© Roberto Otero. Museo Picasso de Málaga |
Picasso
y Goya. Goya y Picasso. 1810: «Los desastres de la guerra». 1937: «Guernica».
Dos toros españoles, centrando el ruedo ibérico en un terrible claroscuro,
repartiendo cornadas contra los enemigos, levantando un clamor universal, la
más grande condena que haya podido pesar sobre ningún tirano. (1968)
I
La obra
de Goya es como ese ruedo inmenso de nuestras plazas de toros cuando a las tres
de la tarde, en plena canícula, se le ve dividido, de manera violenta, en dos
mitades: de una, cegadora, irresistible, la luz; de otra, morada y profunda,
casi tirando a negro, la sombra. Claroscuro candente. Aguafuerte de España. Y
si este pozo redondo, si esta casi circunferencia de rojiza arena, partida, la
llenamos de sangre y de bramidos desgarrados, si la cruzamos de imprevistos
relámpagos de plata y oro, de zigzagueantes y perfiladas descargas de colores;
si la ceñimos, además, de una marea incontenible de clamores humanos, rota de
cuando en cuando por silencios que alcanzan, comprimidos, ese más hondo y
angustioso que llamamos de muerte —un silencio de muerte—, comprenderemos aún
mejor, de modo más exacto, esta semejanza.
Yo no
pretendo aquí describir nada de la técnica, de la significación pictórica de
Goya, ya estudiadas por tantos. Intento únicamente referirme a lo que se
desprende, para mí, de la profunda vida española de su obra, su casi
vertiginosa y tan actual vida escénica. Ver y escuchar. Porque en toda la obra
de Goya, más que en la de ningún otro pintor, no sólo vemos, sino que también
oímos. Y más precisamente en sus grabados, sus agitados dibujos y aguafuertes.
Extraña cosa este pintor, al que hace tiempo le pregunté en un poema que le
dedicara:
¿De
dónde vienes tú, gayumbo extraño, animal fino,
corniveleto,
rojo y
zaino?
Gayumbo
extraño, animal fino, es decir, toro raro, sin par, el propio Goya, pero suelto
y ornado por banderillas de lujo encintadas de sangre, en mitad de esa plaza de
lidia, nuestro ancho «ruedo ibérico», que diría Valle-Inclán, éste, más que
toro, un barbudo cabrío, pero también de empuje desgarrado y goyesco. Pues ese
toro que es nuestro pintor, reparte sus cornadas a diestro y siniestro,
malherido de pena y desastre de España, llenos los ojos en su angustia, en sus
bascas de muerte, de esa clara visión de lo real que de la propia vida dicen
sufrir de un golpe los agonizantes. Y viene y va de la luz a la sombra, y
vuelve y se revuelve, estallante de sol, ya hendido de penumbra, de oscuridad
reveladora, hasta alegre y sarcástico en su espantosa acometida. Toro
aguijoneado por ácidos mordientes, chorreando de sangres que coagulan en negro,
pero que se estremecen con trallas de relámpagos. Claroscuro candente.
Aguafuerte de España.
Y ya
definida plaza de toros, para él, toda nuestra Península, no hay espacio, así
sea el que puede llenar un solo hombre, en donde él no clave sus mortales
agujas. Así, arremete de pronto contra el viento y lo sacude en la acerada
noche madrileña, alzándoles las faldas a las jóvenes para mirarles,
centrándolas en una rara luz, las torneadas pantorrillas. Tuerce por callejones
y placetas, por arrabales de su invención, donde se da de boca con mujerzuelas
de la vida, improvisadas elegantes, a quienes las madres pordioseras piden por
caridad una limosna, viéndose rechazadas por las hijas, que ya no las conocen o
lo fingen, avergonzadas de los sucios harapos. Después, nuevo diablo cojuelo,
abre ventanas con los cuernos o descorre tabiques, dejando al descubierto las
más inusitadas escenas. He aquí la casa de los burros, los literatos
pedantones, los sabihondos de todos los tiempos, escribiendo —o leyendo— tras
las enormes antiparras, o bien, dobladas de atención las asnales orejas,
escuchando, como tantos y tantas que no entienden de nada, la música, ejecutada
o dirigida por el primer mono que llega. Más allá, en otro cuarto, está el mono
verdadero que pinta, el que retrata al burro, haciéndole el retrato que cierta
no lejana jerga llamaba «psicológico», permitiendo al modelo la semejanza pura
de la más pura desemejanza. El mono, por más detalle, es zurdo, y el asno se
siente satisfecho del cuadro, donde ha salido con peluca y una expresión de
berza o repollo.
