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«Drôle de guerre»
«Drôle de guerre!» Al que lanzó esta exclamación había que
haberle ahorcado. En ella iba, hábilmente disimulado, todo el derrotismo de
Francia. «Drôle de guerre!» Es decir, guerra extraña, absurda, rara,
inexplicable y, en el sentido peyorativo de la palabra drôle, guerra
disparatada, grotesca, insensata, ilógica, guerra sin justificación que no se
debía haber hecho, guerra estúpida y estéril.
Todo esto y mucho más quería decir esta frase equívoca que no alarmaba a los censores del gobierno y que hizo fortuna rápidamente como expresión del estado de ánimo de una opinión pública que se sentía arrastrada a una lucha en la que no tenía fe.
La guerra era drôle para quienes no creían en ella ni estaban dispuestos a hacerla, para los que la contemplaban alzándose despectivamente de hombros, para quienes desde el primer momento la consideraron como un espectáculo curioso y pintoresco. No era drôle la guerra para los millones de hombres arrancados de sus hogares y sus trabajos por la movilización, para los cientos de familias del norte y el este que habían tenido que abandonar sus casas y sus tierras y vivían refugiados en los departamentos del sur y el oeste donde eran tratadas por los indígenas que se veían obligados a darles alojamiento como si se tratase de extranjeros indeseables. No era drôle la guerra para los obreros a quienes se había impuesto jornadas de trabajo de diez y doce horas, ni para los comerciantes cuyos negocios se hallaban en quiebra, ni para los industriales que habían tenido que paralizar sus industrias, ni para los aviadores, los marinos y los patrulleros de infantería que tenían que salir diariamente a jugarse la vida. ¿Quién sería capaz de hacerse matar en un «drôle de guerre»?
El éxito de este calificativo era indicio claro de que Francia no estaba dispuesta a hacer la guerra. No se lucha heroicamente y se muere por algo en lo que no se tiene fe y la fe en la guerra había sido quebrantada por esta pequeña e insignificante frasecilla más eficaz para la propaganda derrotista que todas las consignas difundidas por los servicios del doctor Goebbels.
En el origen, por otra parte, el estado de espíritu que la frase reflejaba era de inspiración netamente hitleriana. Cuando Hitler en sus discursos decía golpeándose el pecho que él no había querido la guerra, que le parecía estúpido y absurdo el hecho de que hubiese sido declarada, no decía sino lo mismo que en fin de cuentas expresaban cautamente los franceses con su equívoco «drôle de guerre». Es más; con esta frase los elementos prohitlerianos de París iniciaban el proceso que luego el mariscal Pétain y los alemanes han abierto oficialmente contra Daladier y los demás responsables de que Francia hubiese declarado la guerra para hacer honor a sus compromisos para defender su libertad y la integridad del territorio nacional.
La verdad era que en Francia había un sector de la vida nacional, acaso el que tenía más influencia social, absolutamente ganado por la propaganda totalitaria. Era triste ver a los agentes de policía persiguiendo en los cafés, los mercados y los autobuses a quienes pronunciasen una palabra imprudente mientras el derrotismo más descarado se instalaba en los centros vitales del país, irradiaba a las masas merced a los órganos de opinión que hábilmente y por la boca de los más eximios escritores iban difundiéndolo cautelosamente.
Era impresionante ver cómo la mentalidad nazi había ido ganando a los mejores cerebros de Francia. De todos los signos de la dimisión de Francia éste era el más evidente. No ya el nazismo, el hitlerismo puro y simple había conquistado intelectualmente a hombres infinitamente superiores a lo que el nazismo es y representa. La claudicación intelectual de Francia ante la barbarie hitleriana es desoladora. Si en algún momento hubiera podido flaquear nuestra fe en la causa de la civilización habría sido únicamente al ver a los intelectuales franceses renegar de sí mismos y de su tradición, negar su propia esencia y repetir con pavorosa inconsciencia los gritos de guerra del hitlerismo. Esta típica trahison des clercs —que ya se había dado en España— es acaso lo único que hace pensar si en el desprecio por la inteligencia en que coinciden el nazismo y el comunismo no hay algo más que los sofismas de Lenin, Spengler y el conde Keyserling.
La nazificación de las clases superiores de la sociedad francesa era un hecho incuestionable. No había en todo París quien se atreviese a llamarse demócrata sin ser considerado despectivamente como un necio o un mistificador. Las mejores páginas escritas para la Radio Francesa por Giraudoux como justificación y defensa de la democracia y de la guerra que ésta movía a la barbarie totalitaria, eran consideradas, aun por los mismos que admiraban a Giraudoux, como insinceros alegatos de un abogado venal que defiende bien una causa en la que no puede tener fe. A tal extremo había llegado la influencia nazi en Francia que nada que fuese contrario a las doctrinas hitlerianas merecía la menor estimación. Francia estaba intelectualmente gobernada por los nazis mucho antes de que las divisiones blindadas de Hitler ocupasen físicamente el territorio francés: democracia... libertad... parlamentarismo... Vanas palabras que descalificaban a quien osaba invocarlas. ¿Qué dice ese idiota?, preguntaban extrañadas las gentes que las escuchaban. En Francia, dejando a un lado la atmósfera enardecida en que se movían como sonámbulos los hombres políticos, no tenían curso legal más que las ideas de dictadura, fascismo, nazismo, corporativismo, antisemitismo... El triunfo en Francia del antisemitismo nazi era completo. El caso concreto de que en Francia no pudiese ponerse al frente del gobierno porque era de origen judío un hombre como Georges Mandel, alrededor del cual se había forjado la leyenda de que era el único Clemenceau posible de esta guerra, dice hasta qué punto Hitler había triunfado en París antes de que llegasen sus huestes. Y no sé si Mandel hubiese podido salvar a Francia o no —probablemente no —, pero el solo hecho de que un prejuicio típicamente hitleriano le cerrase el camino evitando la posibilidad de que lo hiciera revela hasta qué punto Francia estaba virtual-mente conquistada por el enemigo.
