Mujeres limpiando pescado en el muelle de Vigo, agosto de 1933 (Foto. Pacheco) |
Vigo marinero:
penetrante olor a salitre, yodo y brea. A las nueve de la mañana, pleamar
humano en la Ribera del Berbés. Carga y descarga de paneras repletas de pescado
en el muelle de los Pescadores. Venta callejera. Arribo de lanchas, veleras y
motoras. Redes, con largos flecos de algas, secándose al sol. Brillan con el
sudor los rostros bronceados. Chiquillos harapientos, mujeres fornidas,
marineros como robles. Sobre las losas resbaladizas del muelle, largas hileras
de cestas llenas de sardina, merluza y calamares. Pregones. Ajetreo. Una
multitud abigarrada chapotea en los charcos de agua del puerto; corre de aquí
para allá; levanta cestas, carga camiones, tira de los cables de amarre, recoge
velas, grita, gesticula y trabaja. La niebla azulada que llega por la parte de
Cánido se cuelga del bosque de mástiles y cuerdas.
Comienza la dura
labor de la mujer. Sobra la cabeza, una, dos, hasta tres cestas de pescado;
bajo los brazos, otras tantas. Van descalzas; tienen muy gruesas las piernas,
debido, sin duda, a las largas caminatas sobre la arena, sin una mala
alpargata, y, por añadidura, con muchos kilos de carga. Bajo el pañolón, atado en
punta sobre la frente, asoman las negras trenzas. Los rostros, no obstante la
gracia del óvalo, son duros. Pronunciadas las mandíbulas, recta y cortante la
boca. Están quemadas materialmente de tanto sol. Prematuramente viejas y
agotadas. El único detalle amable de estos rostros surcados de arrugas son los
ojos: grises, dorados; verdes, azules... Siempre claros y de mirada dulce y
tranquila. Pupilas resignadas, color de mar, de llanto y de niebla...
Por las calles
empinadas de Vigo suben las mujeres cargadas con las jarras de leche, las
patelas de pescado, los cestos de verdura, los panes como ruedas de carro, los
quesos y los haces de leña. Luego de vender la mercancía, trajinarán en el hogar,
encenderán la «larada», pondrán la comida, arreglarán los chiquillos, limpiarán
el «cortello», regarán la huerta, y al día siguiente, antes de que apunte el
sol, tras la yunta de bueyes, abrirán en surcos la tierra húmeda y olorosa.
Ella cuida del «lar», de los hijos, del «ganao», de las tierras. Y aún le
queda tiempo para ir por estas callea trajinando y vendiendo manzanas, pescado,
verdura y leche. Dudo que en todo el planeta exista otra mujer más abnegada,
más valerosa y más trabajadora que la gallega. Años atrás, el hombre
emigraba, y la necesidad de suplir los brazos ausentes la obligaba a realizar
toda suerte de trabajos. Hoy ya no se hace fortuna en América; pocos son los
hombres que abandonan Galicia. Pero la vida es difícil, el negocio pesquero,
con las restricciones de exportación, ha disminuido en un 50 por 100; llega
todos los años un hijo al hogar; crecen las necesidades... ¿Qué hacer sino
trabajar, trabajar de sol a sol?
En los bosques
las he visto derribando árboles. En las carreteras, picando piedra. Descargando
en el muelle sacos que pesaban de veinte a treinta kilos.
En Cangas,
mientras esperaba el vaporcito para cruzar la ría, presencié una escena
curiosa, que da idea del temple y la energía de la aldeana gallega. Cuatro o
cinco de ellas, garridas y forzudas, descargaban sacos de arena de un camión.
El trabajo era duro y las gotas de sudor perlaban las frentes. Unos cuantos
hombres, sentados en el paredón del muelle, observaban tranquilamente el ir y
venir de las mujeres. Uno de ellos, en tono de chanza, pronunció algunas frases
molestas con referencia al trabajo que las mujeres venían realizando. La sorna
y la calma del «gracioso» que las miraba trabajar como bestias de carga,
sentado él beatíficamente al sol, exasperó a una de ellas. La de genio más
vivo, sin duda.