Levanta
Goya otra pared y... «¡Qué pico de oro!», exclama una asamblea —¿de políticos,
de académicos?—en un estado papanatesco de éxtasis ante la perorata de un
solemne y ploripondesco papagayo, que se refiere, con seguridad, a la pureza
del idioma, al veto o cabida de tal o cual vocablo en la nueva edición del
diccionario de la lengua. ¿Habrá querido Goya, siempre tan adivinador, aludir
en este grabado a ciertos académicos de la actual Real Academia de Madrid?
Vuela
el toro baturro por sobre nubes y tejados, yendo a caer, cosa que le gustaba
sobremanera, en un convento, dejando al aire el claro refectorio y la repleta
oscuridad de la jerónima bodega. «Están calientes», farfullan unos frailes
engullidores de sopa, reventantes de grasa y de ardorosos apetitos, nada
disimulados bajo la parda estameña de los hábitos, mientras fray Juan, fray
Pedro y fray Antonio, en el sanctasanctórum de los vinos, llenos los vasos
hasta el borde, mojan bizcochos y mendrugos en la púrpura ardiente del
tintorro. «Nadie nos ha visto», murmuran, relamiéndose, sin contar, claro es,
con el feroz ojo de Goya que los miraba en la penumbra.
¿Y los
espejos? Recula el toro fascinado ante esas aguas fieles, reproductoras inclementes
de todo cuanto a ellas se asome. ¿Qué le gustó meter en sus estáticas profundidades? De preferencia, a viejas destrozonas, no escarmentadas
presumidas, pergaminos parasitarios, desafiando hasta la muerte, con su
espantosa fealdad, el impasible azogue luminoso. Goya no perdonó ni a su amiga
la reina María Luisa de Parma la devolución exacta, por el espejo, de toda su
real y estaférmica persona. ¿Qué pasaría —pienso yo ahora— si a cierto
empapuzado espadonísimo que los españoles padecemos se le ocurriese asomarse a
uno de estos endiablados charcos de aguas tirantes que tanto incitan al pintor?
Puede ser que el azogue no aguantase visión tan marcialísima y saltase,
asustado, en mil pedazos.
De los
espejos, salta y penetra, como pudiera hacerlo también hoy, por las rejas más
gruesas y tupidas, a los oscuros calabozos de las cárceles, en donde hacinadas
y exhaustas de fatiga se ven unas pobres mujeres, rendidas por el sueño. Y es
la piedad del propio Goya quien aconseja ante cuadro español de actualidad tan
permanente: «No hay que despertarlas, tal vez el sueño es la única felicidad de
los desdichados.»
¡Qué no
habrá recorrido este toro de fuego, iluminando todo en su carrera de dramáticas
sombras, sacándole relieve a una terrible realidad, aún no difunta en nuestra
patria! El casi nada imaginó. Como un potente ojo de cíclope, fue descubriendo
lo que nadie veía, pero que sin embargo estaba allí en espera tan sólo de que
su rauda mano lo dejase rayado para siempre en los cobres del tiempo.
¡Oh
luz de enfermería!
Ruedo
tuerto de la alegría.
Aspavientos
de la agonía.
¡Ji, ji, ji!
