Lo Último

965. Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas

Tomasa Cuevas Gutiérrez
(Brihuega, 7 de marzo de 1917 - Barcelona, 25 de abril de 2007)



Barcelona 1940

“Vivíamos semiocultas en casa de una amiga de la infancia; en aquella época acoger a personas  en nuestras condiciones era de gran solidaridad. Fueron meses de una angustia moral. Vivíamos cerca de la prisión Modelo de Barcelona y al ir al hospital a ver a mi madre tenía que pasar por allí; el espectáculo de decenas de personas alrededor de la prisión era escalofriante; compuesto principalmente por mujeres y niños, escuálidos, tristes, callados, pegados a sus madres o a sus abuelas, en sus caras se reflejaba toda la tragedia en que vivían. La visión de aquella multitud que esperaban horas y horas para hacer entrega de lo poco que habían podido reunir a costa de prescindir ellos de lo más esencial. El dolor callado y reprimido de los familiares a los que devolvían el paquete porque el destinatario ya no lo necesitaba: había sido fusilado en el Campo de la Bota.

A mí una de las cosas que más me impresionaba de aquella multitud era su terrible silencio, siendo centenares, a veces daban la vuelta a la prisión por su longitud, apenas se oía un murmullo. Todos se sentían prisioneros, los de dentro y los de fuera; quizás más los de fuera por la cantidad de humillaciones a que se veían sometidos, con desventaja respecto de los que estaban presos; porque éstos sabían dónde tenían al enemigo, y sin embargo, los familiares tenían que subsistir y resistir toda una serie de vejaciones que los “vencedores” intentaban imponer a toda costa. Poco se ha dicho de esa lucha sin la cual muchos de los que han sobrevivido a los años de encierro no habrían podido resistir.

Ante tanto atropello y injusticia surgió la natural rebeldía de juventud, que si bien nos veíamos disminuidos en todos los aspectos, quedaba en nuestro interior el deseo de libertad por el cual habíamos luchado. Volvimos a encontrarnos jóvenes de la JSU que habíamos estado juntos en Francia; nos relacionamos, comentábamos los acontecimientos internacionales, nos pasábamos los partes de guerra que suministraba la embajada inglesa, por ese solo hecho había ya gente en la cárcel; sentíamos la necesidad de ayudar a los perseguidos, pero la situación personal de casi todos nosotros era tan difícil que no abarcamos mucho.

Por aquel entonces se produjo la entrega de Companys a Franco y como un reguero de pólvora  corrió la noticia; se comentaba con verdadera consternación el hecho, y cuando se produjo el fusilamiento, fueron muchas las personas que se pusieron distintivos de luto; primeros signos externos de una resistencia que no cesaría durante cuarenta años.

Nuestra situación era agobiante; mi madre llegó a transtornarse. Vivía atormentada ante la idea de que en cualquier momento pudieran detenerla. Estar escondida, perseguida como malhechores cuando su conciencia no la hacía sentirse culpable de nada, le produjo tal estado de desesperación que la condujo hasta el suicidio. Este terrible hecho trajo consigo más complicaciones y seguramente fue el punto de partida para que la policía me localizase, al tener que ser llevada mi madre al hospital tuve que identificarme. Mi hermano [Fernando Salvo] seguía en Bilbao cumpliendo el servicio militar después de haber pasado el periodo de prisionero, y aunque le avisé de lo que ocurría, no pudo conseguir el permiso hasta pasados dos días. Mientras, mi madre estaba en el depósito de cadáveres porque yo carecía de medios para poder enterrarla; es fácil imaginar lo que esto me afectó; ya no me importaba que me localizaran, pasé momentos de una fuerte depresión. Era como sentirse culpable de lo que le había ocurrido a mi madre. Pasarían muchos años antes de que pudiese hablar de este hecho con serenidad. 

Mi hermano consiguió el dinero para el entierro con no pocas dificultades, y una vez enterrada nuestra madre consideramos que yo debía irme de Barcelona, el motivo por el cual había venido acababa de desaparecer; pero, tal como estaban las cosas, tampoco era fácil conseguir un salvoconducto para el desplazamiento, ni una casa donde ir. Mi hermano recurrió a una compañero suyo de la época en que estuvo prisionero y éste respondió inmediatamente que su casa estaba a nuestra disposición y allí me fui.

