PRÓLOGO
Golpe de Estado
—Qui êtes-vous?
Nos echaron a la cara los haces de luz de sus linternas y nos
examinaron recelosamente. Salíamos del despacho del ministro del Interior,
señor Mandel, y bajamos por una escalera de servicio de la Prefectura de Burdeos
donde se había instalado el ministerio después de la evacuación de Tours. Hasta
aquel instante Mandel había sido el jefe supremo de las fuerzas de orden
público; a partir de entonces era un perseguido, un presunto criminal.
Mandel seguía en su despacho despidiéndose del personal y
adoptando sus últimas disposiciones para la transmisión de poderes como
ministro dimisionario del gabinete Reynaud. Pero, escaleras abajo, la guardia
había cambiado ya, unos oficiales habían sustituido a otros y el ministro, sin
salir de su despacho, se había convertido en prisionero. Los oficiales que nos
habían dado el alto, a quien acechaban era a Mandel mismo. Era su rostro el que
querían adivinar a través de posibles disfraces, temiendo que se les escapase
en la confusión de los primeros momentos. Nos miramos estupefactos. Aquello no
era una crisis sino un golpe de Estado.
Pétain, dueño ya del poder, no había constituido todavía su
gobierno. Aún era inconcebible la capitulación. El almirante Darían seguía
proclamando que la flota francesa no se entregaría nunca. Tocaba a su fin aquel
domingo mansamente trágico en el transcurso del cual había sucumbido Francia.
La tarde del domingo en que murió Francia
En unas horas plácidas, banales, de un domingo radiante,
Francia, la Francia que creíamos inmortal, se había hundido, quizás para
siempre, entre la indiferencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada,
el discurrir perezoso de una muchedumbre endomingada que llenaba los
jardincillos del Hôtel de Ville presenciando con inconsciente curiosidad
provinciana el ir y venir de los automóviles oficiales y el ajetreo miserable
de cientos de miles de refugiados ajenos a todo lo que no fuese la satisfacción
inmediata de sus necesidades físicas, que buscaban afanosamente dónde comer y
dormir aquella noche.
Un mediano restaurant, una cama, una mesa libre en una
terraza para tomar cómodamente el aperitivo, una localidad para el cine, un
buen puesto en primera fila para verle la cara a Pétain o a Reynaud al entrar o
salir del Consejo de Ministros, tenían más importancia para aquella masa
abigarrada que todas las angustiosas preocupaciones nacionales del momento.
¿Cuántas personas de aquéllas tenían plena conciencia de la hora decisiva para
ellas y para la historia que estaban viviendo? Nunca una catástrofe nacional se
ha producido en medio de una mayor inconsciencia colectiva.
La indiferencia de las masas
La revelación más sorprendente y espantable del
derrumbamiento de Francia ha sido esta de la indiferencia inhumana de las
masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una
expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y
estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual.
Seguíamos manteniendo la ilusión de que la gran ciudad engendra
el mito de la ciudadanía. Hemos visto ahora que la gran ciudad moderna, con
toda su vibración y su formidable progreso material, es un ser inanimado, una
fuerza y una resistencia gigantesca si se quiere pero que sólo actúan en el
dominio estricto de su propia función, que permanecen inoperantes cuando se
quiere esgrimirlas con una finalidad espiritual superior. Se ha demostrado que
es punto menos que imposible paralizar la vida de una gran ciudad, conseguir
que dejen de circular sus tranvías, impedir que funcionen sus teatros y sus
cines, hacer que se cierren sus mercados y sus bazares, que los guardias dejen
de regular el tráfico y los carteros de repartir las cartas. Ni guerras ni
revoluciones lo logran. Todo intento contra esta inercia formidable de la gran
ciudad está condenado al fracaso. La misma aviación de guerra, empleada con la
intensidad y el perfeccionamiento actuales, es impotente ante la solidez de la
organización urbana. Madrid, Barcelona y Varsovia lo habían demostrado ya.
París, en un momento dado ha visto caer sobre sus tejados un millar de bombas
sin que su vida normal se alterase un minuto más de lo que duró la alerta.
