En los años 1921, 1922 y 1923 ocurrieron hechos que
tuvieron una gran importancia en la vida de los pueblos del Mediterráneo,
especialmente en Italia y en España. El pueblo español padeció las
consecuencias de la política militar de la monarquía. El rey Alfonso XIII, que
no había sido nunca más que un pelele trágico, demostró su peligrosa
inconsciencia animando bajo mano al general Silvestre para que invadiera y
saqueara algunos rincones de Marruecos, a donde no había podido llegar aún la
acción imperialista de la monarquía. En julio de 1921, los rifeños dirigidos
por Abd-el-Krim coparon las posiciones nuestras de la vanguardia y continuaron
en su avance hasta derrotar todas las fuerzas de la comandancia de Melilla, en
número de cerca de quince mil. Murieron más de doce mil soldados abandonados
por sus jefes. El pueblo español se vió herido en lo más vivo de sus
sentimientos y en lo más sagrado de sus intereses y comenzó a clamar venganza.
Huelgas políticas, mítines, protestas callejeras. Las armas del pueblo, que
desde la primera República no quería ya contar sino con sus propias fuerzas,
agitaron la vida del país. A las primeras Cortes fueron más representantes
populares que nunca y naturalmente los socialistas y los republicanos acordaron
exigir responsabilidades por la catástrofe de Marruecos. El primer responsable
era el rey, quien se apresuró a organizar en la sombra su propia defensa.
Entretanto, en Italia, se había refrenado un extenso movimiento popular de
liberación, por la intervención de las hordas fascistas que adulando a los
reyes, a los grandes banqueros y a la Iglesia llegaron a obtener todo el
aparato de combate y represión del Estado con el cual cayeron sobre el pueblo
asesinando y robando a mansalva. No se detenían ante los viejos indefensos ni
ante los niños. En Italia, como en todo el mundo, la cultura verdadera estaba
al lado del pueblo, y los fascistas, defendiéndose de ella, cerraron centros de
estudio, Universidades y persiguieron y mataron a hombres de ciencia que eran
admirados y respetados en todos los países. Lograron por fin hacerse los amos,
aunque no consiguieron aniquilar las organizaciones de defensa del pueblo, que
con el nombre de partidos obreros -socialista y comunista- o de grupos
libertarios, siguieron actuando heroicamente en la sombra. Ese movimiento
repercutió en la camarilla real de España y el rey soñaba también con un
Mussolini que lo salvara de las responsabilidades de Marruecos.
A las organizaciones obreras españolas se sumó otra
que participando de las mismas aspiraciones de los socialistas y los
anarquistas poseía una táctica de lucha diferente. Esta táctica había salido de
las experiencias recentísimas de la revolución rusa. Su teoría, hermana por su
origen de la socialista y la anarquista, difería de estas dos en los
procedimientos. Lenin, el triunfador de octubre en Rusia, había completado en
algunos aspectos la teoría de Marx y con la autoridad que le dió el triunfo
ejercía una influencia enorme en las juventudes obreras de todo el mundo. El
nuevo partido obrero español era el partido comunista. Como las tres corrientes
eran y son internacionalistas, su disciplina se regía por los acuerdos tomados
en los Congresos mundiales de sus internacionales respectivas. Los anarquistas
seguían fieles a la I Internacional, los socialistas a la II, y los comunistas
a la III, que se constituyó en Moscú después del triunfo de los trabajadores
rusos. La historia ha demostrado que las diferencias de táctica y de ideología
que hicieron constante y viva la discusión entre las tres tendencias, habrían
de desaparecer siempre que ante el pueblo trabajador se presentara un peligro
grave.
Alfonso XIII, alentado por la experiencia de Italia y
viendo que de las averiguaciones del proceso sobre la catástrofe de Melilla iba
a derivarse enseguida el problema de su propia responsabilidad, se puso de
acuerdo con sus generales y encargó a Primo de Rivera que se sublevara.
