Lo Último

3057. M. Lanoy




Le conocía de vista desde mucho tiempo antes. Solía verlo delante de la puerta de la antigua oficina de Teléfonos, a la entrada de la calle de Alcalá. En aquella parte se juntaba mucha gente, debido a lo estrecho de la acera y a que existían dos cafés muy frecuentados: el Colonial y el Universal. Eran los tiempos en que todas las tardes se exhibía en una de las ventanas del Universal el popular rostro de Vicente Pastor, ya retirado, pero que conservaba en Madrid un prestigio similar al de un buen alcalde a quien hay que agradecer cierto tono de la ciudad.

El hombre a que me refiero estaba de pie junto a la puerta de Teléfonos, esperando algo, pero no presente ni futuro, sino algo que pasó y de lo que él viene a contemplar el recuerdo. Llevaba sombrero flexible, de ala ancha y blanda, sobre una melena canosa que se ensortijaba al final. Tenía un rostro sonrosado, de ojos azules, plácidos, temerosos. La barba, florida, completaba su estampa a lo Alfonso Daudet. Su gesto habitual consistía en tomar entre los dedos de la mano izquierda algunos mechones de junto al labio y rizarlos insistentemente. En cuanto a su traje, hay que decir que no desmerecía del aire de su persona. Una chaqueta usada, correspondiente a modas ya pasadas, y unos estrechos pantalones oscuros, rayados, sobre zapatos amarillos o negros, de puntera aguda.

Lo catalogué como paisajista. Era indudable que aquella persona tenía que salir de cuando en cuando con la caja de pinturas y un caballete a pintar los alrededores de la ciudad. No era el tipo de pintor de estudio, algo más vanidoso, como obispo de la pintura. A él le tenía que agradar sentirse solo y pintar por el placer de recoger un instante en el lienzo. Lo que él viera, lo que a él le agradara, y pintarlo sólo para él. De ahí ese aire pensativo, interior, solitario. Estaba en la ciudad porque hay que saber gustar el movimiento de las gentes, sentir que cada uno que pasa acelera nuestros pensamientos, los arrastra y dirige en miles de direcciones, excita nuestro espíritu y da contenido a nuestras horas. El sitio que escogía era bueno: la gente se atropellaba por ahí. Se entraba y se salía en Teléfonos a resolver algún recado urgente, grave. A dar una señal inequívoca de presencia en los años en que las comunicaciones telefónicas o telegráficas sólo se reservaban para momentos de extrema necesidad.

En el invierno se le veía con un gabán ajustado o con capa española. En el verano, algunos días se ponía zapatos blancos con punteras y talón de color. No cabía equivocarse; paisajista era y paisajista íntimo. Por muchas exposiciones que visitase, no lo encontraba en ninguna de ellas, pero eso no desdecía mi seguridad. Tal vez un día muriera aquel hombre y se supiera que se perdió un gran maestro. Tal vez era tan tímido que no sabía trajinar a los directores de círculos de arte y otros organismos que realizan exposiciones. Pero lo que me importaba más que otra cosa era verlo allí todos los días, al atardecer, siempre con igual atuendo y con los mismos gestos. Era de esos hombres que encierran el sentido de una ciudad y de una hora. Verlos desaparecer equivale a una catástrofe de la que uno cojea el resto de sus días.

Cuando llegó la guerra no tuve tiempo de saber qué le había pasado. Ni supe si seguía acudiendo al lugar de costumbre o si se amedrentó y escapó para siempre. Tenía yo muchos deberes que cumplir, y en lugares alejados del centro de la ciudad. Año y medio después, ya firme el frente de Madrid, fui llamado para atender a la censura de la prensa extranjera. Eran días nerviosos y la curiosidad internacional por nuestra capital sitiada obligaba a los enviados especiales a registrar los momentos de peligro, que ya se hacían monótonos. Un bombardeo de aviación, un cañoneo de la ciudad provocaban a los apresurados corresponsales a una actividad febril, disputándose las máquinas de escribir y los minutos de adelanto en el uso del teléfono. En mi primer día de trabajo tuve mucha tarea, bajo la mirada colérica de los periodistas, a quienes toda dilación les parecía enfadosa. Al fin todos tuvieron su conferencia, gritaron por el hilo su escrito y partieron con igual apresuramiento hacia otras fuentes de información o tras las copas de aperitivo de algún bar que conservase aún buenas bebidas.