Se arguye, claro, que el antisemitismo no es privativo del nazi y que las primeras reacciones antisemitas del mundo moderno habían tenido su origen en Francia hace muchos años. Este origen francés de todo lo que en el nazismo puede ser algo más que barbarie pura y simple es invocado constantemente como disculpa a su traición por los intelectuales franceses. Es innegable que no habría nazis en el mundo si los franceses no hubiesen dicho antes lo que es el nacionalismo; ni siquiera habría nazis si ese pobre viejo genialoide de Charles Maurras, que debe de estar a estas horas muriéndose de desesperación e impotencia en un rincón cualquiera de Francia guardado por dos nazis que en vez de vigilarlo debían rendirle honores como los han rendido ante la tumba de Napoleón, no se hubiese pasado cuarenta años enseñándoles lo que es el nacionalismo integral y prestándoles su verbo demoledor para que con sus mismas palabras acometiesen la demolición de su patria. Es verdad que sin el conde de Gobineau no habría racismo y es verdad que todo cuanto en Alemania no es pura y simple barbarie tiene un origen francés más o menos remoto pero, precisamente porque es así, Francia no debía haber pasado por la abyección de ir a pedir prestado al hitlerismo lo que, en fin de cuentas, no es sino la escoria del crisol en que la Francia que debía ser inmortal había sido fundida.
El fenómeno de la fascinación ejercida por el hitlerismo sobre Francia es casi incomprensible. Aun descontando un estado general de decadencia del país no se explica la claudicación de la inteligencia francesa ante la estupidez totalitaria.
Porque no ha sido la masa francesa, clarificada por la falta de natalidad, diezmada por la guerra anterior, envilecida por la posguerra miserable y mestizada por la incorporación forzada de sangre extranjera, la que en resumidas cuentas ha abierto las puertas al enemigo. Han sido las élites intelectuales del país las que primero se han rendido y han arrastrado al desastre a las masas. Y en esas élites no había degeneración sensible. No se puede decir que Francia atravesase un período de decadencia intelectual. No hay decadencia en un país que tiene un plantel de hombres como Gide, Cocteau, Valéry, Duhamel, Benda, Claudel, Giraudoux, Jules Romains, Martin du Gard, Careo, Mauriac, Dorgelés, Bernanos, Malraux, Maritain y cien otros, más jóvenes y menos conocidos fuera de Francia pero que representan una pujanza intelectual formidable, Giono, Henri Massis, Marc Chadourne, Guéhenno, La Tour du Pin, Nizan, Thierry Maulnier, Ramón Fernández, Aragón, Joseph Peyré, Richard Bloch, Drieu la Rochelle, Maxence, etcétera, por citar al vuelo los nombres que me vienen a la memoria de la derecha y de la izquierda, pronazis o antinazis, pero que, independientemente de su enrolamiento, tienen una significación y un valor que excluye toda idea de decadencia intelectual.
Todos ellos, aun los que en su obra personal mantienen una posición puramente democrática —que no eran muchos —, habían renunciado a la acción colectiva de la inteligencia francesa contra la nueva barbarie. Conservando su lucidez mental y la fuerza creadora de su intelecto, habían perdido el valor moral, la fe en sí mismos y en sus convicciones, necesaria para que no se hubiesen decidido a rehuir la batalla. Temiendo siempre perder el contacto con la sensibilidad de su tiempo se dejaban arrastrar por la barbarie comunista o fascista, haciendo, con franciscana humildad, renuncia de sus convicciones y salvando, a lo sumo, con tímidas objeciones de conciencia, el fondo insobornable de su intelecto. Cuando pase el tiempo se verá que a pesar de sus infidelidades y sus excursiones al campo bipartito de la barbarie, salvo aquellos que carecían de un verdadero valor intelectual y quienes teniéndolo lo vendieron miserablemente, casi todos han seguido siendo en el fondo fieles a las verdades que no se habían atrevido a proclamar abiertamente o que contribuyeron a ocultar por pura cobardía, por vil sometimiento a la tiranía de las masas sublevadas, a esa rebelión de los imbéciles de que habla Bernanos. No han tenido más que el cuidado egoísta de salvar la posteridad de su obra personal. Todo lo demás han dejado que se perdiese y hasta han contribuido a su perdición con una especie de masoquismo verdaderamente repugnante. A la pregunta formulada por el ensayista Charles Péguy: «¿Qué es lo que tenemos que salvar?», había respondido Jean-Pierre Maxence en la siguiente generación diciendo: «No tenemos más que salvarnos a nosotros mismos». Y añadía: «Nadie más que los mediocres están satisfechos del mundo presente. Entre ese mundo y nosotros, uno de los dos tenía que perecer».
Yo no sé si esa intelectualidad francesa que reaccionaba violenta y desesperadamente contra la decadencia del país y del régimen se consideraba ahora salvada bajo la protección de la Gestapo, pero lo indudable es que la Francia que estúpidamente condenaron a perecer ha perecido real y verdaderamente. Es posible que la posteridad les absuelva y que su obra personal se salve. El Comité de Salud Pública que Francia necesitaba para salvarse hubiera tenido que mandarles a la guillotina a carretadas.
La aristocracia
Todo esto y mucho más quería decir esta frase equívoca que no alarmaba a los censores del gobierno y que hizo fortuna rápidamente como expresión del estado de ánimo de una opinión pública que se sentía arrastrada a una lucha en la que no tenía fe.
La guerra era drôle para quienes no creían en ella ni estaban dispuestos a hacerla, para los que la contemplaban alzándose despectivamente de hombros, para quienes desde el primer momento la consideraron como un espectáculo curioso y pintoresco. No era drôle la guerra para los millones de hombres arrancados de sus hogares y sus trabajos por la movilización, para los cientos de familias del norte y el este que habían tenido que abandonar sus casas y sus tierras y vivían refugiados en los departamentos del sur y el oeste donde eran tratadas por los indígenas que se veían obligados a darles alojamiento como si se tratase de extranjeros indeseables. No era drôle la guerra para los obreros a quienes se había impuesto jornadas de trabajo de diez y doce horas, ni para los comerciantes cuyos negocios se hallaban en quiebra, ni para los industriales que habían tenido que paralizar sus industrias, ni para los aviadores, los marinos y los patrulleros de infantería que tenían que salir diariamente a jugarse la vida. ¿Quién sería capaz de hacerse matar en un «drôle de guerre»?
El éxito de este calificativo era indicio claro de que Francia no estaba dispuesta a hacer la guerra. No se lucha heroicamente y se muere por algo en lo que no se tiene fe y la fe en la guerra había sido quebrantada por esta pequeña e insignificante frasecilla más eficaz para la propaganda derrotista que todas las consignas difundidas por los servicios del doctor Goebbels.
