Esto es Madrid, una gran ciudad,
una ciudad moderna. La gente vive y trabaja en ella. Los ascensores funcionan,
los niños van a la escuela (corre en la siguiente esquina; es un cruce
peligroso). Y los hombres beben cerveza, haciendo pausas ocasionales para
escuchar (el gemido de los obuses te dice lo cerca que caerán). Pasas los días
y las noches esperando, esperando a que el bombardeo empiece o acabe. La srta.
Gellhorn nos cuenta cómo es la vida allí donde la muerte acecha en las calles,
y muy a menudo entra en las casas.
Al principio, los obuses pasaban por encima: podías oír el ruido que hacían al salir de los cañones de los fascistas, una especie de tos rota, y luego oírlos aletear hacia ti. A medida que se acercaban el sonido se volvía más rápido y firme y agudo y luego, enseguida, oías retumbar el sonido del impacto.
Pero ahora, desde hace no sé cuánto, porque el tiempo apenas significa algo, caen en la calle del hotel, y en la esquina y en la calle de la izquierda. Los obuses suenan diferente cuando caen tan cerca. Silban hacia ti, como si vinieran a por ti, a más velocidad de la que puedes imaginar y, al girar en el aire, gimen: un gemido que aumenta y se acelera hasta ser casi un grito, y entonces golpea y suena como un trueno de granito. No puedes hacer nada, no puedes escapar a otra parte; sólo puedes esperar. Pero resulta muy duro esperar sola en una habitación que se llena más y más de polvo a medida que los adoquines de la calle van pulverizándose y flotan en el aire.
Bajé al vestíbulo, practicando por el camino mi manera de respirar. No puedes dejar de respirar de forma extraña, aspirando el aire hasta la garganta, incapaz de inhalarlo.
Resultaba algo demencial estar viviendo en un hotel, como si fuera un hotel de Des Moines o de Nueva Orleans, con su vestíbulo y sus sillones de mimbre en el salón, y carteles en la puerta de tu habitación diciendo que enseguida te plancharán la ropa y que servirte la comida en la habitación cuesta un diez por ciento más, pero que hace de trinchera cada vez que la artillería inicia su bombardeo. El lugar entero temblaba con cada explosión de obús.
Al principio, los obuses pasaban por encima: podías oír el ruido que hacían al salir de los cañones de los fascistas, una especie de tos rota, y luego oírlos aletear hacia ti. A medida que se acercaban el sonido se volvía más rápido y firme y agudo y luego, enseguida, oías retumbar el sonido del impacto.
Pero ahora, desde hace no sé cuánto, porque el tiempo apenas significa algo, caen en la calle del hotel, y en la esquina y en la calle de la izquierda. Los obuses suenan diferente cuando caen tan cerca. Silban hacia ti, como si vinieran a por ti, a más velocidad de la que puedes imaginar y, al girar en el aire, gimen: un gemido que aumenta y se acelera hasta ser casi un grito, y entonces golpea y suena como un trueno de granito. No puedes hacer nada, no puedes escapar a otra parte; sólo puedes esperar. Pero resulta muy duro esperar sola en una habitación que se llena más y más de polvo a medida que los adoquines de la calle van pulverizándose y flotan en el aire.
Bajé al vestíbulo, practicando por el camino mi manera de respirar. No puedes dejar de respirar de forma extraña, aspirando el aire hasta la garganta, incapaz de inhalarlo.
Resultaba algo demencial estar viviendo en un hotel, como si fuera un hotel de Des Moines o de Nueva Orleans, con su vestíbulo y sus sillones de mimbre en el salón, y carteles en la puerta de tu habitación diciendo que enseguida te plancharán la ropa y que servirte la comida en la habitación cuesta un diez por ciento más, pero que hace de trinchera cada vez que la artillería inicia su bombardeo. El lugar entero temblaba con cada explosión de obús.
El conserje estaba en el vestíbulo y me dirigió una disculpa.
—Lamento esto, señorita. No resulta agradable. Puedo asegurarle que los bombardeos de noviembre fueron peores. Aun así, sigue siendo lamentable.
Le dije que sí, que no era muy agradable, ¿verdad? Él respondió que igual debía cambiarme a una habitación al fondo del edificio, que igual era más seguro. Por otro lado, las habitaciones de esa parte son menos agradables, al tener menos aire fresco. Le respondí que claro que habría menos aire. Entonces nos quedamos parados en el vestíbulo y escuchamos.