Naturalmente, el rey se quedó detrás de la cortina esperando que el golpe de
Estado triunfara. Era el último desesperado intento de la monarquía española
para aplastar al pueblo, cuyos avances continuos amenazaban arrollarla. Y el 13
de septiembre de 1923 Primo de Rivera, hijo de aquel otro que traicionó al
pueblo en el año 1875, se alzó en Cataluña. El rey aprobó el movimiento y dió
el Poder a ese general. Los anarquistas (Confederación Nacional del Trabajo)
decretaron la huelga general. Los socialistas acordaron quedar a la espectativa
y movilizar sus fuerzas según el rumbo de los acontecimientos. Pero Primo de
Rivera, que sabía bien todo el volumen de las organizaciones obreras, trató de
conseguir su tolerancia prometiendo «respeto para las conquistas de los
trabajadores». Aunque la C.N.T. fué disuelta, su acción constante continuó,
pero reducida a los grupos de acción clandestina. La U.G.T. permaneció alerta y
no se entregó francamente al combate por no comprometer sus cuadros sindicales.
Por el contrario, logró con una acción cautelosa mejoras de carácter económico
para sus afiliados. Era ya entonces secretario general de la U.G.T. Largo
Caballero. Esa actitud de la U.G.T. fué muy discutida entre los trabajadores,
pero se acabó por reconocer que fué prudente y beneficiosa.
Una vez más todas las fuerzas de opresión del pueblo
se propusieron ir destruyendo una por una nuestras resistencias. Una parte de
los viejos políticos monárquicos, despechados por lo que consideraban un
desaire personal de S.M. (el más significado, Sánchez Guerra) otros
sinceramente enemigos del absolutismo como Ossorio y Gallardo, gran número de
hombres de ciencia como del Rio Hortega, grandes escritores como Azaña, Valle
Inclán, toda la prensa liberal, la gran mayoría de los estudiantes, y los
trabajadores en pleno, oponían una resistencia sorda a la dictadura militar.
Pero esta poseía un «ej ército del rey» y a su cabeza a los responsables de la
catástrofe de Marruecos. Así y todo, la conspiración era permanente y se
intentaron tres sublevaciones que si no lograron su objeto minaron la base de
la dictadura. La primera fué en junio de 1926 -la noche de San Juan-. La
segunda, en enero de 1929. La tercera, en diciembre de 1930. Entretanto, hubo
episodios aislados en los que demostraron su heroismo una vez y otra los
trabajadores y en cuya represión se puso de relieve la crueldad de los
dictadores. El más memorable fué el llamado de Vera del Bidasoa. Además de las
víctimas producidas en el momento de la lucha, fueron ejecutados cuatro obreros
«por sospechas», después de haber sido absueltos por un tribunal. El último
movimiento contra la dictadura fué el que preparó y dirigió el capitán Fermín
Galán, hoy héroe nacional, en Jaca, en diciembre de 1930. Después de haber sido
derrotado por una fuerte columna que salió de Zaragoza y a cuyos soldados se
engañaba diciendo que iban a defender a España contra una invasión francesa,
Galán y otro oficial llamado García Hernández se entregaron, para evitar que
las responsabilidades cayeran sobre otros prisioneros. Los dos fueron
ejecutados en la tarde del domingo 14 de Diciembre, sin que el juicio hubiera
revestido formas legales. Esos crímenes conmovieron una vez más la conciencia
nacional y el país se hallaba agitado por una sorda indignación. No tenía la
Dictadura otro apoyo que el de las armas y este tampoco era seguro, porque la
propaganda entre los soldados hacía a éstos cada día más conscientes de su
deber. Además, en este último periodo de la Dictadura se desarrolló
poderosamente el partido comunista, reorganizó sus cuadros la Confederación
Nacional del Trabajo, se organizaron los escolares fuertemente en la famosa FUE
y Largo Caballero la Unión General de Trabajadores consideraron también llegado
el momento de emplear a fondo sus fuerzas. Ante estos acontecimientos que
amenazaban por momentos con la ruina de la Dictadura, el rey intentó satisfacer
a la opinión pública, aunque teniendo muy en cuenta el peligro que podía correr
la monarquía. Destituyó a Primo de Rivera y nombró en su lugar a Berenguer, que
había sido Alto comisario en Marruecos cuando la catástrofe y que compartía con
el rey las mayores responsabilidades. Se acordó convocar a elecciones
municipales y para ello, cumpliendo la Constitución por vez primera desde hacía
siete años, se abrió un periodo de libertad de organización, de expresión y de
propaganda. Fue levantada la censura de Prensa. Después de muchos años, el
pueblo iba a elegir sus propios órganos municipales de poder. Entretanto los
miembros del comité revolucionario del movimiento de diciembre estaban en la
cárcel o recluidos en la clandestinidad. Entre estos últimos figuraba el actual
Presidente de la República popular don Manuel Azaña y otros que prestaron y
prestan también grandes servicios a la democracia. Solo por la confusión que en
los primeros momentos suele acompañar a las revoluciones, pudieron unir sus
nombres a esos otros nombres gloriosos, dos traidores que han tenido que salir
de España huyendo de la justicia popular: Niceto Alcalá Zamora y Alejandro
Lerroux.