En el origen, por otra parte, el estado de espíritu que la frase reflejaba era de inspiración netamente hitleriana. Cuando Hitler en sus discursos decía golpeándose el pecho que él no había querido la guerra, que le parecía estúpido y absurdo el hecho de que hubiese sido declarada, no decía sino lo mismo que en fin de cuentas expresaban cautamente los franceses con su equívoco «drôle de guerre». Es más; con esta frase los elementos prohitlerianos de París iniciaban el proceso que luego el mariscal Pétain y los alemanes han abierto oficialmente contra Daladier y los demás responsables de que Francia hubiese declarado la guerra para hacer honor a sus compromisos para defender su libertad y la integridad del territorio nacional.
La verdad era que en Francia había un sector de la vida nacional, acaso el que tenía más influencia social, absolutamente ganado por la propaganda totalitaria. Era triste ver a los agentes de policía persiguiendo en los cafés, los mercados y los autobuses a quienes pronunciasen una palabra imprudente mientras el derrotismo más descarado se instalaba en los centros vitales del país, irradiaba a las masas merced a los órganos de opinión que hábilmente y por la boca de los más eximios escritores iban difundiéndolo cautelosamente.
Era impresionante ver cómo la mentalidad nazi había ido ganando a los mejores cerebros de Francia. De todos los signos de la dimisión de Francia éste era el más evidente. No ya el nazismo, el hitlerismo puro y simple había conquistado intelectualmente a hombres infinitamente superiores a lo que el nazismo es y representa. La claudicación intelectual de Francia ante la barbarie hitleriana es desoladora. Si en algún momento hubiera podido flaquear nuestra fe en la causa de la civilización habría sido únicamente al ver a los intelectuales franceses renegar de sí mismos y de su tradición, negar su propia esencia y repetir con pavorosa inconsciencia los gritos de guerra del hitlerismo. Esta típica trahison des clercs —que ya se había dado en España— es acaso lo único que hace pensar si en el desprecio por la inteligencia en que coinciden el nazismo y el comunismo no hay algo más que los sofismas de Lenin, Spengler y el conde Keyserling.
La nazificación de las clases superiores de la sociedad francesa era un hecho incuestionable. No había en todo París quien se atreviese a llamarse demócrata sin ser considerado despectivamente como un necio o un mistificador. Las mejores páginas escritas para la Radio Francesa por Giraudoux como justificación y defensa de la democracia y de la guerra que ésta movía a la barbarie totalitaria, eran consideradas, aun por los mismos que admiraban a Giraudoux, como insinceros alegatos de un abogado venal que defiende bien una causa en la que no puede tener fe. A tal extremo había llegado la influencia nazi en Francia que nada que fuese contrario a las doctrinas hitlerianas merecía la menor estimación. Francia estaba intelectualmente gobernada por los nazis mucho antes de que las divisiones blindadas de Hitler ocupasen físicamente el territorio francés: democracia... libertad... parlamentarismo... Vanas palabras que descalificaban a quien osaba invocarlas. ¿Qué dice ese idiota?, preguntaban extrañadas las gentes que las escuchaban. En Francia, dejando a un lado la atmósfera enardecida en que se movían como sonámbulos los hombres políticos, no tenían curso legal más que las ideas de dictadura, fascismo, nazismo, corporativismo, antisemitismo... El triunfo en Francia del antisemitismo nazi era completo. El caso concreto de que en Francia no pudiese ponerse al frente del gobierno porque era de origen judío un hombre como Georges Mandel, alrededor del cual se había forjado la leyenda de que era el único Clemenceau posible de esta guerra, dice hasta qué punto Hitler había triunfado en París antes de que llegasen sus huestes. Y no sé si Mandel hubiese podido salvar a Francia o no —probablemente no —, pero el solo hecho de que un prejuicio típicamente hitleriano le cerrase el camino evitando la posibilidad de que lo hiciera revela hasta qué punto Francia estaba virtual-mente conquistada por el enemigo.
Se arguye, claro, que el antisemitismo no es privativo del nazi y que las primeras reacciones antisemitas del mundo moderno habían tenido su origen en Francia hace muchos años. Este origen francés de todo lo que en el nazismo puede ser algo más que barbarie pura y simple es invocado constantemente como disculpa a su traición por los intelectuales franceses. Es innegable que no habría nazis en el mundo si los franceses no hubiesen dicho antes lo que es el nacionalismo; ni siquiera habría nazis si ese pobre viejo genialoide de Charles Maurras, que debe de estar a estas horas muriéndose de desesperación e impotencia en un rincón cualquiera de Francia guardado por dos nazis que en vez de vigilarlo debían rendirle honores como los han rendido ante la tumba de Napoleón, no se hubiese pasado cuarenta años enseñándoles lo que es el nacionalismo integral y prestándoles su verbo demoledor para que con sus mismas palabras acometiesen la demolición de su patria. Es verdad que sin el conde de Gobineau no habría racismo y es verdad que todo cuanto en Alemania no es pura y simple barbarie tiene un origen francés más o menos remoto pero, precisamente porque es así, Francia no debía haber pasado por la abyección de ir a pedir prestado al hitlerismo lo que, en fin de cuentas, no es sino la escoria del crisol en que la Francia que debía ser inmortal había sido fundida.
El fenómeno de la fascinación ejercida por el hitlerismo sobre Francia es casi incomprensible. Aun descontando un estado general de decadencia del país no se explica la claudicación de la inteligencia francesa ante la estupidez totalitaria.
Porque no ha sido la masa francesa, clarificada por la falta de natalidad, diezmada por la guerra anterior, envilecida por la posguerra miserable y mestizada por la incorporación forzada de sangre extranjera, la que en resumidas cuentas ha abierto las puertas al enemigo. Han sido las élites intelectuales del país las que primero se han rendido y han arrastrado al desastre a las masas. Y en esas élites no había degeneración sensible. No se puede decir que Francia atravesase un período de decadencia intelectual. No hay decadencia en un país que tiene un plantel de hombres como Gide, Cocteau, Valéry, Duhamel, Benda, Claudel, Giraudoux, Jules Romains, Martin du Gard, Careo, Mauriac, Dorgelés, Bernanos, Malraux, Maritain y cien otros, más jóvenes y menos conocidos fuera de Francia pero que representan una pujanza intelectual formidable, Giono, Henri Massis, Marc Chadourne, Guéhenno, La Tour du Pin, Nizan, Thierry Maulnier, Ramón Fernández, Aragón, Joseph Peyré, Richard Bloch, Drieu la Rochelle, Maxence, etcétera, por citar al vuelo los nombres que me vienen a la memoria de la derecha y de la izquierda, pronazis o antinazis, pero que, independientemente de su enrolamiento, tienen una significación y un valor que excluye toda idea de decadencia intelectual.
