La frontera invisible de la Guerra civil
Pasado Lyon, he virado a la izquierda hacia España y
los Pirineos. Sobrevuelo ahora nubes muy límpidas, nubes de verano, nubes de
capricho, entre las que se abren grandes agujeros como tragaluces. Discierno así
Perpiñán al fondo de uno de esos pozos.
Estoy solo a bordo, y evoco mis recuerdos inclinándome
hacia Perpiñán. Viví allí algunos meses. Mi tarea era probar hidroaviones en
Saint-Laurent de la Salanque. Cuando terminaba mi jornada, retornaba al corazón
de esa ciudad pequeña eternamente dominical. Una plaza grande, un café musical
y el oporto del anochecer. Yo asistía desde mi sillón de mimbre a la vida de
provincias. Me parecía ésta un juego tan inofensivo como pasar revista a
soldaditos de plomo. Esas muchachas tan bien pintaditas, esos paseantes
ociosos, ese cielo puro...
Aquí están los Pirineos. He dejado tras de mí la
última ciudad feliz.
He aquí España y Figueras. Aquí la gente se está
matando. ¡Ah! Lo más sorprendente no es descubrir incendios, ruinas y las
señales del infortunio humano, sino que no ve uno nada que indique tal cosa.
Esta ciudad es como la otra. Me inclino atentamente: nada ha marcado a este
ligero montoncito de gravilla blanca; la iglesia, que sé que han quemado,
brilla al sol. No distingo sus irreparables heridas. Ya se ha disipado la humareda blanca que ha acabado con sus
dorados, que ha fundido en el azul del cielo sus artesonados, sus libros de
oraciones y sus tesoros sacerdotales. Ni una sola línea se ve alterada. Sí,
esta ciudad se parece a la otra, asentada en el corazón de sus caminos abiertos
en abanico, como el insecto en el centro de su sedosa trampa. Como las otras
ciudades, ésta se alimenta de los frutos de la llanura, que hasta ella llegan a
lo largo de los caminos blancos. Y no descubro otra cosa sino la imagen de esa
lenta digestión que, con el curso de los siglos, ha ido señalando el
suelo, ahuyentando a los bosques, dividiendo los campos, extendiendo esos
canales nutricios. Ese rostro no cambiará ya nada. Es ya viejo. Y me digo a mí
mismo que una colonia de abejas, una vez construida su colmena, en el seno de
una hectárea de flores, conocería la paz. Pero la paz no fue concedida a las
colonias de hombres.
El drama, empero, hay que buscarlo para encontrarlo.
Pues el drama tiene lugar muy frecuentemente no en el mundo visible, sino en la
consciencia de los hombres. En Perpiñán mismo, ciudad feliz, un enfermo de
cáncer, tras la ventana del hospital, se revuelve de un lado al otro intentando
en vano escapar a su dolor como a un inexorable buitre. Y la paz de la ciudad
se altera con él. Es sin duda el milagro de la especie humana, que no hay
dolor ni pasión que no irradie y no cobre una importancia universal.
Un hombre, en su granero, si alimenta un deseo lo
bastante fuerte, comunica desde su granero el fuego al mundo.
Aquí está por fin Gerona, y después Barcelona, y yo
desciendo lentamente de lo alto de mi observatorio. Y no observo aquí tampoco
nada más que las avenidas desiertas. También aquí las iglesias, que han sido
devastadas, me parecen intactas.
Adivino en alguna zona una humareda apenas visible.
¿Es ésta una de las señales que yo buscaba?. ¿El testimonio de esa cólera que
tan pocos desperfectos ha causado, y tan poco ruido ha hecho, y que quizás, sin
embargo, lo ha arrasado todo? Porque una civilización se sostiene toda ella en
ese leve dorado que desaparece con un soplo.
Y tienen buena fe los que dicen: ¿dónde está el
terror en Barcelona? Aparte de veinte edificios quemados, ¿dónde está esa
ciudad reducida a cenizas? Aparte de algunos centenares de muertos entre un
millón doscientos mil habitantes, ¿dónde están esas hecatombes?...¿dónde está esa
frontera sangrante, más allá de la cual se dispara?...” Y, en efecto, yo he
visto a las multitudes tranquilas que circulaban por la Rambla, y si alguna vez
me he topado con barricadas de milicianos armados, ha bastado casi siempre con
sonreírles para poder franquearlas. La frontera no se encuentra ni mucho menos
a primera vista. La frontera, en la guerra civil, es invisible y pasa por el
corazón del hombre...
Y sin embargo, ya la primera noche yo la toqué...
Me había sentado en la terraza de un café entre
bebedores bonachones, cuando bruscamente cuatro hombres armados se detuvieron
frente a nosotros y viendo a mi vecino, sin mediar palabra dirigieron los
cañones de sus armas a su vientre. El hombre, con el rostro repentinamente
chorreando sudor, se levantó entonces y lentamente empezó a subir los brazos,
unos brazos de plomo. Uno de los milicianos, tras registrarlo, recorrió con la
mirada algunos papeles, y después le hizo seña de marchar. Y el
hombre dejó su vaso a mitad lleno, el último vaso de su vida, y se puso en
camino. Y sus dos manos levantadas por encima de la cabeza parecían las de un
hombre que se está ahogando. “Fascista”, murmuró una mujer entre los dientes,
detrás mía, y ésa fue la única testigo que osó indicar que le había llamado la
atención. Y el vaso del hombre se quedó allí, testimonio de una insensata
confianza en el azar, en la indulgencia, en la
vida...
Y yo veía alejarse, cernidos los riñones por
carabinas, a aquél por el que, a dos pasos de mí, cinco minutos antes, pasaba
la invisible frontera.
Antoine de Saint Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant, 12 de agosto de 1936
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