Lo Último

2977. Dependencia y quehacer internacional




La sublevación militar ha venido a descubrir a los españoles un mediterráneo: la activa existencia de la vida internacional. El ciudadano de España, ilusionado o enrabiado en la contienda política, no tenía en cuenta, ni siquiera por vía de ejemplo, el acontecer político de otros países. Alguna vez se levantaba una voz admonitoria y cándida que pretendía escarmentar a los españoles en cabeza ajena; pero la admonición se perdía, anegada por la confianza en la genialidad hispana, y lo cándido se trocaba en aburrido.

Recluida España más acá de los Pirineos, quejosa de Marruecos; burlona de Portugal, trascordada de América y despreocupada del Mediterráneo, ha podido vivir sin alarma ni ambición extra peninsulares hasta que la guerra «civil» actual le ha puesto de manifiesto la malla, no de relaciones, sino, lo que es peor, de dependencias que, sin saberlo, la rodeaban, y ha podido ver que su desasimiento de lo internacional la abocaba a recibir trato de colonia.

El ingenuo estupor con que los españoles se informaron de que el Gobierno del Frente Popular francés se desinteresaba de la suerte que el Gobierno del Frente Popular español pudiera correr a manos de la rebelión armada, sólo es comparable a la incredulidad, dolorosamente superada después, con que, en los primeros momentos, acogieron el rumor de que el fascismo italiano y el nazismo alemán eran colaboradores, financieros y directores del atentado contra la patria española. Precisamente ésta, en las páginas optimistas de la Constitución de 1931, había incorporado a su derecho las normas del internacional, al mismo tiempo que exigía la ratificación por el Parlamento y la inscripción en la Sociedad de las Naciones de sus pactos y tratados internacionales. Es decir, había extremado, llevándola a términos de obsequiosidad, la deferencia para con la regulación jurídica de las relaciones entre los pueblos.

A la desocupación internacional que, durante la monarquía última, aquejara a España, substituyó la República una política dogmática, sobremanera ingenua e inoperante. Tan inoperante que ni siquiera se le vino a las mientes que pudiera ser bueno cambiar el modo y el instrumento de sus relaciones internacionales, ni el centro de su sistema, contenta de verse recibida entre las naciones como una apersonada democracia que podía mirar, con altivez y sin inquietud, a los regímenes tiránicos que pesaban sobre este o el otro país, y contar con la adhesión afectuosa de los que florecían por obra de la libertad. Bien es verdad que con tal ingenuidad gozosa fue conducida, y no sólo en lo internacional, toda la vida política republicana, excluyendo con este adjetivo, claro está, la vida pública impuesta al país por radicales y cedistas.

Mas he aquí al buen pueblo republicano, devoto de la paz, metido de cabeza en una guerra, que podemos seguir llamando civil porque las batallas continúan dándose en la península, buscando, y encontrándolos en demasía, apoyos jurídicos y morales en que estribar su indignación por el desenfado con que unas potencias fascistas, de acuerdo con el conservadurismo, deformamente, sentimental y cruel, de las derechas españolas, tratan de organizar en colonia la vida del país.

A cuenta de la desasistencia que encontró el Gobierno legítimo en las democracias occidentales, que extremaron los miramientos para los rebeldes, se han quebrado no pocos afectos y se hacen aún melancólicos aspavientos. Bueno está lo primero, y no hay por qué enmendarlo; pero no estará de más substituir a lo segundo algo, que muy bien puede ser el sentido de lo real.

La República, en sus mejores momentos, no se ha alimentado sino de un modesto dogmatismo, servido, correlativamente, por un arbitrismo mesurado. La cortedad de uno y otro no puede interpretarse como adaptación a la realidad. A la percepción de ésta no se ha llegado sino ahora, por obra de la guerra «civil». Ella ha puesto en claro la inanidad de la abúlica política republicana, por ventura no más que sobrepuesta al pueblo; ella ha descubierto con rudeza los valores universales de que éste es soporte, y los caedizos del casticismo histórico que contra ellos luchan.

España se ha sentido apresada por la actividad internacional, en buena parte a causa de su olvido de ella, a causa de su vivir sin propósito. En las brazadas de angustia que se ha visto obligada a dar ha encontrado no sólo momentánea salvación, sino incentivo para una tarea creadora y duradera. Antes del 17 de julio pocos eran los españoles, aún entre los que hacían oficio de políticos, que tuvieran una representación del vivir internacional. Hoy pocos serán los que no piensen en la participación y en el sufrimiento que en él toma España; en el abandono a que ésta habíase reducido. Las vicisitudes de la guerra descubren, cada día, a los españoles un aspecto de la bullente vida internacional, cruzada de escepticismo y cargada de duros intereses.

Ante la falta de apoyos exteriores, que hubieran sido utilísimos en la actual contienda, la República se ve en trance de levantar el andamiaje de un mundo nuevo de relaciones. Lo creará, si no desaprovecha la severa coyuntura que ahora se le ofrece, a medida que su voluntad, endurecida en la guerra e intencionada en la revolución, se proponga, con verdad, dar expresión a su ánima política.

La política es cosa de la práctica, dicen, desde Maquiavelo, quienes, con capacidad creadora, se han empleado en ella. Si, según es de esperar, la revolución, que está iniciada, impone, como todas las que se lograron, este sentido realista a nuestra política, habremos de asistir, al hilo de una renovación total de su sistema de valores, a una cancelación de los remilgos y candideces que han desustanciado nuestra conducta exterior. Reacuñado el concepto del Estado, cargado éste de propósito, y no de recuerdo, histórico, dotado de instituciones eficaces, podrá la República emplearse, con virtud creadora, en el quehacer internacional.


José López-Rey Arrojo
Hora de España, enero de 1937







No hay comentarios:

Publicar un comentario