Negrín y Azaña visitan el Frente acompañados por Rojo (detrás de Negrín) y Miaja (entre Negrín y Azaña) Noviembre de 1937 |
16 de noviembre de
1937. (Excursión a Madrid)
A la izquierda de la calle de la Princesa se ven
manzanas enteras derruidas. Se supone que entre los escombros debe de haber
muchos cadáveres; en las casas no tocadas, y aun entre las ruinas, vive todavía
alguna gente, muy tranquila. Pasada la ronda del Conde-Duque, la calle recobra
un aspecto normal. Mucho tránsito, a mi parecer más que el centro, tranvías,
vendedores (¿qué diablos venden?), tiendas. A unos centenares de metros de las
trincheras. En general, circula por Madrid un reguero parduzco y desaliñado,
como un residuo de las privaciones terribles y del cataclismo económico y
social desencadenado por la guerra. Y uno mira, se admira, recuerda y se
entristece. Pero la tristeza, en el lugar mismo, es más comunicativa, menos
lúgubre que la de hace un año en Barcelona, cuando recibía noticias de los
bombardeos de Madrid. Virtud de la presencia. En el suntuoso hospital levantado
hace unos años cerca de los Cuatro Caminos (me parece que se llama, y no de ahora,
Hospital para Obreros) invertimos parte de la mañana. Había pocos heridos.
Hablé con todos los de la sala; ninguno grave. Nos hicieron pasar a la sala de
operaciones, donde estaban curando a un capitán, estropeado de la cara. Hablé
con otras personas, que no eran los heridos, precisamente, y las hice hablar
mientras les miraba a los ojos. Advertí en algunos aquella pantalla que corta
el paso a lo que, de otra manera, vendría a sus pupilas. Si a tales hombres se
les pudiera sonar, como a una moneda contra el mármol, el sonido
declararía su calidad. Desde el hospital fuimos al Pardo (rehusé ir a La
Quinta, sin decir el motivo, que a nadie le importaba). Atravesamos el monte:
¡más destrozos! Y por Navachescas salimos a Torrelodones. A propósito del
camino que seguíamos, rehecho en pocos días por los soldados antes de la
ofensiva sobre Brunete, Negrín y Rojo discuten sobre la militarización de
algunos servicios y sobre las ventajas del estado de guerra. Este camino
pertenece ahora a Obras Públicas, ministerio muy celoso de jurisdicción, pero,
sin duda por falta de medios, la consolidación y terminación de la obra están
en suspenso. Oigo que Negrín da unas órdenes, reiteradas después al general
Miaja. Es lícito temer que no sirvan de nada
(...)
Cruzando El Pardo, nos lamentábamos de la suerte del
monte. Negrín me aseguró que se habían dado órdenes de no cortar árboles, y de
que se aprovechara la leña seca y los troncos carbonizados por el bombardeo.
Sí, sí: las señales son otras. Una campaña de invierno más y el monte quedará
arradasado, sin remedio, porque repoblarlo de encinas es una empresa
larguísima, que nadie sostendrá. "No sé si usted sabrá que he librado
muchas batallas por la integridad y la conservación del Pardo, y no todas las he
ganado. En las Constituyentes tuve un día que amenazar con la cuestión de
confianza para impedir que le arrancasen seis kilómetros cuadrados con destino
a una barriada de casas baratas. ¡Ya ve usted! En Madrid, rodeado de miles de
hectáreas de tierra calma y erial, no había por lo visto mejor sitio que el
encinar del Pardo para un ensayo de arquitectura social. Hay hombres que no
están seguros de su dominio sobre la naturaleza mientras no le han dado por el
pie a un árbol viejo (...) Tarde o temprano, y no habiendo nadie para
impedirlo, se saldrán con la suya. Y encima le harán creer a Madrid que se
cumple una gran obra de progreso. Cuando gane usted la guerra, Negrín, me
permitirán ustedes que deje de ser presidente de la República a cambio de que
me nombre usted para el cargo que más me gusta". "¿Cuál?"