Sólo cabía esperar. Por todo Madrid hay gente esperando desde hace quince días. Esperan a que empiecen los bombardeos y a que terminen, y a que vuelvan a empezar. Venían de tres direcciones diferentes, en cualquier momento, sin previo aviso y sin objetivo claro. Miré por la puerta y vi gente por toda la plaza, parada en portales, esperando pacientemente, y en ese preciso momento cayó un obús y por el aire se alzó un manantial de adoquines de granito, y el humo plateado de la lidita se elevó suavemente.
En la puerta había un español bajito con camisa color lavanda, lazo y brillantes ojos pardos, mirando aquello con interés. No había ningún motivo para que los obuses no alcanzaran al hotel. Podían aterrizar tanto dentro del hotel como en cualquier otra parte. Otro obús cayó en medio de la calle, y una ventana se rompió lenta y delicadamente, con un bonito tintineo musical.
Yo observaba con dificultad a la gente de los otros portales, examinando sus rostros serios e inmensamente callados. Tenías la sensación de que esperaban allí desde hacía toda una eternidad, y el día anterior me sentí del mismo modo. El español bajito me habló.
—¿No le gusta esto?
—No.
—No es nada —dijo—. Esto no es nada. Ya se pasará. Y, de todos modos, sólo se puede morir una vez.
—Sí —dije sin entusiasmo.
Continuamos allí parados otro momento, y reinó el silencio. Hasta entonces, los obuses caían a razón de uno por minuto.
—Bueno —dijo—. Creo que esto ya está. Tengo trabajo. Soy un hombre responsable. No puedo perder el tiempo esperando a que caiga un obus. Salud —dijo, y salió tranquilamente a la calle, cruzándola con la misma calma.
Al verle, otros hombres decidieron también que el bombardeo había acabado, y había gente cruzando la plaza, ahora salpicada de grandes agujeros redondos y sembrada de adoquines y cristales rotos. Una anciana con una bolsa de la compra en la mano se alejó deprisa por una calle lateral. Y por la esquina aparecieron dos chicos, cogidos del brazo, cantando.
—Lamento esto, señorita. No resulta agradable. Puedo asegurarle que los bombardeos de noviembre fueron peores. Aun así, sigue siendo lamentable.
Le dije que sí, que no era muy agradable, ¿verdad? Él respondió que igual debía cambiarme a una habitación al fondo del edificio, que igual era más seguro. Por otro lado, las habitaciones de esa parte son menos agradables, al tener menos aire fresco. Le respondí que claro que habría menos aire. Entonces nos quedamos parados en el vestíbulo y escuchamos.
Sólo cabía esperar. Por todo Madrid hay gente esperando desde hace quince días. Esperan a que empiecen los bombardeos y a que terminen, y a que vuelvan a empezar. Venían de tres direcciones diferentes, en cualquier momento, sin previo aviso y sin objetivo claro. Miré por la puerta y vi gente por toda la plaza, parada en portales, esperando pacientemente, y en ese preciso momento cayó un obús y por el aire se alzó un manantial de adoquines de granito, y el humo plateado de la lidita se elevó suavemente.
En la puerta había un español bajito con camisa color lavanda, lazo y brillantes ojos pardos, mirando aquello con interés. No había ningún motivo para que los obuses no alcanzaran al hotel. Podían aterrizar tanto dentro del hotel como en cualquier otra parte. Otro obús cayó en medio de la calle, y una ventana se rompió lenta y delicadamente, con un bonito tintineo musical.
Yo observaba con dificultad a la gente de los otros portales, examinando sus rostros serios e inmensamente callados. Tenías la sensación de que esperaban allí desde hacía toda una eternidad, y el día anterior me sentí del mismo modo. El español bajito me habló.
—¿No le gusta esto?
—No.
—No es nada —dijo—. Esto no es nada. Ya se pasará. Y, de todos modos, sólo se puede morir una vez.
—Sí —dije sin entusiasmo.
Continuamos allí parados otro momento, y reinó el silencio. Hasta entonces, los obuses caían a razón de uno por minuto.
—Bueno —dijo—. Creo que esto ya está. Tengo trabajo. Soy un hombre responsable. No puedo perder el tiempo esperando a que caiga un obus. Salud —dijo, y salió tranquilamente a la calle, cruzándola con la misma calma.
Al verle, otros hombres decidieron también que el bombardeo había acabado, y había gente cruzando la plaza, ahora salpicada de grandes agujeros redondos y sembrada de adoquines y cristales rotos. Una anciana con una bolsa de la compra en la mano se alejó deprisa por una calle lateral. Y por la esquina aparecieron dos chicos, cogidos del brazo, cantando.