Todos ellos, aun los que en su obra personal mantienen una posición puramente democrática —que no eran muchos —, habían renunciado a la acción colectiva de la inteligencia francesa contra la nueva barbarie. Conservando su lucidez mental y la fuerza creadora de su intelecto, habían perdido el valor moral, la fe en sí mismos y en sus convicciones, necesaria para que no se hubiesen decidido a rehuir la batalla. Temiendo siempre perder el contacto con la sensibilidad de su tiempo se dejaban arrastrar por la barbarie comunista o fascista, haciendo, con franciscana humildad, renuncia de sus convicciones y salvando, a lo sumo, con tímidas objeciones de conciencia, el fondo insobornable de su intelecto. Cuando pase el tiempo se verá que a pesar de sus infidelidades y sus excursiones al campo bipartito de la barbarie, salvo aquellos que carecían de un verdadero valor intelectual y quienes teniéndolo lo vendieron miserablemente, casi todos han seguido siendo en el fondo fieles a las verdades que no se habían atrevido a proclamar abiertamente o que contribuyeron a ocultar por pura cobardía, por vil sometimiento a la tiranía de las masas sublevadas, a esa rebelión de los imbéciles de que habla Bernanos. No han tenido más que el cuidado egoísta de salvar la posteridad de su obra personal. Todo lo demás han dejado que se perdiese y hasta han contribuido a su perdición con una especie de masoquismo verdaderamente repugnante. A la pregunta formulada por el ensayista Charles Péguy: «¿Qué es lo que tenemos que salvar?», había respondido Jean-Pierre Maxence en la siguiente generación diciendo: «No tenemos más que salvarnos a nosotros mismos». Y añadía: «Nadie más que los mediocres están satisfechos del mundo presente. Entre ese mundo y nosotros, uno de los dos tenía que perecer».
Yo no sé si esa intelectualidad francesa que reaccionaba violenta y desesperadamente contra la decadencia del país y del régimen se consideraba ahora salvada bajo la protección de la Gestapo, pero lo indudable es que la Francia que estúpidamente condenaron a perecer ha perecido real y verdaderamente. Es posible que la posteridad les absuelva y que su obra personal se salve. El Comité de Salud Pública que Francia necesitaba para salvarse hubiera tenido que mandarles a la guillotina a carretadas.
La aristocracia
La otra aristocracia francesa, el gran mundo parisiense, con
sus marquesas intelectuales y entrometidas, con sus salones que no eran ya sino
rincones capitosos de bares americanos, sus clientelas de políticos mediocres,
sus banqueros cobardes y mal informados y sus grandes industriales
somnolientos, había degenerado más ciertamente que ningún otro sector de la
vida francesa y casi no existía en la realidad. La vida social de las famosas
doscientas familias en los halls de los grandes hoteles y los clubs de golf
tenía menos relieve y trascendencia europea que la vida de la buena sociedad de
Buenos Aires o Río de Janeiro. Lo más decente y con cierto sentido que quedaba
de la actuación política de la aristocracia en Francia era la burguesa Madame
León Daudet con su delantal blanco recibiendo los pâté de lapin de las damas
royalistes para aplacar la gran hambre de los camelots du roi en los banquetes
de L'Action Franfaise.
Los salones de la marquesa de Crussol y de la condesa Hélène de Portes donde se reunían el clan radical y el clan conservador sólo convencionalmente podían considerarse como tales salones. En el último acto de la tragedia de Francia la condesa Hélène de Portes ha desempeñado un papel dramático que tentará seguramente a los cultivadores de la petite histoire a hacer de esta dama y de sus relaciones íntimas con Paul Reynaud un capítulo sugestivo y folletinesco de la caída de Francia. Andando el tiempo y con un poco de imaginación no será difícil convertir a esta Madame de Portes en la mujer fatal de Francia en la hora crítica de su derrumbamiento. Su influencia personal sobre Paul Reynaud era incuestionable y por otra parte eran evidentes sus contactos estrechos con los núcleos que estaban resueltos a librar a Francia sin lucha al adversario. La condesa Hélène de Portes ha podido influir en las decisiones finales del hombre que regía los destinos de Francia en la hora culminante y esta influencia ha podido ser nefasta. Pero de ella no podrá deducirse nunca la presencia de una personalidad imperiosa a cuya intervención siniestra pueda imputarse la claudicación del gobierno de Francia. La condesa Hélène de Portes, pequeña y discreta, vulgar, insignificante, aunque con cierto atractivo sexual de creóle, no ha sido, en definitiva, más que el reflejo cerca del jefe del gobierno de un ambiente. Puede imaginarse que en la intimidad Hélène de Portes decía a Paul Reynaud: «Hay que capitular» como lo decían treinta millones de mujeres francesas ganadas por la propaganda derrotista del enemigo, por la falta de fe en Francia y en la guerra. No he conocido una sola mujer francesa partidaria de esta guerra. La pobre Madame Tabouis era incuestionablemente la mujer más odiada por sus compatriotas.
La condesa de Portes ha podido ayudar con su influencia personal al cerco puesto por los partidarios decididos de la capitulación a la voluntad de lucha que positivamente animaba al presidente Reynaud; ella ha facilitado seguramente el golpe de Estado que dio el poder al mariscal Pétain colocando para ello al lado de Reynaud, como colaboradores suyos, a los agentes de la traición; pero su intervención ha sido puramente mecánica, no ha obedecido a ningún designio personal, ni a una voluntad imperiosa, sino a un reflejo del ambiente cerca del hombre a quien íntimamente se hallaba ligada. Yo la he visto en los momentos de la evacuación de Tours ordenando la caravana de automóviles oficiales en que la Presidencia del Consejo se trasladaba a Burdeos y me será difícil aceptar que aquella figura vulgar de refugiada de primera clase, de mujer sin importancia cortada por el mismo patrón que en aquella misma hora se afanaba por poner a salvo su vajilla de plata y sus tapices persas haya podido desempeñar un papel de primer plano en la tragedia de Francia.
Toda esta aristocracia francesa a la que los prejuicios demagógicos atribuyen una intervención maléfica, un terrible maquiavelismo y un poder casi sobrenatural, no ha tenido en la tragedia de Francia más que un papel pasivo y sin ningún relieve. Se han dejado llevar por el miedo de cada hora, por la sugestión de cada día, guiados únicamente por un ciego egoísmo, por un instinto torpe y primario de conservación que ha sido incapaz de salvarles.
