Lo Último

3079. El encuentro

"Más allá de las manos —se dijo mirándose las suyas— está el mundo, lo ajeno, lo extraño." Las escondió en los bolsillos del pantalón y estiró las piernas. El sol calentaba la vieja pana de que iba vestido. Las gruesas botas cubrían insolentemente toda su mirada. Movió los talones en el suelo y comenzó a martillar rítmicamente sobre la arenilla del paseo.

"Jardín Azaña, ese es el nombre que le corresponde. A él se le ocurrió la idea y comenzó a hacerlo. Cuando empezó la guerra ya estaban construidos los muros de contención y las plataformas." Miró alrededor sin apoyar la vista en ningún ser humano. "Está bien. Ha quedado hermoso y noble." Siempre al fondo la suave medida de la Sierra, el paisaje habitado de Madrid, con sus evocaciones —Velázquez, Goya— aunque, sobre todo, las propias emociones de cada vida. Las alturas de Guadarrama, a medida del hombre, contrastando con las formas gigantes y deshumanizadas de los Andes, cerca aun de su retina, le hacían pensar en una especie de fondo creado para encajar un estilo, un sistema de pensamiento, un modo de vivir —otra vez Velázquez y Goya, pero también el Madrid del asedio— todo a nivel humano: "a un alto nivel humano".

"Y el sol..." Se revolvió en el banco, encogió las piernas, sacó las manos de los bolsillos y las volvió a mirar. "Dulce el sol que calienta la sangre como un buen vino." Se pasó el dorso de la mano sobre la boca, contento de notar su gran bigote lacio y la aspereza de su barba sin afeitar. Sabía que en su barba aparecían rosetones de pelos blancos y que en el bigote ambos colores se mezclaban con un amarillento de esparto. Eso, y además el color curtido, y también la ropa, y el pelo cortado casi al rape, y la gorrilla de de visera... más los años pasados, ¿quién podía reconocerle? "Un paleto" (se reía por dentro) "Bien trajeado con su correspondiente pringue en el cuello de la chaqueta y en la boca de los bolsillos. Me faltan esos surcos cruzados en la piel del pescuezo. Por algunos detalles alguien podría sospechar. Pero ¿cuándo? ¿Mañana? Mañana ya no estaré aquí."

Alzó la vista y vio la zona nueva deslomándose a la izquierda. Pensó en lo oculto tras los árboles del Parque. "La Universitaria es una obra que muchos se atribuyen, pero que se debe al espíritu de la Residencia del Centro de Estudios Históricos de la corriente renovadora de la Universidad. Como este arte de ahora, de las construcciones oficiales del régimen, es el pensamiento de la otra España, de la de fuera, el que lo impone. Porque los que se han quedado aquí no quieren estar quedados, sino también en marcha y se embeben en las líneas de lo que era el desarrollo natural de las cosas, aunque cojeen de Felipes IV y V."

Tocó la pana, apoyando las manos en las rodillas: "Paleto, qué sabes tú de Felipes. Algún día escribiré esto, es cómico, y, además, me reiré de los que se burlan de los intelectuales, porque es más fácil dejarse caer con el cubo vacío que subir de continuo el cubo lleno. Sí, intelectual, ¿y qué? Mis manos saben aferrarse a las armas y mi cuerpo duerme bien al raso. Puedo permitirme el lujo de pensar en los Felipes y aun, si me quedara hasta el domingo, visitar el Museo del Prado, con cara bobalicona, pero acompañado de mi fantasma de otros años, que conoce todos sus rincones desde el tiempo aquel en que el deseo de saber inundaba hasta sus horas de sueño.”

“No he venido a divagar”, se repitió extrañándose de sentirse contento y jovial. Hubiera comenzado a reír por nada, con el mínimo pretexto, por ejemplo, con don Nicanor tocando el tambor, que iba acercándosele con su esquemática composición de plumas y cartones. "Cuando yo era chico, don Nicanor tenía cara de pasta y sombrero de copa." Se reía mirándolo, y el vendedor sonreía primero y se alejó después. No era posible que aquel paleto riera así sólo por don Nicanor. Sería por otra cosa, porque estuviera chalado o fuera un tipo raro. Lo mejor era seguir adelante, hacia los niños, que no pueden buscarle compromisos a uno.

"Todos andáis huyendo hasta de vuestra sombra." Sintió ganas de levantarse y comenzar a pasear para hacer tiempo. Pero ¿alguien ha visto pasear a algún campesino? O trabaja o se sienta, o se para junto a una pared. No pasea nunca. Lo hacen sólo los que buscan alguna idea y no los los que ya tienen hecha la idea de que el mundo es así y no cambia tan fácilmente. “Cuando creyeron... cuando creíamos...” Se quedó en su banco y siguió esperando. Era imposible que en un día como aquel no saliera a tomar el sol por allí, y estaba frente a su puerta.

