Le conocía de vista desde mucho
tiempo antes. Solía verlo delante de la puerta de la antigua oficina de
Teléfonos, a la entrada de la calle de Alcalá. En aquella parte se juntaba
mucha gente, debido a lo estrecho de la acera y a que existían dos cafés muy
frecuentados: el Colonial y el Universal. Eran los tiempos en que todas las
tardes se exhibía en una de las ventanas del Universal el popular rostro de
Vicente Pastor, ya retirado, pero que conservaba en Madrid un prestigio similar
al de un buen alcalde a quien hay que agradecer cierto tono de la ciudad.
El hombre a que me refiero
estaba de pie junto a la puerta de Teléfonos, esperando algo, pero no presente
ni futuro, sino algo que pasó y de lo que él viene a contemplar el recuerdo.
Llevaba sombrero flexible, de ala ancha y blanda, sobre una melena canosa que
se ensortijaba al final. Tenía un rostro sonrosado, de ojos azules, plácidos,
temerosos. La barba, florida, completaba su estampa a lo Alfonso Daudet. Su
gesto habitual consistía en tomar entre los dedos de la mano izquierda algunos
mechones de junto al labio y rizarlos insistentemente. En cuanto a su traje,
hay que decir que no desmerecía del aire de su persona. Una chaqueta usada,
correspondiente a modas ya pasadas, y unos estrechos pantalones oscuros,
rayados, sobre zapatos amarillos o negros, de puntera aguda.
Lo catalogué como paisajista.
Era indudable que aquella persona tenía que salir de cuando en cuando con la
caja de pinturas y un caballete a pintar los alrededores de la ciudad. No era
el tipo de pintor de estudio, algo más vanidoso, como obispo de la pintura. A
él le tenía que agradar sentirse solo y pintar por el placer de recoger un
instante en el lienzo. Lo que él viera, lo que a él le agradara, y pintarlo
sólo para él. De ahí ese aire pensativo, interior, solitario. Estaba en la
ciudad porque hay que saber gustar el movimiento de las gentes, sentir que cada
uno que pasa acelera nuestros pensamientos, los arrastra y dirige en miles de
direcciones, excita nuestro espíritu y da contenido a nuestras horas. El sitio
que escogía era bueno: la gente se atropellaba por ahí. Se entraba y se salía
en Teléfonos a resolver algún recado urgente, grave. A dar una señal inequívoca
de presencia en los años en que las comunicaciones telefónicas o telegráficas
sólo se reservaban para momentos de extrema necesidad.
En el invierno se le veía con
un gabán ajustado o con capa española. En el verano, algunos días se ponía
zapatos blancos con punteras y talón de color. No cabía equivocarse; paisajista
era y paisajista íntimo. Por muchas exposiciones que visitase, no lo encontraba
en ninguna de ellas, pero eso no desdecía mi seguridad. Tal vez un día muriera
aquel hombre y se supiera que se perdió un gran maestro. Tal vez era tan tímido
que no sabía trajinar a los directores de círculos de arte y otros organismos
que realizan exposiciones. Pero lo que me importaba más que otra cosa era verlo
allí todos los días, al atardecer, siempre con igual atuendo y con los mismos
gestos. Era de esos hombres que encierran el sentido de una ciudad y de una
hora. Verlos desaparecer equivale a una catástrofe de la que uno cojea el resto
de sus días.
Cuando llegó la guerra no tuve
tiempo de saber qué le había pasado. Ni supe si seguía acudiendo al lugar de
costumbre o si se amedrentó y escapó para siempre. Tenía yo muchos deberes que
cumplir, y en lugares alejados del centro de la ciudad. Año y medio después, ya
firme el frente de Madrid, fui llamado para atender a la censura de la prensa
extranjera. Eran días nerviosos y la curiosidad internacional por nuestra
capital sitiada obligaba a los enviados especiales a registrar los momentos de
peligro, que ya se hacían monótonos. Un bombardeo de aviación, un cañoneo de la
ciudad provocaban a los apresurados corresponsales a una actividad febril,
disputándose las máquinas de escribir y los minutos de adelanto en el uso del
teléfono. En mi primer día de trabajo tuve mucha tarea, bajo la mirada colérica
de los periodistas, a quienes toda dilación les parecía enfadosa. Al fin todos
tuvieron su conferencia, gritaron por el hilo su escrito y partieron con igual
apresuramiento hacia otras fuentes de información o tras las copas de aperitivo
de algún bar que conservase aún buenas bebidas.
