalin y que llevaron a Jaca gran cantidad de oro ruso para
hacer la revolución comunista. Afirmaba también que al despedirse del hotel el
mismo día de la revolución, habían abonado el importe de la cuenta en rublos.
Otro diario
aseguraba que no eran más que unos locos del Ateneo, influidos por las novelas
rusas que estaba publicando por entonces una conocida editorial.
Total, que
alrededor de los esquiadores, el Gobierno y sus adláteres fantasearon cuanto
les vino en gana, sin que a nadie de los que sabíamos la verdad nos fuera
posible contestar. Pasó el tiempo, vino la República, y aún no se ha puesto en
claro ante la opinión pública qué hicieron y a qué fueron a Jaca aquellos
falsos esquiadores que, según la Prensa gubernamental de entonces, eran enviados de la URSS.
Por eso yo, al cabo de dos
años, voy a contarles a ustedes aquella historia.
Gracias a una butaca…
Sí, lectores, gracias a una butaca me enteré de todo… En el Ateneo
de Madrid había, y hay, unas magníficas butacas con orejeras que convidan a
dormir la siesta. Tan grandes son que cuando están vueltas hacia la pared no es
fácil averiguar si permanecen vacías o si hay alguien sentado en ellas.
Gracias
a esto yo pude escuchar sin ser vista la conversación que voy a transcribir
Era el día 6 de diciembre, sábado. No se veía apenas a nadie por los salones del Ateneo. La gente
estaba en el salón de actos escuchando a no sé qué orador radical socialista,
el cual decía que era menester hacer la revolución. Yo, cansada de oír la misma
canción todos los días, me había refugiado junto a un radiador en una de las
salas que estaban vacías. De pronto noté que dos ateneístas se sentaban en el
sofá colocado a mis espaldas y que empezaban a hablar.
No se si fue el hábito
profesional o la curiosidad femenina lo que me hizo quedarme allí escuchando.
Más bien creo que sería esto último, puesto que lo que menos me imaginaba yo es
que de aquello saliera, al cabo de dos años, este reportaje.
Al principio
no oía bien. Solo llegaron claras a mis oídos las palabras movimiento,
sublevación, pistolas, comité revolucionario, y otras no menos sugestivas. Los
que hablaban eran Ramón Martínez-Pinillos, joven revolucionario, muy popular
entonces en el Ateneo, y Fernando Cárdenas, un ingeniero amigo suyo. En seguida
apareció otro joven, José Rico, al que habían mandado a buscar.
—Oye, Pepe
—dijo Pinillos al recién llegado—, es menester que salgamos mañana para Jaca.
¿Tú estás dispuesto?
—¿Pero no habíamos quedado en que el alzamiento no sería hasta el quince?
—Sí. Pero Galán ha
escrito dando prisa y tenemos que irnos unos días antes.
—¿Y no llamaremos la
atención en aquel pueblo si estamos tantos días?
—No creo, porque en el hotel,
y ante la gente, pasaremos por alpinistas. En este tiempo eso es muy corriente
en Jaca. Ya hemos hablado de esto con Maura y está conforme en que salgamos
mañana. Nos ha dado quinientas pesetas. Con esto sobra para los primeros
gastos.
—Entonces, ¿dónde nos reunimos?
—Lo mejor es que tú acudas a las seis
de la mañana a casa de Alejo Fernández Flórez, que es quien está en contacto directo con el
Comité.
—Perfectamente —contestó Rico.
—Tú, esta tarde te ocuparás de encargar
a alguien de mucha confianza para que busque coches y paisanos dispuestos a
presentarse en Jaca el mismo día del alzamiento. Galán opina que debemos ir de
aquí los más posibles para que el movimiento no pueda parecer una militarada.
Es preciso, por tanto, disponer de veinte o treinta paisanos o más para que
vayan con el representante del Comité.
—¿Y quién es ese representante? ¿Maura?
—No. Maura es el que se entiende con nosotros, pero el que irá a Jaca es un gallego que forma parte
del Comité Revolucionario. Es un hombre muy inteligente, aunque poco conocido
aquí. Se llama Casares Quiroga.
