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382. Crónica del pueblo en armas





En los años 1921, 1922 y 1923 ocurrieron hechos que tuvieron una gran importancia en la vida de los pueblos del Mediterráneo, especialmente en Italia y en España. El pueblo español padeció las consecuencias de la política militar de la monarquía. El rey Alfonso XIII, que no había sido nunca más que un pelele trágico, demostró su peligrosa inconsciencia animando bajo mano al general Silvestre para que invadiera y saqueara algunos rincones de Marruecos, a donde no había podido llegar aún la acción imperialista de la monarquía. En julio de 1921, los rifeños dirigidos por Abd-el-Krim coparon las posiciones nuestras de la vanguardia y continuaron en su avance hasta derrotar todas las fuerzas de la comandancia de Melilla, en número de cerca de quince mil. Murieron más de doce mil soldados abandonados por sus jefes. El pueblo español se vió herido en lo más vivo de sus sentimientos y en lo más sagrado de sus intereses y comenzó a clamar venganza. Huelgas políticas, mítines, protestas callejeras. Las armas del pueblo, que desde la primera República no quería ya contar sino con sus propias fuerzas, agitaron la vida del país. A las primeras Cortes fueron más representantes populares que nunca y naturalmente los socialistas y los republicanos acordaron exigir responsabilidades por la catástrofe de Marruecos. El primer responsable era el rey, quien se apresuró a organizar en la sombra su propia defensa. Entretanto, en Italia, se había refrenado un extenso movimiento popular de liberación, por la intervención de las hordas fascistas que adulando a los reyes, a los grandes banqueros y a la Iglesia llegaron a obtener todo el aparato de combate y represión del Estado con el cual cayeron sobre el pueblo asesinando y robando a mansalva. No se detenían ante los viejos indefensos ni ante los niños. En Italia, como en todo el mundo, la cultura verdadera estaba al lado del pueblo, y los fascistas, defendiéndose de ella, cerraron centros de estudio, Universidades y persiguieron y mataron a hombres de ciencia que eran admirados y respetados en todos los países. Lograron por fin hacerse los amos, aunque no consiguieron aniquilar las organizaciones de defensa del pueblo, que con el nombre de partidos obreros -socialista y comunista- o de grupos libertarios, siguieron actuando heroicamente en la sombra. Ese movimiento repercutió en la camarilla real de España y el rey soñaba también con un Mussolini que lo salvara de las responsabilidades de Marruecos.

A las organizaciones obreras españolas se sumó otra que participando de las mismas aspiraciones de los socialistas y los anarquistas poseía una táctica de lucha diferente. Esta táctica había salido de las experiencias recentísimas de la revolución rusa. Su teoría, hermana por su origen de la socialista y la anarquista, difería de estas dos en los procedimientos. Lenin, el triunfador de octubre en Rusia, había completado en algunos aspectos la teoría de Marx y con la autoridad que le dió el triunfo ejercía una influencia enorme en las juventudes obreras de todo el mundo. El nuevo partido obrero español era el partido comunista. Como las tres corrientes eran y son internacionalistas, su disciplina se regía por los acuerdos tomados en los Congresos mundiales de sus internacionales respectivas. Los anarquistas seguían fieles a la I Internacional, los socialistas a la II, y los comunistas a la III, que se constituyó en Moscú después del triunfo de los trabajadores rusos. La historia ha demostrado que las diferencias de táctica y de ideología que hicieron constante y viva la discusión entre las tres tendencias, habrían de desaparecer siempre que ante el pueblo trabajador se presentara un peligro grave.

