*
Aprendió tantas cosas
–escribía mi maestro, a la muerte de un su amigo erudito–, que no tuvo tiempo
para pensar en ninguna de ellas.
*
Cuando el Cristo vuelva
–decía mi maestro–, predicará el orgullo a los humildes, como ayer predicaba la
humildad a los poderosos. Y sus palabras serán, aproximadamente, las mismas:
«Recordad que vuestro padre está en los cielos; tan alta es vuestra
alcurnia por parte de padre. Sobre la tierra sólo hay ya para vosotros deberes
fraternos, independientes de los vínculos de la sangre. Licenciad de una vez
para siempre al bíblico semental humano.»
*
No olvidéis que es tan
fácil quitarle a un maestro la batuta, como difícil dirigir con ella la quinta
sinfonía de Beethoven.
*
También quiero
recordaros algo que saben muy bien los niños pequeñitos y olvidamos los hombres
con demasiada frecuencia: que es más difícil andar en dos pies que caer en
cuatro.
*
Decía mi maestro que
deseaba morir sin llamar la atención de nadie; que su muerte pasase
completamente inadvertida. Un mutis bien hecho –añadía aquel buen farsante– no
debe hacerse aplaudir.
*
Aprende a dudar, hijo, y
acabarás dudando de tu propia duda. De este modo premia Dios al escéptico y
confunde al creyente.
*
Cuando los hombres
acuden a las armas, la retórica ha terminado su misión. Porque ya no se trata
de convencer, sino de vencer y abatir al adversario. Sin embargo, no hay guerra
sin retórica. Y lo característico de la retórica guerrera consiste en ser ella
la misma para los dos beligerantes, como si ambos comulgasen en las mismas
razones y hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades. De
aquí deducía mi maestro la irracionalidad de la guerra, por un lado, y de la
retórica, por otro.
*
¿Un arte proletario?
Para mí no hay problema. Todo arte verdadero será arte proletario. Quiero decir
que todo artista trabaja siempre para la prole de Adán. Lo difícil sería crear
un arte para señoritos, que no ha existido jamás.
*
—Siempre está usted
descubriendo mediterráneos, amigo Mairena.
—Es el destino
ineluctable de todos los navegantes, amigo Tortolez.
*
Para descubrir la cuarta
dimensión de vuestro pensamiento, buscad el perfil gedeónico de vuestras
paradojas, en el espejo bobo de vuestra sabiduría.
*
Ayudadme a comprender lo
que os digo, y os lo explicaré más despacio.
*
Donde varios hombres o,
si queréis, varios sabios se reúnen a pensar en común hay un orangután
invisible que piensa por todos. Frase ingeniosa, que expresa una verdad
incompleta. Porque en los diálogos platónicos, si alguien piensa por todos, es
nada menos que Sócrates. Nada menos que Sócrates, y nadie más... que el divino
Platón.
*
Fugit irreparabile
tempus. He aquí un latín que siempre me ha preocupado hondamente. Pero mucho
más este dicho español: dar tiempo al tiempo. Meditad sobre lo que
esto puede querer decir.
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Sólo en el silencio, que
es, como decía mi maestro, el aspecto sonoro de la nada, puede
el poeta gozar plenamente del gran regalo que le hizo la divinidad, para que
fuese cantor, descubridor de un mundo de armonías. Por eso el poeta huye de
todo guirigay y aborrece esas máquinas parlantes con que se pretende
embargarnos el poco silencio de que aún pudiéramos disponer.
*
El verdadero invento de
Satanás –profetizaba Mairena– será la película sonora en que las imágenes
fotografiadas, no ya sólo se muevan, sino que hablen, chillen y berreen como
demonios dentro de una tinaja. El día en que ese engendro se logre coincidirá
con la extensión del empleo de los venenos insecticidas al aniquilamiento de la
especie humana. Por una vez estuvo Mairena algo acertado en sus vaticinios;
porque la película sonora y el uso bélico de los gases deletéreos son realmente
contemporáneos. Que sean dos fenómenos concomitantes, como efectos de una misma
causa, es muy discutible. Sin embargo...
*
De ningún modo quisiera
yo –habla Juan de Mairena a sus alumnos– educaros para señoritos, para hombres
que eludan el trabajo con que se gana el pan. Hemos llegado ya a una plena
conciencia de la dignidad esencial, de la suprema aristocracia del hombre;
y de todo privilegio de clase pensamos que no podrá sostenerse en lo futuro.
Porque si el hombre, como nosotros creemos, de acuerdo con la ética popular, no
lleva sobre sí valor más alto que el de ser hombre, el aventajamiento de un
grupo social sobre otro carece de fundamento moral. De la gran experiencia
cristiana todavía en curso, es ésta una consecuencia ineludible, a la cual ha
llegado el pueblo, como de costumbre, antes que nuestros doctores. El divino
Platón filosofaba sobre los hombros de los esclavos. Para nosotros es esto
éticamente imposible. Porque nada nos autoriza ya a arrojar sobre la espalda de
nuestro prójimo las faenas de pan llevar, el trabajo marcado con el signo de la
necesidad, mientras nosotros vacamos a las altas y libres actividades del
espíritu, que son las específicamente humanas. No. El trabajo propiamente
dicho, la actividad que se realiza por necesidad ineluctable de nuestro
destino, en circunstancias obligadas de lugar y de tiempo, puede coincidir o no
coincidir con nuestra vocación. Esta coincidencia se da unas veces, otras no;
en algunos casos es imposible que se produzca. Pensad en las faenas de las
minas, en la limpieza y dragado de las alcantarillas, en muchas labores de
oficina, tan embrutecedoras... Lo necesario es trabajar, de ningún modo la
coincidencia del trabajo con la vocación del que lo realiza. Y este trabajo
necesario que, lejos de enaltecer al hombre, le humilla, y aun pudiera
degradarle, el que debe repartirse por igual entre todos, para que todos puedan
disponer del tiempo preciso y la energía necesaria que requieren las
actividades libres, ni superfluas ni parasitarias, merced a las cuales el
hombre se aventaja a los otros primates. Si queda esto bien asentado entre
nosotros, podremos pasar a examinar cuanto hay de supersticioso en el culto apologético del trabajo. Quede para otro día, en que hablaremos de los
ejércitos del trabajo.
Escribir para el pueblo
–decía mi maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo,
aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él sabe. Escribir
para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra,
de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de conocer.
Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en
Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Por
eso yo no he pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.
Siempre que advirtáis un tono seguro en mis palabras, pensad que os estoy
enseñando algo que creo haber aprendido del pueblo.
Antonio Machado
Hora de España, Nº 1
Valencia, Enero 1937
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