Maruja Sánchez Camacho viendo el manejo de un cañón. Foto. Albero y Segovía |
A vosotras, en primer lugar,
compañeras mías de oficina, os dedico estas líneas, que, aunque deficientes en
su redacción, reflejan, en cambio, toda la emoción experimentada por mi alma
durante los días que he estado lejos de vosotras.
Bien me conocéis, y no tengo
que hacer protestas de mi sentir. Todas sabéis mi gran pasión por la República,
mi gran amor a la libertad. Yo no podía ver cómo transcurrían los días junto a
mi máquina, cumpliendo con mi tarea. Sentía que mis nervios brincaban, y una
voz interna me decía que mi deber estaba fuera de la oficina, cerca, lo más
cerca posible, de mis hermanos, que con arrojo y valentía cumplían su misión en
las crestas de nuestra Sierra. Y allí fui, a poner a prueba mi temple.
¿Resultados? Magníficos. A fe de sincera, os diré que algunas veces sentí un
poquito de miedo: pero no al enemigo, sino a la bravura de mis compañeros,
quienes lamentaban que no les ordenasen avanzar tan de prisa como era su deseo.
Mi gran curiosidad y mi
obsesión constante eran la figura de Mangada —lo nombro sin adjetivos, porque
sé que no gusta de ellos—. Intentar exaltaros la figura de este hombre enjuto y
heroico sería pueril. Mis condiciones de aficionada al periodismo no llegan a
tanto. Sí os diré mi impresión: la de un jefe venerado. Sus muchachos, a quien
tanto cuida y atiende, le hablan como a un patriarca. Tiene solución para las
peticiones de cada uno, un consuelo para el que sufre y comprensión para el que
defiende una doctrina. Durante toda la visita le oigo insistir una y otra
vez en esta consigna: «Todos y cada cual en su puesto, por el Frente Popular y
por la República».
Cuando Mangada me miraba con
sus ojos interrogantes, yo no sabía contestarle; pero cada frase, cada palabra
suya se grababa en mi corazón más profundamente. Por lo mismo, me alejé de él
con nostalgia tal, que apenas oía a mis bravos camaradas, que me acompañaron
largo trecho, repitiéndome sus encargos familiares y agasajándome con todo
cariño. Yo les prometo cumplir tales encargos y volver a llevarles unas fotos
hechas en su compañía.
El coche vuela, y allí donde
vemos unos camiones parados hacemos alto; pero sin darme exacta cuenta, de
improviso me encuentro entre una magnífica batería. Hasta ahora, como vosotras,
amigas mías, no había visto los cañones más que pasando lejanos en el cine y en
el desfile de la parada; y en verdad, puedo deciros que nunca me habían
parecido tan grandes. Me sentí entre los bravos artilleros como entre viejos compañeros,
y ellos complacieron mi curiosidad enseñándome el manejo de los cañones y
aparatos complementarios. Como el enemigo no daba señales de vida, charlamos y
reímos. Les relaté cuanto en Madrid ocurre. Algunos me interrogaban, pensando
que también conozco sus puebliños, y todos se apresuraron a pedir a su jefe
tarjetas para que yo se las echara al correo. Tenían la absoluta certeza que,
llevándolas yo, llegarán a los suyos.
Mi espíritu estaba tan
absorto en todo aquello, que apenas me di cuenta de que el capitán daba algunas
órdenes y, con un poco de sorna, un artillero que estaba a mi lado me ofreció
un palito de pino para que lo tuviera entre los dientes. Instintivamente lo
estaba masticando, cuando, a la voz de «¡fuego!», pareció que la Sierra se
resquebrajaba y que tenía dentro de mis oídos toda una orquesta de negros. Pero
no sentí el menor temor, os lo aseguro. Sólo después del disparo, encarándome
con el capitán, le dije: «Podían avisar...» Se rieron todos de veras.
Otra vez descargaron las
baterías, y ahora me acerco, al telémetro para comprobar el efecto en el
enemigo.
En ese momento los facciosos
hacen fuego también, y en el preciso momento en que me separo del cañón,
todavía humeante, llega el «saludo» del otro lado: es un obús, que cae en las
cercanías. Yo, con ligereza extraordinaria, he hecho con oportunidad la «plancha».
Hemos salido todos indemnes.
Me despiden los artilleros,
saliendo a la cairretera para verme marchar. Hombres de acero, corazones de
chiquillos, que se emocionan ante una ternura de mujer. Daría, soldaditos de
España, mi vida por veros siempre como en los momentos que os vi. Tened
presente, muchachos de Guadarrama, de Peguerinos, de Navalperal, y los últimos
que visité, carabineros y milicianos de Somosierra, que esta insignificante
muchacha, que ha compartido con vosotros unas horas, vive para vosotros,
suspira por volver a vuestro lado, y, desde su modesta mesa, donde todo es
monotonía y el tono emocional nulo, su mente y su corazón vuelan cerca de
vosotros, milicianos y soldados de la República.
Que siga vuestro espíritu
como hasta hoy; y si alguna vez sentís cansancio de los días de lucha, no
desfallezcáis. Poco queda ya para celebrar la victoria. Muchos de vosotros me
despedisteis, emocionados, diciéndome: «Todas las mujeres debieran ser como tú:
entusiastas y valientes.» Pues bien: yo os dije, y lo repito, que toda mujer
que sea española y nacida del pueblo, es como yo.
A vosotras, mis queridas
compañeras, en primer lugar, y a todas las muchachas que tengáis libres unas
horas, os ruego que visitéis a vuestros hermanos. No sabéis el regalo tan
valioso que esto supone, y es lo menos que podemos hacer: brindarles unos
minutos agradables de compañía, ya que para ellos es una gran ilusión esta
visita. De esta manera contribuiremos a que esos bravos muchachos estén
contentos y a que asome a sus rostros la sonrisa. Ved cómo con tan grata
atención, podéis colaborar al triunfo de la República
Maruja Sánchez Camacho
Crónica, 30 de agosto de 1936
No hay comentarios:
Publicar un comentario