En el intervalo que medió entre carta y carta, la policía me había localizado en la casa que habían ocurrido los hechos; pero ya no estaba en ella, moralmente no podía resistir estar en aquel lugar. Así fue cómo me desplacé a Hellín [Albacete], que es donde residía Ángel [Vizcaya], el amigo de mi hermano con su mujer Paquita; una pareja admirable que me brindaron su amistad y lograron con su comprensión y afecto conseguir una cierta tranquilidad” 


De Hellín a Madrid: lucha clandestina (1940­-1941)

“La vida de la aldea, el contacto con la gente sencilla, pero principalmente el afecto y la comprensión de esos amigos, Ángel [Vizcaya] y Paquita, hizo que me fuese reponiendo de la terrible depresión que me había producido la muerte de mi madre, y poco a poco volví a sentir la necesidad de participar de nuevo en otras cosas que no fuese sólo vivir. 

Ángel gozaba de una gran simpatía en la aldea y su pasado le daba una autoridad y un respeto ante sus paisanos. De ahí que encontró buena acogida la idea de organizar un Socorro Rojo hacia los perseguidos y encarcelados; independientemente de esa actividad él quería relacionarse con personas que pudiesen orientarle en el aspecto político y para ello se desplazó a Madrid. En uno de sus viajes le di las señas de Chelo [Consuelo Alonso].

En el intervalo de uno de sus viajes recibí noticias a través de mi hermano, de que una antigua compañera de la Juventud había llegado a España procedente de América y deseaba verme, por lo cual  debía  desplazarme yo a Madrid. Allí me encontré con Perpetua [Rejas]; traía muchos proyectos, entre ellos la reorganización de la Juventud [Socialista Unificada] cuando esto fuera posible. Para empezar me encargó desplazarme a Vigo en busca de las señas de un camarada que precisaba empezar a organizar el trabajo [Eleuterio Lobo], lo cual yo realicé. Mientras me encontraba fuera, a Chelo la fue a visitar un individuo que le dijo pertenecer a la organización, y que venía de parte de Ángel para avisarme de unas detenciones que habían ocurrido en Barcelona. Quería verme a toda costa; Chelo le dijo que  yo estaba fuera, pero él presionaba alegando que era importantísimo para la reorganización del trabajo; ante su insistencia ésta le preparó una entrevista para cuando yo regresara. A mi vuelta de Vigo me encontré con mi hermano que se había ido de Bilbao al tener conocimiento de las detenciones de Barcelona y por miedo a que sus ramificaciones le alcalzasen, se había trasladado a Madrid.

Tuve la entrevista con el individuo en cuestión, la primera vez sola y la segunda acompañada de Perpetua, que por una extraña coincidencia nos habíamos encontrado en la calle en el momento en que ésta se iba a efectuar. Esta persona tenía gran interés en que la relacionase con camaradas del Partido que yo conociera, y a su vez me hablaba de otras a las que yo no conocía; ante mi poca “colaboración”, según él, iba a dar cuenta a los organismos superiores; y así estaban las cosas cuando fui a la segunda entrevista, en un bar de la Glorieta de Cuatro Caminos. En el momento en que iba a entrar salieron varios policías con pistolas en la mano, encañonándome y obligándome a subir a un coche, que ya estaba preparado. Fue una detención espectacular por el despliegue de fuerzas empleadas; fui conducida a Gobernación. A Perpetua también la habían detenido junto a mí; me incomunicaron en la celda siete; celda de triste historia que hasta motivó una copla por la gran cantidad de personas que por ella habían pasado y sufrido.

Los primeros interrogatorios fueron para mi identificación; yo llevaba documentación prestada por la que era novia de mi hermano. Averiguaron mi verdadera identidad por los registros efectuados en casa de Perpetua, donde yo vivía; sin embargo en ningún momento había dado yo ese domicilio. De las palabras persuasivas se pasó a los insultos y más tarde a los golpes, distinguiéndose por su dureza el tal Carlitos, célebre por sus “brillantes servicios” al lograr introducirse en el movimiento guerrillero.

Fueron cayendo grupos; entre ellos  estaba mi hermano, Chelo, Ángel, el  compañero de Vigo [Eladio Rodríguez], y camaradas que no conocía ni sabía quiénes eran.

