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3044. El baile de los caídos

El baile de los caídos, de José Trabajo y Miguel Gallardo


Cuando la editorial Temas de hoy me propuso escribir algo gracioso sobre Franco, mi parte cómica y gamberra se dio palmas con las orejas. Me encanta el humor, llevo años exprimiéndome el coco para hacer reír en series como “Aquí no hay quien viva”, “La que se avecina” o “qué vida más triste”. Pero la parte de mí que más se alegró fue, sin duda, el gilipollas que llevo dentro. Mi yo retorcido y pendenciero que disfruta haciendo rabiar al facha. Ese yo que sabe, por experiencia, que a esta gente les escuece más la burla y la sátira que la mera crítica. No en vano puso la editorial a un equipo de abogados para estudiar la novela antes de su publicación, y para hacer frente a las denuncias de después. No sabemos quién será el primero, si Inda, Bertín, Ana Rosa o cualquiera de la colección de politicuchos de tercera regional que por desgracia juegan en primera división en este país de pandereta. A los que hemos tenido a bien dejar retratados en esta novela y que, para que conste, ofrezco mis más sinceras disculpas si alguno de ellos se la lee y no se siente ofendido, que no era mi intención para nada.

Y por si mi mala baba no fuera suficiente, Miguel Gallardo, pionero del underground en España con cómics como Makoki, Él Víbora o, recientemente, Rubianes Solamente, ha llenado la novela de ilustraciones de lo más disparatadas y malintencionadas, en las que ha dado rienda suelta a su espíritu antifranquista y sus reconocidas dotes para tocar los cojones con sus dibujitos.

Y de esta mezcla de venganzas personales y estupidez supina de los autores nace El baile de los caídos, una sátira llena de crítica social y política, de memoria histórica, de resarcimiento de las víctimas, de las dos Españas irreconciliables, de zombis fascistas persiguiendo a podemitas, de un Franco resucitado montando otro Golpe de Estado con ayuda del Trifachito y, sobre todo, de mucho humor y mala leche.

“Españoles, Franco ha vuelto… Y muy contento no está, la verdad. ¡Os vais a cagar!”


José Trabajo



*



Acababa de oscurecer y las farolas que rodeaban la finca se   encendieron y alumbraron el muro de piedra de dos metros de altura que envolvía las casi siete hectáreas de terreno del Pazo de Meirás, antigua residencia de vacaciones del enviado de Dios que salvó España de rojos, masones e impíos trayendo la mejor época de paz y prosperidad que el país ha conocido, según una España. Psicópata genocida que torturó y asesinó a todo el que no pensara como él, sumiendo al país en cuarenta años de retroceso democrático y corrupción de la que aún no se ha desprendido, según la otra España.

En una sala del interior del ala norte del Pazo, un vigilante sacaba de una mochila un termo con café y se recostaba en una silla mientras observaba la decena de pantallas que conectaban con las diferentes cámaras apostadas estratégicamente en árboles y farolas de alrededor. Las noches eran largas y aburridas en Meirás, pero, en aquel trabajo, el aburrimiento era una bendición. Encendió la radio, las tertulias nocturnas siempre le hacían la jornada más amena. Hablaban de la exhumación de Franco. Des-de que se decidió sacarle del Valle de los Caídos, la familia del dictador y el gobierno se enzarzaron en una disputa sobre el lugar donde debían reposar sus restos. Los primeros, apostaban por un sitio visible, donde seguir rindiéndole culto; el gobierno, en cambio, por algo discreto y anónimo donde pasara desapercibido.

—No entiendo por qué no se puede dejar a los muertos descansar en paz y no remover el pasado —decía un tertuliano contrario a la exhumación.

—Pregúntales si sus muertos descansan en paz a los miles de familias de republicanos enterrados anónimamente en cunetas —replicaba otro de signo contrario.

—Como siempre, no hay acuerdo posible entre las dos Españas —re-mataba resignado el presentador.

El vigilante asintió a esto último.

—Desde luego que no —afirmó.

Sonó un mensaje de WhatsApp y el vigilante sonrió animado. Esperaba que fuera de «ella».

A doscientos metros, una furgoneta de reparto se dirigía hacia la finca por la carretera que llevaba a la entrada. Atravesó un camino lateral de la finca y apagó las luces en un descampado desierto junto al muro.

La puerta del piloto se abrió, y del vehículo bajó un tío de voz chillona, entrado en los cuarenta, bajito, fibroso y con cara de rata psicópata. Lucía un corte de pelo militar, con unas enormes patillas que continuaban hasta el bigote, y muchos tatuajes fascistas por todas partes. Le llamaban el Hiena, apelativo que se había ganado a pulso. Se decía de él que llevaba escrito en la frente con tinta invisible «Lo sé, lo sé. No soy una buena persona».