Alfonso XIII, alentado por la experiencia de Italia y viendo que de las averiguaciones del proceso sobre la catástrofe de Melilla iba a derivarse enseguida el problema de su propia responsabilidad, se puso de acuerdo con sus generales y encargó a Primo de Rivera que se sublevara. Naturalmente, el rey se quedó detrás de la cortina esperando que el golpe de Estado triunfara. Era el último desesperado intento de la monarquía española para aplastar al pueblo, cuyos avances continuos amenazaban arrollarla. Y el 13 de septiembre de 1923 Primo de Rivera, hijo de aquel otro que traicionó al pueblo en el año 1875, se alzó en Cataluña. El rey aprobó el movimiento y dió el Poder a ese general. Los anarquistas (Confederación Nacional del Trabajo) decretaron la huelga general. Los socialistas acordaron quedar a la espectativa y movilizar sus fuerzas según el rumbo de los acontecimientos. Pero Primo de Rivera, que sabía bien todo el volumen de las organizaciones obreras, trató de conseguir su tolerancia prometiendo «respeto para las conquistas de los trabajadores». Aunque la C.N.T. fué disuelta, su acción constante continuó, pero reducida a los grupos de acción clandestina. La U.G.T. permaneció alerta y no se entregó francamente al combate por no comprometer sus cuadros sindicales. Por el contrario, logró con una acción cautelosa mejoras de carácter económico para sus afiliados. Era ya entonces secretario general de la U.G.T. Largo Caballero. Esa actitud de la U.G.T. fué muy discutida entre los trabajadores, pero se acabó por reconocer que fué prudente y beneficiosa.

Una vez más todas las fuerzas de opresión del pueblo se propusieron ir destruyendo una por una nuestras resistencias. Una parte de los viejos políticos monárquicos, despechados por lo que consideraban un desaire personal de S.M. (el más significado, Sánchez Guerra) otros sinceramente enemigos del absolutismo como Ossorio y Gallardo, gran número de hombres de ciencia como del Rio Hortega, grandes escritores como Azaña, Valle Inclán, toda la prensa liberal, la gran mayoría de los estudiantes, y los trabajadores en pleno, oponían una resistencia sorda a la dictadura militar. Pero esta poseía un «ej ército del rey» y a su cabeza a los responsables de la catástrofe de Marruecos. Así y todo, la conspiración era permanente y se intentaron tres sublevaciones que si no lograron su objeto minaron la base de la dictadura. La primera fué en junio de 1926 -la noche de San Juan-. La segunda, en enero de 1929. La tercera, en diciembre de 1930. Entretanto, hubo episodios aislados en los que demostraron su heroismo una vez y otra los trabajadores y en cuya represión se puso de relieve la crueldad de los dictadores. El más memorable fué el llamado de Vera del Bidasoa. Además de las víctimas producidas en el momento de la lucha, fueron ejecutados cuatro obreros «por sospechas», después de haber sido absueltos por un tribunal. El último movimiento contra la dictadura fué el que preparó y dirigió el capitán Fermín Galán, hoy héroe nacional, en Jaca, en diciembre de 1930. Después de haber sido derrotado por una fuerte columna que salió de Zaragoza y a cuyos soldados se engañaba diciendo que iban a defender a España contra una invasión francesa, Galán y otro oficial llamado García Hernández se entregaron, para evitar que las responsabilidades cayeran sobre otros prisioneros. Los dos fueron ejecutados en la tarde del domingo 14 de Diciembre, sin que el juicio hubiera revestido formas legales. Esos crímenes conmovieron una vez más la conciencia nacional y el país se hallaba agitado por una sorda indignación. No tenía la Dictadura otro apoyo que el de las armas y este tampoco era seguro, porque la propaganda entre los soldados hacía a éstos cada día más conscientes de su deber. Además, en este último periodo de la Dictadura se desarrolló poderosamente el partido comunista, reorganizó sus cuadros la Confederación Nacional del Trabajo, se organizaron los escolares fuertemente en la famosa FUE y Largo Caballero la Unión General de Trabajadores consideraron también llegado el momento de emplear a fondo sus fuerzas. Ante estos acontecimientos que amenazaban por momentos con la ruina de la Dictadura, el rey intentó satisfacer a la opinión pública, aunque teniendo muy en cuenta el peligro que podía correr la monarquía. Destituyó a Primo de Rivera y nombró en su lugar a Berenguer, que había sido Alto comisario en Marruecos cuando la catástrofe y que compartía con el rey las mayores responsabilidades. Se acordó convocar a elecciones municipales y para ello, cumpliendo la Constitución por vez primera desde hacía siete años, se abrió un periodo de libertad de organización, de expresión y de propaganda. Fue levantada la censura de Prensa. Después de muchos años, el pueblo iba a elegir sus propios órganos municipales de poder. Entretanto los miembros del comité revolucionario del movimiento de diciembre estaban en la cárcel o recluidos en la clandestinidad. Entre estos últimos figuraba el actual Presidente de la República popular don Manuel Azaña y otros que prestaron y prestan también grandes servicios a la democracia. Solo por la confusión que en los primeros momentos suele acompañar a las revoluciones, pudieron unir sus nombres a esos otros nombres gloriosos, dos traidores que han tenido que salir de España huyendo de la justicia popular: Niceto Alcalá Zamora y Alejandro Lerroux.

