Nunca pienso en la guerra civil española sin que me vengan dos recuerdos. Uno es del hospital del Lérida y de las tristes voces de los milicianos heridos que cantaban una canción cuyo estribillo decía:
¡Una revolución, luchar hasta el fin!
Pues bien, lucharon hasta el mismísimo fin. Durante los últimos dieciocho meses de la contienda, los ejércitos republicanos lucharon casi sin tabaco y con muy poca comida. Ya a mediados de 1937, cuando me fui de España, escaseaban la carne y el pan, el tabaco era una rareza, y era dificilísimo encontrar café y azúcar.
El otro recuerdo es del miliciano italiano que me estrechó la mano en la sala de guardia el día que me alisté en las milicias. Hablé de este hombre al comienzo de mi libro sobre la guerra española y no quiero repetir lo que dije allí. Cuando recuerdo -y con qué viveza- su uniforme raído y su cara feroz, conmovedora e inocente, parecen desvanecerse los complejos temas secundarios de la guerra y veo con claridad que al menos no había ninguna duda en cuanto a quién estaba en el lado de la razón.
Al margen de la política de las potencias y de las mentiras periodísticas, el objetivo principal de la guerra era que las personas como aquel miliciano conquistaran la vida digna a la que sabían que tenían derecho por naturaleza. Me cuesta pensar en el probable fin de aquel hombre en particular sin sentir una gama de resentimientos. Puesto que lo conocí en el Cuartel Lenin, es probable que fuera troskista o anarquista, y en las extrañas condiciones de los tiempos que corren, si a alguien así no lo mata la Gestapo, suele matarlo la GPU. Pero ese detalle no afecta a los objetivos a largo plazo. El rostro de aquel hombre, que sólo vi un par de minutos, sigue vivo en mi recuerdo como un aviso gráfico de lo que en verdad fue aquella guerra. Representa para mí a la flor y nata de la clase obrera europea, perseguida por la policía de todos los países, a la gente que llena las fosas comunes de los campos de batalla españoles, a los millones que hoy se pudren en los campos de trabajo.
Cuando pienso en quienes apoyan o han apoyado al fascismo no deja de sorprenderme su variedad. ¡Menuda tripulación! Imaginaos un programa capaz de meter en el mismo barco, aunque sea por un tiempo, a Hitler, a Petain, a Montagu Norman, a Pavelitch, a William Randolph Hearst, a Streicher, a Buchman, a Ezra Pound, a Juan March, a Cocteau, a Thyssen, al padre Coughlin, al muftí de Jerusalén, a a Arnold Lunn, a Antonescu, a Spengler, a Beverly Nichols, a lady Houston y a Marinetti. Pero la clave es muy sencilla. Todos los mencionados son personas con algo que perder, o personas que suspiran por una sociedad jerárquica y que temen la perspectiva de un mundo poblado por seres humanos libres e iguales.
Detrás del tono escandalizado con que se habla del «ateísmo» de Rusia y del «materialismo» de la clase obrera sólo está el afán del rico y del privilegiado por conservar lo que tienen. Lo mismo cabe afirmar, aunque contiene una verdad a medias, de todo cuanto se dice sobre la inutilidad de reorganizar la sociedad si no hay al mismo tiempo un «cambio espiritual», mucho más tranquilizador desde su punto de vista que un cambio de sistema económico.
Petain atribuye la caída de Francia al «amor por los placeres» del ciudadano corriente; daremos a esta afirmación el valor que tiene si nos preguntamos cuántos placeres hay en la vida de los obreros y los campesinos corrientes de Francia y cuántos en la de Petain. Menuda impertinencia la de estos politicastros, curas, literatos y demás especímenes que sermonean al socialista de base por su «materialismo». Lo único que el trabajador exige es lo que estos otros considerarían el mínimo imprescindible sin el que la vida humana no se puede vivir de ninguna de las maneras; que haya comida suficiente, que se acabe para siempre la pesadilla del desempleo, que haya igualdad de oportunidades para sus hijos, un baño al día, sábanas limpias con una frecuencia razonable, un techo sin goteras y una jornada laboral lo suficientemente corta para no desfallecer al salir del trabajo.
