Lo Último

3197. El evadido





Se pasó a nuestras filas una noche de invierno. Soplaba el norte, grande y frío. De vez en cuando, la luna llena asomaba su cara boba —de botón de calzoncillo— por algún desgarrón del cielo. Luego otra vez las nubes; lívidas, densas, coitosas... Y el viento limpio que olía a mar. Y la lluvia helada.

Apareció de pronto ante nuestras líneas sin que le precediera, como a otros fugitivos, el seco trallazo de los fusiles o el tartamudeo de las ametralladoras enemigas. Parvo, canelo, peludo, bucero y sucio, pingando agua de lluvia y barro, despreocupado y alegre, apenas si era un trémulo y tibio puñadito de pelos retortijados cuando llegó a nuestras líneas. Nadie presenció su arribada. Se coló silenciosamente por entre los rosales de las alambradas y saltó a la trinchera. No pareció concedernos una excesiva importancia.

—¡Echadlo de aquí! Nos llenará de pulgas. ¡Tírale!

El perrillo nos miraba receloso, presto a escapar al menor ademán hostil, cauto y expectante. Pero burlón también; había un no sé qué jocoso en su desmedrada facha. En el remanso de sus pupilas pacíficas brincaba, como en los niveles, una azorada burbujita de risa, de una alegre risa inconsciente; risa sana, inmediata, de niño.

El animal tenía unos hermosos ojos. Sin duda fue eso lo que le salvó. Eso y los razonamientos de Corsino. Porque fue Corsino el que dijo:

—¿Y por qué vais a matar a ese pobre perro?... Estaba con los facciosos y escapó. Es un evadido. Además...

El perro, buscando calor, ramoneaba olores entre las pierna de Corsino. Parecían habérsele entristecido los ojillos burlones. Farfullaba Corsino:

—Yo no soy miedoso, ya lo sabéis, ni tengo el corazón de manteca; pero el dolor de los animales me resulta insoportable. Más aun que el dolor de los hombres. Yo he visto morir a muchos compañeros, ¡buenos compañeros! Algunos lloraban. Eran mozos como pinos... Llamaban a su madre... Esto es terrible; el corazón se te vuelve de azogue. Pues bien, ya veis, el otro día una granada hirió a una vaca; un enorme boquete en la barriga. Cayó al suelo como un árbol. Ni mugía ni nada. Estaba allí derrumbada, pesada, silenciosa... Movía las pestañas tan sólo. Ese sufrimiento de la vaca, ese dolor sin ruido de los animales... ¡No la olvidaré mientras viva! Murió con los ojos abiertos y mojados de lágrimas. Sin meter ruido

Calló Corsino anegado por oscuros sentimientos imprecisos. Pensaba. Con la mirada perdida en la noche buscaba en su cerebro un argumento concluyente a favor del evadido. No encontraba las palabras exactas. Nos miró airado. Grito casi:

—Pero... ¿es que todavía no hay bastante dolor suelto por los campos de Asturias?... Decidme, ¿qué cono os hizo este perro?

Era raro que Corsino hablara tanto. Esto nos afectó. No, no había bebido. El perro se quedó con nosotros.


 *


Huraño, hosco, feo y viejo, Corsino apenas si se relacionaba con sus compañeros. Jamás compartió sus sentimientos con nosotros. Nunca nos pidió una confidencia. Vivía solitario, al borde de su propia vida, viendo correr ésta, y ajeno e indiferente a las prisas e inquietudes de los demás.

Hablaba poco y era tímido. Era un hombre de sentimientos más que de razones: intuía las cosas, nunca acababa de comprenderlas del todo. En general acostumbraba a mostrarse seco, descortés y malhumorado. Era su defensa. Se agazapaba detrás de su acritud para ocultar su timidez; una candorosa timidez inexplicable. Por dentro era tierno, mollar, confiado, irreverente y espontáneo como un niño.

Poco sabíamos de él: Minero, de Sotrondio; cuarenta y cinco, cincuenta años; feo, picoteado por la viruela; la boca era una arruga más de su rostro; bigote profuso y enmarañado, tan profuso que más parecía una prenda de abrigo que un adminículo de adorno; estevado de piernas; fuerte, magro, pequeño y velludo.