De la otra puerta, la del copiloto, salió Lola, una chica de veinticinco años, de altura media y complexión atlética. Vestía como una buena chica, pero siempre llevaba el ceño fruncido, incluso en las contadísimas ocasiones en las que no estaba enfadada. Sus pasatiempos eran odiar, discutir y estudiar historia bélica.

El Hiena miró hacia la finca.

—¿Es aquí? —le preguntó Lola.
El Hiena asintió. Después sacó una linterna de un bolsillo y se encaminó a la parte trasera de la furgoneta. Lola le siguió.

—Debería entrar yo también contigo.

El Hiena negó con la cabeza.

—Sería más útil que esos dos idiotas, sobre todo más que el drogata —insistió ella.

—Este es un trabajo para tíos, Lola. Prefiero que te quedes aquí, controlando.

—Ya estamos con la cantinela de siempre —gruñó ella.

—¿No te habrás vuelto feminista? —se burló él mientras metía las llaves en la cerradura del portón trasero de la furgoneta. Pero al ver la cara que ponía decidió suavizar el tema y le puso una mano en el hombro.

—No te enfades, anda, que es coña —le dijo.

Pero ella la apartó de un manotazo.

—Pues no estoy para coñas.

Entonces el Hiena la miró serio.

—Escúchame, Lola —dijo conciliador—, este es el golpe de mi vida.
Si sale bien acabo de concejal. Qué coño, de ministro. Y si yo asciendo, ¿adivina quién va a estar ahí a mi lado?
El Hiena le guiñó un ojo.

—Ya sabes eso que dicen —continuó—. Que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer.

Ella le miró de reojo.

—Bueno, en este caso sería una gran secretaria —dijo él mientras giraba la llave del portón trasero—. Pero, para el caso, es lo mismo.

Lola se sonrojó por la ira. Respiró hondo dispuesta a estallar, pero un fuerte ruido en el interior de la furgoneta hizo que se apartara al mismo tiempo en que las puertas se abrieron de golpe.

Del interior salió un skinhead enorme, con botas militares y una cha-queta Bomber llena de parches fascistas. Se plantó en medio de los dos, miró a uno y a otro con actitud desafiante y alzó un brazo a modo de saludo.

—Sieg Heil! —vociferó.

Después tornó los ojos en blanco y cayó inconsciente a un lado del camino con la mano aún en alto.

—Su puta madre —masculló el

Hiena, apartándose a tiempo para

que el gigante no le aplastara—. ¿Qué

coño le ha pasado a este?

De dentro de la furgoneta emergió una tos, seguida de una masa de humo blanco que lo llenó todo.

—Eso le ha pasado —bufó Lola señalando al propietario de la tos —, que ese imbécil debe de haber venido fumando porros todo el camino.

—Todo el camino, no. A ratos —contestó el imbécil desde dentro de la furgoneta—. O puede que sí, no me acuerdo. —Se le escapó una risilla.

Lola frunció el ceño, se agachó junto al gigante y empezó a agitarle la cabeza.

—¡Toro, despierta! ¡Toro! —le dio un par de tortas. Después miró al Hiena que negaba con la cabeza—. Lo ha dejado K.O.

Entonces el imbécil salió del vehículo.

Ferdi era un chaval alto y delgado de hombros caídos y constitución débil. Tenía la mirada perdida, los ojos enrojecidos y una sonrisa de oreja a oreja que le iluminaba toda la cara. Llevaba un porro en la boca del tamaño de un puro.

El Hiena se lo tiró de un manotazo y le dirigió una mirada iracunda, que velaba una amenaza de violencia contenida.

—Vale, vale. Ya me ocupo de Toro —dijo Ferdi apaciguador.

Se llevó una mano al bolsillo y sacó un frasco con un líquido transparente. Le quitó el tapón y agachó junto a Toro. Se lo acercó a la nariz. El gigante despertó sobresaltado, con los ojos como platos y un subidón de adrenalina.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó muy rápido. Después se levantó de un brinco y echó a andar sin rumbo a paso militar, mientras cambiaba de lado cada tanto.

—Izquierda derecha izquierda... Izquierda derecha izquierda.

—Ya está. —Ferdi sonrió orgulloso.

Lola resopló mientras se llevaba una mano a la frente.

—A la puta trena nos vamos todos de cabeza.

—No pienso volver al trullo —afirmó el Hiena serio.

Después esparció con la mano el humo que aún salía de la furgoneta y sacó de dentro una bolsa de deporte grande. De ella extrajo varios pasamontañas, que repartió entre sus camaradas. Había más cosas: una palanca, cuerdas, un táser y un cuchillo militar. Ferdi, asustado, miró el cuchillo. El Hiena sonrió. Le encantaba el poder que ejercía el miedo. Después encendió el táser para probarlo. Una descarga eléctrica iluminó su cara de rata. Ferdi vio cómo le observaba fijamente con una mirada siniestra que le heló la sangre. Tragó saliva.
Lola los interrumpió.