La oficina quedó en silencio y me puse a revisar prensa extranjera. Fumaba lentamente en mi pipa las colillas de cigarrillos consumidos antes.

Entonces llegó mi superior a presentarme otro corresponsal.

—Pase usted —le decía en la puerta.

Desde la sombra del pasillo penetró en mi habitación el paisajista. No era otro, no podía serlo, pules no se pueden encontrar dos seres iguales. Estaba algo pálido, y por las puntas de la barba le ascendían blancas llamaradas. Me lo presentó:

—Monsieur Lanoy, corresponsal de "X" (aquí el nombre de un diario francés).

Le saludé con afecto, como cumpliendo un acto que no tenía más remedio que haberse producido en algún momento de nuestra vida.

—Monsieur Lanoy viene todas las tardes a esta hora para poder enviar tranquilamente su papel.

—Muy bien, estoy a sus órdenes.

Cuando se marchó el jefe, M. Lanoy sacó de su bolsillo unos papeles escritos a máquina en las tres copias obligatorias. Mientras yo los leía él se sentó tranquilamente en un sillón. Me miraba con rostro atento, pero sin insistencia molesta. No le interesaba la prisa, no me acuciaba con gestos ni gruñidos para que terminara pronto. Tampoco reclamó la conferencia con París para ganar tiempo durante la lectura. Como si tuviera interés en que la hiciera con la atención debida a un trabajo literario, esperaba con paciencia y daba mayor gravedad a mi deber mecánico de buscar tan sólo si había alguna peligrosa distracción informativa. Pero no la había. Era un hombre consciente y redactaba unas crónicas en un bello francés, comentando el día de la ciudad, dando noticias de lo ocurrido, pero sin olvidar el detalle humano. No empezaba su escrito a la moda americana, con lo más rudo, como los demás corresponsales, destacando los muertos, la sangre, las explosiones. En un día de Madrid había pasado una tragedia, ya habitual, más tremenda aún por eso mismo. Monsieur Lanoy lo sabía así y lo señalaba. Iba narrando, no sorprendiendo. No tuve nada que tachar allí.

Sellé los papeles, le di su copia, pedí la conferencia y le escuché leerla con su dulce pronunciación. Saludaba al principio y se despedía al terminar. Por el otro lado del hilo le preguntaban por la salud: "Qa va, ga va", respondía, y terminaba: "A demain". Hasta el día siguiente a aquella misma hora no le volvía a ver.

Poco a poco fuimos entablando algunas conversaciones. Pensé que aquel hombre se había visto obligado a dejar la paleta por un oficio distinto, como todo el mundo en tiempo de emergencia. Pero no era así. Nunca fue pintor, y le hizo gracia cuando le dije que yo le había tenido por tal. Llevaba en Madrid todo lo que va de siglo, y siempre sirviendo a su viejo diario francés. El sueldo era poco, pero lo completaba ayudando a traducir en la Embajada o prestando pequeños servicios a las misiones extraordinarias que a veces llegaban a Madrid. Se había casado con una española, aunque el hijo fue registrado como francés, y se hallaba en aquellos momentos haciendo su servicio militar en Francia.

—Es curioso —me decía—, yo vine tan sólo por dos años y me quedé aquí.

—Pero ¿no ha vuelto a Francia?

—Sólo tres o cuatro veces.