Las
gentes, diez minutos después de haber salido de los refugios, volvían
indiferentes a sus ocupaciones, seguían haciendo como sí tal cosa y aun sin
enterarse siquiera, su vida normal. La hubiesen seguido haciendo aunque en
lugar de mil víctimas como hubo hubiese habido diez mil, veinte mil, cincuenta
mil, todas las víctimas que las masas de aviación hoy disponibles puedan
ocasionar. Hasta ahora la perturbación mayor que la guerra aérea produce en las
grandes ciudades es la perturbación que imponen no las bombas mismas con su
estrago, que es mínimo, sino las precauciones inevitables de la defensa pasiva
que paralizan peligrosamente y de manera costosísima la vida urbana.
Cómo se rinde una gran ciudad
Ahora bien, esta organización colosal de la vida moderna,
este funcionamiento perfecto e indestructible de sus servicios, esta
continuidad inalterable de su actividad que desafía todas las amenazas
exteriores y da seguridad y confianza al ciudadano, es totalmente ajena e
independiente de las funciones superiores del Estado y aun de la vida misma de
éste. El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer
en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la
hora exacta, sin que se interrumpan los teléfonos, sin que los trenes se
retrasen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una sola edición.
Habíamos creído ingenuamente que la complicada mecánica de todo ello estaba en
conexión estrecha e indisoluble con los fines del Estado y esto es una vana
ilusión.
Nos parecía que la fuerza enorme de la ciudad podía servir
para algo más que para que la ciudad viviese y nos hacíamos la ilusión de que
esa fuerza podía ser empleada cuando llegase el momento —vital para el país— de
defenderse contra una invasión extranjera. El taxi del Marne, del que los
franceses hicieron un engañoso símbolo, y las milicias de peluqueros y
costureras reclutadas para la defensa de Madrid habían contribuido al error
funesto de creer que en el momento de peligro se opera fatal y automáticamente
la conversión de las fuerzas ciudadanas en fuerzas de lucha contra el enemigo
del país. En la ciudad antigua, cuando la lucha era a la medida del ciudadano,
éste abandonaba fácilmente sus quehaceres pacíficos en el momento de peligro y
se convertía en el soldado de su independencia.
Esto fue posible en Numancia. No ha sido posible en París ni
lo sería en Nueva York. Cuesta trabajo aceptarlo porque parece inconcebible que
los complicados engranajes de la máquina urbana moderna, construida penosamente
a lo largo de los siglos para trabajar en un sentido determinado, puedan seguir
trabajando en otro sentido diametralmente opuesto sin que todos sus piñones
salten hechos pedazos. Pero así es.
La fe en Francia
Esta dura realidad no la habíamos visto o nos la habíamos
ocultado pudorosamente. Creíamos, o queríamos creer, que el progreso material,
engendrado por el progreso del espíritu, seguiría siendo fiel a éste. No
aceptábamos la posibilidad de que la máquina nos abandonase o nos hiciese
traición.
Toda Francia era una creación espiritual conseguida en veinte
siglos de civilización, de lucha constante contra la barbarie. Su fuerza
material era única y exclusivamente una emanación de su espíritu. Todo en
Francia estaba lleno de sentido, era tan humano, tenía tan exactamente la
medida de lo humano, que parecía imposible que este equilibrio se rompiese y
Francia cayese en la barbarie y la abyección. La fe en Francia era una fe
ciega, universal. Creían en ella quienes la conocían a fondo y quienes la
ignoraban; hasta sus enemigos; hasta los salvajes. No era una fe en una
doctrina que en cualquier momento puede revelarse falsa. No era una fe de
doctrinario, de partidario, de defensor de un dogma la que Francia engendraba.
Era la fe natural del hombre en lo que es humano y en todo lo que está al
alcance de su comprensión. La fe del labrador en las cosechas, del pastor en la
reproducción de las especies, del marinero en la virtud de los vientos.
