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3207. Romance de la defensa de Madrid




Madrid, corazón de España,
late con pulsos de fiebre.
Si ayer la sangre le hervía,
Si tu abuelo a Carlos V
le abría con una lanza
la bragueta emperadora
antes de entrar en batalla,
tú, en cambio, las manos trémulas,
impotente, abotonabas
los calzoncillos reales
del último rey de España.
Si a tu abuelo, el primer duque,
Ticiano lo retratara,
tú mereciste la pena
de serlo por Zuloaga.
Un pincel se baño en oro,
el otro se mojó en caca.
Duque, perdiste la aurora,
celador honoris causa
de El Prado, donde, desnuda
la duquesa Cayetana,
tú eras bedel del ombligo
que Goya le destapara.
Talento heredado, duque,
fortuna y gloria heredadas,
son cosas que el mejor día,
de un golpe, las lleva el agua.
Vuélvete de Londres, deja,
si te atreves a dejarla,
la triste flor ya marchita,
muerta de tu aristocracia,
y asoma por un momento
los ojos por las ventanas
de tu palacio incautado,
el tuyo, el que tú ahitaras;
súbeles las escaleras,
paséalos por las salas,
por los salones bordados
de victoriosas batallas,
bájalos a los jardines,
a las cocheras y cuadras,
páralos en los lugares
más mínimos de tu infancia,
y verás cómo tus ojos
ven lo que jamás pensaran:
palacio más limpio nunca
lo conservó el pueblo en armas.
Las Milicias comunistas
son el orgullo de España.
Verás hasta los canarios,
igual que ayer, en sus jaulas,
los perros mover la cola
a sus nuevos camaradas;
y verás la que contigo
servidumbre se llamaba,
ya abolidas las libreas,
hablar de ti sin nostalgia.
Señor duque, señor duque,
último duque de Alba:
los comunistas sabemos
que la aurora no se para,
que el alba sigue naciendo,
de pie, todas las mañanas.
Si un alba muerta se muere
otra mejor se levanta.


Rafael Alberti, 1937








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