"Guarda mayor y conservador perpetuo del Pardo, con mero y mixto imperio
dentro del monte, para hacer de él lo que en cualquier país de gusto estaría
hecho desde hace mucho tiempo. Sin retribución alguna, ni otra recompensa que
el derecho de vivir en cualquiera de estas casas; no en Palacio,
ciertamente". Negrín se ríe, y como le gusta hacer planes para después de
la guerra, le río el humor, hablando de algunas de las cosas que pueden
hacerse, y de las que deben prohibirse para conservación y aumento del Pardo.
Recuerdo las que yo empecé el año pasado. "Lo peor de todo -le digo- es el
desamor a las cosas y la falta de continuidad. Mi apego a la eternidad relativa
de las cosas es irresistible; tanto, que supera mi apego a las instituciones.
Más exactamente, una institución se degrada si entre sus fines primordiales no
se cuenta el de la inculcar la religión de las cosas nobles y venerables que
particularmente le atañen, o están bajo su acción, y el de crear otras nuevas.
Aplíquelo usted al Estado. En España tiene más obligaciones que en ninguna
parte, porque nadie puede reemplazarlo ni suplir lo que él no haga en ese
orden. La Casa Real, que tantos ejemplos debía haber dado, ya sabe usted cómo
se condujo. Aquí, en El Pardo, incurrió en el mezquino despropósito de
someterlo a explotación para sacar renta. Verdaderamente, a la dinastía le
faltaba, entre otras cosas, ánimo regio. Estoy persuadido de que por falta de
educación no se daban cuenta del valor de lo que tenían a su cargo. Así anduvo
y así acabó todo ello." (...)
17 de noviembre de 1937. (Continúa
la excursión a Madrid)
A media tarde, revista militar en la carretera de
Vicálvaro. Están formados los cuatro batallones de la Brigada 43. La formación
se alarga mucho porque la carretera es estrecha. Mal tiempo. Nubes bajas,
oscuras, chispea, poca luz. Hacia Vallecas y Villaverde, cañonazos. Recorremos
la línea de tropas. Están bien presentadas, dentro de lo que es posible en
campaña. Llevan calzado fuerte, capote caqui. La uniformidad falla en los
cascos: son de tres modelos distintos. El caqui nunca es lúcido, ni aun siendo
nuevo; mucho menos tan usado. Algunos capotes parecen hechos para gente más
corpulenta. Casi toda la de estos batallones es campesina. No faltan mozos de
buena talla, recios, pero abundan con exceso los escuálidos y pequeñuelos, con
todos los estigmas de la miseria fisiológica heredada. Metidos en el uniforme,
se nota más. "¡Qué raza! -le digo a Negrín-. Es un dolor." "En
cuanto se alimente bien, será otra." "No lo niego, pero ¿cuándo?
Nosotros no lo veremos." ¡Y qué gente más dura! Algunos de estos
batallones han estado en las trincheras desde noviembre del año pasado hasta
hace quince días, sin relevo. Tan campantes. Voy mirándolos y pienso en su
porvenir, en su presente. Los miro a los ojos, por donde asoma, bajo la
uniformidad militar, el ser de cada uno. En el semblante descolorido, anguloso,
cortado por el capacete a ras de las cejas, los ojos parecen agrandarse, más
negros y brillantes. Trazo riguroso de las líneas, armas presentadas, posición
rígida de la cabeza, molde de la disciplina que compacta a los hombres en masa;
no hay, al parecer, otra cosa, pero en las cabezas inmóviles las miradas
destellan, y al soslayo, de reojo, buscan la mía, y durante el segundo en que
se cruzan, cada mirada me trae el mensaje de un hombre. De un hombre, con su
vida trabajosa a cuestas. ¿Qué significan? ¿Curiosidad, tan sólo? No. Demasiado
profundo el encuentro para que cada cual no haya pensado, un instante siquiera,
en su destino, como yo pensaba en el de todos. Se me quedó impreso un largo
reguero de pupilas oscuras, relucientes. Desfile. Los coches se apartan en un
rastrojo, para franquear la carretera. Estruendo de tambores. Cornetas alegres.
Las compañías llegan, machacando el betún del camino. "¡Vista a la
derecha!" "¡Viva la República!" "¡Viva!", corea la
tropa. Estallido, más que grito de ordenanza. (Sí, amigos míos... ¡Viva la
República y viváis también vosotros!)
Manuel Azaña, Memorias
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