Es el reverso de las sombras: una sonrisa, y hasta una larga risa que se abre,
como los labios rajados de sandía, por ferias populares, tendidos tauromáquicos,
cortesanos salones, alamedas nocturnas, tabladillos escénicos...
Tirana,
más que tirana;
tirana
y andar, andar,
que
tengo mi corazón
que no
puedo suspirar.
Tiranilla
mía, tirana y andar,
que no
puedo suspirar: ¡ay, ayl
Sí, sí. Es
el anverso de la duquesa con reverso, como dije también en mi
poema dedicado al pintor. Aquí el toro goyesco se ríe, sin vergüenza y erótico,
abrazado con cómicas, tonadilleras, manólas, aristócratas; mezclado con
toreros, majos, rufianes, gente de patillas y navaja, que más que en los
grabados ha de exaltar en su pintura, en sus cartones para la Real Fábrica de
Tapices, bañándolos a todos de tan feliz y acuarelada transparencia, que ha de
lograr —pongo por ejemplo— que la Maja vestida nos dé la
sensación de estarlo menos que la otra maja que nos dejó desprovista de ropa.
II
...Pero
cuando más el pintor se hallaba requebrando en la Pradera, en San Antonio, a la
moza de cántaro, o embozado y secreto por las umbrías galantes; cuando del
barandal de los balcones presenciaba, entre blondas de encajes y abanicos, el
desfile real, la procesión o la estridente murga carnavalesca, un clarín de
batalia raya los aires españoles, y el pueblo madrileño, enardecido, se lanza
en mitad de la Puerta del Sol, ya a cuerpo limpio o con el primer filo que
encuentra, contra los mamelucos a caballo, la guardia egipcia de Nápoles,
mandada por el mariscal Murat. Un heroico clamor va a escribir en el cielo de
aquella primavera una fecha simbólica: 2 de mayo de 1808. Goya estaba en
Madrid, centrando el ruedo de ese día. Su negro toro, bajas las astas afiladas,
escarba la enrojecida arena, y se dispone, torvo, para la gran arremetida, esa
honda cornada que se entierra en la carne y que ciega de sangre los ojos y la
cara de la res, enfureciéndola, fortificándola aún más para el combate. Ahora
sí que está España en claroscuro, sí que el pintor va a verla como nunca, va a
sentirla como jamás en aguafuerte.
Pero
hay alguien que parece estar solo en medio de las calles, haciendo frente, de
manera espontánea, a aquella oleada inmensa de soldados franceses, surgida,
así, de pronto, como del fondo de las piedras. Ese alguien es el pueblo. ¿Pero
está solo realmente? El no lo sabe aún. Lo que sí sabe de verdad en aquellos
momentos es que su rey lo ha abandonado, que las autoridades han huido, que el
ejército no combate y que en aquella lucha gigantesca él es tan sólo el
verdadero dueño de la patria. Pero su ejemplo cunde, su cólera arrebata, vuela
como pólvora, haciendo que a la lucha se sumen los mejores, todas aquellas
gentes no dispuestas a dejar nuestro suelo en manos extrañas. Y al lado de la
manóla y el chispero, de la lavandera del Manzanares, del vendedor de agua por
el Salón del Prado, de la moza de cántaro, del mozo de muías, del botero, del
arriero, del herrador, del mendigo, de esa llamada tantas veces por labios
despectivos la canalla, la chusma, el populacho, descienden
—sin temor a rozarse con sus modestos trajes y su augusta pobreza—, junto al
hombre de alcurnia, la dama de abolengo, el sacerdote humilde, el militar
anónimo, descienden, digo, las más esclarecidas inteligencias, no sólo de las
letras y las artes, sino de todos los campos que formaban entonces la cultura
española. Goya, naturalmente, es el primero que ha bajado a la calle, el
primero que ha corrido en su ayuda; Goya, el afrancesado, como entonces se
motejaba a los amigos del pensamiento progresista de Francia, llevando entre
sus manos no un arcabuz ni un sable, sino un arma peor, de golpe más mortífero:
una punta de acero —¡qué inofensiva cosa tan pequeña!—, con la que ha de grabar
eso que él bautizó Los desastres de la guerra, hoy la más dura
acusación de los tiempos modernos contra las guerras de conquista.