Las elecciones municipales, en las que ni el rey ni Berenguer se atrevieron a intervenir para falsearlas como otras veces porque el ambiente popular era demasiado amenazador, se celebraron el 12 de abril de 1931. Dos días después se conocieron los resultados. De 47 provincias, cuarenta votaron íntegramente las candidaturas republicanas. El triunfo de la República fué una lección de civismo y de orden para el mundo entero. Los municipios, perseguidos a través de los siglos por el absolutismo acabaron por fin con todo género de monarquías, se llamaran constitucionales o absolutas. Verdad es que desde las Cortes de Cádiz (1812) el pueblo español no había podido expresar su voluntad. Aconsejado el rey por sus viejos políticos y después de oir de labios del director de la Guardia civil que esta no haría fuego contra el pueblo ya que había puesto la monarquía la cuestión de régimen en sus manos, Alfonso XIII acometido del pánico huyó a Francia, dejando en Madrid a su familia, que tuvo que ser protegida de las iras populares por los jóvenes de las organizaciones obreras que con brazaletes rojos se habían constituido en «guardias cívicos».

Fué una semana de regocijo nacional, de verdadera alegría civil. Todo el pueblo español confiaba en el Gobierno provisional y este comenzó su labor en medio de las mayores facilidades. Se convocaron Cortes constituyentes, y se elaboró una Constitución progresiva, evolutiva, con grandes horizontes de justicia social. Los socialistas y los partidos republicanos habían alcanzado una gran mayoría que facilitaba las tareas legislativas. Una parte de la aristocracia y la nobleza se resignaba; otra -la mayoría- trataba de sacar apresuradamente sus riquezas de España, mientras escuchaba los consejos de la Iglesia que le mandaba resistir y oponerse con las armas. El 10 de agosto de 1932 algunas unidades armadas se sublevaron al mando del general Sanjurjo. Quedó indecisa otra parte del ejército. Pero unas horas de lucha bastaron en Madrid para aniquilar a los rebeldes en la plaza de Castelar, con la sola acción de los guardias de Asalto dirigidos personalmente por Arturo Menéndez, Director general de Seguridad que después ha dado su vida por las libertades del pueblo.

En Sevilla, donde estaba la base de la sublevación, las organizaciones obreras comunista, socialista y anarquista bastaron para reducir a la impotencia a Sanjurjo. El resto del Ejército se mantuvo fiel, porque aunque los mandos seguían siendo «los mandos del rey», temían a las tropas que cada día se hallaban más identificadas con el pueblo. Pero a partir de aquel movimiento las clases adineradas y sobre todo la Iglesia, que quería impedir a todo trance la legislación laica, comenzaron a conspirar y a organizar la lucha política y la sublevación armada. Respetuosa con las leyes populares, la acción del Gobierno no se salía del marco constitucional, lo que permitía ciertas ventajas a los enemigos de la República. Entre estos había varios potentados y el mayor de todos, March -hoy huidos de España por miedo a la responsabilidad de sus propios crímenes- que facilitaban dinero. La Iglesia hacía el resto. Con estos elementos y con la ayuda oculta de Alcalá Zamora y la circunstancia de ir a las elecciones separados los partidos obreros de los republicanos, las viejas sectas monárquicas, fascistas al estilo italiano y clericales, obtuvieron muchos más diputados que la vez anterior. Sin embargo no tenían fuerzas bastantes para gobernar, pero Alcalá Zamora quería a todo trance darles el Poder y después de unos gobiernos puentes sin ninguna autoridad -Samper, Lerroux el traidor- que iniciaban tímidamente el camino hacia el despotismo, un día de octubre de 1934 Alcalá Zamora quiso dar el poder a los enemigos de la República. Todos los trabajadores de España se alzaron para impedirlo. No disponían de armas, pero las conquistaron en muchos lugares a pecho descubierto y en toda Asturias y en otros lugares de España se escribieron páginas de un heroísmo sublime. Las Alianzas obreras, constituidas poco antes ante el peligro que se aproximaba, quedaron consolidadas con lazos de sangre. Sofocada la rebelión a fuerza de martirios y crueldades, cuyo relato recorrió el mundo entero y llenó de ira a los trabajadores de todos los países, quedaron disueltas las organizaciones obreras, pero solo en el deseo de los gobernantes, porque tanto el partido comunista -que había echado ya hondas raíces en el pueblo y en la masa trabajadora- como los anarquistas y socialistas, conservaron sus organizaciones y realizaban perfectamente la labor de agitación clandestina, de ayuda a las víctimas del terror y a sus familias y de ocultación y expatriación de los más comprometidos. Entretanto el jefe del movimiento clerical español, Gil Robles, que había obtenido el ministerio de la Guerra, acumulaba material de guerra en lugares estratégicos y mandaba construir defensas y comprar armamento moderno con vistas a un golpe de Estado, para el cual comprometía con dádivas y con todo género de medios a la mayoría de los generales y jefes del ejército. Esto lo sabían Alcalá Zamora y Lerroux. El primero estaba comprometido desde el primer momento en el movimiento. El segundo, viejo avaro y deficiente mental, les dejaba hacer mientras saqueaba las arcas del Tesoro.

