La política de Chamberlain se
caracteriza por su incansable pertinacia para navegar en aguas turbias, por la
ocultación constante de sus motivos y por la gran ceguera para el porvenir de Europa y, en primer término, para el porvenir de Inglaterra. Lo menos
malo que puede pensarse de Chamberiain es que, convencido de la fatalidad de la guerra, considera el tiempo empleado en la fabricación de armamentos como
una ventaja mayor para Inglaterra que la suma de sus claudicaciones puede serlo
para sus adversarios.
En este caso sólo podría acusársele de un cálculo que parece
implicar un error monstruoso. Por muy abundantes que sean los elementos bélicos
que Inglaterra y Francia puedan acumular en el plazo que sus adversarios les
consientan, es evidente que una España totalmente sometida a Italia y a
Alemania, la ocupación de Mallorca, el emplazamiento de las fuerzas
enemigas en el norte de África y en el contorno de Gibraltar, de una línea
ofensiva a lo largo del Pirineo y la existencia de todo un ejército en la Península perfectamente aguerrido y con hondas raíces en nuestro
territorio, dueño de todas las posiciones estratégicas (todo esto supone el
nuevo Munich a que parece encaminarse la política filofascista de Inglaterra y
Francia), son desventajas enormes de compensación imposible. A esto hay que
añadir que la política de claudicación ante el fascio, aunque sólo sea
temporal, restará a Inglaterra y a Francia el apoyo de las dos grandes
democracias del mundo.
Es evidente que el viaje de Chamberlain a Roma, si llega a
realizarse, abrigará el propósito de entregar España a la codicia italiana,
como fue en Munich entregada Checoeslovaquia a los manejos imperialista de
Alemania. Y el hecho es doblemente monstruoso porque no hay la más leve razón,
ni aún la más mínima apariencia de razón, para que sea mermada la independencia
española. Pero el hecho es también infinitamente más grave para el
porvenir de Inglaterra y de Francia. La sola concesión de la
beligerancia a Franco, sin la retirada total de las fuerzas italianas
invasoras de España, es a todas luces, la aquiescencia a los propósitos del
fascio y a su total dominio en el Mediterráneo occidental, la entrega definitiva de la más importante llave- de un Imperio y de las rutas marítimas de otro. Cuesta trabajo pensar que nadie, de buena fe, pueda en Inglaterra y en
Francia amparar esta política.
Mas no exageremos nuestra extrañeza. Gran parte de la Prensa, a
cuyo cargo está la labor de formar la opinión, sirve a intereses de clase sin
patria, cuando no a intereses fascistas, literalmente vendida al adversario. En Francia no es un secreto para nadie ta cantidad que invierte
Alemania en la compra de plumas mercenarias. Pero no es esto todo, ni sería
suficiente. En las esferas del Gobierno y de la plutocracia anglo-francesa
imperante reina el terror a un despertar verdadero de la conciencia de los
pueblos. El error monstruoso, o la iniquidad sin ejemplo, que supone la
llamada no intervención en España, enderezada toda ella a hacer creer que la
lucha en nuestra península es una mera guerra civil promovida por Rusia,
una lucha de opiniones encontradas, cuya repercusión más allá de nuestras
fronteras, sólo podría contribuir a precipitar la revolución social; la ocultación
del hecho verdadero que es, a todas luces, la invasión constante, sistemática y
progresiva de nuestro territorio por quienes aspiran a un nuevo reparto
del mundo en detrimento de los dos imperios democráticos del occidente
europeo, es algo que no admite el total desenmascaramiento, sin una repulsa de
fondo, ajena a todo juego polémico de partido, que llevaría a los pueblos de
Inglaterra y de Francia, despiertos, a pedir cuentas demasiado estrechas, a
imponer las más terribles sanciones a los culpables. Cierto que en Inglaterra y
Francia han sonado ya voces acusadoras que suponen conciencias vigilantes; más
todo ello no ha roto la espesa costra del engaño. Para muchos, los más, estas
voces cantan de falsete, responden a intereses políticos y sociales no siempre
legítimos, simulan peligros inexistentes. Se ignora que, aún en el caso de que
las voces apocalípticas no fuesen enteramente sinceras, coinciden con la
realidad de los hechos, que en política se miente muchas veces con la verdad y
que no falta quien señale peligros verdaderos sin creer en ello.
La turbia política de Chamberlain aprovecha el equívoco y lo
cultiva. Contra lo que se cree, la opinión de Inglaterra está menos adormilada
que en Francia, sin duda también —contra lo que se cree— porque el problema de
Inglaterra es mucho más grave que el de Francia. Francia podría sobrevivir
a su Imperio colonial; Inglaterra, no. Se dice, además, que el inglés es más
tardo de comprensión que el francés, y esto es sólo cierto con una limitación,
que suele omitirse: de cuanto pasa fuera de Francia, suele ser el francés
el último en enterarse, porque su política y su diplomacia suelen estar en manos de hombres mediocres; Las de Inglaterra —en cambio— han venido siendo hasta hace poco el patrimonio de una élite. Con todo, aun en la misma Francia la opinión despierta en el momento
preciso en que los Gobiernos filofascistas meditan la suprema iniquidad
contra España y la suprema traición al porvenir de sus pueblos.
Si, contra lo que nosotros creemos, ambas realizan el
naufragio moral de las llamadas democracias del occidente europeo sería un
hecho irremediable; Inglaterra y Francia habrían perdido no sólo sus
posiciones estratégicas para la inevitable contienda futura, sino su razón
de ser en la Historia. Ni dignidad ni precio; ni honra ni provecho. Les
quedaría una fuerza disminuida y degradada y una retórica manida, sin valor
ideal, que no podría convencer a nadie. Porque entre el deshonor y la guerra —recordemos las palabras de Churchill— habrían elegido el deshonor y tendrían
la guerra, una guerra sin honor —añadimos nosotros— y que de ningún modo
merecería la victoria.
España, por fortuna, la España leal a nuestra gloriosa República,
cuantos combaten la invasión extranjera, sin miedo a lo abrumador de la fuerza
bruta, habrán salvado, con el honor de la Europa occidental, la razón de
nuestra continuidad en la Historia.
Antonio Machado
La Vanguardia, 6 de enero de 1938
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