Buen compañero. Con una escopeta de dos cañones fue de los primeros en marchar sobre Oviedo cuando la traición de Aranda. Era disciplinado a su modo: Sabía desobedecer y tenía iniciativas. Era el primero en saltar de las trincheras. De nosotros, el que más lejos tiraba las bombas de mano.

Tenía un defecto: bebía. Justificaba su vicio con un antiguo proverbio:

—Beber, morir. No beber, también morir.

O menos filosóficamente:

—Lo hago porque tengo que ahogar todo esto.

Y en un gesto francamente ambiguo señalaba primero a su tórax, aporreándoselo con los puños, y luego, más vagamente en un gesto circular de su mano, incluía a todos el paisaje circunvecino: los manzanos enanos, sin hojas; los esqueletos de las casas quemadas, las nubes que volaban altas...

—¡Para ahogar todo esto! —iteraba en un rugido.

Y luego en voz baja, humildemente casi, decía:

—Bueno, yo me entiendo. Vosotros... ¡qué sabéis, mocosos!
No sabía expresarse. Sus sentimientos carecían de sintaxis como sus oraciones; por eso hasta cuando nos hacía un favor parecía estar enojado. En el fondo nos despreciaba un poquito. Humanamente nos achacaba sus propios defectos. Era severo para consigo mismo. No concedía importancia a sus virtudes y le gustaba escarbar cristianamente en sus faltas.

Nos gustaba dialogar con él para ponerle en situaciones comprometidas. Un día le preguntamos que cómo a su edad había venido a luchar a las trincheras. Le molestaban las preguntas. Se rascó nerviosamente la barba y nos miró escamado. Reaccionaba siempre a la defensiva. Temía que nos burlásemos de él.

—¡Qué sé yo! —dijo tropezando en las palabras, pensándolo—. Vine a defender la razón y la libertad...; ¡eso! Es justo lo que defendemos. Hay niños que andan descalzos. Las mujeres de la Puerta Nueva se venden por un duro. Los hombres no son felices y sufren. ¿Por qué todo esto? No se pueden tolerar ciertas cosas; protestas, chillas..., ¡nada! Por ejemplo, ¿Por qué se matan tantos chinos?... Son amarillos, son pequeñinos y flacos, llevan coleta... ¡Sí, todo esto es verdad! Acaso huelan mal; no lo niego. Pero... ¿es que no son hombres? Los japoneses los matan por centenares para segar las escandas que ellos sembraron y para quitarles sus mujeres. ¡Por eso lucho! Los de enfrente quieren eso; el rebaño brutal, los niños descalzos, las prostitutas, las matanzas de chinos...

Le inquietaba sobremanera esto de los chinos; no era la primera vez que lo decía. Para la generalidad de los mortales, los sentimientos vibran en razón inversa de la distancia a que suceden las cosas. Así un hombre muerto a dos pasos de nosotros nos afecta más que un terremoto en Japón con veinte mil víctimas. Para Corsino era todo lo contrario.


 *


Desde que el perro amaneció en nuestras líneas y se incorporó a los afectos de Corsino, aquél fue el único confidente de sus monólogos. Ante el silencio indiferente del perro, Corsino, borracho, desenrollaba pacíficamente la gris teoría de su pasado. Cosas menudas, pequeñitas; cosas de esas que se nos pierden por los rincones del recuerdo y que aparecen de pronto, inesperadamente, al buscar otra cosa cualquiera: antiguas humillaciones que nunca maduraron en palabras, deseos frustrados, ilusiones venidas a menos y realidades bien vivas y sangrantes, aparecían, como cerezas trabadas por los rabos, unas tras otras; unidas entre sí por finísimas conexiones silenciosas.

—¿Qué harías tú en mi lugar? Obdulia tenía ojos de canario y una dulce vocecita de raitán[1]. ¡Bah, bah..., viejo chocho!

En tanto que los hombres se mueren de hambre los conejos se mueren de viejos. Así es la vida.

Y luego, agachando la voz y acariciando el perro con infinita ternura:

—Esos de ahí enfrente —le decía—, ¿los ves, guapo?, los de las casas..., esos canallas harán que el río Nalón no vuelva a bajar negro. Bajará rojo, rojo de sangre asturiana. Pero... ¡bueno!, ¿qué sabéis los perros de esto? Levantáis la patica allí donde tenéis ganas... Eso es hacer la realísima voluntad. Yo nunca pude hacer lo que me dio la gana.