Las elecciones municipales, en las que ni el rey ni
Berenguer se atrevieron a intervenir para falsearlas como otras veces porque el
ambiente popular era demasiado amenazador, se celebraron el 12 de abril de
1931. Dos días después se conocieron los resultados. De 47 provincias, cuarenta
votaron íntegramente las candidaturas republicanas. El triunfo de la República
fué una lección de civismo y de orden para el mundo entero. Los municipios,
perseguidos a través de los siglos por el absolutismo acabaron por fin con todo
género de monarquías, se llamaran constitucionales o absolutas. Verdad es que
desde las Cortes de Cádiz (1812) el pueblo español no había podido expresar su
voluntad. Aconsejado el rey por sus viejos políticos y después de oir de labios
del director de la Guardia civil que esta no haría fuego contra el pueblo ya
que había puesto la monarquía la cuestión de régimen en sus manos, Alfonso XIII
acometido del pánico huyó a Francia, dejando en Madrid a su familia, que tuvo
que ser protegida de las iras populares por los jóvenes de las organizaciones
obreras que con brazaletes rojos se habían constituido en «guardias cívicos».
Fué una semana de regocijo nacional, de verdadera
alegría civil. Todo el pueblo español confiaba en el Gobierno provisional y
este comenzó su labor en medio de las mayores facilidades. Se convocaron Cortes
constituyentes, y se elaboró una Constitución progresiva, evolutiva, con
grandes horizontes de justicia social. Los socialistas y los partidos
republicanos habían alcanzado una gran mayoría que facilitaba las tareas
legislativas. Una parte de la aristocracia y la nobleza se resignaba; otra -la
mayoría- trataba de sacar apresuradamente sus riquezas de España, mientras
escuchaba los consejos de la Iglesia que le mandaba resistir y oponerse con las
armas. El 10 de agosto de 1932 algunas unidades armadas se sublevaron al mando
del general Sanjurjo. Quedó indecisa otra parte del ejército. Pero unas horas
de lucha bastaron en Madrid para aniquilar a los rebeldes en la plaza de
Castelar, con la sola acción de los guardias de Asalto dirigidos personalmente
por Arturo Menéndez, Director general de Seguridad que después ha dado su vida
por las libertades del pueblo.
En Sevilla, donde estaba la base de la sublevación,
las organizaciones obreras comunista, socialista y anarquista bastaron para
reducir a la impotencia a Sanjurjo. El resto del Ejército se mantuvo fiel,
porque aunque los mandos seguían siendo «los mandos del rey», temían a las
tropas que cada día se hallaban más identificadas con el pueblo. Pero a partir
de aquel movimiento las clases adineradas y sobre todo la Iglesia, que quería
impedir a todo trance la legislación laica, comenzaron a conspirar y a
organizar la lucha política y la sublevación armada. Respetuosa con las leyes
populares, la acción del Gobierno no se salía del marco constitucional, lo que
permitía ciertas ventajas a los enemigos de la República. Entre estos había
varios potentados y el mayor de todos, March -hoy huidos de España por miedo a
la responsabilidad de sus propios crímenes- que facilitaban dinero. La Iglesia
hacía el resto. Con estos elementos y con la ayuda oculta de Alcalá Zamora y la
circunstancia de ir a las elecciones separados los partidos obreros de los
republicanos, las viejas sectas monárquicas, fascistas al estilo italiano y
clericales, obtuvieron muchos más diputados que la vez anterior. Sin embargo no
tenían fuerzas bastantes para gobernar, pero Alcalá Zamora quería a todo trance
darles el Poder y después de unos gobiernos puentes sin ninguna autoridad
-Samper, Lerroux el traidor- que iniciaban tímidamente el camino hacia el
despotismo, un día de octubre de 1934 Alcalá Zamora quiso dar el poder a los
enemigos de la República. Todos los trabajadores de España se alzaron para
impedirlo. No disponían de armas, pero las conquistaron en muchos lugares a
pecho descubierto y en toda Asturias y en otros lugares de España se
escribieron páginas de un heroísmo sublime. Las Alianzas obreras, constituidas
poco antes ante el peligro que se aproximaba, quedaron consolidadas con lazos de
sangre. Sofocada la rebelión a fuerza de martirios y crueldades, cuyo relato
recorrió el mundo entero y llenó de ira a los trabajadores de todos los países,
quedaron disueltas las organizaciones obreras, pero solo en el deseo de los
gobernantes, porque tanto el partido comunista -que había echado ya hondas
raíces en el pueblo y en la masa trabajadora- como los anarquistas y
socialistas, conservaron sus organizaciones y realizaban perfectamente la labor
de agitación clandestina, de ayuda a las víctimas del terror y a sus familias y
de ocultación y expatriación de los más comprometidos. Entretanto el jefe del
movimiento clerical español, Gil Robles, que había obtenido el ministerio de la
Guerra, acumulaba material de guerra en lugares estratégicos y mandaba
construir defensas y comprar armamento moderno con vistas a un golpe de Estado,
para el cual comprometía con dádivas y con todo género de medios a la mayoría
de los generales y jefes del ejército. Esto lo sabían Alcalá Zamora y Lerroux.