Francia, heredera genuina de la civilización greco-latina, cuyo módulo era el
hombre, había sido siempre fiel a sus humanidades clásicas, no se había
apartado nunca del culto de lo humano y, así como en sus abadías se había
salvado la cultura antigua a través de la barbarie de la Edad Media, se podía
esperar ahora que ante esta barbarie nueva, ante esta nueva Edad Media, Francia
cumpliese fácilmente la misión providencial que se había atribuido.
El mito de la libertad
A Francia acudían ayer aún, llenos de esperanza, los hombres
de toda Europa que seguían teniendo fe en el hombre y en sus valores morales,
los que creían en la libertad porque la necesitan para vivir como el oxígeno
para sus pulmones, los que no se resignan a abdicar su dignidad viril ante los
monstruos primarios del totalitarismo. Desde que se derrumbó el mito de Moscú,
que había atraído falazmente a quienes tenían hambre y sed de justicia, desde
que se deshizo la ilusión de la revolución bolchevique, Francia había vuelto a
ser la Meca de todos los hombres libres de Europa, acaso sólo por el prestigio
insigne de su tradición.
Cuenta Máximo Gorki que hubo un periodo en el que el solo
nombre de Lenin despertaba en los más remotos países de la tierra tan
magníficas sugestiones de redención que, cruzando millares de kilómetros,
llegaban constantemente en peregrinación a la Plaza Roja de Moscú, gentes
sencillas y emocionadas que hablaban todas las lenguas y tenían del comunismo
las ideas más arbitrarias pero que comulgaban unánimes en un ideal de
liberación no por inefable menos fuerte. Ese ideal había cristalizado
finalmente en el culto a aquella momia maquillada ante la cual, en señal de
devoción, el que no sabía hacer otra cosa se santiguaba.
Con la misma fe ciega llegaban en los últimos tiempos a los
arrabales de París los hombres que querían seguir siendo libres y que a su
libertad lo habían sacrificado todo, sus hogares, sus familias, sus patrias.
Hoy, después del derrumbamiento de Francia, no puedo disociar
la devoción de los pobres demócratas de Europa por Francia de la devoción
ingenua de los proletarios de todo el mundo por aquella momia maquillada que
monta la guardia a la entrada del Kremlin.
La defección francesa
Francia —aunque fuese a pesar suyo— no era sólo Francia, es
decir, lo que Charles Maurras llamaba «el país real». Era también un mito de la
democracia, de la libertad, de los Derechos del Hombre. Pero este mito había
llegado a ser carne de su propia carne, era tan francés, tan consustancial para
la vida de la nación como era raíz enmarañada y perdida del indigenato en la
que el nacionalismo integral francés se obstina en colocar la única razón de
ser de Francia. Consagrándose furiosamente a la demolición del mito de la democracia,
los nacionalistas franceses no han conseguido sino la demolición de Francia, su
capitulación, su servidumbre total a la barbarie extranjera, su deshonor ante
el mundo.
Esa Francia, ideal o idealista, que el país real ha procurado
extirpar a toda costa era la mejor Francia, la que el mundo admiraba y
respetaba reconociéndola y considerándola aún en la contrafigura de sus más
sañudos detractores interiores. ¿En qué clima sino en el de Francia, en el de
la Francia liberal y demócrata, se hubiesen producido y hubiesen alcanzado su
máximo desarrollo hombres como León Daudet y el mismo Charles Maurras? ¿Qué
será de ellos ahora, a las órdenes del doctor Goebbels? ¿Serán tan eficaces y
activos contra los invasores triunfantes como lo fueron contra los demócratas,
los judíos y los metecos que disimulábamos ante el mundo la triste realidad de
una Francia claudicante?