—¡Que ché se
cai! ¡Que ché se cai!— comentaba el gracioso.
—¿Ti pensas qui
en son tan proxa coma ti? (¿Te imaginas que soy tan débil como tú?)
—¡Lurpia!
—¡Meigol
Siguieron las
interjecciones. La mujer, perdida ya la paciencia y furiosa por la burla de que
se la hacía objeto, dejó el enorme saco que curvaba sus espaldas en el suelo, y
como última y más contundente razón la emprendió a bofetadas y puñetazos contra
el hombre. Aquél no sabía cómo defenderse del aluvión de golpes.
—¡Fera, demo,
cadela!
Seguían los
puñetazos. Finalmente, el hombre optó por salir huyendo, corriendo a todo
correr, sin fuerza ni valor para devolver los directos que la mujer le encajaba.
Miré a aquella.
Ni la más leve señal de cansancio.
Cogió de nuevo
el saco de arena, y, como si tal cosa, reanudó el duro trabajo.
*
La tierra de
Galicia da la manzana, el maíz y la pera en abundancia. Las mujeronas viejas,
sentadas sobre el bordillo de las aceras, venden la sabrosa fruta. Me acerco
por curiosidad a una de ellas.
—¿Quer mercar
mazás?
No entiendo lo
que la mujer me dice. Ante mi gesto impasible, repite la pregunta. Me quedo
igual: sin entender jota. Un rapaz avispado aclara la frase: «Que si quiere
comprar manzanas...» ¡Acabáramos! Cualquiera entiende el significado de las
tres palabritas. Bueno: compraré manzanas.
—¿Qué vale la
docena?
—Cinco
cadelas.
—¿Qué?
—Cinco
cadelas.
El intérprete
interviene de nuevo: «Quiere decir cinco perras chicas.» Cargo con las manzanas
y salgo en el vaporcito hacia Vigo.
*
Un record que no
se le puede discutir a esta ciudad: el de tener el urbano de tránsito más alto
de España. Para hablar con él, he de empinarne con la punta de los pies,
pregruntarle a gritos. Y aún así, me oye con dificultad.
En la mañana,
por la línea de los ferrocarriles eléctricos de Bayona, las muchachas de
Vigo —Maruja, Ana-Mari,
Cholín, Pepa-Juana— van al encuentro del mar. En Canido, en Panjón o en Samil,
se apean. Playas de dos y tres kilómetros de largo, de arena fina y dorada,
rodeadas de pinares frondosos. Durante el trayecto, dando pruebas de una
laboriosidad que admiro, han hecho crochet y punto de media. Dejaron correr
también las tijeras...; pero esto lo mismo ocurre aquí que en Pekín, en cuanto
se encuentran reunidas más de dos mujeres.
Pasa el tranvía
entre campos de maíz y prados verdes y jugosos. Olmos, pinos cimbreños, casitas
medio ocultas entre parrales y palmeras. Manzanos. Jardines floridos. Hórreos
típicos. Quintas soberbias. Del otro lado, el mar, de un azul profundo, con
saludos de gaviotas, San Miguel de Oya. La Ramallosa; «rapazigos» bañándose
desnudos en la ría. Bosques de eucaliptus. Bajo el arco obscuro del Puente
Viejo pasan lentamente unas «vaquiñas» blancas. Manzanilla en flor en las
veredas. Helechos, girasoles, hortensias.
¡Galicia
florida!
cal ela,
ningunha;
de froles
cuberta,
cuberta
de espumas.
Al llegar a
Bayona se oculta el paisaje entre túnicas de niebla rosada.
Ana María
Martínez-Sagi
Galicia, agosto
1933
Crónica, 10 de
septiembre de 1933
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