La oficina quedó en silencio y
me puse a revisar prensa extranjera. Fumaba lentamente en mi pipa las colillas
de cigarrillos consumidos antes.
Entonces llegó mi superior a
presentarme otro corresponsal.
—Pase usted —le decía en la
puerta.
Desde la sombra del pasillo
penetró en mi habitación el paisajista. No era otro, no podía serlo, pules no
se pueden encontrar dos seres iguales. Estaba algo pálido, y por las puntas de
la barba le ascendían blancas llamaradas. Me lo presentó:
—Monsieur Lanoy, corresponsal
de "X" (aquí el nombre de un diario francés).
Le saludé con afecto, como
cumpliendo un acto que no tenía más remedio que haberse producido en algún
momento de nuestra vida.
—Monsieur Lanoy viene todas las
tardes a esta hora para poder enviar tranquilamente su papel.
—Muy bien, estoy a sus órdenes.
Cuando se marchó el jefe, M.
Lanoy sacó de su bolsillo unos papeles escritos a máquina en las tres copias
obligatorias. Mientras yo los leía él se sentó tranquilamente en un sillón. Me
miraba con rostro atento, pero sin insistencia molesta. No le interesaba la
prisa, no me acuciaba con gestos ni gruñidos para que terminara pronto. Tampoco
reclamó la conferencia con París para ganar tiempo durante la lectura. Como si
tuviera interés en que la hiciera con la atención debida a un trabajo
literario, esperaba con paciencia y daba mayor gravedad a mi deber mecánico de
buscar tan sólo si había alguna peligrosa distracción informativa. Pero no la
había. Era un hombre consciente y redactaba unas crónicas en un bello francés, comentando
el día de la ciudad, dando noticias de lo ocurrido, pero sin olvidar el detalle
humano. No empezaba su escrito a la moda americana, con lo más rudo, como los
demás corresponsales, destacando los muertos, la sangre, las explosiones. En un
día de Madrid había pasado una tragedia, ya habitual, más tremenda aún por eso
mismo. Monsieur Lanoy lo sabía así y lo señalaba. Iba narrando, no
sorprendiendo. No tuve nada que tachar allí.
Sellé los papeles, le di su
copia, pedí la conferencia y le escuché leerla con su dulce pronunciación.
Saludaba al principio y se despedía al terminar. Por el otro lado del hilo le
preguntaban por la salud: "Qa va, ga va", respondía, y terminaba:
"A demain". Hasta el día siguiente a aquella misma hora no le volvía
a ver.
Poco a poco fuimos entablando
algunas conversaciones. Pensé que aquel hombre se había visto obligado a dejar
la paleta por un oficio distinto, como todo el mundo en tiempo de emergencia.
Pero no era así. Nunca fue pintor, y le hizo gracia cuando le dije que yo le
había tenido por tal. Llevaba en Madrid todo lo que va de siglo, y siempre
sirviendo a su viejo diario francés. El sueldo era poco, pero lo completaba
ayudando a traducir en la Embajada o prestando pequeños servicios a las
misiones extraordinarias que a veces llegaban a Madrid. Se había casado con una
española, aunque el hijo fue registrado como francés, y se hallaba en aquellos
momentos haciendo su servicio militar en Francia.
—Es curioso —me decía—, yo vine
tan sólo por dos años y me quedé aquí.
—Pero ¿no ha vuelto a Francia?
—Sólo tres o cuatro veces.
Le había conquistado Madrid.