Me achacaban una responsabilidad que no había tenido y que yo no aceptaba. Mi negativa era sistemática; ello exasperaba a los que me interrogaban y su reacción era contundente. Un día me carearon con Perpetua, después de una de estas sesiones en que había habido de todo, insultos, golpes, etc., insistiendo en que no negara más, que todos  aquellos  papeles  e informes  que habían encontrado en  casa de Perpetua me pertenecían; una vez más negué y fue entonces cuando ella me hizo aceptar que me pertenecían, alegando que había sido por encargo mío que ella los había escrito. Me di cuenta entonces que lo que pretendía es que la desligara, con la esperanza que al tener documentación extranjera había esa posibilidad. Sólo entonces acepté que toda aquella documentación era mía. La situación cambió, ya no hubo más golpes y los interrogatorios se   espaciaron al aceptar por  mi parte toda la responsabilidad de aquellos papeles. 

Permanecí un mes en Gobernación, siempre incomunicada. Supe por los mismos policías que [Eleuterio] Lobo había sido detenido. Con él no había tenido ninguna relación, pero eran sus señas las que yo había ido a buscar a Vigo y las que fueron entregadas a Perpetua a mi vuelta. 

Después de este tiempo pasado en Gobernación, en que es fácil adivinar las horas de angustia y temor, no sólo por la suerte propia sino por la de todos los demás, fui trasladada junto a Perpetua, Chelo, Antonia [Benito] una chica que no conocía, Lobo y mi hermano a Barcelona. En la estación vimos al individuo que se había hecho pasar por camarada junto a Carlitos y ya no dudamos de la trampa que había tendido a Chelo como consecuencia de la misma habíamos caído todos. Estuvimos unos días en Jefatura en Barcelona, tras lo cual nos llevaron a nuestras respectivas prisiones” 


Traslado a Barcelona: incomunicada en Les Corts (1941-­1942)

“Al llegar a Las  Corts  nos  incomunicaron; en la prisión estaban el resto de las compañeras del expediente al que nos habían incorporado. El edificio era un antiguo convento habilitado como cárcel. Esto suponía que las condiciones de alojamiento fuesen insuficientes para tanta reclusa como allí había, y ni qué decir tiene que tampoco había lugar para una incomunicación. Como es lógico trajo sus problemas, que resolvieron habilitando una dependencia alejada del resto de la prisión y allí nos pusieron a las cuatro que veníamos de Madrid, en una habitación pequeña con una ventana que daba al patio de la comunidad de las monjas, que eran las que hacían de carceleras [Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl]. 

El problema del aseo y el de nuestras necesidades se planteó a continuación, por las mañanas nos suministraban un cubo de agua y nos permitían salir de la habitación a otra contigua donde podíamos lavarnos un poco y efectuar nuestras necesidades, y para el resto del día nos daban una lata vacía de conservas que teníamos que emplear para todo. 

El período de adaptación fue duro, pero en ningún momento surgieron roces; la relación entre nosotras fue siempre cordial, esforzándonos en todo momento por superar cualquier reacción negativa: sufrimos desarreglos intestinales provocados por la clase de comida, compuesta de berzas y cebollas hervidas. Pasábamos hambre, porque una de las condiciones de la incomunicación es no poder recibir ninguna clase de ayuda del exterior. 

Las compañeras de la prisión a veces lograban burlar la vigilancia de la monja que nos custodiaba y durante el reparto del rancho, que es cuando nos abrían la puerta de la celda, pasarnos algunas cosas. Perpetua y Chelo tuvieron la icteria; yo contraje una colitis que ya no me abandonaría en los diecisiete años que pasé en la prisión. La situación en el correr de los meses se hizo penosa; fueron nueve, pero mucho más penosa tuvo que ser para mi hermano, que los pasó solo. Nosotras éramos cuatro para compartir las interminables horas del día. Moralmente resistíamos esa incomunicación bastante bien; Chelo era muy ocurrente y nos hacía reír más de una vez; éramos jóvenes y fáciles a la risa, por dura que fuese la situación, asombrándose por ello las monjas.

Como los días se nos hacían interminables, a Chelo se le ocurrió que podíamos estudiar algo; pero claro, con papel y lápiz no había que contar, materia prohibida; entonces entonces descubrimos que una de las paredes de la habitación podía servirnos de pizarra si nos facilitaran tiza. Después de una larga consulta de la monja a sus superiores, un día nos trajo el tesoro de una barra de tiza. Chelo, que era la “culta”, se convirtió en profesora. 

