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3208. Carta abierta de una mecanógrafa que ha estado en el frente

Maruja Sánchez Camacho viendo el manejo de un cañón. Foto. Albero y Segovía


A vosotras, en primer lugar, compañeras mías de oficina, os dedico estas líneas, que, aunque deficientes en su redacción, reflejan, en cambio, toda la emoción experimentada por mi alma durante los días que he estado lejos de vosotras. 

Bien me conocéis, y no tengo que hacer protestas de mi sentir. Todas sabéis mi gran pasión por la República, mi gran amor a la libertad. Yo no podía ver cómo transcurrían los días junto a mi máquina, cumpliendo con mi tarea. Sentía que mis nervios brincaban, y una voz interna me decía que mi deber estaba fuera de la oficina, cerca, lo más cerca posible, de mis hermanos, que con arrojo y valentía cumplían su misión en las crestas de nuestra Sierra. Y allí fui, a poner a prueba mi temple. ¿Resultados? Magníficos. A fe de sincera, os diré que algunas veces sentí un poquito de miedo: pero no al enemigo, sino a la bravura de mis compañeros, quienes lamentaban que no les ordenasen avanzar tan de prisa como era su deseo. 

Mi gran curiosidad y mi obsesión constante eran la figura de Mangada —lo nombro sin adjetivos, porque sé que no gusta de ellos—. Intentar exaltaros la figura de este hombre enjuto y heroico sería pueril. Mis condiciones de aficionada al periodismo no llegan a tanto. Sí os diré mi impresión: la de un jefe venerado. Sus muchachos, a quien tanto cuida y atiende, le hablan como a un patriarca. Tiene solución para las peticiones de cada uno, un consuelo para el que sufre y comprensión para el que defiende una doctrina. Durante toda la visita le oigo insistir una y otra vez en esta consigna: «Todos y cada cual en su puesto, por el Frente Popular y por la República». 

Cuando Mangada me miraba con sus ojos interrogantes, yo no sabía contestarle; pero cada frase, cada palabra suya se grababa en mi corazón más profundamente. Por lo mismo, me alejé de él con nostalgia tal, que apenas oía a mis bravos camaradas, que me acompañaron largo trecho, repitiéndome sus encargos familiares y agasajándome con todo cariño. Yo les prometo cumplir tales encargos y volver a llevarles unas fotos hechas en su compañía. 

El coche vuela, y allí donde vemos unos camiones parados hacemos alto; pero sin darme exacta cuenta, de improviso me encuentro entre una magnífica batería. Hasta ahora, como vosotras, amigas mías, no había visto los cañones más que pasando lejanos en el cine y en el desfile de la parada; y en verdad, puedo deciros que nunca me habían parecido tan grandes. Me sentí entre los bravos artilleros como entre viejos compañeros, y ellos complacieron mi curiosidad enseñándome el manejo de los cañones y aparatos complementarios. Como el enemigo no daba señales de vida, charlamos y reímos. Les relaté cuanto en Madrid ocurre. Algunos me interrogaban, pensando que también conozco sus puebliños, y todos se apresuraron a pedir a su jefe tarjetas para que yo se las echara al correo. Tenían la absoluta certeza que, llevándolas yo, llegarán a los suyos. 

Mi espíritu estaba tan absorto en todo aquello, que apenas me di cuenta de que el capitán daba algunas órdenes y, con un poco de sorna, un artillero que estaba a mi lado me ofreció un palito de pino para que lo tuviera entre los dientes. Instintivamente lo estaba masticando, cuando, a la voz de «¡fuego!», pareció que la Sierra se resquebrajaba y que tenía dentro de mis oídos toda una orquesta de negros. Pero no sentí el menor temor, os lo aseguro. Sólo después del disparo, encarándome con el capitán, le dije: «Podían avisar...» Se rieron todos de veras. 

Otra vez descargaron las baterías, y ahora me acerco, al telémetro para comprobar el efecto en el enemigo. 

En ese momento los facciosos hacen fuego también, y en el preciso momento en que me separo del cañón, todavía humeante, llega el «saludo» del otro lado: es un obús, que cae en las cercanías. Yo, con ligereza extraordinaria, he hecho con oportunidad la «plancha». Hemos salido todos indemnes.

Me despiden los artilleros, saliendo a la cairretera para verme marchar. Hombres de acero, corazones de chiquillos, que se emocionan ante una ternura de mujer. Daría, soldaditos de España, mi vida por veros siempre como en los momentos que os vi. Tened presente, muchachos de Guadarrama, de Peguerinos, de Navalperal, y los últimos que visité, carabineros y milicianos de Somosierra, que esta insignificante muchacha, que ha compartido con vosotros unas horas, vive para vosotros, suspira por volver a vuestro lado, y, desde su modesta mesa, donde todo es monotonía y el tono emocional nulo, su mente y su corazón vuelan cerca de vosotros, milicianos y soldados de la República. 

Que siga vuestro espíritu como hasta hoy; y si alguna vez sentís cansancio de los días de lucha, no desfallezcáis. Poco queda ya para celebrar la victoria. Muchos de vosotros me despedisteis, emocionados, diciéndome: «Todas las mujeres debieran ser como tú: entusiastas y valientes.» Pues bien: yo os dije, y lo repito, que toda mujer que sea española y nacida del pueblo, es como yo. 

A vosotras, mis queridas compañeras, en primer lugar, y a todas las muchachas que tengáis libres unas horas, os ruego que visitéis a vuestros hermanos. No sabéis el regalo tan valioso que esto supone, y es lo menos que podemos hacer: brindarles unos minutos agradables de compañía, ya que para ellos es una gran ilusión esta visita. De esta manera contribuiremos a que esos bravos muchachos estén contentos y a que asome a sus rostros la sonrisa. Ved cómo con tan grata atención, podéis colaborar al triunfo de la República


Maruja Sánchez Camacho
Crónica, 30 de agosto de 1936








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