El primero estaba comprometido desde el primer momento en el movimiento. El
segundo, viejo avaro y deficiente mental, les dejaba hacer mientras saqueaba
las arcas del Tesoro.
Era tan escandalosa su actuación que los funcionarios
de la Presidencia del Consejo de ministros aseguraban haber oído en la puerta
del Presidente al despedirse este de un banquero o un alto industrial, las
siguientes frases. El industrial preguntaba: «¿Hay que entregarlo todo ahora?»
Y el Presidente contestaba muy afable: «No. El resto, a la aparición del
decreto en la Gaceta ». Este ambiente llegó a hacerse público y los reiterados
escándalos por un lado y la acción de las organizaciones obreras exigiendo
justicia por la represión horrenda de octubre, obligaron a Alcalá Zamora a
abrir periodo electoral suprimiendo la censura de Prensa y permitiendo libertad
de propaganda. Manuel Azaña que había sido blanco de las persecuciones de las
derechas en una forma verdaderamente encarnizada, fué señalado por el pueblo
desde octubre de 1934 como su verdadero jefe y el héroe auténtico de la
democracia española. Cada mitin, cada actuación suya constituía una ejemplar
derrota de las castas reaccionarias. Concentraciones de quinientos y
seiscientos mil ciudadanos acudían a oír su palabra donde quiera que hablara. El
pueblo veía en él la revolución democrática indispensable para el afianzamiento
y el desarrollo de la vida nacional por cauces de verdadera justicia social. Y
las elecciones de febrero último (1936) fueron un triunfo tan rotundo como el
del año 1931. Los verdaderos republicanos habían constituido con los partidos
obreros el Frente Popular, por feliz iniciativa del partido comunista. Y el
triunfo fué rotundo. Otra vez volvió el optimismo al pueblo, pero lleno ya de
experiencias y de enseñanzas. Veíase con toda claridad el problema de la
revolución democrática. Habíamos visto que los partidos republicanos no
pudieron hacerla, en los años siguientes al 12 de abril. Habíamos visto también
que la Iglesia, la aristocracia y el fascismo no habían podido evitarla a pesar
de emplear en ello todas sus fuerzas. Eran los trabajadores quienes estaban
llamados a hacerla. Su vanguardia, el proletariado, encuadrado por las
organizaciones obreras de las tres tendencias, la llevaría a cabo.