Le había conquistado Madrid. Claro que otro Madrid que el nuestro. Era aquel donde su barba no resultaba extraña, ni su sombrero y su placidez. Mucha gente de su misma generación se había cambiado hasta el rostro. Cuánto escritor de principio de siglo, que había taconeado por la Puerta del Sol con zapatos agudos, descubriendo los bigotes sobre el embozo de la capa, iba ahora totalmente afeitado y con rostro de banquero. El no, guardaba su línea consigo mismo, como burgués francés atento a la tradición. Si era un islote ahora, ni él mismo se daba cuenta de ello. No tenía yo por qué hacérselo sospechar. Me acostumbré a su charla. A pesar de los años transcurridos y de estar casado con española, hablaba mal el castellano y prefería hacerlo en francés. A mí me agradaba su manera académica de usar el idioma. Empleaba esas formas tan precisas que en lengua tan trabajada suenan como un lugar común. Pero aún siendo fórmulas, tenían el indudable sentido de conquista que tienen las fórmulas de cortesía, por ejemplo.

Así me fui enterando de algunos rasgos de su vida. Lo más curioso era el motivo de su residencia en Madrid. Le conquistó el vino de una taberna.

Era una de las tabernas de la parte alta de la calle de Alcalá. Aunque las casas son relativamente modernas, las tabernas guardan los cánones del mostrador de robusta madera trabajada y la cubierta de zinc, con dos largas pozas, de escasos centímetros de profundidad, por donde circula el agua corriente en que se lavan los vasos. En las paredes hay azulejos hasta más de la mitad de la altura, y por encima una cornisa de madera. El plano de los edificios modernos obliga a que el salón no sea muy grande, pero en las demás habitaciones se van colocando las mesas y puede uno disfrutar de intimidad personal.

Monsieur Lanoy halló bueno el vino de la Mancha y, además, no puso reparos a la cocina española, llegando a disfrutar con las judías con chorizo y los callos a la madrileña. Fueron tiempos en que estaba joven, decía, y como todo el mundo lo trataba bien, se sintió conquistado poco a poco por el ambiente, que llenaba sus necesidades de cordialidad y activaba su espíritu de observación.

Pronto se hizo un método de vida. Trabajaba en las mañanas, tenía una tertulia de café a primera hora de la tarde. Se retiraba a las cinco para escribir sus crónicas y llevarlas a Teléfonos y transmitirlas. A la salida de esta tarea era cuando se quedaba un buen rato contemplando aquella boca de la Puerta del Sol, "pensando cosas", según decía, Después se iba a la taberna, donde le conocían ya los demás clientes, albañiles, empleados, carniceros, cesantes, todos aquellos que tenían aquel lugar como punto de reunión. El vino era barato y bastante bueno, y Monsieur Lanoy podía contemplar desde la mesa del fondo todo el movimiento gritador y gesticulante de los clientes. Se mecían sus ojos en el vaho del tabaco, ayudados por las libaciones obligatorias, porque siempre era necesario consumir por cortesía de las rondas que a uno le ofrecen, como, por su parte, hay que cumplir el requisito siempre que sea necesario.

Después comía allí mismo. Ya se iba vaciando el local y quedaban tan sólo "los fijos", los abonados a la cocina de la tabernera. Esos eran los íntimos, y conversaban sobre la actualidad o mantenían silencios de gentes que ya se conocen demasiado tiempo. Monsieur Lanoy llevaba cortésmente la charla, elogiaba los platos y su lengua torpe producía una mezcla de risa y simpatía.

Hasta que llegó el día en que "el francés" se casó con la hija del tabernero. La había conocido sirviéndole a la mesa. Era la más curiosa por sus expresiones, la más compasiva por sus torpezas en el castellano, la más atraída por el tono poético que adquieren las palabras corrientes cuando las emplea un extranjero. Le miró primero con simpatía y curiosidad. Las sonrisas de aliento y comprensión pronto se transformaron en los ojos azules de Monsieur Lanoy en detalles de ternura. Después se hicieron novios y llegó un día la sorpresa para las amistades: la hija de don Antonio “El Grillo” anunciaba que “el francés” era su novio y que deseaba hablarle para resolver las cosas que corresponden.
Dudó el padre. No sabían ni él ni su mujer resolver si aquélla era una boda en la que su hija salía ganando o perdiendo. Monsieur Lanoy era un hombre de bien, por el que todo el barrio, o al menos todos los clientes de la taberna, hubieran sacado la cara en cualquier momento. En este sentido era una buena boda; tanto su hija como ellos mismos adquirirían mayor importancia. Pero no había que olvidar que era un extranjero, que el mejor día tendría que volver a su país y allí se perdía todo, porque era hija única la que tenían, y siempre pensaron que el negocio lo podría seguir ella con el infaltable yerno. Y ¿cómo iba a quedarse de tabernero en la calle de Alcalá aquel periodista francés tan plácido y con cara de estampita? Era como para pensarlo. No había que decidirse en seguida. Había que decirle las cosas claras.