A Francia habían acudido en los últimos tiempos grandes masas
de hombres que buscaban en ella amparo frente a la nueva barbarie que se
desencadenaba en Europa a cambio de ofrendarle sus vidas, su trabajo y sus
hijos. Francia tenía a orgullo el ser tierra de asilo y se vanagloriaba de que
todo hombre civilizado tuviese dos patrias, la suya y Francia. La vitalidad
francesa, en decadencia, se mantenía gracias a estas inyecciones constantes de
sangre nueva. Cerca de un millón de italianos, medio millón de españoles,
cientos de miles de checos, austríacos, polacos, rumanos, rusos, alemanes y
judíos de todas las nacionalidades servían sumisos y humildes a la grandeza de
Francia, sólo por devoción al mito de la democracia. La monstruosa elaboración
de los Estados totalitarios y su expansión triunfal llevaba a Francia a unas
masas de humanidad que representaban una selección espiritual, una élite de
todos los pueblos de Europa. A quienes los Estados totalitarios eliminaban eran
los mejores, los más fuertes, los más dignos, los que habían sabido resistir,
los que no se habían doblegado ante la barbarie triunfante. Francia, que
hubiera podido edificar contando con ellos un Estado de una fortaleza
indestructible, se dejó ganar poco a poco por las sugestiones del adversario,
renegó de sí misma y de cuanto había representado en el mundo, se rindió a la
coacción de la propaganda enemiga y trató como adversarios y delincuentes a
quienes acudían a ella en calidad de servidores fieles del ideal que Francia
había simbolizado siempre.
Yo he visto y he sentido hondamente la amarga decepción de
esos cientos de miles de hombres que, perdida su patria por la expansión
triunfante de la barbarie totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar en
ella el baluarte de la democracia y la civilización y se encontraban con un
nazismo vergonzante, larvado, con el cadáver maquillado de una República
Democrática en cuyas entrañas podridas germinaría la gusanera del
totalitarismo.
Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha cometido
además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella
porque en ella habían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláusulas del
deshonroso armisticio aceptado por el mariscal Pétain hay una que basta y sobra
para deshonrar a un Estado; la cláusula por la que el gobierno francés se
compromete a entregar a Hitler, atados de pies y manos, a los refugiados
alemanes antihitlerianos que habían buscado su salvación en Francia y a quienes
el Estado francés había utilizado sin escrúpulo en el simulacro de lucha contra
el hitlerismo. La entrega al verdugo alemán de esos hombres que habían tenido
fe en Francia será una de las mayores vergüenzas de la historia.
Experiencia personal
Mi pequeña experiencia personal no deja de ser significativa. Refugiado español, me había puesto incondicionalmente al servicio de la
República Francesa desde el comienzo de la guerra con la convicción de que mi
patria no podría librarse de la hipoteca que sobre ella tienen las potencias
totalitarias más que cuando éstas hubiesen sido derrotadas por las potencias
democráticas. Ayudaba a la guerra con todo mi entusiasmo.
Cada día, un grupo numeroso de periódicos americanos de
lengua española publicaba mis crónicas redactadas única y exclusivamente al
servicio de la causa francesa; cada día la Radio Francesa para España y América
del Sur divulgaba mis comentarios inspirados en las consignas directas del Quai
d'Orsay. Cuando en Tours primero y en Burdeos después, sobrevino el
derrumbamiento del Estado francés y cuando al constituirse el gobierno Pétain
comprendí que iba a ser entregado a los alemanes, quise buscar refugio en el
mismo pueblo de Francia al que había estado sirviendo y ayudando con mi modesta
pluma pero con todo el entusiasmo de que era capaz. Se preveía en aquellos
momentos la ocupación total del territorio francés por los alemanes y busqué un
rincón rural apartado en un repliegue de los Pirineos donde ocultarme. Tenía
buenos amigos franceses, gentes liberales, generosas, fieles a la buena
tradición hospitalaria de Francia y recurrí a uno de ellos. Mi propósito era
procurarme un falso pasaporte de una república hispanoamericana con un nombre
cualquiera y contando con la ayuda de algún patriota francés meterme en una
granja donde permanecería trabajando como jornalero durante la dominación
alemana. Al amigo a quien recurrí, que conocía mis servicios a la causa de
Francia, le dije:
—No tengo por qué ocultar mi verdadera personalidad a ningún
francés y estoy dispuesto a declinar mi identidad auténtica ante las
autoridades francesas en la seguridad de que no me delatarán a los invasores.