Le falló lo de los bolsillos. Iba a subir a su casa con un par de botijos al brazo para así tratar de verla. No pudo prepararlo con el aspecto natural, y si no era así —un burrillo a la puerta, la carga abundante, el grito cantado— se notaría algo raro y cualquier sorpresa rompería sus planes. Ella no debía suponer nada. Pocos días antes mandó a Francia la carta que sería reexpedida desde América. Para ella seguía aún allí, y por ningún motivo debía creer que era un hombre a quien se trataba de dar caza.

Hasta la prensa extranjera ha dejado de hablar de los que siguen batiéndose, ni siquiera para llamarlos bandidos. Llevaba ya seis meses organizando y orientando el movimiento. El último golpe salió perfecto. Los dos condenados a muerte escaparon en la noche sin dejar trazas. Ya estarían allí. El iba a cambiar de emplazamiento, se iba a la zona H, como él la llamaba sobre el mapa, después de su principio de organización. La zona B quedaba en buenas manos.

Miró otra vez las suyas y se aseguró que no eran sospechosas: curtidas, rudas, machacadas. "No quiero manos de señorito" dijo en Francia antes de entrar, y comenzó a trabajar en la construcción y a revolver el mortero con ellas. Después martillaba, cavaba tierra, remaba. Se fue cayendo en ampollas la piel fina y salió la piel más gruesa y resistente. La palma era ahora dura y el brazo sólido. "Ella cree que me paso la vida escribiendo. Le mandé algunas cosas publicadas allá en América. Pero de pronto se me secaron las ganas de escribir. Era una frivolidad escribir sin referirse al tema de siempre, al que está dentro de nuestra vida entera, y éste ha pasado ya de moda."

Cerró las manos y contempló satisfecho el vigor del puño cerrado. Le gustaban sus manos ahora más que antes. Las sentía como la verdadera expresión del hombre cabal. Pensó en sus ojos y los supuso más grises, rodeados de las arrugas de la edad, subrayadas por la defensa blanca de la piel oculta al sol. "No me reconocerá, no puede reconocerme." Este pensamiento le tranquilizó, aunque en seguida empezó a malhumorarse por la idea de que tal vez no saliese de casa aquella tarde: su única tarde de Madrid, reservada por él a todos los demás compromisos, para conseguir aquel encuentro.

“¿Y si él tampoco la reconociera?” Recordó sus últimas fotos, vieja ya, bien vieja la que aun se defendía matronil la última vez que la viera, quince años atrás, antes de que la guerra los separase. Había sido alta su madre, alta y erguida; bien plantada por el orgullo interior de que su esfuerzo levantaba la familia, manejando el salario paterno con escrupuloso cuidado para que no faltase nada, para que el hijo haga sus estudios, aunque la mayoría del peso del hogar lo soportara ella con su trabajo. Lavar los lunes, lejía los martes, aclarar los miércoles —y en la noche el misterioso conjuro del añil, que brota de su mano izquierda moviéndose en el agua del gran barreño—, tender los jueves, planchar los viernes, aseo general y cambio de ropa los sábados y... vuelta a empezar. Además, la limpieza de la casa, la compra, la comida, y coser, repasar y... siempre de buen humor... ¿se quejaría alguna vez? El padre, ya muerto, lo sabría, que lo que es él y sus hermanos nunca la oyeron la menor lamentación. Aun ahora escribía todo me lo hago con mis manos. Ella y sus manos... sus manos siempre quebradas por la tarea, rojas a veces, pinchado el índice con la aguja...

¿Y si no venía? Subiría él a la casa con cualquier pretexto. No podía marcharse sin verla. De la casa no había bajado ninguna mujer de su edad, del aspecto que debería tener. ¿Y si no estaba en la casa, si había salido a ver a alguien, a su hermana, a alguna vieja amiga?

Un hombre pinturero, de bigotes repintados, sin apenas pestañas y mirar despectivo, se sentó junto a él, sin olvidarse de marcar la distancia en el banco. Se apoyaba en un bastón y llevaba un sombrero cuidadosamente planchado, aunque la cinta tenía inundaciones de grasa, “Aquí está un jubilado, un pobre tonto, que consiguió ser jefe de algún negociado y aun cree que hay que saludarle.”

Se dejó llevar de un impulso y tocó la visera de la gorra.

—Buenas tardes.

El hombre arqueó las cejas y respondió entre dientes, apartando la mirada.

—Buenas.

“Galdós. Sí, también Galdós. No sólo Velázquez y Goya.

Quiso seguir importunando al vecino.