Claro que otro Madrid que el nuestro. Era aquel donde su barba no resultaba
extraña, ni su sombrero y su placidez. Mucha gente de su misma generación se
había cambiado hasta el rostro. Cuánto escritor de principio de siglo, que
había taconeado por la Puerta del Sol con zapatos agudos, descubriendo los
bigotes sobre el embozo de la capa, iba ahora totalmente afeitado y con rostro
de banquero. El no, guardaba su línea consigo mismo, como burgués francés
atento a la tradición. Si era un islote ahora, ni él mismo se daba cuenta de
ello. No tenía yo por qué hacérselo sospechar. Me acostumbré a su charla. A
pesar de los años transcurridos y de estar casado con española, hablaba mal el
castellano y prefería hacerlo en francés. A mí me agradaba su manera académica
de usar el idioma. Empleaba esas formas tan precisas que en lengua tan
trabajada suenan como un lugar común. Pero aún siendo fórmulas, tenían el
indudable sentido de conquista que tienen las fórmulas de cortesía, por
ejemplo.
Así me fui enterando de algunos
rasgos de su vida. Lo más curioso era el motivo de su residencia en Madrid. Le
conquistó el vino de una taberna.
Era una de las tabernas de la
parte alta de la calle de Alcalá. Aunque las casas son relativamente modernas,
las tabernas guardan los cánones del mostrador de robusta madera trabajada y la
cubierta de zinc, con dos largas pozas, de escasos centímetros de profundidad,
por donde circula el agua corriente en que se lavan los vasos. En las paredes
hay azulejos hasta más de la mitad de la altura, y por encima una cornisa de
madera. El plano de los edificios modernos obliga a que el salón no sea muy
grande, pero en las demás habitaciones se van colocando las mesas y puede uno
disfrutar de intimidad personal.
Monsieur Lanoy halló bueno el
vino de la Mancha y, además, no puso reparos a la cocina española, llegando a
disfrutar con las judías con chorizo y los callos a la madrileña. Fueron
tiempos en que estaba joven, decía, y como todo el mundo lo trataba bien, se
sintió conquistado poco a poco por el ambiente, que llenaba sus necesidades de
cordialidad y activaba su espíritu de observación.
Pronto se hizo un método de
vida. Trabajaba en las mañanas, tenía una tertulia de café a primera hora de la
tarde. Se retiraba a las cinco para escribir sus crónicas y llevarlas a
Teléfonos y transmitirlas. A la salida de esta tarea era cuando se quedaba un
buen rato contemplando aquella boca de la Puerta del Sol, "pensando cosas",
según decía, Después se iba a la taberna, donde le conocían ya los demás
clientes, albañiles, empleados, carniceros, cesantes, todos aquellos que tenían
aquel lugar como punto de reunión. El vino era barato y bastante bueno, y
Monsieur Lanoy podía contemplar desde la mesa del fondo todo el movimiento
gritador y gesticulante de los clientes. Se mecían sus ojos en el vaho del
tabaco, ayudados por las libaciones obligatorias, porque siempre era necesario
consumir por cortesía de las rondas que a uno le ofrecen, como, por su parte,
hay que cumplir el requisito siempre que sea necesario.
Después comía allí mismo. Ya se
iba vaciando el local y quedaban tan sólo "los fijos", los abonados a
la cocina de la tabernera. Esos eran los íntimos, y conversaban sobre la
actualidad o mantenían silencios de gentes que ya se conocen demasiado tiempo.
Monsieur Lanoy llevaba cortésmente la charla, elogiaba los platos y su lengua
torpe producía una mezcla de risa y simpatía.
Hasta que llegó el día en que
"el francés" se casó con la hija del tabernero. La había conocido
sirviéndole a la mesa. Era la más curiosa por sus expresiones, la más compasiva
por sus torpezas en el castellano, la más atraída por el tono poético que
adquieren las palabras corrientes cuando las emplea un extranjero. Le miró
primero con simpatía y curiosidad. Las sonrisas de aliento y comprensión pronto
se transformaron en los ojos azules de Monsieur Lanoy en detalles de ternura.
Después se hicieron novios y llegó un día la sorpresa para las amistades: la
hija de don Antonio “El Grillo” anunciaba que “el francés” era su novio y que
deseaba hablarle para resolver las cosas que corresponden.