—Está bien. Empecemos con esto —dijo—, lo primero que hay que hacer es inutilizar las cámaras de seguridad.

—Me pongo a ello —dijo Ferdi, contento de que le dieran trabajo que hacer.

Se sacó el móvil y empezó a tocarlo rápidamente, asintiendo cada varios segundos mientras los demás se colocaban sus pasamontañas. Toro ya se encontraba mejor, se acercó a Ferdi.

—¿De verdad puedes controlar las cámaras desde tu móvil? —preguntó con admiración.

Ferdi asintió.

—¿Y también puedes hackear los satélites como en las películas de es-pías? —preguntó Toro lleno de curiosidad.

—Claro —mintió Ferdi.

Ni siquiera podía con las cámaras de seguridad tal como había prometido. Sabía cuatro cosas de informática, pero entre ellas no estaba hackear toda una finca de varias hectáreas con una decena de aquellas. Por suerte sí sabía moverse por las redes, encontrar al vigilante de ese turno en el Pazo y seducirle fingiendo ser una rusa explosiva llamada Ivanova con ganas de venirse a España.

Había conseguido su número de móvil, y ahora mismo se estaba haciendo pasar por ella enviándole por WhatsApp varias fotos a cada cual más subida de tono. Así que las cámaras seguirían grabando, no podía hacer nada al respecto, pero el vigilante estaría fuera de juego un buen rato.

—¡Listo! —les dijo a los demás.

Después se puso su pasamontaña y los tres hombres corrieron hacia el muro de la mansión mientras Lola se quedaba a vigilar. Con el ceño fruncido, eso sí...

Al llegar al muro, el Hiena repitió el plan.

—Saltamos el muro, corremos por el terreno sin hacer ruido hasta el pazo y nos colamos por la parte de atrás, forzamos la puerta y vamos a por el objetivo sin perder ni un segundo. ¿Entendido?

Los otros dos asintieron.

—Vale, pues tú vigilas —le dijo a Ferdi —, y tú me subes arriba —le indicó a Toro—. ¿Ok?

Los dos volvieron a asentir como si hubieran comprendido. Pero pasaron unos segundos y ninguno de los dos hizo nada.
—¡Que te subas al muro, coño! —le gritó a Ferdi.

El chico dio un respingo y actuó con toda la agilidad y velocidad que el THC le permitían, que no eran muchas. En un par de intentos, logró asirse a lo alto del muro y asomar la cabeza.

—¿Hay algún guardia a la vista? —preguntó el Hiena.

—No —contestó Ferdi.

—¿Seguro?

—Segurísimo.

—Estupendo —afirmó el Hiena. Trepó con pericia por la espalda de Toro hasta lo alto del muro y dio un salto felino hacia el otro lado.

—Pero ten cuidado con el perro —apuntó Ferdi.

—¡¿Qué?!

Al girarse lo vio: un dóberman gigante estaba sentado a unos metros de él, mirándole malhumorado. El Hiena lanzó una plegaria silenciosa, rezándole a Dios para que fuera un paragüero hortera. Pero el animal inclinó la cabeza con curiosidad. No debió de gustarle lo que vio, porque enseguida enseñó una larga ristra de dientes.

—No corras —le aconsejó Ferdi.

—¿Qué no corra?, hijo de puta.

—Y no te enfades, que lo notan. Los animales son muy sensibles. Con lentitud, el Hiena se agachó mostrando las dos manos en actitud apaciguadora, cogió una ramita rota del suelo y la lanzó unos metros más allá.

—Busca, perrito, busca.

Pero el animal ni se inmutó, respiró hondo, hizo un par de estiramientos de cuello y se preparó para destrozar a ese imbécil que le había interrumpido una apacible noche tumbado a la bartola. El Hiena apenas tuvo tiempo de reaccionar, el dóberman se lanzó con las fauces abiertas al cuello de su presa. Pero, en ese momento, una bolsa de deporte voló por encima del muro y fue a aterrizar en la cabeza del animal, dejándole aturdido y desorientado.

—Ahí tienes las herramientas, Hiena —gritó Toro desde el otro lado de la valla sin enterarse de lo que estaba pasando.

El Hiena no perdió un momento y salió por patas hacia el edificio más próximo. El perro, aún tambaleante, no tardó en perseguirle dando dentelladas al aire sin éxito. Al poco, las dos bestias desaparecieron tras unos árboles.

Ferdi los vio alejarse y bajó del muro. Toro le estaba mirando interrogante.

—¿Qué pasaba? ¿Todo bien? —le preguntó el gigante.

—No sabría decirte —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Saltamos?

Ferdi negó con la cabeza.

—Será mejor que esperemos.


José Trabajo
Editorial Temas de hoy, 2020







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