Ninguno de los que predican contra el «materialismo» pensaría que se puede vivir la vida sin esos requisitos. Y qué fácilmente se obtendría dicho mínimo. Bastaría con mentalizarse durante veinte años. Elevar el nivel de vida mundial a la altura del de Gran Bretaña no sería una empresa más aparatosa que esta guerra que libramos en la actualidad. Yo no digo -no sé si lo dice alguien- que una medida así vaya a solucionar nada por sí sola. Pero es que para abordar los problemas reales de la humanidad, primero hay que abolir las privaciones y las condiciones inhumanas del trabajo.
El principal problema de nuestra época es la pérdida de fe en la inmortalidad del alma, y es imposible afrontarlo mientras el ser humano trabaje como un esclavo o tiemble de miedo a la policía secreta. ¡Qué razón tiene el «materialismo» de la clase trabajadora! Qué razón tiene la clase trabajadora al pensar que el estómago viene antes que el alma, no en la escala de valores, sino en el tiempo.
Si entendemos esto, el largo horror que padecemos será al menos inteligible. Todos los argumentos que podrían hacer titubear al trabajador -los cantos de sirena de un Petain o un Gandhi; el hecho impepinable de que para luchar hay que degradarse; la equívoca postura moral de Gran Bretaña, con su fraseología democrática y su imperio de culis; la siniestra evolución de la Rusia soviética; la sórdida farsa de la política izquierdista- pasan a segundo plano y ya no se ve más que la lucha de la gente corriente, que despierta poco a poco contra los amos de la propiedad y los embusteros y lameculos que tienen a sueldo. La cuestión es muy sencilla: ¿quieren o no quieren las personas como el soldado italiano que se les permita llevar una vida plenamente humana y digna que en la actualidad es técnicamente accesible? ¿Devolverán, o no devolverán a la gente normal al arroyo? Yo, personalmente, aunque no tengo pruebas, creo que el hombre corriente ganará la batalla tarde o temprano, aunque desearía que fuera temprano y no tarde; por ejemplo, antes de que transcurra un siglo y no dentro de diez milenios. Tal fue la verdadera cuestión de la guerra civil española, como lo es de la guerra actual, y tal vez de otras que vendrán.
No volví a ver al italiano ni averigüé cómo se llamaba. Puede darse por hecho que está muerto.
No volví a ver al italiano ni averigüé cómo se llamaba. Puede darse por hecho que está muerto.
Unos dos años después, cuando la guerra ya estaba perdida, escribí estos versos en su memoria:
The italian soldier shook my hand
Beside the guard-room table;
The strong hand and the subtle hand
Whose palms are only able
To meet within the sound of guns,
But oh! What peace I knew then
In gazing on his battered face
Purer than any woman's!
For the fly-blown words that make me spew!
Still in his ears were holy,
And he was born knowing what I learned
Out of books and slowly.
The treacherous guns had told their tale
And we both had bought it,
But my gold brick was made of gold
Oh! Who ever would have thought it?
Good luck go with you Italian soldier!
But luck is not far for the brave;
What would the world give back to you?
Always less than you gave.
Between the shadow and the ghost,
Between the white and the red,
Between the bullet and the lie,
Where would you hide your head?
For where is Manuel González,
And where is Pedro Aguilar,
And where is Ramón Fenellosa?
The earthworms know where they are.
Your name and your deeds were forgotten
Before your bones were dry,
And the lie that slew you is buried
Under a deeper lie.
But the thing that I saw in your face
No power can disinherit:
No bomb that ever burst
Shatters the crystal spirit.
George Orwell
Recuerdos de la Guerra civil española
Capítulo VII
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