Siguieron hablando, y poco después se
separaron, sin sospechar que yo les había estado escuchando. Si en vez de ser
yo es un policía de los que tanto abundaban entonces en el Ateneo, ¡cómo
hubiera cambiado todo!…
A dónde fueron a parar los esquiadores
De todos los paisanos que salieron de Madrid, solo tres lograron
pasar la frontera: Fernando Cárdenas, Ramón M. Pinillos y Graco Marsá. A los
restantes los encontré sentados alrededor de una chimenea, en la vieja cárcel
de Jaca, una noche del mes de enero siguiente, y gracias a la amabilidad del
jefe de la prisión logré que me dejara sentarme entre ellos y conseguí que me
contaran algo de lo que habían hecho en Jaca los esquiadores, tan traídos y
llevados en las notas oficiosas.
—Nosotros salimos de Madrid el día 7 y
llegamos a Jaca el día 8 —me dijo Pepe Rico.
—¿Nadie les detuvo en el camino?
—Nadie, ni
siquiera para pedirnos la documentación. Eso sí, nos llevamos dos sustos
respetables. El primero, a la salida de Zaragoza, cuando observamos que un
hombre, con los brazos en alto, trataba de hacer que paráramos el coche. «¡Es
un policía!», dijo Pinillos desde dentro. Cárdenas, que iba al volante,
aceleró, pero al fin hubo de parar, porque aquel hombre estaba dispuesto a
dejarse atropellar.
—¿Y era un policía?
—¡Qué va! Era el capitán Gallo, vestido
de paisano, a quien no habíamos conocido, pero que estaba complicado también.
—¿Y el segundo susto?
—El segundo nos lo dio un coche de
la Policía de Madrid que se cruzó con el nuestro, ya cerca de Jaca. Al verle,
ninguno dudó de que nos cazaban, pero no fue así. Por lo visto, iban a otra
cosa.
El teniente que quería patinar de veras
¿Y qué hicieron ustedes aquí, en Jaca, los días anteriores al
alzamiento?
—Vinimos a parar al hotel donde estaba Galán, y aquí nos
presentaron a algunos militares complicados: Salinas, Marín, Mendoza, Sediles,
Manzanares…, y a otros a quienes aún no se les había dicho nada, pero que
inspiraban confianza. Uno de estos, el teniente Díaz Merry, al enterarse de que
habíamos venido a esquiar, se puso contentísimo y se ofreció a acompañarnos,
porque también él amaba el deporte. Al día siguiente, muy temprano, se presentó
en nuestras habitaciones, dispuesto a llevarnos a patinar por buenas o por
malas. Hubo que confesarle todo, y entonces se sumó al grupo revolucionario.
El chófer que no sabía a dónde le llevaban
—El viaje de los primeros esquiadores, es decir, el nuestro —
continuó diciéndome mi interlocutor—, fue relativamente feliz, porque veníamos
en auto propio y con sobra de tiempo. Lo malo fue el de los otros paisanos que
vinieron de Madrid y llegaron aquí el mismo día de la sublevación por la
mañana.
—¿Qué les ocurrió?
—Ellos mejor que nosotros pueden decírselo.
—Y ellos, ¿dónde están?
—En la ciudadela, porque aquí,
en la cárcel, no hay sitio para tantos.
Abandoné la cárcel y me dirigí a la
ciudadela, donde conseguí entrar, no sin grandes trabajos, por ser allí la
vigilancia mucho más estrecha. Todo el patio estaba rodeado de ventanas con
rejas, por las que asomaban las cabezas de los militares presos.
—¿Y los
paisanos de Madrid? — pregunté a un centinela.
—Allí enfrente están, pero solo
puede usted hablar un cuarto de hora y por la reja. Aquí no hay tanta manga
ancha como en la cárcel.
Llegué al sitio indicado y me costó trabajo reconocer a quienes
buscaba. Unos se habían cortado el pelo, otros se habían dejado crecer la
barba; todos, en fin, presentaban un aspecto de lo más impresionante.
—A mí
—comenzó diciendo Manuel Valseca— me habían dicho que era preciso que estuviera
en Jaca en la madrugada del día 12 con algunos otros paisanos de confianza.