Dudó el padre. No sabían ni él
ni su mujer resolver si aquélla era una boda en la que su hija salía ganando o
perdiendo. Monsieur Lanoy era un hombre de bien, por el que todo el barrio, o
al menos todos los clientes de la taberna, hubieran sacado la cara en cualquier
momento. En este sentido era una buena boda; tanto su hija como ellos mismos
adquirirían mayor importancia. Pero no había que olvidar que era un extranjero,
que el mejor día tendría que volver a su país y allí se perdía todo, porque era
hija única la que tenían, y siempre pensaron que el negocio lo podría seguir
ella con el infaltable yerno. Y ¿cómo iba a quedarse de tabernero en la calle
de Alcalá aquel periodista francés tan plácido y con cara de estampita? Era
como para pensarlo. No había que decidirse en seguida. Había que decirle las
cosas claras.
Cuando habló con ellos Monsieur
Lanoy, no pudieron contestar una palabra ni poner una objeción. Comenzó
sorprendiéndoles por lo peinado, cepillado y limpio que llegaba. Después
entregó cortésmente un ramo de flores a la señora Eugenia y con educados
términos trató de presentar su petición al padre. La señora Eugenia se enterneció
tan de repente que comenzó a llorar en silencio, queriendo disimularse tras la
espalda del pretendiente. El señor Antonio creyó que si toleraba el discurso
tendría que contestar con otro y se vería en mal papel. Por ello cortó
rápidamente la escena diciendo:
—Sí. Ya lo sabemos. Pues bien,
si usted quiere a la chica y la chica le quiere a usted, no tenemos más que
decir.
Monsieur Lanoy se levantó a
estrechar la mano del padre, e iba decidido a besar las mejillas de la madre,
cuando al verla llorando se cortó y comenzó a balbucear disculpas:
—Por lo que veo, la señora no
quiere; en fin, tal vez crea que es pronto; quizá no me conoce lo bastante. Y
se fue retirando sin que las cosas quedaran claras del todo. Tuvo que decirle
por la noche su novia que todo aquello no significaba ninguna oposición, sino,
por el contrario, que estaba contenta y muy emocionada por la atención del ramo
de flores.
La boda fue en la Bombilla, con
mucho rumbo y derroche de comida, bebida y organillo. Le parecía a él disfrutar
de uno de los cuadros más deliciosos de cuantos no trae la vida. Muchos
clientes del señor Antonio habían traído a sus mujeres y a sus niñas casaderas.
Todos le felicitaban, bebían a su salud y hasta brindaban por Francia. En su
grupo se cantó la Marsellesa, casi sin palabras, mosconeando la
música.
Bajo la verde sombra de los
árboles, ante las mesas de madera con los manteles ya manchados, cuando algunas
personas charlan en grupos y otras bailan en la explanada o se levantan para
hacerlo, al son del carillonesco organillo de Madrid,. Monsieur Lanoy
contemplaba a su mujer y dejaba ir la vista sobre los grupos, parejas, rincones
y detalles. Se sentía dentro de alguna tela impresionista francesa, no tanto
por el estilo de la pintura como por la orientación de su retina hacia la
poesía de los detalles de la vida de los hombres, tal y como son.
Su mujer no comprendía el largo
ensimismamiento. Se acercaba a él y lo miraba. El la estrechaba entonces y le
decía amorosas expresiones en francés, incapaz de conocer las palabras
equivalentes en castellano. La mecían así extraños ecos, deliciosas oleadas de
un mundo que se anunciaba lleno de felicidad.
Los padres decidieron que había
llegado la hora de que se fueran.
—¡Eh! ¡Vosotros! No os
pensaréis estar aquí toda la tarde.
La hija se levantó en seguida.
Observó que el cochero de alquiler que su padre había contratado vino a darle
un recado y que eso motivó la observación paterna. Sin duda estaba tomado por
horas y ya se iba a vencer el plazo. Monsieur Lanoy se levantó con lentitud y
torpeza. Algunos se rieron tomándolo a exceso de bebida. Aunque hubiera tal vez
algo de esto, en realidad lo que le costaba mayor esfuerzo era romper un
momento que no se va a volver a repetir.