Usted puede garantizarles que soy un amigo de Francia, un hombre que la ha servido
lealmente, que quiere seguir sirviéndola, y que, sin comprometer a nadie,
espera sólo no ser entregado.
Mi amigo, un hombre positivamente generoso y leal, dobló la
cabeza sobre el pecho y con lágrimas en los ojos y la voz vacilante respondió:
—No haga usted eso. Si alguien supiera en una granja, en una
aldea, que usted ha servido a la República, que usted ha ayudado a la guerra de
algún modo, que usted ha sido un amigo de Francia, le delatarían a usted
inmediatamente. El jefe de la gendarmería francesa a quien usted se confiase se
apresuraría a entregarle a los alemanes. Es espantoso para mí que soy francés,
tener que decirle esto. Pero tal es la horrible realidad. Nuestros amigos de
ayer y de hoy, los que más nos han ayudado hasta este momento, van a ser de
aquí en adelante nuestros enemigos. Váyase. Si con un nombre falso puede
encontrar trabajo y albergue en la aldea no le revele a nadie su verdadera
personalidad ni descubra que fue amigo de la Francia que acaba de morir. Yo
mismo tendré que olvidarlo.
La tragedia del francés
Más patética aún que la situación de los extranjeros que
habían puesto su fe en Francia es la de los mismos franceses que sostuvieron
hasta el último instante la fidelidad de Francia a sus ideales, los que
reaccionaban enérgicamente contra la idea de capitulación, los que
verdaderamente habían luchado contra el hitlerismo con toda su alma y se
encontraron de la noche a la mañana traicionados, vendidos por su propia
patria. Para éstos el desgarramiento ha sido aún más espantoso. Yo les he visto
en las horas angustiosas del desmoronamiento errar desarbolados tras el
fantasma de una Francia capaz de resistir que se desvanecía por instantes. Les
he visto acosar con inútiles excitaciones a la lucha al Estado fugitivo, a la
masa inerte de funcionarios que sólo se preocupaba de su seguridad personal,
abandonándolo todo, renunciando a todo, dejándose en las carreteras de Francia,
en el trayecto de París a Tours y de Tours a Burdeos la herencia de veinte
siglos de civilización.
Esos hombres, los mejores de Francia, se hallan hoy en su
propio país perseguidos como criminales por el delito de haber sido franceses y
patriotas. Pocos, muy pocos habrán podido salvarse. Los que hayan conseguido
ganar las fronteras habrán caído bajo el control de la Gestapo en España o se
encontrarán inmovilizados en Suiza. Los que hayan podido llegar hasta Portugal
o embarcar para Inglaterra serán los únicos que escapen a la garra del
hitlerismo. Los otros, los que han quedado en el territorio francés no ocupado
por los alemanes, van a sufrir de aquí en adelante una dictadura totalitaria
que va a ser cien veces peor que la alemana. Es una ley histórica que todo
pueblo vencido adopta fatalmente la forma de gobierno del vencedor. Francia va
a sufrir de aquí en adelante un nazismo traducido que nada tendrá que envidiar
al de Alemania.
La patria y el patriotismo
Con los cañones apuntando al cielo, los servidores de las
piezas inmóviles en sus puestos, los oficiales en las torrecillas y el puente
manejando los telémetros, en perfecto zafarrancho de combate desde el momento
mismo de largar amarras, zarpaba del puerto de Burdeos el contratorpedero
británico gracias al cual un reducido grupo de personalidades francesas,
escritores, políticos, periodistas, los más significados, los más
representativos de Francia, los que con mayor tesón y coraje habían luchado
contra el hitlerismo, se libraban en el último instante no ya de la muerte, la
deportación o el confinamiento en los campos de concentración hitlerianos, sino
de la servidumbre oprobiosa al vencedor, mil veces peor y más aflictiva ahora
que todas las esclavitudes clásicas. Reunidos silenciosamente en la cámara en
torno a la mesa de oficiales, aquellos hombres, que tenían plena conciencia de
la tragedia inmensa de su patria, permanecían anonadados. De vez en cuando
alguno de ellos se levantaba como un autómata para contemplar las orillas
fugitivas del estuario del Carona que el contratorpedero cruzaba a veinte nudos
por hora, todo erizado de cañones y tremolando orgullosamente el pabellón
británico. La fértil tierra con sus bosquecillos y sus viñedos huía
vertiginosamente ante la mirada espantada de aquellos buenos franceses que
temían no volverla a ver. Hubo un momento en el que Pertinax, el frío e
impasible Pertinax de los agudos esquemas internacionales, se agarró
nerviosamente a mi brazo para decirme con mal velada emoción:
—¡Ése es mi pueblo! Ahí nací yo.