Cuando habló con ellos Monsieur Lanoy, no pudieron contestar una palabra ni poner una objeción. Comenzó sorprendiéndoles por lo peinado, cepillado y limpio que llegaba. Después entregó cortésmente un ramo de flores a la señora Eugenia y con educados términos trató de presentar su petición al padre. La señora Eugenia se enterneció tan de repente que comenzó a llorar en silencio, queriendo disimularse tras la espalda del pretendiente. El señor Antonio creyó que si toleraba el discurso tendría que contestar con otro y se vería en mal papel. Por ello cortó rápidamente la escena diciendo:

—Sí. Ya lo sabemos. Pues bien, si usted quiere a la chica y la chica le quiere a usted, no tenemos más que decir.

Monsieur Lanoy se levantó a estrechar la mano del padre, e iba decidido a besar las mejillas de la madre, cuando al verla llorando se cortó y comenzó a balbucear disculpas:

—Por lo que veo, la señora no quiere; en fin, tal vez crea que es pronto; quizá no me conoce lo bastante. Y se fue retirando sin que las cosas quedaran claras del todo. Tuvo que decirle por la noche su novia que todo aquello no significaba ninguna oposición, sino, por el contrario, que estaba contenta y muy emocionada por la atención del ramo de flores.

La boda fue en la Bombilla, con mucho rumbo y derroche de comida, bebida y organillo. Le parecía a él disfrutar de uno de los cuadros más deliciosos de cuantos no trae la vida. Muchos clientes del señor Antonio habían traído a sus mujeres y a sus niñas casaderas. Todos le felicitaban, bebían a su salud y hasta brindaban por Francia. En su grupo se cantó la Marsellesa, casi sin palabras, mosconeando la música.

Bajo la verde sombra de los árboles, ante las mesas de madera con los manteles ya manchados, cuando algunas personas charlan en grupos y otras bailan en la explanada o se levantan para hacerlo, al son del carillonesco organillo de Madrid,. Monsieur Lanoy contemplaba a su mujer y dejaba ir la vista sobre los grupos, parejas, rincones y detalles. Se sentía dentro de alguna tela impresionista francesa, no tanto por el estilo de la pintura como por la orientación de su retina hacia la poesía de los detalles de la vida de los hombres, tal y como son.

Su mujer no comprendía el largo ensimismamiento. Se acercaba a él y lo miraba. El la estrechaba entonces y le decía amorosas expresiones en francés, incapaz de conocer las palabras equivalentes en castellano. La mecían así extraños ecos, deliciosas oleadas de un mundo que se anunciaba lleno de felicidad.

Los padres decidieron que había llegado la hora de que se fueran.

—¡Eh! ¡Vosotros! No os pensaréis estar aquí toda la tarde.

La hija se levantó en seguida. Observó que el cochero de alquiler que su padre había contratado vino a darle un recado y que eso motivó la observación paterna. Sin duda estaba tomado por horas y ya se iba a vencer el plazo. Monsieur Lanoy se levantó con lentitud y torpeza. Algunos se rieron tomándolo a exceso de bebida. Aunque hubiera tal vez algo de esto, en realidad lo que le costaba mayor esfuerzo era romper un momento que no se va a volver a repetir.