Aquello contribuyó a que los días fuesen más cortos; se podrían contar muchas anécdotas de aquellos meses, pero se haría interminable. Únicamente quiero destacar que en todos nuestros actos hubo la buena voluntad de salir airosa de las pruebas a que nos   veíamos   sometidas. El sentimiento de camaradería y ayuda mutua presidió por encima de todo; motivos de angustia tampoco faltaron; el desconocimiento de la situación jurídica en que nos encontrábamos  la policía quiso un par de veces sacarnos a diligencias­ hacía que algunas noches no descansáramos tranquilas en nuestros jergones” 


Levantamiento de la incomunicación y falsa denuncia de  Mundo Obrero  (1942­-1943)

“Era a finales de mayo de 1942 cuando nos levantaron la incomunicación. Aquel día la prisión entera vibró de alegría. Fueron a recibirnos a la puerta de la habitación que nos había servido de celda una cantidad enorme de compañeras. Nos abrazaban, las mayores con los ojos llenos de lágrimas; nos dimos cuenta entonces de cómo habían seguido nuestra situación, nunca había habido una incomunicación tan larga. Con gran dificultad pudieron hacernos un sitio; había tan poco espacio que era un problema, pero todo el mundo se estrechaba con tal de que nos pudiésemos acomodar. Es admirable cómo el sentido de solidaridad se impone por encima de cualquier egoísmo personal; entramos a formar parte de la comuna de las compañeras del expediente.

La prisión estaba regida por monjas con su peculiar forma de tratar a las personas, con sus favoritismos, con una frialdad y falta de humanidad ante tanta tragedia que les rodeaba. Por un lado nos trataban como a niñas descarriadas y por otro como poseídas por todos los demonios. En estas condiciones es fácil comprender los enfrentamientos, sobre todo por cuestiones religiosas. La comida era mala, boniatos hervidos con berzas, combinación difícil de ingerir. Las compañeras que tenían familiares que las atendiesen lo pasaban regular; pero había infinidad de ellas traídas de otras prisiones, desconectadas de los suyos, que carecían de lo más indispensable; por ejemplo, jabón. Este producto constituía un verdadero tesoro poseerlo; la limpieza era casi una obsesión; luchábamos con todos nuestros recursos para no ser invadidas por los piojos y la sarna, elementos naturales en tal hacinamiento.

Se trabajaba en labores de ganchillo y media; se llegó a crear una pequeña industria; con ayuda de los familiares que lo vendían contribuyó a solucionar muchas de las más elementales necesidades; e incluso muchas mujeres pudieron ayudar a sus hijos, que los tenían recluidos en colegios de beneficiencia tras haber fusilado a su padre y apresada su madre.

Poco a poco el fantasma del hambre se iba alejando debido a la actividad manual que había surgido. También se iba configurando una vida más regular, más organizada; las presas políticas no queríamos convertir el período de reclusión en tiempo perdido, sino de provecho, y con ese fin se organizaron grupos de estudios, de formación política, de cultura en general; había una gran actividad política, la discusión de periódicos que caían en nuestras manos y algún que otro material del Partido. Todo ello comportaba un riesgo, la vigilancia de las monjas era estrecha; la vida la hacíamos principalmente en el patio de la prisión, con unas horas determinadas en las salas, que al estar tan repletas era del todo imposible que no surgiesen roces. Roces que carecían de importancia. Valoro el grado de tolerancia y comprensión de la mayor parte de las compañeras; no estábamos preparadas para  una prueba  semejante  y,  sin embargo, se  supo  dominar el egoísmo propio en beneficio de la colectividad.

El día de comunicación con el exterior era un día de fiesta para las que tenían la suerte de ver a la familia, pero también de tristeza para aquellas que estaban alejadas de los suyos por muchos kilómetros de distancia. Eran los grandes contrastes imposibles de evitar; las noticias transmitidas a través de las comunicaciones no eran muy alegres, casi siempre llegaba alguna de la brutal represión a que estaba sometida la gente, fusilamientos, detenciones. A decir verdad fueron los célebres “bulos” de la familia quenos infundían la esperanza de un fin inmediato de aquella situación, lo que nos ayudómucho a no caer en estado de desesperanza; el papel jugado por los familiares en los años de mi encierro ha tenido mucha importancia.