En ninguna otra época las fuerzas conservadoras del país se han dejado llevar de un lado para otro con tan lamentable inconsciencia, nunca han opuesto menos resistencia, nunca han sido menos conservadoras. En los últimos meses se habían dejado ganar por los agentes del hitlerismo como en 1936 coqueteaban con el estalinismo y en 1934 se entregaban a los jefes de las ligas patrióticas. Las mismas marquesas que se convertían en agentes de Abetz y von Ribbentrop proclamando en sus salones que las democracias estaban llamadas a desaparecer y que sólo un poder fuerte e indiscutible como el totalitarismo podría imponer el nuevo orden de Europa, eran las que diez años antes hacían coro a Briand, llevaban a las sesiones de la Sociedad de Naciones y a los conciliábulos del Hotel des Berges en Ginebra su perfume mundano y ponían los ojos en blanco para hablar de los Estados Unidos de Europa y del pacifismo. La inconsciencia y la frivolidad de la aristocracia, mejor dicho, de la flor y nata del capitalismo francés, se ha prestado dócilmente a todas las aventuras y a todos los saltos en el vacío. ¿No llegó incluso a dar calor y a prestar asistencia económica a aquel disparate de la Cagoule, grotesco ensayo de terrorismo hecho por unos insensatos aterrorizados ellos mismos por la sombra de un fantasma?
Hubo un momento en el que con plena consciencia de su propia incapacidad y escarmentada por sus fracasos, la clase conservadora francesa abdicó fácilmente en el conservatismo británico y depositó en manos del señor Chamberlain y su política internacional todas sus responsabilidades. En realidad, lo que esperaban de Chamberlain y del capitalismo británico los conservadores franceses no era la resistencia, sino la claudicación; no que luchase contra la barbarie hitleriana, sino que pactase con ella; no que defendiese los principios de la civilización, sino que los negociase a buen precio.
El capitalismo francés, penetrado hasta la médula por la propaganda totalitaria, está dispuesto desde luego a rendirse, creía sinceramente que el enemigo tenía razón, reconocía en lo íntimo de su ser que todos los ataques totalitarios contra las plutocracias estaban archijustificados y al ligar su suerte a la del capitalismo británico lo que buscaba era que las condiciones de su entrega fueran lo más ventajosas posibles. Esperaba sencillamente que el buen negociante de Birmingham que era Mr. Chamberlain liquidase en las mejores condiciones posibles el mal negocio que la democracia capitalista había venido a ser, pactando para ello con la temible competencia totalitaria. Cuando a pesar de todas las concesiones y a pesar de Munich, hubo que ir a la guerra y las clases conservadoras francesas fueron descubriendo con espanto que su resignación a ser eliminadas y su voluntad de suicidio no eran compartidas, ni mucho menos, por las clases conservadoras británicas y que detrás del capitalismo inglés que no era tal como la propaganda totalitaria lo presentaba había un pueblo y un imperio dispuestos a la lucha a vida o muerte hasta la victoria definitiva, los mismos franceses que se habían echado en brazos de Inglaterra retrocedieron horrorizados. Desde que se vio con claridad que los ingleses aceptaban honestamente la dura realidad de la lucha, desde que se comprobó en Francia que la Gran Bretaña no consideraba la declaración de la guerra como un bluf ni se prestaba al juego de las ofensivas de paz para buscar el momento propicio a la capitulación, los ingleses empezaron a hacerse odiosos. Hacer frente al hitlerismo parecía a los conservadores franceses una locura y un suicidio. Tal era la fascinación ejercida sobre Francia por el poder hitleriano que aceptaba resignadamente el tremendo eslogan de: «Antes mil veces la esclavitud que la guerra». La dominación hitleriana no asustaba tanto a las gentes como la perspectiva de tener que luchar contra ella. Recordaré siempre la frase espantosa de uno de los directores de Le Temps que, al informarle uno de sus reporteros de que los soldados que salían para el frente por la Estación del Este iban con un excelente espíritu, exclamó irritado:
—¡Idiotas! ¡Cómo se conoce que no tienen nada que perder!
No olvidaré nunca tampoco la indiferencia y la serenidad desdeñosa de una dama propietaria de uno de los castillos del Loira, que mientras los alemanes entraban en París se lamentaba amargamente de tener que albergar a las oleadas de parisienses refugiados que huían del hitlerismo, cosa que se le antojaba perfectamente disparatada y sin ninguna justificación. Desde el fondo de su alma hitleriana anhelaba que los destacamentos nazis llegasen cuanto antes a su dominio y lo limpiasen de aquel tropel de la canalla democrática de París que lo había invadido. Seguramente alojaría con mucho más agrado a los soldados alemanes que a sus propios compatriotas partidarios de aquel infame Frente Crapular.
Los salones de la marquesa de Crussol y de la condesa Hélène de Portes donde se reunían el clan radical y el clan conservador sólo convencionalmente podían considerarse como tales salones. En el último acto de la tragedia de Francia la condesa Hélène de Portes ha desempeñado un papel dramático que tentará seguramente a los cultivadores de la petite histoire a hacer de esta dama y de sus relaciones íntimas con Paul Reynaud un capítulo sugestivo y folletinesco de la caída de Francia. Andando el tiempo y con un poco de imaginación no será difícil convertir a esta Madame de Portes en la mujer fatal de Francia en la hora crítica de su derrumbamiento. Su influencia personal sobre Paul Reynaud era incuestionable y por otra parte eran evidentes sus contactos estrechos con los núcleos que estaban resueltos a librar a Francia sin lucha al adversario. La condesa Hélène de Portes ha podido influir en las decisiones finales del hombre que regía los destinos de Francia en la hora culminante y esta influencia ha podido ser nefasta. Pero de ella no podrá deducirse nunca la presencia de una personalidad imperiosa a cuya intervención siniestra pueda imputarse la claudicación del gobierno de Francia. La condesa Hélène de Portes, pequeña y discreta, vulgar, insignificante, aunque con cierto atractivo sexual de creóle, no ha sido, en definitiva, más que el reflejo cerca del jefe del gobierno de un ambiente. Puede imaginarse que en la intimidad Hélène de Portes decía a Paul Reynaud: «Hay que capitular» como lo decían treinta millones de mujeres francesas ganadas por la propaganda derrotista del enemigo, por la falta de fe en Francia y en la guerra. No he conocido una sola mujer francesa partidaria de esta guerra. La pobre Madame Tabouis era incuestionablemente la mujer más odiada por sus compatriotas.