Fueron a un hotel de la Puerta
del Sol. Vieron desde el balcón caer la tarde, oyendo las resonancias de los
vehículos y las voces de la gente. La mujer se apoyaba sobre su hombro. Estaba
hermosa con el peinado alto y una blusa de seda que mostraba el empuje de su
levantado seno. Había gracia en la cintura estrecha y en las caderas de su
elegante falda "de señora". Cuando la miraba, ella se retiraba un
poco para dejarse ver mejor. Tenía una luz profunda su mirada, como si toda la
ceremonia de la boda se hubiera hecho para que ella realmente se sintiese capaz
de estar junto a él sin apocarse.
Empezaban a correr por las
fachadas los luminosos de bombillas que suben y bajan. Ella se apretó junto a
él y le dijo:
—¡Qué bonito es Madrid!
¿Verdad?
Y él contestó:
—Para mí desde hoy es el
paraíso.
*
Vino después lo normal: buscar
casa, instalarse. Y al poco tiempo la guerra del 14, la movilización, el
retorno de la hija al hogar paterno y la desesperación durante varios años. El
tabernero transformó su tienda en una oficina de propaganda francesa; tenía
todos los folletos sobre las atrocidades de los boches y recortaba cromos
favorables a los aliados para colocarlos en la pared. Perdió algunas amistades
y consolidó otras. Cuando algún pasante penetraba allí y se le ocurría opinar a
favor de los alemanes, le tomaba del brazo y lo echaba.
—Usted no sabe lo que dice. Yo
sí lo sé, yo sé lo que hacen esos bestias —y se ponía vanidoso—, tengo un hijo
peleando en Francia.
A lo lejos había condensado el
parentesco dándole consanguinidad. Era el momento preciso. En la alcoba tenían
la foto de él, en uniforme, con el casco en la cabeza y aureolado por la barba.
Como en cualquier otro traje, su rostro marcaba igual placidez y sosiego, igual
lejanía y ternura.
No le ocurrió nada. Terminó la
guerra y regresó sin apenas cosas que contar. Los compañeros de la taberna
habían envejecido y no se daban por satisfechos cuando Monsieur Lanoy les
defraudaba con su falta de aventuras heroicas. Fue oficinista en un Estado
Mayor y ascendía de importancia mientras iba alejándose del frente. Sus
historias de los obuses que caían en París y el temor al Gran Berta no servían
más que para una charla.
De nuevo el hogar, otro, en un
último piso del barrio de Salamanca, no lejos de la Embajada, donde había
conseguido un empleo temporal. Su oficina, su paseo , su crónica para el
diario, su contemplación de la gente al salir de Teléfonos, su comida en la
taberna y el regreso a casa, con la mujer que ayudaba todavía a los padres
hasta que llegó el hijo. Entonces se retiró a vivir sólo para el marido y el
recién nacido.
Después, años y más años, esos
años subrepticios que se van echando encima de la gente sin ser vistos, dejando
muchas cosas quietas para que uno no se dé cuenta del movimiento de la vida. La
cuna del niño fue un juguete de dorados que se hizo viejo y hubo que llevar al
desván. El chico fue creciendo con educación francesa en el Instituto Francés y
castiza en las calles, donde jugaba con los demás muchachos.
—Ya ve, ahora está en Francia
haciendo el servicio militar. Espero que termine antes de que haya otra guerra,
y si es así, no lo dejaré ir a pelear —me decía algunas tardes, cuando por el
hilo le habían dado noticias del muchacho, casi siempre un simple saludo o
palabra de afectó. Regresaba entonces de la cabina del teléfono con deseo de
conversar y el rostro algo encendido de alegría. Se sentaba en silencio y al
verlo allí me hacía el ocupado, para que comenzase la conversación.
—¡Ah! Veo que fuma usted
siempre la pipa —empezaba a decir. Después hilvanaba ya su conversación sobre
el hijo o los recuerdos de Madrid. Le interrogaban entonces pidiéndole algunos
detalles de su vida. El hombre se consideraba satisfecho con ello y seguía su
charla de manera cuidadosa, con' algunos silencios prolongados, en los que se
retorcía un mechón de la barba, y sus ojos sonreían sobre algo que no deseaba
aclarar.
Pude saber que la taberna ya
estaba en otras manos, porque los suegros vivían retirados en el campo. La hija
estaba con ellos para evitarse las molestias de la vida en el Madrid de guerra.
Vivía él entonces en la trastienda de otra taberna, en la calle de Gravina, de
un compadre del suegro.