Serían en los primeros meses del año 1943 cuando en Mundo Obrero se publicó una nota acusándome de la caída de los compañeros Diéguez, Larrañaga y Girabau. La sorpresa por mi parte fue tan grande como la perplejidad, yo no conocía a esos camaradas, ni sabía exactamente quiénes eran. No comprendía de dónde podía partir tal acusación, y no acepté ni por un momento tal afirmación. Esto trajo muchas discusiones entre las compañeras, las que aceptaban sin más la noticia y las que dudaban de la veracidad de la misma debido a que sabían cómo me había comportado con respecto a Perpetua. Se dividieron las opiniones sobre las medidas que debían tomar respecto a mí, dado el carácter grave de la situación, teniendo en cuenta que esos camaradas habían sido fusilados y pertenecían a la máxima dirección del Partido. A mí se me dio la posibilidad de defenderme, es bien cierto, y cometí una equivocación debido a una lealtad mal entendida. Creía que descubrir un fallo de Perpetua era comprometerla en favor mío y sentí escrúpulos en hacerlo; las repercusiones fueron terribles para mí.

Yo había ido a Vigo por las señas de una camarada que estaba en Madrid y con quien Perpetua quería conectar para trabajar juntos. Pues bien, luego supe que esta persona era Eleuterio Lobo, que había estado en Portugal con Diéguez, Larrañaga y Girabau. Dichas señas se las había entregado a Perpetua a mi regreso a Madrid. Y ésta las puso en una caja de cerillas que fue encontrada por la policía, junto con todo un montón de papeles, en el registro que hicieron después de nuestra detención. 

Posiblemente fue esto lo que trajo la detención de Lobo. Sobre el comportamiento de Lobo me limito a copiar un párrafo del testimonio de condena que obra en mi poder:

Eleuterio Lobo Martín, soldado del ejército republicano, liberada España pasó a Francia y de allí a Méjico, donde tomó contacto con las organizaciones exteriores frentepopulistas, que le enviaron a España con la misión de enlazar y transmitir instrucciones a las clandestinas que funcionaban en el interior del país; desembarcando en Portugal para cumplir la misión que se le había confiado, penetró en nuestro territorio por la frontera norte portuguesa el día 22 de agosto de 1941, dirigiéndose a Madrid donde celebró algunas entrevistas hasta que fue detenido el día 13 de septiembre del mismo año, después de haber sido, al parecer, obligado por su actitud indiscreta, a entregar las notas y direcciones   que traía   al que entonces   era responsable nacional del Partido Comunista, Heriberto Quiñones (ejecutado). Con anterioridad a su detención demostró unactivo arrepentimiento, colaborando eficazmente a la desorganización de aquellos con quienes antes había colaborado".

Hoy es más fácil enlazar los hechos pero por aquel entonces fue imposible. Solamente había una acusación y mi negativa a aceptarla. Existía además el testimonio de Perpetua sobre mi comportamiento y la clave de la detención de Lobo la tenía ella, punto de partida para que el Partido llegara a comprender cómo la policía pudo localizar a Diéguez, Larrañaga y Girabau. Ésta no suministró ni entonces ni después, ninguna prueba para un mejor esclarecimiento de los hechos.  Lamento tener que recordar esos episodios, máxime cuando esa persona ya no existe, pero hay otras que pueden dar veracidad de los mismos. 

La situación en nuestra comunidad era de una gran tensión por la diversidad de opiniones que existían; hasta el punto de que ésta se deshizo. La misma diversidad alcanzaba al resto de las compañeras. Unas, partidarias de mi total aislamiento y otras que se mostraban más tolerantes.
            
En este estado de discusión estábamos cuando vino a la prisión de Les Corts el general Jesualdo de la Iglesia [juez instructor del Tribunal Especial de la Masonería y el Comunismo] a procesarnos. Pedía siete penas de muerte, varias condenas de treinta, veinte, quince y seis años de cárcel para los que formábamos el expediente. Pocos días después del procesamiento llegó la libertad de Clara [Pueyo], procesada por el artículo 30, que suponía petición de pena de muerte. La extrañeza fue grande. Más tarde se dijo que había sido falseada la firma del general. En Les Corts quedaron procesadas con este mismo artículo Isabel [Imbert] y Perpetua [Rejas]. De la cárcel Modelo salieron igual que Clara dos más, quedando, sin embargo, Calderón con petición de pena de muerte.

A los pocos días fuimos trasladadas a Madrid y se hizo cargo de nuestro expediente el coronel Eymar. Nuestro traslado fue penoso por dos razones: por la tensión existente entre nosotras y por la incógnita de nuestro futuro” 


Tomasa Cuevas
Testimonios de mujeres en las cárceles franquistas











No hay comentarios:

Publicar un comentario