La condesa de Portes ha podido ayudar con su influencia personal al cerco puesto por los partidarios decididos de la capitulación a la voluntad de lucha que positivamente animaba al presidente Reynaud; ella ha facilitado seguramente el golpe de Estado que dio el poder al mariscal Pétain colocando para ello al lado de Reynaud, como colaboradores suyos, a los agentes de la traición; pero su intervención ha sido puramente mecánica, no ha obedecido a ningún designio personal, ni a una voluntad imperiosa, sino a un reflejo del ambiente cerca del hombre a quien íntimamente se hallaba ligada. Yo la he visto en los momentos de la evacuación de Tours ordenando la caravana de automóviles oficiales en que la Presidencia del Consejo se trasladaba a Burdeos y me será difícil aceptar que aquella figura vulgar de refugiada de primera clase, de mujer sin importancia cortada por el mismo patrón que en aquella misma hora se afanaba por poner a salvo su vajilla de plata y sus tapices persas haya podido desempeñar un papel de primer plano en la tragedia de Francia.
Toda esta aristocracia francesa a la que los prejuicios demagógicos atribuyen una intervención maléfica, un terrible maquiavelismo y un poder casi sobrenatural, no ha tenido en la tragedia de Francia más que un papel pasivo y sin ningún relieve. Se han dejado llevar por el miedo de cada hora, por la sugestión de cada día, guiados únicamente por un ciego egoísmo, por un instinto torpe y primario de conservación que ha sido incapaz de salvarles.
En ninguna otra época las fuerzas conservadoras del país se han dejado llevar de un lado para otro con tan lamentable inconsciencia, nunca han opuesto menos resistencia, nunca han sido menos conservadoras. En los últimos meses se habían dejado ganar por los agentes del hitlerismo como en 1936 coqueteaban con el estalinismo y en 1934 se entregaban a los jefes de las ligas patrióticas. Las mismas marquesas que se convertían en agentes de Abetz y von Ribbentrop proclamando en sus salones que las democracias estaban llamadas a desaparecer y que sólo un poder fuerte e indiscutible como el totalitarismo podría imponer el nuevo orden de Europa, eran las que diez años antes hacían coro a Briand, llevaban a las sesiones de la Sociedad de Naciones y a los conciliábulos del Hotel des Berges en Ginebra su perfume mundano y ponían los ojos en blanco para hablar de los Estados Unidos de Europa y del pacifismo. La inconsciencia y la frivolidad de la aristocracia, mejor dicho, de la flor y nata del capitalismo francés, se ha prestado dócilmente a todas las aventuras y a todos los saltos en el vacío. ¿No llegó incluso a dar calor y a prestar asistencia económica a aquel disparate de la Cagoule, grotesco ensayo de terrorismo hecho por unos insensatos aterrorizados ellos mismos por la sombra de un fantasma?
Hubo un momento en el que con plena consciencia de su propia incapacidad y escarmentada por sus fracasos, la clase conservadora francesa abdicó fácilmente en el conservatismo británico y depositó en manos del señor Chamberlain y su política internacional todas sus responsabilidades. En realidad, lo que esperaban de Chamberlain y del capitalismo británico los conservadores franceses no era la resistencia, sino la claudicación; no que luchase contra la barbarie hitleriana, sino que pactase con ella; no que defendiese los principios de la civilización, sino que los negociase a buen precio.
El capitalismo francés, penetrado hasta la médula por la propaganda totalitaria, está dispuesto desde luego a rendirse, creía sinceramente que el enemigo tenía razón, reconocía en lo íntimo de su ser que todos los ataques totalitarios contra las plutocracias estaban archijustificados y al ligar su suerte a la del capitalismo británico lo que buscaba era que las condiciones de su entrega fueran lo más ventajosas posibles. Esperaba sencillamente que el buen negociante de Birmingham que era Mr. Chamberlain liquidase en las mejores condiciones posibles el mal negocio que la democracia capitalista había venido a ser, pactando para ello con la temible competencia totalitaria. Cuando a pesar de todas las concesiones y a pesar de Munich, hubo que ir a la guerra y las clases conservadoras francesas fueron descubriendo con espanto que su resignación a ser eliminadas y su voluntad de suicidio no eran compartidas, ni mucho menos, por las clases conservadoras británicas y que detrás del capitalismo inglés que no era tal como la propaganda totalitaria lo presentaba había un pueblo y un imperio dispuestos a la lucha a vida o muerte hasta la victoria definitiva, los mismos franceses que se habían echado en brazos de Inglaterra retrocedieron horrorizados. Desde que se vio con claridad que los ingleses aceptaban honestamente la dura realidad de la lucha, desde que se comprobó en Francia que la Gran Bretaña no consideraba la declaración de la guerra como un bluf ni se prestaba al juego de las ofensivas de paz para buscar el momento propicio a la capitulación, los ingleses empezaron a hacerse odiosos. Hacer frente al hitlerismo parecía a los conservadores franceses una locura y un suicidio. Tal era la fascinación ejercida sobre Francia por el poder hitleriano que aceptaba resignadamente el tremendo eslogan de: «Antes mil veces la esclavitud que la guerra». La dominación hitleriana no asustaba tanto a las gentes como la perspectiva de tener que luchar contra ella. Recordaré siempre la frase espantosa de uno de los directores de Le Temps que, al informarle uno de sus reporteros de que los soldados que salían para el frente por la Estación del Este iban con un excelente espíritu, exclamó irritado:
—¡Idiotas! ¡Cómo se conoce que no tienen nada que perder!
No olvidaré nunca tampoco la indiferencia y la serenidad desdeñosa de una dama propietaria de uno de los castillos del Loira, que mientras los alemanes entraban en París se lamentaba amargamente de tener que albergar a las oleadas de parisienses refugiados que huían del hitlerismo, cosa que se le antojaba perfectamente disparatada y sin ninguna justificación. Desde el fondo de su alma hitleriana anhelaba que los destacamentos nazis llegasen cuanto antes a su dominio y lo limpiasen de aquel tropel de la canalla democrática de París que lo había invadido. Seguramente alojaría con mucho más agrado a los soldados alemanes que a sus propios compatriotas partidarios de aquel infame Frente Crapular.
La burguesía
Ante la prueba de la guerra, la burguesía francesa media y la
pequeña burguesía no han valido más que la alta burguesía capitalista y los
intelectuales. La guerra no ha sido en realidad para ellas más que incomodidad.
