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1037. En Barcelona (España ensangrentada)



La frontera invisible de la Guerra civil

Pasado Lyon, he virado a la izquierda hacia España y los Pirineos. Sobrevuelo ahora nubes muy límpidas, nubes de verano, nubes de capricho, entre las que se abren grandes agujeros como tragaluces. Discierno así

Perpiñán al fondo de uno de esos pozos.

Estoy solo a bordo, y evoco mis recuerdos inclinándome hacia Perpiñán. Viví allí algunos meses. Mi tarea era probar hidroaviones en Saint-Laurent de la Salanque. Cuando terminaba mi jornada, retornaba al corazón de esa ciudad pequeña eternamente dominical. Una plaza grande, un café musical y el oporto del anochecer. Yo asistía desde mi sillón de mimbre a la vida de provincias. Me parecía ésta un juego tan inofensivo como pasar revista a soldaditos de plomo. Esas muchachas tan bien pintaditas, esos paseantes ociosos, ese cielo puro...

Aquí están los Pirineos. He dejado tras de mí la última ciudad feliz.

He aquí España y Figueras. Aquí la gente se está matando. ¡Ah! Lo más sorprendente no es descubrir incendios, ruinas y las señales del infortunio humano, sino que no ve uno nada que indique tal cosa. Esta ciudad es como la otra. Me inclino atentamente: nada ha marcado a este ligero montoncito de gravilla blanca; la iglesia, que sé que han quemado, brilla al sol. No distingo sus irreparables heridas. Ya se ha disipado la humareda blanca que ha acabado con sus dorados, que ha fundido en el azul del cielo sus artesonados, sus libros de oraciones y sus tesoros sacerdotales. Ni una sola línea se ve alterada. Sí, esta ciudad se parece a la otra, asentada en el corazón de sus caminos abiertos en abanico, como el insecto en el centro de su sedosa trampa. Como las otras ciudades, ésta se alimenta de los frutos de la llanura, que hasta ella llegan a lo largo de los caminos blancos. Y no descubro otra cosa sino la imagen de esa lenta digestión que, con el curso de los siglos, ha ido señalando el suelo, ahuyentando a los bosques, dividiendo los campos, extendiendo esos canales nutricios. Ese rostro no cambiará ya nada. Es ya viejo. Y me digo a mí mismo que una colonia de abejas, una vez construida su colmena, en el seno de una hectárea de flores, conocería la paz. Pero la paz no fue concedida a las colonias de hombres.

El drama, empero, hay que buscarlo para encontrarlo. Pues el drama tiene lugar muy frecuentemente no en el mundo visible, sino en la consciencia de los hombres. En Perpiñán mismo, ciudad feliz, un enfermo de cáncer, tras la ventana del hospital, se revuelve de un lado al otro intentando en vano escapar a su dolor como a un inexorable buitre. Y la paz de la ciudad se altera con él. Es sin duda el milagro de la especie humana, que no hay dolor ni pasión que no irradie y no cobre una importancia universal.

Un hombre, en su granero, si alimenta un deseo lo bastante fuerte, comunica desde su granero el fuego al mundo.

Aquí está por fin Gerona, y después Barcelona, y yo desciendo lentamente de lo alto de mi observatorio. Y no observo aquí tampoco nada más que las avenidas desiertas. También aquí las iglesias, que han sido devastadas, me parecen intactas. 

Adivino en alguna zona una humareda apenas visible. ¿Es ésta una de las señales que yo buscaba?. ¿El testimonio de esa cólera que tan pocos desperfectos ha causado, y tan poco ruido ha hecho, y que quizás, sin embargo, lo ha arrasado todo? Porque una civilización se sostiene toda ella en ese leve dorado que desaparece con un soplo.

Y tienen buena fe los que dicen: ¿dónde está el terror en Barcelona? Aparte de veinte edificios quemados, ¿dónde está esa ciudad reducida a cenizas? Aparte de algunos centenares de muertos entre un millón doscientos mil habitantes, ¿dónde están esas hecatombes?...¿dónde está esa frontera sangrante, más allá de la cual se dispara?...” Y, en efecto, yo he visto a las multitudes tranquilas que circulaban por la Rambla, y si alguna vez me he topado con barricadas de milicianos armados, ha bastado casi siempre con sonreírles para poder franquearlas. La frontera no se encuentra ni mucho menos a primera vista. La frontera, en la guerra civil, es invisible y pasa por el corazón del hombre...

Y sin embargo, ya la primera noche yo la toqué...

Me había sentado en la terraza de un café entre bebedores bonachones, cuando bruscamente cuatro hombres armados se detuvieron frente a nosotros y viendo a mi vecino, sin mediar palabra dirigieron los cañones de sus armas a su vientre. El hombre, con el rostro repentinamente chorreando sudor, se levantó entonces y lentamente empezó a subir los brazos, unos brazos de plomo. Uno de los milicianos, tras registrarlo, recorrió con la mirada algunos papeles, y después le hizo seña de marchar. Y el hombre dejó su vaso a mitad lleno, el último vaso de su vida, y se puso en camino. Y sus dos manos levantadas por encima de la cabeza parecían las de un hombre que se está ahogando. “Fascista”, murmuró una mujer entre los dientes, detrás mía, y ésa fue la única testigo que osó indicar que le había llamado la atención. Y el vaso del hombre se quedó allí, testimonio de una insensata confianza en el azar, en la indulgencia, en la 
vida...

Y yo veía alejarse, cernidos los riñones por carabinas, a aquél por el que, a dos pasos de mí, cinco minutos antes, pasaba la invisible frontera.


Antoine de Saint Exupéry, España ensangrentada
L´Intransigeant,  12 de agosto de 1936














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