Así hablaba Corsino con su perro. Juntos comían, juntos disfrutaban los días de permiso y juntos montaban la guardia en los parapetos. Como buenos amigos repartían el pan y el afecto; las penas, las alegrías y las tajadas de carne.


*


Pero un día el perro se fue. Se fue como había venido: inesperadamente. Echó a correr hacia Oviedo y desapareció de pronto entre el laberinto de casas de la Tenderina. No pudimos evitar que le dieran bromas a Corsino.

—¡Babayu, el perro era fascista!

—Fuiste bobo, Corsino; venga a darle parola al perro y ahora resulta que era un espía.

—¡La de cosas que irá contando a los facciosos!

¡Cómo sufría Corsino! Albeaban sus dientes por debajo del profuso bigote y añadía nuevas arrugas a su rostro sin conseguir estrenar una sonrisa. Quería echarlo a broma, pero se le humedecían los ojos de lágrimas que se le escapaban silenciosamente y sin prisas por la nariz. Por aquellos días tuvimos un combate y lo hirieron. Yo sé que Corsino, en aquella ocasión, buscó algo más que aquella simple herida; un balazo en un brazo. Se lo dije. Rió, amapolándose.

—¿Por un perro?... ¡Bah, tonto!

Pero yo sé que era verdad. No solamente por aquello sino por todo. El tenía un corazón en carne viva: amaba a todas las cosas que veían sus ojos, que tocaban sus manos...

Sanó pronto. Tenía encarnadura de lagartija.

Y pasó el tiempo. Todo se olvidó. Corsino volvió a ser el de antes. Frente a nosotros el paisaje de siempre: árboles tronchados, casas quemadas, postes de teléfono desmelenados... Tiros y tedio. A nuestras espaldas los campos verdes y silenciosos. La Catedral mostraba su piquito tronchado y el alón roto, entablillado desde octubre. De vez en cuando ladraban las baterías del Naranco o sentíamos el pesado volar de los morteros de «La Casa negra». Llovía despacio, tercamente. Rubias vacas pequeñitas caminaban despacio, abstraídas en su enorme pena.

Y pasaron seis meses, y un día cualquiera —verano, los castaños habían encendido sus flores— el perro volvió. Inesperada, silenciosamente se coló por entre los rosales de las alambradas y saltó a las trincheras. Venía flaco, desastrado, sucio. Cojeaba. Se acercó a nosotros como si acabara de separarse de nuestro lado. Estordecido, hopeaba gozoso restregándose contra nuestros pantalones.

—¡Vaya, volvió el traidor! A ver qué dice Corsino ahora.

Se lo avisaron pronto. No quería creerlo. Una sonrisa de duda —no, aquello no podía ser— temblaba en sus labios.

El perro, al reconocerlo, corrió hacia él. Todos habíamos callado y mirábamos a Corsino. Nos dolía a todos el dolor de aquel hombre. Se acerco despacio al perro que se había echado en el suelo, como queriendo jugar con él. Corsino no le hizo caso.

—¡Déjame el fusil! —dijo a un compañero.

Estaba desencajado, lívido, tembloroso.

—¿Qué vas a hacer? ¡Déjalo! ¡Pobre!

—¡Dame el fusil!

En su voz había una inquebrantable decisión. Le temblaban aún las manos, pero sus ojos miraban de frente y sin piedad. Se acercó al perro que, a sus pies, le miraba moviendo receloso la cola.

—¡Échate! —le ordenó.

Obedeció el perrillo. Se tumbó en el suelo y, como jugando, movió gozoso en el aire sus patitas peludas. Lentamente Corsino apoyó el cañón del fusil en la oreja del animal. Nada pudimos hacer por él. Y disparó. Apenas si echó sangre. Parecía un montoncito de lana.

—¡Por fascista!... ¡Por traidor!...

Le dio una patada. Nos devolvió el fusil.

Arrancándose las lágrimas a puñados nos dijo, mientras pretendía sonreír:

—¡Me cago en la puta madre, hay que ser hombres!


Antonio Ortega
Publicado en la revista Nueva España, La Habana, diciembre de 1939
Yemas de coco y otros cuentos, 1959


____________

[1] “Petirrojo” en bable








No hay comentarios:

Publicar un comentario