No se les pedía ni heroísmo ni espíritu de sacrificio. Se les pedía sólo que
soportaran con resignación y buen agrado unas incomodidades secundarias. Pero
ni siquiera esta mínima contribución han estado dispuestas a satisfacer. En
Francia las gentes burguesas clamaban por la paz a cualquier precio
sencillamente porque les molestaba andar a oscuras por las calles, porque se
había reducido el servicio de autobuses, porque se les habían suprimido los
aperitivos tres días a la semana, porque estaban prohibidos los chocolates de
lujo, porque no se podían jugar el dinero en las carreras de galgos, porque no
se podía bailar en los cabarets y porque en el cine tenían que aguantar los
noticiarios de guerra y en la radio los discursos patrióticos y las marchas
militares. Uno se pregunta con desaliento de qué serían capaces, en fin de
cuentas, unas gentes como aquellas que no creían que la guerra valiese la pena
de soportar la más mínima incomodidad. El estado de irritación en que el
black-out, o el día sin carne o la supresión de una estación del metro ponían a
la generalidad de los franceses, hacía nacer en la masa el deseo imperioso de
que aquello terminase cuanto antes, de que se acabase la guerra como fuera, de
que los alemanes ganasen de una vez. Que se hunda el mundo, si es preciso, pero
que no se me moleste.
Este egoísmo feroz, desesperado, egoísmo rayano en el heroísmo, ha sido acaso la razón fundamental de la catástrofe de Francia y merecería que los sociólogos lo estudiasen a fondo y extrajesen todas sus consecuencias. La masa popular francesa de los últimos tiempos estaba formada únicamente por la suma de todos estos egoísmos individuales llevados al paroxismo, al absurdo de que fuese más fácil y menos peligroso suprimirle al pueblo sus libertades seculares o su dignidad ciudadana que suprimirle una línea de autobús. En la ciudad moderna, en la complejidad de sus servicios se produce este fenómeno terrible que ya hemos señalado al principio. Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profunda, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas. Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, tangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad. El automovilista que se ve obligado a permanecer quince minutos inmovilizado entre cuatro filas de autos por un embotellamiento adquiere inmediatamente la convicción de que el Estado que le gobierna ha fracasado en su función esencial, y en ese momento no le importa lo más mínimo su significación ideológica ni su destino histórico; lo que quiere, nerviosamente, angustiosamente, es que las ruedas de su auto puedan seguir rodando, recorrer el número de kilómetros que se había propuesto salvar en el tiempo a que le da derecho la potencia de la máquina que maneja. Todo lo demás le trae completamente sin cuidado. Este fenómeno de falta de imaginación colectiva es esencialísimo si se quiere comprender la catástrofe de Francia. Cito este ejemplo del chauffeur —personaje representativo de nuestro tiempo según el conde Keyserling— porque en las últimas horas de Francia ésta fue la imagen más fuerte e impresionante que me quedó de la catástrofe. Mientras en el camino de París a Tours cien mil autos apelotonados marchaban lentamente, tropezándose, empujándose, y quedándose atascados en las cunetas con esa morosidad y esa confusión terrible de los grandes éxodos, los primeros destacamentos alemanes que entraban en París estaban formados por agentes de la circulación que se pusieron tranquilamente a regular el tránsito. París fue conquistado por los agentes de la porra. El último automóvil fugitivo que salía de París tuvo que desviar su ruta en la Puerta de Saint Cloud porque un agente de circulación hitleriano maniobrando las señales luminosas del tráfico había puesto el disco rojo en el cruce para dar paso a los carros de asalto de la primera división motorizada alemana que entraba al asalto de París.
Ésta es una de las grandes revelaciones de la catástrofe de Francia. Tenemos el prejuicio de que las grandes catástrofes de los pueblos sólo son posibles en medio de un apocalíptico desorden; conservamos fielmente la imagen dramática de las guerras clásicas, creemos demasiado en la realidad de las estampas románticas de victorias y derrotas y no acertamos a ver que en nuestro tiempo, dentro de la cuadrícula estrecha de nuestra organización social y urbana, las cosas suceden de una manera mucho más sencilla, con una simplicidad y una facilidad aterradoras. En la Puerta de Saint Cloud un guardia de la circulación había sido sustituido por otro. Esto es todo.
Un inmenso imperio se ha derrumbado, veinte siglos de civilización han sucumbido.
Traición de la mesocracia
Este egoísmo feroz, desesperado, egoísmo rayano en el heroísmo, ha sido acaso la razón fundamental de la catástrofe de Francia y merecería que los sociólogos lo estudiasen a fondo y extrajesen todas sus consecuencias. La masa popular francesa de los últimos tiempos estaba formada únicamente por la suma de todos estos egoísmos individuales llevados al paroxismo, al absurdo de que fuese más fácil y menos peligroso suprimirle al pueblo sus libertades seculares o su dignidad ciudadana que suprimirle una línea de autobús. En la ciudad moderna, en la complejidad de sus servicios se produce este fenómeno terrible que ya hemos señalado al principio. Un Estado puede derrumbarse, un país puede ser invadido sin que se produzca en las masas una reacción profunda, pero en cambio no es posible que el servicio municipal de limpieza deje de recoger las basuras durante cuarenta y ocho horas. Las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido frente al hecho cierto, tangible, irritante, de que al salir del trabajo no se pueda tomar el aperitivo o de que haya que perder una hora haciendo cola ante la puerta de una panadería o de que el tráfico rodado no esté cuidadosamente regulado en las encrucijadas por los agentes de la autoridad. El automovilista que se ve obligado a permanecer quince minutos inmovilizado entre cuatro filas de autos por un embotellamiento adquiere inmediatamente la convicción de que el Estado que le gobierna ha fracasado en su función esencial, y en ese momento no le importa lo más mínimo su significación ideológica ni su destino histórico; lo que quiere, nerviosamente, angustiosamente, es que las ruedas de su auto puedan seguir rodando, recorrer el número de kilómetros que se había propuesto salvar en el tiempo a que le da derecho la potencia de la máquina que maneja. Todo lo demás le trae completamente sin cuidado. Este fenómeno de falta de imaginación colectiva es esencialísimo si se quiere comprender la catástrofe de Francia. Cito este ejemplo del chauffeur —personaje representativo de nuestro tiempo según el conde Keyserling— porque en las últimas horas de Francia ésta fue la imagen más fuerte e impresionante que me quedó de la catástrofe. Mientras en el camino de París a Tours cien mil autos apelotonados marchaban lentamente, tropezándose, empujándose, y quedándose atascados en las cunetas con esa morosidad y esa confusión terrible de los grandes éxodos, los primeros destacamentos alemanes que entraban en París estaban formados por agentes de la circulación que se pusieron tranquilamente a regular el tránsito. París fue conquistado por los agentes de la porra. El último automóvil fugitivo que salía de París tuvo que desviar su ruta en la Puerta de Saint Cloud porque un agente de circulación hitleriano maniobrando las señales luminosas del tráfico había puesto el disco rojo en el cruce para dar paso a los carros de asalto de la primera división motorizada alemana que entraba al asalto de París.
