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794. El general Franco en los infiernos




 Desventurado, ni el fuego ni el vinagre caliente
 en un nido de brujas volcánicas, ni el hielo devorante,
 ni la tortuga pútrida que ladrando y llorando con voz
 de mujer muerta te escarbe la barriga
 buscando una sortija nupcial y un juguete de niño
 degollado,
 serán para ti nada sino una puerta oscura
 arrasada.
 En efecto:
 De infierno a infierno, que hay? En el aullido
 de tus legiones, en la santa leche
 de las madres de España, en la leche y los senos
 pisoteados
 por los caminos, hay una aldea más, un silencio más,
 una puerta rota.

 Aquí estás. Triste párpado, estiércol
 de siniestras gallinas de sepulcro, pesado esputo,
 cifra de traición que la sangre no borra. Quien, quien eres,
 oh miserable hoja de sal, oh perro de la tierra,
 oh mal nacida palidez de sombra.

 Retrocede la llama sin ceniza,
 la sed salina del infierno, los círculos
 del dolor palidecen.

 Maldito, que sólo lo humano
 te persiga, que dentro del absoluto fuego de las cosas,
 no te consumas, que no pierdas
 en la escala del tiempo, y que no te taladre el vidrio
 ardiendo ni la feroz espuma.

 Solo, solo, para las lágrimas
 todas reunidas, para una eternidad de manos muertas
 y ojos podridos, solo en una cueva
 de tu infierno, comiendo silenciosa pus y sangre
 por una eternidad maldita y sola.
 
 No mereces dormir
 aunque sea clavados de alfileres los ojos: debes estar   despierto,
 general, despierto eternamente
 entre la podredumbre de las recién paridas,
 ametralladas en Otoño.
 Todas, todos los tristes niños descuartizados,
 tiesos, están colgados, esperando en tu infierno
 ese día de fiesta fría: tu llegada.

 Niños negros por la explosión,
 trozos rojos de seso, corredores
 de dulces intestinos, te esperan todos, todos, en la misma  actitud.


  Pablo Neruda,
  España en el corazón








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