También me habían dicho que no se podía enterar de esto nadie, absolutamente
nadie, más que yo.
—¿Usted y los que le acompañaron?
—No, yo solo. Busqué a unos
amigos y les dije: «¿Estáis dispuestos a venir conmigo para hacer la revolución?» «Encantados» —me
contestaron—. «Pues ni una palabra más. Mañana, a las diez de la mañana, os
espero aquí, en el Ateneo.»
—¿Y acudieron?
—¿Cómo no? Pero yo seguí sin
decirles a dónde íbamos. Momentos antes de salir se nos planteó un problema de
bastante importancia. ¿Cómo hacer el viaje? Andando no era posible. Mucho era
nuestro entusiasmo por la República, pero… ya comprenderá usted…
—¿Y cómo no
habían caído en ese detalle?
—Cosas… Entonces, sin pensarlo más, salimos del Ateneo y nos dirigimos a la plaza de las Cortes.
Allí hay una parada de taxis. Ocupamos dos, y yo le dije al chófer del primer
coche que se dirigiera hacia Alcalá, y al del segundo que siguiera al primero.
—¿Pero en Alcalá…?
—En Alcalá le dije que se me había ocurrido continuar hasta
Guadalajara, y en Guadalajara que siguiera otro poquito.
—¿Y el chófer seguía
de buena gana?
—¡Quia!… Empezó a escamarse en Alcalá, y cuando estábamos ya
cerca de Zaragoza me planteó la cuestión de confianza. Si no le pagábamos por adelantado, nos dejaba en mitad de la carretera. Por fin, no sé
qué cara debí ponerle, que siguió, aunque de mala gana. Como nos sobraba
tiempo, porque yo no quería llegar a Jaca antes de la madrugada, le hice que
nos llevara a Pamplona. Allí estuvimos recorriendo la ciudad el uno pegadito al
otro.
—¿Y qué dijo al llegar a Jaca?
—Figúrese. Nos encontramos antes de entrar
en el pueblo a todos los militares y a los compañeros que habían venido de
Madrid. Lo mismo él que los otros conductores, empezaron a sospechar que se
trataba de algo gordo, pero no cesaban de pedir lo que marcaba el taxímetro.
—¿Y ustedes no se lo pagaron?
—Nosotros, a pesar de lo que decían
del oro ruso, no llevábamos un céntimo. Yo se lo dije así y se fueron a ver al
capitán Galán. Cuando este les dijo de lo que se trataba, uno de ellos empezó a
dar voces diciendo: «Nos han traído a la guerra. Con lo a gusto que estaba yo
en mi punto de la plaza de las Cortes.»
Ustedes, lectores, que tantas cosas han
oído y leído de la sublevación de Jaca, sin duda no saben que el primero que
dio allí su sangre por la República fue uno de estos esquiadores del Ateneo.
Pues sí, señores. Mientras el capitán Galán arengaba al pueblo de Jaca desde el balcón del Ayuntamiento, los militares y paisanos que estaban
dentro trataron de arrancar un retrato colocado en la presidencia del salón de
sesiones. El marco se rompió y un trozo de cristal hirió en una mano a Manuel
Valseca. Aunque la sangre manaba abundante, todos lo tomaron a broma. El
capitán Galán, pálido y sereno como estuvo hasta la hora de su muerte, se
acercó a ofrecerle su pañuelo, y le dijo:
—Bravo, chico; eres el primero que da
su sangre por la República; ojalá seas el único. Los esquiadores siguieron a
Galán hasta la derrota de Cillas, donde les dijo:
—Habéis cumplido como unos valientes. Ahora, marchaos. Es menester
que los militares no nos mezclemos con vosotros porque acrecentaríamos vuestra
responsabilidad.
Se separaron, y ahora, estos muchachos, desde el Ateneo, desde
sus puestos de trabajo, que son los mismos de antes, porque ninguno ha medrado
con la República, recuerdan con infinita pena aquella última vez que vieron al
mártir, pálido, sereno, al parecer impasible, en medio de la carretera…
Josefina Carabias
Estampa, 10 de diciembre de 1932
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