Y me señalaba con el dedo una casita aldeana rodeada de una
huerta frondosa que pronto perdimos de vista en un recodo del Carona.
Otros, menos contenidos, se desolaban. Êmile Bure, el gordo y
desbordante Émile Bure, francés hasta las cachas, trepidaba de angustia al ver
cómo se le escapaba la tierra francesa.
—¡Yo no puedo vivir fuera de Francia! —exclamaba—. ¡Yo no
quiero vivir fuera de Francia!
Y con una volubilidad trágica detenía en la cubierta del
contratorpedero a los oficiales ingleses para explicarles en un francés sabroso
y coloreado que ellos no entendían, cómo toda su vida estaba vinculada a
aquella tierra fugitiva de la que se alejaba y para suplicarles que diesen
orden de detener el contratorpedero y le desembarcasen.
—Aunque Pétain me encarcele. Aunque los alemanes me fusilen.
Yo soy un hombre de esta tierra y no sabré vivir sino en ella.
Luego se apaciguaba pensando que el Canadá es tierra francesa
y se ponía a soñar en la trasplantación de París, su París, a Montreal.
Madame Tabouis, agotada, extinta, hecha una pavesita, iba y
venía por el barco como un alma en pena preguntando acá y allá qué pasaría en
Francia en aquellos momentos, buscando radiogramas, queriendo a todo trance
mantener el contacto con el país, contacto interrumpido que había sido hasta
entonces su verdadera razón de vida.
Y así todos. Para el francés de raza el país es algo más que
para la generalidad de los hombres, es la vida misma, el aire que se respira.
Aquellos hombres, que al día siguiente habían de ser tachados de antipatriotas
y denunciados a los tribunales de Francia, daban al alejarse de ella un
espectáculo emocionante de patriotismo, de ternura y devoción por la tierra
nativa de la que no sabían apartarse.
El francés, que en estos momentos pierde sin un dolor
excesivo su imperio colonial, no se siente, sin embargo, con fuerzas bastantes
para afrontar el trance horrible de la emigración para el que no estaba
preparado espiritualmente y sólo una minoría muy fuerte de espíritu soportará
estoicamente la dura prueba del exilio.
Yo, que soy español, veía serenamente convertirse la tierra
de Francia en una línea azul tenue que se desvanecía como fueron
desvaneciéndose en el curso de los últimos meses las ilusiones que había puesto
en aquella tierra. En Francia, país de asilo, convertido ahora en una inmensa
cárcel, quedaban tras las alambradas de espino de los campos de concentración
muchos miles de españoles que habían tenido fe en ella. El viejo y acendrado
amor que profesábamos a Francia no podrá en mucho tiempo vencer el dolor de la
traición que se ha hecho a sí misma y al mundo que creía en ella.
De cara al mar abierto, cuando la tierra de Francia se había
borrado ya del horizonte, sentimos renacer nuestra fe y nuestra esperanza. Era
la segunda patria que perdíamos. Pero la catástrofe de Francia, como la de
España, no era la derrota definitiva. Era sólo una nueva etapa dolorosa de una
lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la
barbarie contra la civilización, de las fuerzas de destrucción contra el
espíritu constructivo y el instinto de conservación de la humanidad, de la
mentira contra la verdad...
El mar abierto nos mostraba sus rutas innumerables. Aún hay
patrias en la tierra para los hombres libres. Sobre nuestras cabezas tremolaba
orgullosa-mente el pabellón de la Union Jack.
Manuel Chaves Nogales
La agonia de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo
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