Fueron a un hotel de la Puerta del Sol. Vieron desde el balcón caer la tarde, oyendo las resonancias de los vehículos y las voces de la gente. La mujer se apoyaba sobre su hombro. Estaba hermosa con el peinado alto y una blusa de seda que mostraba el empuje de su levantado seno. Había gracia en la cintura estrecha y en las caderas de su elegante falda "de señora". Cuando la miraba, ella se retiraba un poco para dejarse ver mejor. Tenía una luz profunda su mirada, como si toda la ceremonia de la boda se hubiera hecho para que ella realmente se sintiese capaz de estar junto a él sin apocarse.

Empezaban a correr por las fachadas los luminosos de bombillas que suben y bajan. Ella se apretó junto a él y le dijo:

—¡Qué bonito es Madrid! ¿Verdad?

Y él contestó:

—Para mí desde hoy es el paraíso.


*


Vino después lo normal: buscar casa, instalarse. Y al poco tiempo la guerra del 14, la movilización, el retorno de la hija al hogar paterno y la desesperación durante varios años. El tabernero transformó su tienda en una oficina de propaganda francesa; tenía todos los folletos sobre las atrocidades de los boches y recortaba cromos favorables a los aliados para colocarlos en la pared. Perdió algunas amistades y consolidó otras. Cuando algún pasante penetraba allí y se le ocurría opinar a favor de los alemanes, le tomaba del brazo y lo echaba.

—Usted no sabe lo que dice. Yo sí lo sé, yo sé lo que hacen esos bestias —y se ponía vanidoso—, tengo un hijo peleando en Francia.

A lo lejos había condensado el parentesco dándole consanguinidad. Era el momento preciso. En la alcoba tenían la foto de él, en uniforme, con el casco en la cabeza y aureolado por la barba. Como en cualquier otro traje, su rostro marcaba igual placidez y sosiego, igual lejanía y ternura.

No le ocurrió nada. Terminó la guerra y regresó sin apenas cosas que contar. Los compañeros de la taberna habían envejecido y no se daban por satisfechos cuando Monsieur Lanoy les defraudaba con su falta de aventuras heroicas. Fue oficinista en un Estado Mayor y ascendía de importancia mientras iba alejándose del frente. Sus historias de los obuses que caían en París y el temor al Gran Berta no servían más que para una charla.

De nuevo el hogar, otro, en un último piso del barrio de Salamanca, no lejos de la Embajada, donde había conseguido un empleo temporal. Su oficina, su paseo , su crónica para el diario, su contemplación de la gente al salir de Teléfonos, su comida en la taberna y el regreso a casa, con la mujer que ayudaba todavía a los padres hasta que llegó el hijo. Entonces se retiró a vivir sólo para el marido y el recién nacido.

Después, años y más años, esos años subrepticios que se van echando encima de la gente sin ser vistos, dejando muchas cosas quietas para que uno no se dé cuenta del movimiento de la vida. La cuna del niño fue un juguete de dorados que se hizo viejo y hubo que llevar al desván. El chico fue creciendo con educación francesa en el Instituto Francés y castiza en las calles, donde jugaba con los demás muchachos.

—Ya ve, ahora está en Francia haciendo el servicio militar. Espero que termine antes de que haya otra guerra, y si es así, no lo dejaré ir a pelear —me decía algunas tardes, cuando por el hilo le habían dado noticias del muchacho, casi siempre un simple saludo o palabra de afectó. Regresaba entonces de la cabina del teléfono con deseo de conversar y el rostro algo encendido de alegría. Se sentaba en silencio y al verlo allí me hacía el ocupado, para que comenzase la conversación.

—¡Ah! Veo que fuma usted siempre la pipa —empezaba a decir. Después hilvanaba ya su conversación sobre el hijo o los recuerdos de Madrid. Le interrogaban entonces pidiéndole algunos detalles de su vida. El hombre se consideraba satisfecho con ello y seguía su charla de manera cuidadosa, con' algunos silencios prolongados, en los que se retorcía un mechón de la barba, y sus ojos sonreían sobre algo que no deseaba aclarar.

Pude saber que la taberna ya estaba en otras manos, porque los suegros vivían retirados en el campo. La hija estaba con ellos para evitarse las molestias de la vida en el Madrid de guerra. Vivía él entonces en la trastienda de otra taberna, en la calle de Gravina, de un compadre del suegro.