Y como
lo hizo Goya, es decir, la Pintura, también la Poesía combatió junto al pueblo,
alimentando con sus altas candelas —como volviera a hacerlo más de un siglo
después, en 1936— aquel mar de heroísmo. Al «¡No pasarán!» lanzado aquel día de
mayo de 1808 por el pueblo español a la cabeza de los invasores, al rostro de
los ejércitos, en todas partes victoriosos, de Napoleón, la voz de los poetas
liberales, mayores y menores, de los líricos patriotas, prestó su acento
heroico, reforzándolo, afirmando con esto su dura resistencia, su firme
voluntad inexpugnable. Y a la de don Manuel José Quintana, que militó en la
Junta de Resistencia, que azotó en versos desbocados al tirano Godoy, que había
exaltado en versos sonantes a los héroes marinos de Trafalgar, se unió la voz
del sacerdote salmantino Juan Nicasio Gallego, primer cantor del 2 de mayo, y
luego, a lo largo ya de toda la guerra de Independencia, la de poetas como
Alvarez de Cienfuegos —condenado a muerte por Murat y después en rehén llevado
a Francia—, Francisco Sánchez Barbero, Cristóbal de Beña, José Somoza, el duque
de Rivas, once veces herido en diferentes campos de batalla. Este clima de
lucha, esta cargada atmósfera de poesía civil y épica, este constante ejemplo
de hombres de letras, de artistas como Goya, fieles a España y a su pueblo en
uno de los momentos más graves de su historia, fueron madurando el camino,
haciendo los peldaños que habría de escalar algo más tarde otro poeta liberal,
el romántico revolucionario de las barricadas de París en 1830, el de más fiera
musa cívica y aleteante patriotismo, José de Espronceda, nacido en aquel mismo
año del 2 de mayo madrileño, y luego cantor, el más consistente y fervoroso, de
aquella gran fecha.
Los
que el rápido Volga ensangrentaron;
los que
humillaron a sus pies naciones,
y sobre
las pirámides pasaron
al
galope veloz de sus bridones,
a
eterna lucha, a sin igual batalla,
Madrid
provoca en su encendida ira;
su
pueblo inerme allí, entre la metralla
y entre
los sables, combatiendo gira.
Cosa no sólo
de mirar, sino de oír, la obra toda de Goya, dije ya antes. ¿Qué vimos, qué
escuchamos todavía en ella los españoles de 1936, ese pueblo magnífico que
respondió a la insurrección militar del 18 de julio —van a cumplirse ahora los
veinticuatro años— con la toma del Cuartel de la Montaña y la rápida conquista
de numerosas provincias sublevadas? El ejemplo inmortal de su «2 de mayo», la
fiereza y la gracia de todo un pueblo, registradas en sus tremendos grabados y
dibujos. Y como en 1808, también la lealtad de todos los auténticos poetas de
España —sin ahora nombrar a otros insignes hombres de nuestra cultura— fue
página radiante de aquellos años duros, pero maravillosos. Y para que a nuestro
pueblo no faltase en su lucha un poderoso aliento, semejante al de Goya, otro
pintor, Pablo Picasso, el más grande de nuestro tiempo, de lejos, pero metido
dentro de su sangre, lo ayuda, y acompaña y deja, como el genial acusador
de Los fusilamientos, su clamante Guernica, delator
así mismo de la barbarie nazi en nuestro suelo, y su Sueño y mentira de
Franco, una sarcástica y sonámbula mofa del generalísimo ferrolano del
mismo nombre.
Goya.
Picasso. Claroscuro candente. Aguafuerte de España.
Rafael
Alberti
Goya, aguafuerte de
España, 1960
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