—Usted perdone. ¿Cómo se va de aquí a la plaza de las Ventas?

—Pregúntele a un guardia.

—¡Ah! Creí que era usted de Madrid.

—Soy de Madrid, pero no el Zaragozano.

A él mismo le hizo gracia la salida y sonrió, desarmando su pose huraña. Humanizado ya, pensó que se habían roto las distancias y que no importaba hablar con aquel palurdo.

—Mire, va usted allá —le indicó la plaza de España—, y al pie de ese edificio tan alto hay una boca del metro. Pregunte allí: llegará en seguida.

Tosió, después movió la dentadura postiza, sacó un periódico del bolsillo y se puso a leer.

“La audiencia de su majestad ha terminado. Pobre hombre, con sus hijos perdidos a saber por dónde, porque esa es la realidad.” Seguramente aquel hombre también sabía de cartas de América, o de rincones del mapa de España, sin cruces ni nombres, donde estaría parte de su sangre: “Esta es la edad.”

Fue entonces cuando pasaron las dos mujeres. Venían de la izquierda y se encaminaban hacia la casa. Habían estado allí. ¿Desde cuándo? Pero ahora iban andando despacio, cogidas del brazo. Eran la madre y doña Petrita, la madrina, más vieja que ella, ayudándose con un bastón. La reconoció por la nariz, siempre gruesa, que ahora ocupaba la mayor parte del rostro. Su madre era una mujercita sumida, con los ojos casi cubiertos por el peso de los párpados.

Hablaban las dos, y la voz grave de Petrita sonaba más fuerte. Llegaban junto al banco. ¿Qué haría? ¿Qué diría para que se cruzaran sus miradas? ¿No sería mejor callar, evitar el riesgo?

Le latía recio el corazón, y su cuerpo iba encogiéndose débil, infantil, al borde del sollozo o del grito. “Esto es más fuerte que lo que tú pensabas” —se decía paralizado.

Y su nombre sonó en la voz grave de Petrita:

—¿Irse a América? ¡Cosas de Eugenio! Pues sí que es allá, en la esquina...

Como un lazo que amarrara aquel instante había saltado su nombre junto a ellas, junto a él, cortándole el aliento. Su madre alzó la voz —claro—. Petrita era algo sorda.

—¡Pues sí! Él es capaz de arreglarlo, y ahora con los aeroplanos se llega en seguida.

—Buenas estamos ya para aeroplanos...

Jugaban a las evocaciones, a las fantasías sobre el hijo, o ahijado ausente. Se inventaban su mundo, como él mil veces había supuesto el de ellas. Quizá en los hombres de la edad que el tendrá habrán tratado de ver cómo sería él ahora, así como suele él hacerlo cuando vislumbra alguna anciana de la edad que podría tener mi madre.

Ya iban de espaldas, curvadas las dos, más alta la madre, más firme en su andar, viéndosele unas medias gris oscuro sobre los tobillos torpes. Petrita, halduda como siempre, arrastrando por el suelo el ruedo de su falda.

Y entonces sus manos se levantaron, insumisas, como en un grito mudo y desgarrado. Querían abarcar el horizonte y el tiempo, y encerrar para siempre aquel instante. No veía más que las dos siluetas y el minuto luminoso y azulado que se llevaba en su corriente implacable aquel fugaz encuentro. El cuerpo se desprendía tras las manos ansiando correr, palpitar en el único posible último abrazo, pues “¡no la volveré a ver más!, ¡¡no la volveré a ver más!!, ¡¡¡no la volveré a ver más!!!”

¿Lo decían sus labios? El corazón sí que golpeaba al ritmo de los acentos de esa frase.

Multiplicó sus energías para recoger aquellas manos delatoras y agarrotarlas en los muslos, no sin un fuerte estremecimiento. Y atrevióse a respirar profundamente para no desfallecer.

El vecino del banco le observaba por encima de los anteojos con un gesto lleno de recelo y sobresalto. Sintió deseos de acercarse a él, contarle su secreto. Ya sus ojos lo decían en la ternura que irradiaban. Su rostro había perdido el brillo del sol y, pálido ahora, era mucho más joven., mucho más fino, como si todo su aspecto rural, tan preparado, se hubiera desprendido indicando su verdadero carácter de disfraz.

El jubilado miraba con espanto creciente. Una extraña inquietud lo agitó y, recogiendo el periódico sin dejar de mirarle, se levantó con premura, balbuciendo con voz que el miedo apresuraba.

—¡Yo no le conozco a usted! ¡Yo no le he visto nunca!

Y el tamborcillo de don Nicanor repicaba entre sus dientes.


Pablo de la Fuente
Revista Las Españas, nº 23–25 (México, abril 1953)







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