Ésta es una de las grandes revelaciones de la catástrofe de Francia. Tenemos el prejuicio de que las grandes catástrofes de los pueblos sólo son posibles en medio de un apocalíptico desorden; conservamos fielmente la imagen dramática de las guerras clásicas, creemos demasiado en la realidad de las estampas románticas de victorias y derrotas y no acertamos a ver que en nuestro tiempo, dentro de la cuadrícula estrecha de nuestra organización social y urbana, las cosas suceden de una manera mucho más sencilla, con una simplicidad y una facilidad aterradoras. En la Puerta de Saint Cloud un guardia de la circulación había sido sustituido por otro. Esto es todo.
Un inmenso imperio se ha derrumbado, veinte siglos de civilización han sucumbido.
Traición de la mesocracia
Y esto es posible, trágicamente posible, gracias a la
idiosincrasia de la masa en la ciudad moderna. Cuando se habla de la masa se
comete el error de pensar, no en el pueblo, tal cual es, en el conjunto de
seres distintos movidos casi exclusivamente por sus enormes necesidades
inmediatas y sus apetitos individuales coincidentes sólo en un número muy
limitado de objetivos puramente físicos, sino que se piensa en la masa
organizada, es decir, en el proletariado. Y no hay punto de comparación entre
uno y otro. La propaganda de los partidos proletarios tiende a identificar a la
masa, al pueblo, con las legiones de trabajadores encuadradas por sus
organizaciones sindicales y con una moral superior que les ha sido infundida
por la lucha de clases. Pero la masa no es eso.
En la catástrofe de Francia se ha dado el caso de que a pesar del formidable elemento de descomposición que el comunismo y, más concretamente, la política estaliniana introducían en las masas trabajadoras francesas, estas masas de proletarios organizados han cumplido con su deber y han dado en las fábricas de la defensa nacional y aun en las industrias particulares el rendimiento que de ellos se exigía. En cambio, la masa amorfa, el pueblo, las clases medias, la pequeña burguesía, los menestrales, los hombres de profesiones liberales, los tenderos, toda esa plebe urbana que antes era el asiento sólido de la democracia y estaba animada de una moral ciudadana y guiada por unos deberes estrictos de la ciudadanía, ha fracasado lamentablemente. «¡Fracaso terrible de la democracia!», gritan triunfalmente los partidarios de las tiranías. Falso. Esa masa en que se apoyaba antes la democracia había dejado de ser demócrata, había renegado de sí misma, se había dejado atraer estúpidamente por la dictadura del proletariado o por la tiranía del caporalísimo y no habiendo sido dominada y encuadrada definitivamente ni por la una ni por la otra se había convertido en el gran elemento de descomposición del Estado francés. Esa pequeña burguesía proletarizada y esos burgueses medios que han sido sustraídos al liberalismo por el nacionalismo integral maurrasiano, es decir, por el nazismo totalitario, ha sido una de las causas principales de la catástrofe francesa. Porque al proletarizarse o al hacerse partidarias de la tiranía esas masas populares perdían automáticamente las virtudes características de la ciudadanía, de la democracia y hasta el patriotismo y quedaban a merced de sus apetitos y sus instintos, sin ninguna coacción moral, sin ningún deber cívico, toda vez que las dos revoluciones totalitarias de Francia, la de las ligas nacionalistas en 1934 y la de los comunistas y el frente popular en 1936 habían fracasado sucesivamente y las doctrinas que habían servido para sublevar a las masas contra la democracia no habían sabido, en Francia, dar a esas masas una disciplina nueva que sustituyese la que frivolamente habían destruido. El ciudadano francés, perdida su vieja fe en la ciudadanía liberal, había sido arrastrado por la barbarie, esta barbarie moderna que sacrifica la dignidad humana a la satisfacción de los instintos dentro del cuadro estricto de una reglamentación de policía urbana inflexible.
Manuel Chaves Nogales
En la catástrofe de Francia se ha dado el caso de que a pesar del formidable elemento de descomposición que el comunismo y, más concretamente, la política estaliniana introducían en las masas trabajadoras francesas, estas masas de proletarios organizados han cumplido con su deber y han dado en las fábricas de la defensa nacional y aun en las industrias particulares el rendimiento que de ellos se exigía. En cambio, la masa amorfa, el pueblo, las clases medias, la pequeña burguesía, los menestrales, los hombres de profesiones liberales, los tenderos, toda esa plebe urbana que antes era el asiento sólido de la democracia y estaba animada de una moral ciudadana y guiada por unos deberes estrictos de la ciudadanía, ha fracasado lamentablemente. «¡Fracaso terrible de la democracia!», gritan triunfalmente los partidarios de las tiranías. Falso. Esa masa en que se apoyaba antes la democracia había dejado de ser demócrata, había renegado de sí misma, se había dejado atraer estúpidamente por la dictadura del proletariado o por la tiranía del caporalísimo y no habiendo sido dominada y encuadrada definitivamente ni por la una ni por la otra se había convertido en el gran elemento de descomposición del Estado francés. Esa pequeña burguesía proletarizada y esos burgueses medios que han sido sustraídos al liberalismo por el nacionalismo integral maurrasiano, es decir, por el nazismo totalitario, ha sido una de las causas principales de la catástrofe francesa. Porque al proletarizarse o al hacerse partidarias de la tiranía esas masas populares perdían automáticamente las virtudes características de la ciudadanía, de la democracia y hasta el patriotismo y quedaban a merced de sus apetitos y sus instintos, sin ninguna coacción moral, sin ningún deber cívico, toda vez que las dos revoluciones totalitarias de Francia, la de las ligas nacionalistas en 1934 y la de los comunistas y el frente popular en 1936 habían fracasado sucesivamente y las doctrinas que habían servido para sublevar a las masas contra la democracia no habían sabido, en Francia, dar a esas masas una disciplina nueva que sustituyese la que frivolamente habían destruido. El ciudadano francés, perdida su vieja fe en la ciudadanía liberal, había sido arrastrado por la barbarie, esta barbarie moderna que sacrifica la dignidad humana a la satisfacción de los instintos dentro del cuadro estricto de una reglamentación de policía urbana inflexible.
Manuel Chaves Nogales
La agonía de Francia (Versión original española de The fall of France). Claudio García y Cía Editorial, 1941, Montevideo
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