Era tan escandalosa su actuación que los funcionarios de la Presidencia del Consejo de ministros aseguraban haber oído en la puerta del Presidente al despedirse este de un banquero o un alto industrial, las siguientes frases. El industrial preguntaba: «¿Hay que entregarlo todo ahora?» Y el Presidente contestaba muy afable: «No. El resto, a la aparición del decreto en la Gaceta ». Este ambiente llegó a hacerse público y los reiterados escándalos por un lado y la acción de las organizaciones obreras exigiendo justicia por la represión horrenda de octubre, obligaron a Alcalá Zamora a abrir periodo electoral suprimiendo la censura de Prensa y permitiendo libertad de propaganda. Manuel Azaña que había sido blanco de las persecuciones de las derechas en una forma verdaderamente encarnizada, fué señalado por el pueblo desde octubre de 1934 como su verdadero jefe y el héroe auténtico de la democracia española. Cada mitin, cada actuación suya constituía una ejemplar derrota de las castas reaccionarias. Concentraciones de quinientos y seiscientos mil ciudadanos acudían a oír su palabra donde quiera que hablara. El pueblo veía en él la revolución democrática indispensable para el afianzamiento y el desarrollo de la vida nacional por cauces de verdadera justicia social. Y las elecciones de febrero último (1936) fueron un triunfo tan rotundo como el del año 1931. Los verdaderos republicanos habían constituido con los partidos obreros el Frente Popular, por feliz iniciativa del partido comunista. Y el triunfo fué rotundo. Otra vez volvió el optimismo al pueblo, pero lleno ya de experiencias y de enseñanzas. Veíase con toda claridad el problema de la revolución democrática. Habíamos visto que los partidos republicanos no pudieron hacerla, en los años siguientes al 12 de abril. Habíamos visto también que la Iglesia, la aristocracia y el fascismo no habían podido evitarla a pesar de emplear en ello todas sus fuerzas. Eran los trabajadores quienes estaban llamados a hacerla. Su vanguardia, el proletariado, encuadrado por las organizaciones obreras de las tres tendencias, la llevaría a cabo.

