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3138. La extraordinaria aventura de Joaquín Franco, el miliciano que escapó de la muerte después de haber recibido el tiro de gracia

Recientemente los periódicos han publicado el extraordinario caso de un miliciano que consiguió escapar con vida después de ser fusilado por los rebeldes y haber recibido el tiro de gracia. El caso no es único. Ante nosotros tenemos ahora al joven Joaquín Franco, protagonista de la singular e inusitada aventura que él mismo va a referir a ustedes. 

—Yo —nos dice— pertenezco al 4º Batallón de Milicias populares. Después de prestar varios servicios en Madrid durante los primeros días de la sublevación, partí el 26 para la Sierra, y dos días después era cogido y fusilado, en unión de otros seis compañeros. De los siete, yo soy el único que me he salvado, en parte, por mi serenidad, y en parte, por mi buena suerte. 

Joaquín Franco descubre un poco el vendaje que cubre su cabeza para que veamos la huella del tiro de gracia, y prosigue: 

—El día 28 de Julio, al hacer una avanzadilla, perdí de vista a los que iban conmigo. Confundido, intenté encontrarlos, sin conseguirlo. En cambio, me encontré a otros muchachos, desorientados, como yo, y formé con todos ellos una escuadrilla. Echamos monte arriba por la colina del Alto del León, hasta llegar casi hasta la misma cima, junto al pinar. Cuando estábamos allí vimos unos facciosos que se alejaban. Entonces avanzamos un poco más, y de pronto, otros que estaban parapetados tras unas barricadas de cemento armado nos dispararon casi a bocajarro. En principio, calculé que nuestros enemigos eran unos treinta o cuarenta, y ante la ventaja numérica y posición ventajosa en que ellos se encontraban, nos replegamos en retirada. Mientras disparaba pude comprobar que los disparos de los facciosos eran menos de los que correspondían al número de hombres. Me fijé más, y descubrí el misterio al disparar sobre los bultos y ver que no se movían, a pesar de que yo estaba seguro de haber hecho blanco. Aquellos bultos eran cadáveres a los que habían colocado fusiles para hacemos caer en una aplastante superioridad por parte suya. Quise dar orden para avanzar otra vez; pero en mis observaciones perdí un tiempo precioso. Me había quedado solo, y lo único que podía hacer era intentar huir. 

Los rebeldes se habían dado cuenta de mi situación desesperada. Uno de ellos, con la pistola en la mano —supongo que sería el oficial—, salió a descubierto y dio una voz de mando. Disparé contra él, y lo vi caer al suelo, al mismo tiempo que aparecían detrás de él diez o doce rebeldes. Estos, al caer el que, indudablemente, era su jefe, quedaron indecisos unos momentos, los mismos que yo aproveché para escapar. Pasados estos segundos críticos comenzaron a disparar contra mi. Las balas rebotaban en el suelo y contra las peñas; pero salí ileso y pude llegar al llano. De los once que subimos, dos quedaron muertos y cinco heridos.

Comuniqué el truco de los cadáveres, y confiados en que arriba sólo había vivos una docena de enemigos, volvimos a subir por la tarde, avanzando en igual forma que por la mañana. Eramos siete. Al estar cerca del parapeto grité: «¡A ellos, que son nuestros!» Treinta y cinco o cuarenta facciosos salieron de sus escondrijos, y nos rodearon por los cuatro costados. Eramos sus prisioneros. Nos desarmaron, y nos dijeron que si nos pasábamos a sus filas no nos ocurriría nada; pero que, de lo contrario, seríamos fusilados en el acto. 

De los siete sólo uno vaciló porque tenía mujer e lujos. Yo le hice ver que de todos modos estaba perdido, porque, de pasarse a los fascistas, lo pondrían en las primeras líneas para servir de carne de cañón. Ya no vaciló más. Nuestra actitud los irritó en extremo, y nos dieron algunos golpes. Puestos en fila, el oficial dio la voz de fuego, sonó una descarga cerradas y caímos todos al suelo. 

—Pero, ¿cómo se salvó usted? 

—Va a saberlo inmediatamente. Soy un hombre extraordinariamente sereno. No me jacto de ello. Mi serenidad proviene de mis ideas sobre la muerte. Creo en las doctrinas espiritas, y no atribuyo al hecho de morir otra importancia que la que tiene despojarse de un traje viejo para ponerse otro nuevo. Gracias a esto, en el momento de «mi» ejecución no perdí la tranquilidad. Cuando el oficial abrió la boca para dar la voz de fuego, me tiré al suelo rápidamente. Las balas pasaron por encima de mí sin hacerme el menor rasguño. Quedé quieto. Oí los disparos de gracia. Sentí que me movían con un pie. Enseguida, una detonación. Fué como si dentro de mi cabeza hubiera sonado el badajo de una campana. No perdí el sentido. La cara se me había llenado de sangre. No veía más, pude oír las voces, cada vez más bajas, de los enemigos, que se alejaban. 

Me incorporé, saqué mi paquete de cura individual, y con algodón y vendas me tapé la herida para contener algo la hemorragia. Arrastrándome durante una hora, llegué a la altura de nuestras líneas. Empezaron a tirarme, hasta que uno me conoció por el «mono». «¡No tirar, que es Franco!» Me recogieron, y en una ambulancia me llevaron al Sanatorio de Guadarrama. Se ve que aquel día estaba de malas, porque apenas me habían entrado empezaron a bombardear el hospital. Sin poderme hacer la primera cura, me metieron en otra ambulancia para trasladarme a Madrid. Me daba cuenta, como en sueños, de lo que pasaba a mi alrededor. El médico decía que mi pérdida de sangre era tal, que no podría llegar a Madrid. Oí que decían que mi pulso había decaído muchísimo, y sentí cómo paraba en la carretera la ambulancia. La detención era para ponerme una inyección de suero. Al fin llegamos a Madrid. En el quirófano me hicieron la primera cura. La bala me había entrado por el pabellón de la oreja y salido por el occipucio. Estuve en el Hospital Provincial hasta el día 20 de este mes, en que, ya convaleciente, pedí el alta provisional, para volver a la lucha, primero aquí en Madrid, y luego, cuando me den el alta definitiva, otra vez en el frente. 


R.M.G.
Crónica, 30 de agosto de 1936









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