Un día contó patéticamente en
su crónica los efectos de un bombardeo, la destrucción de un hogar reventado
por una bomba y el montón de los restos en el fondo del cráter. Tenía aquella
narración una íntima corriente de vida que la distanciaba de cuantos papeles
similares suyos había leído desde que comencé aquel trabajo. Monsieur Lanoy me
miraba leer y se sobaba la barba. Por un detalle, la cuna dorada caída desde el
desván y dominando entre los despojos, me di cuenta de que estaba tratando de
algo personal y que había herido profundamente su alma. Levanté la vista para
devolverle el papel censurado. Le dije:
—¿Su casa?
—Ya no me queda nada más —me
contestó indirectamente. Leyó su crónica tratando de conservar entereza, pero
era irremediable que se viera obligado a aclarar la garganta con bastante
frecuencia. Aquel día no se quedó a conversar conmigo después de la
comunicación telefónica.
Cuando me sorprendía comiendo
el rancho de alubias o lentejas que me servía de cena se disculpaba de llegar
en ese momento y de ningún modo conseguía que me diera su crónica para
censurarla. Esperaba a que yo terminase mi comida y me insistía en que me
hiciera cuenta de que no había llegado aún. Miraba mi plato y ya tenía el hilo
para sus evocaciones.
—Encoré des lentilles! —comenzaba.
Y después se dirigía por sus recuerdos de París, tratando de completarlos con
los míos. Era una lista de restaurantes, de menús, de platos exquisitos. En su
tiempo había restaurantes de un franco. Después de la guerra del 14 todo estaba
muy caro. Los restaurantes de precio fijo de menos de diez francos eran "
infectos". Pero lo mejor era tal o cual plato —y aquí la descripción— de un
determinado y escogido restaurante. Al llegar aquí se interrumpía, miraba mi
plato y se lamentaba.
—¡Yo hablo de estas cosas y
usted con sus lentejas!
En otras ocasiones el viaje era
por las tabernas de Madrid, también de un Madrid que había que llamar de
anteguerra. Estábamos en una guerra en que todo iba desapareciendo y
enterrándose para siempre. Muchas cosas no volverán —conveníamos— porque no
podrán siquiera hacerlo. Monsieur Lanoy no sólo había sido fiel a la taberna
del suegro, sino que se conocía todas las demás. Y después, su mujer. Su mujer
guisaba maravillosamente los platos castizos y también los franceses. — Un día
terminará todo esto y usted vendrá a comer con nosotros. Ya verá. Entonces
"estará vuelto" mi hijo, que le gustará a usted.
Sí. No dejaría de ir. No sólo a
su casa, sino a recorrer toda la diversidad de tabernas madrileñas: manchegas,
asturianas, asturianas, gallegas..., todo el mapa de España sostenido por
familias que daban de comer y vendían vino. Tan sólo había un reparo en la
mente de Monsieur Lanoy, los "colmaos" andaluces. Pero me agradaba
saber que en esto coincidíamos igualmente.
—Allí se hace "la"
literatura —decía con desprecio.
Me sentía inclinado a seguirle
aprendiendo a recoger sus experiencias. No me importaba pensar que mi rostro
enrojeciera y mi abundante nariz se convirtiese en una cordillera rubicunda.
Aquel hombre poseía secretos de raíz humana que en días de lucha e
intolerancia, de callejera muerte imprevisible, contribuían a crear zonas de
sosiego.
Después de estas charlas se
despedía y se iba con paso lento por la ciudad sin luces. Al poco rato
comenzaba la baraúnda de los corresponsales de agencia, de los enviados
especiales, de los dinámicos yanquis disputadores de los segundos y las
expresiones fulminantes.
*
La guerra terminó mal para
nosotros. Perdí mi patria, mi ciudad, un trozo imponderable de la vida, y
muchas fibras de las más sensibles se duelen aún de sus amputaciones. He
comenzado a drogarme de recuerdos y esperanzas. Por eso evoco hoy la figura de
Monsieur Lanoy, grabada para siempre en la zona luminosa de mis mejores días.
Pablo de la Fuente
El señor Cuatro y otras gentes (Santiago de Chile, 1954)
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