Un día contó patéticamente en su crónica los efectos de un bombardeo, la destrucción de un hogar reventado por una bomba y el montón de los restos en el fondo del cráter. Tenía aquella narración una íntima corriente de vida que la distanciaba de cuantos papeles similares suyos había leído desde que comencé aquel trabajo. Monsieur Lanoy me miraba leer y se sobaba la barba. Por un detalle, la cuna dorada caída desde el desván y dominando entre los despojos, me di cuenta de que estaba tratando de algo personal y que había herido profundamente su alma. Levanté la vista para devolverle el papel censurado. Le dije:

—¿Su casa?

—Ya no me queda nada más —me contestó indirectamente. Leyó su crónica tratando de conservar entereza, pero era irremediable que se viera obligado a aclarar la garganta con bastante frecuencia. Aquel día no se quedó a conversar conmigo después de la comunicación telefónica.

Cuando me sorprendía comiendo el rancho de alubias o lentejas que me servía de cena se disculpaba de llegar en ese momento y de ningún modo conseguía que me diera su crónica para censurarla. Esperaba a que yo terminase mi comida y me insistía en que me hiciera cuenta de que no había llegado aún. Miraba mi plato y ya tenía el hilo para sus evocaciones.

Encoré des lentilles! —comenzaba. Y después se dirigía por sus recuerdos de París, tratando de completarlos con los míos. Era una lista de restaurantes, de menús, de platos exquisitos. En su tiempo había restaurantes de un franco. Después de la guerra del 14 todo estaba muy caro. Los restaurantes de precio fijo de menos de diez francos eran " infectos". Pero lo mejor era tal o cual plato —y aquí la descripción— de un determinado y escogido restaurante. Al llegar aquí se interrumpía, miraba mi plato y se lamentaba.

—¡Yo hablo de estas cosas y usted con sus lentejas!

En otras ocasiones el viaje era por las tabernas de Madrid, también de un Madrid que había que llamar de anteguerra. Estábamos en una guerra en que todo iba desapareciendo y enterrándose para siempre. Muchas cosas no volverán —conveníamos— porque no podrán siquiera hacerlo. Monsieur Lanoy no sólo había sido fiel a la taberna del suegro, sino que se conocía todas las demás. Y después, su mujer. Su mujer guisaba maravillosamente los platos castizos y también los franceses. — Un día terminará todo esto y usted vendrá a comer con nosotros. Ya verá. Entonces "estará vuelto" mi hijo, que le gustará a usted.

Sí. No dejaría de ir. No sólo a su casa, sino a recorrer toda la diversidad de tabernas madrileñas: manchegas, asturianas, asturianas, gallegas..., todo el mapa de España sostenido por familias que daban de comer y vendían vino. Tan sólo había un reparo en la mente de Monsieur Lanoy, los "colmaos" andaluces. Pero me agradaba saber que en esto coincidíamos igualmente.

—Allí se hace "la" literatura —decía con desprecio.

Me sentía inclinado a seguirle aprendiendo a recoger sus experiencias. No me importaba pensar que mi rostro enrojeciera y mi abundante nariz se convirtiese en una cordillera rubicunda. Aquel hombre poseía secretos de raíz humana que en días de lucha e intolerancia, de callejera muerte imprevisible, contribuían a crear zonas de sosiego.

Después de estas charlas se despedía y se iba con paso lento por la ciudad sin luces. Al poco rato comenzaba la baraúnda de los corresponsales de agencia, de los enviados especiales, de los dinámicos yanquis disputadores de los segundos y las expresiones fulminantes.


*


La guerra terminó mal para nosotros. Perdí mi patria, mi ciudad, un trozo imponderable de la vida, y muchas fibras de las más sensibles se duelen aún de sus amputaciones. He comenzado a drogarme de recuerdos y esperanzas. Por eso evoco hoy la figura de Monsieur Lanoy, grabada para siempre en la zona luminosa de mis mejores días.


Pablo de la Fuente
El señor Cuatro y otras gentes (Santiago de Chile, 1954)









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