Y pocos meses después de constituirse el Gobierno del Frente Popular, fortalecidos los fascistas por el dinero de March, la organización militar de Gil Robles, las armas adquiridas por la Iglesia y la codicia de la nobleza y la aristocracia, se alzaron todos contra la República popular. Comenzó el movimiento con la traición de varios generales en quienes la República había depositado su confianza. Algunos de ellos han pagado la traición con la vida. Los nombres de los otros no queremos escribirlos por no manchar con ellos estas páginas. Confundiendo y engañando a los soldados, a quienes decían que iban a defender la República, e intercalando entre ellos a curas, señoritos vagos, fascistas, aristócratas, usureros, rentistas, y todo género de elementos in útiles y dañinos para la salud del pueblo, bien armados todos por el dinero de los potentados y por los elementos que puso en sus manos Gil Robles mientras estuvo en el Poder, iniciaron el 18 de julio el movimiento más lleno de crímenes y de monstruosidades qu e registra la Historia de España y que recuerda ningún país civilizado del mundo. Pero si casi todo el ejército alzó sus armas contra el Gobierno del Frente Popular y contra el pueblo mismo, éste poseía todo lo necesario para dar la batalla con éxito. El pueblo tenía ya sus vanguardias dispuestas, sus lugares de combate, su espíritu presto al heroísmo y si hacía falta, al sacrificio. Lo único que no tenía era armas y esas las conquistó asaltando los cuarteles sublevados de Madrid, pidiendo al Gobierno las que el Gobierno pudo darle. Militares que hacían de su lealtad al pueblo un motivo de orgullo profesional, pusieron su pericia y su valor al lado de la causa popular. Guardias de asalto, guardias nacionales, algunos centenares de policía civil y sobre todo la mayor parte de los equipos de aviación militar y de la marina de guerra, con sus bravos pilotos y bombarderos, siguieron fieles al pueblo y este, tomando las armas, resistió, atacó y venció en todos aquellos lugares a donde pudo llegar antes de que los fascistas y los enemigos de la República popular pudieran fortificarse. Se tomaron por asalto Carabanchel, El Pardo, Guadalajara y Toledo después de sometidos los rebeldes de Madrid. Se cortó el paso en la sierra a las bandas de forajidos cabileños en cuyas manos habían puesto la defensa de lo que ellos llamaban «patria» y lo que ellos llamaban «religión». Los obreros catalanes, en unión de las tropas fieles a la República, batieron heroicamente a los reaccionarios y los echaron de la región mientras, desesperados y entregados a la ira y al despecho, los que se llaman cristianos y hombres de orden se dedicaban en las ciudades donde todavía no han podido llegar nuestras tropas, nuestras heroicas milicias populares, nuestros artilleros, el ejército, en fin, del pueblo, a fusilar en masa a los liberales, a los republicanos, a los socialistas, anarquistas y comunistas. Contra la catedral de Córdoba y en nombre de no sabemos qué religión han sido fusilados centenares de trabajadores. En los cuarteles de Huesca, Zaragoza, Valladolid, Burgos, Salamanca, Badajoz y Sevilla se cometen a diario crímenes sin nombre. En Caspe, los «caballerosos» rebeldes se defendían de nuestros ataques parapetándose en niños de ocho y diez años sobre cuyos frágiles hombros apoyaban el fusil. Pero a cada uno de sus crímenes el pueblo contesta organizando nuevos batallones y enviándolos a los distintos frentes. Los campesinos en Andalucía, Castilla y Aragón, lo mismo que en el resto de España, atacan victoriosamente al enemigo o resisten con armas de caza y hasta con los utensilios de trabajo conteniendo al enemigo hasta que pueden establecer contacto con nuestras columnas y en cada mujer, en cada anciano, en cada niño vemos un gesto de ira, un clamor de venganza y también una disposición entusiasta para el trabajo disciplinado en las tareas auxiliares de la guerra.

En toda España se ha encendido de nuevo la guerra que comenzó en Valencia hace cuatro siglos con la defensa de las «germanías», que siguió en Castilla con la defensa de las «comunidades», que continuó Aragón con la defensa de sus libertades contra Felipe II, que volvió a encenderse en toda la península contra Napoleón y los nobles españoles que lo traían en andas y que mantuvo al país, a lo largo del siglo pasado, en un forcejeo sangriento.

Hoy el pueblo ha conquistado el mejor elemento de combate, la conciencia de su propia fuerza organizada. Repite en todas partes el grito sagrado: «No pasarán». Y une sus voluntades y sus energías para aniquilar a los enemigos. ¡No pasarán, clama España entera! Millares de hijos del pueblo han perdido la vida, pero sus nombres quedarán vivos eternamente en el corazón de los trabajadores del mundo entero. El pueblo tiene sus vanguardias diestras y ágiles, tiene sus jefes técnicos, tiene sus armas, (las que fueron siempre suyas y los reyes y los Gobiernos ponían en manos de sus enemigos). No las soltarán ya mientras haya enfrente un culpable. Mientras la República popular que está naciendo y vigorizándose con la sangre de los que caen, tenga un peligro y una amenaza delante.


Ramón J. Sender
Frente del Guadarrama, 10 de septiembre de 1936






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