Y pocos meses después de constituirse el Gobierno del
Frente Popular, fortalecidos los fascistas por el dinero de March, la
organización militar de Gil Robles, las armas adquiridas por la Iglesia y la
codicia de la nobleza y la aristocracia, se alzaron todos contra la República
popular. Comenzó el movimiento con la traición de varios generales en quienes
la República había depositado su confianza. Algunos de ellos han pagado la
traición con la vida. Los nombres de los otros no queremos escribirlos por no
manchar con ellos estas páginas. Confundiendo y engañando a los soldados, a
quienes decían que iban a defender la República, e intercalando entre ellos a
curas, señoritos vagos, fascistas, aristócratas, usureros, rentistas, y todo
género de elementos in útiles y dañinos para la salud del pueblo, bien armados
todos por el dinero de los potentados y por los elementos que puso en sus manos
Gil Robles mientras estuvo en el Poder, iniciaron el 18 de julio el movimiento
más lleno de crímenes y de monstruosidades qu e registra la Historia de España
y que recuerda ningún país civilizado del mundo. Pero si casi todo el ejército
alzó sus armas contra el Gobierno del Frente Popular y contra el pueblo mismo,
éste poseía todo lo necesario para dar la batalla con éxito. El pueblo tenía ya
sus vanguardias dispuestas, sus lugares de combate, su espíritu presto al
heroísmo y si hacía falta, al sacrificio. Lo único que no tenía era armas y
esas las conquistó asaltando los cuarteles sublevados de Madrid, pidiendo al
Gobierno las que el Gobierno pudo darle. Militares que hacían de su lealtad al
pueblo un motivo de orgullo profesional, pusieron su pericia y su valor al lado
de la causa popular. Guardias de asalto, guardias nacionales, algunos
centenares de policía civil y sobre todo la mayor parte de los equipos de
aviación militar y de la marina de guerra, con sus bravos pilotos y
bombarderos, siguieron fieles al pueblo y este, tomando las armas, resistió,
atacó y venció en todos aquellos lugares a donde pudo llegar antes de que los
fascistas y los enemigos de la República popular pudieran fortificarse. Se
tomaron por asalto Carabanchel, El Pardo, Guadalajara y Toledo después de
sometidos los rebeldes de Madrid. Se cortó el paso en la sierra a las bandas de
forajidos cabileños en cuyas manos habían puesto la defensa de lo que ellos
llamaban «patria» y lo que ellos llamaban «religión». Los obreros catalanes, en
unión de las tropas fieles a la República, batieron heroicamente a los
reaccionarios y los echaron de la región mientras, desesperados y entregados a
la ira y al despecho, los que se llaman cristianos y hombres de orden se
dedicaban en las ciudades donde todavía no han podido llegar nuestras tropas,
nuestras heroicas milicias populares, nuestros artilleros, el ejército, en fin,
del pueblo, a fusilar en masa a los liberales, a los republicanos, a los
socialistas, anarquistas y comunistas. Contra la catedral de Córdoba y en
nombre de no sabemos qué religión han sido fusilados centenares de
trabajadores. En los cuarteles de Huesca, Zaragoza, Valladolid, Burgos, Salamanca,
Badajoz y Sevilla se cometen a diario crímenes sin nombre. En Caspe, los
«caballerosos» rebeldes se defendían de nuestros ataques parapetándose en niños
de ocho y diez años sobre cuyos frágiles hombros apoyaban el fusil. Pero a cada
uno de sus crímenes el pueblo contesta organizando nuevos batallones y
enviándolos a los distintos frentes. Los campesinos en Andalucía, Castilla y
Aragón, lo mismo que en el resto de España, atacan victoriosamente al enemigo o
resisten con armas de caza y hasta con los utensilios de trabajo conteniendo al
enemigo hasta que pueden establecer contacto con nuestras columnas y en cada
mujer, en cada anciano, en cada niño vemos un gesto de ira, un clamor de
venganza y también una disposición entusiasta para el trabajo disciplinado en
las tareas auxiliares de la guerra.
En toda España se ha encendido de nuevo la guerra que
comenzó en Valencia hace cuatro siglos con la defensa de las «germanías», que
siguió en Castilla con la defensa de las «comunidades», que continuó Aragón con
la defensa de sus libertades contra Felipe II, que volvió a encenderse en toda
la península contra Napoleón y los nobles españoles que lo traían en andas y
que mantuvo al país, a lo largo del siglo pasado, en un forcejeo sangriento.
Hoy el pueblo ha conquistado el mejor elemento de
combate, la conciencia de su propia fuerza organizada. Repite en todas partes
el grito sagrado: «No pasarán». Y une sus voluntades y sus energías para
aniquilar a los enemigos. ¡No pasarán, clama España entera! Millares de hijos
del pueblo han perdido la vida, pero sus nombres quedarán vivos eternamente en
el corazón de los trabajadores del mundo entero. El pueblo tiene sus
vanguardias diestras y ágiles, tiene sus jefes técnicos, tiene sus armas, (las
que fueron siempre suyas y los reyes y los Gobiernos ponían en manos de sus
enemigos). No las soltarán ya mientras haya enfrente un culpable. Mientras la
República popular que está naciendo y vigorizándose con la sangre de los que
caen, tenga un peligro y una amenaza delante.
Ramón J. Sender
Frente del Guadarrama, 10 de septiembre de 1936
Ramón J. Sender
Frente del Guadarrama, 10 de septiembre de 1936
que buen artiulo , me encanto
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