Todo es muy lamentable
Regresé a mi habitación, y de pronto volví a oír el silbido-gemido-grito-rugido y a sentir ese ruido en la garganta y a no poder oír o sentir o pensar, y el edificio tembló y dejó de hacerlo de golpe. En el vestíbulo, las doncellas se llamaban unas a otras, como pájaros, con voces agudas y excitadas. El conserje subió las escaleras con aire preocupado y negando con la cabeza. Subimos al piso superior y entramos en una habitación donde el humo de la lidita seguía flotando en el aire como una neblina. En la habitación no quedaba nada, los muebles eran astillas, las paredes estaban desnudas y rotas en algunas partes, y un gran agujero daba a la habitación contigua, donde la cama era un hierro retorcido levantado y estúpidamente apoyado contra la pared de la habitación.
—Oh, cielos —dijo el conserje con tristeza.
—Mira, Conchita —le dijo una doncella a otra—, el agujero da también a la 219.
—Oh —dijo una de las doncellas más jóvenes—, seguro que también ha destrozado el cuarto de baño de la 218.
El periodista que vivía en esa habitación había salido el día anterior para Londres.
—Bueno —dijo el conserje—, no se puede hacer nada. Es lamentable.
Las doncellas volvieron al trabajo. Un piloto de avión bajó del quinto piso. Dijo que todo aquello era muy molesto, que tenía un permiso de dos días y que la cosa no paraba. Además, dijo, un fragmento del obús había entrado en su habitación rompiendo sus artículos de tocador. Era algo desconsiderado, nada correcto. Pensaba salir a tomar una cerveza. Esperó en la puerta a que cayera un obús, y cruzó la plaza corriendo, llegando al café que había en la acera de enfrente justo antes de que cayese el siguiente. No se podía esperar eternamente; no se puede ser precavido todo el día.
Después, podía verse por todo Madrid a gente examinando con pasmo y curiosidad los nuevos agujeros de obús. O bien continuaban con su rutina diaria, como si sólo la hubiera interrumpido una fuerte tormenta y poco más. Los clientes volvían por la tarde al café alcanzado por un obús por mañana, donde habían muerto tres hombres que leían el periódico y tomaban café en su mesa. Al acabar el día se podía ir al bar Chicote, subiendo por una calle que es tierra de nadie, donde se oye el silbido de los obuses incluso cuando reina el silencio, para descubrir que el bar seguía tan lleno como siempre. Por el camino podías cruzarte con un caballo y una mula muertos, acribillados de metralla, y caminar sobre rastros de sangre humana entrecruzados en el pavimento.
Podías bajar una calle, oyendo sólo los ruidos de los tranvías y de los automóviles y de la gente llamándose unos a otros y, de pronto, aplastándolo todo, se oía el potente bramido de un obús en la esquina. No hay adónde huir, porque ¿cómo saber si el siguiente obús caerá detrás de ti, o delante, o a tu izquierda o tu derecha? Y meterte en un edificio también era una tontería, dado lo que podían hacerle los obuses a una casa.
Así que igual acababas entrando en una tienda porque era justo lo que pretendías hacer antes de que empezara el bombardeo. Dentro de una zapatería, cinco mujeres se prueban zapatos. Dos chicas se prueban sandalias de verano sentadas ante el escaparate. A la tercera explosión cercana, el vendedor les dice con educación:
—Creo que sería mejor desplazarse más al interior de la tienda. El escaparate podría romperse y cortarles.
Hay mujeres haciendo cola, como las hay por todo Madrid; mujeres calladas, normalmente vestidas de negro, con bolsas de la compra colgando del brazo, esperando para comprar comida. Un obús cae al otro lado de la plaza. Vuelven la cabeza para mirar y se pegan un poco más a la casa, pero nadie deja su lugar en la cola. Después de todo, llevan allí tres horas y los niños esperan comida en casa.
En la Plaza Mayor, los limpiabotas esperan en las esquinas con sus cajitas de cremas y cepillos, y los viandantes se paran y se hacen limpiar los zapatos mientras leen el periódico o conversan entre ellos. Cuando arrecia la lluvia de obuses, los limpiabotas recogen su equipo y retroceden un poco por una calle lateral.
Ahora la plaza está vacía, aunque hay gente apoyada en las casas que la forman, y los obuses caen tan seguidos que casi no hay tiempo entre uno y otro para oírlos venir, sólo el constante rugir de su aterrizaje en los adoquines de granito.
Entonces, se interrumpe por un momento. Una anciana con un chal sobre los hombros, que lleva de la mano a un niño flaco y aterrorizado, entra corriendo en la plaza. Sabes lo que piensa: que debe llevar al niño a casa, que siempre se está más a salvo en casa, con las cosas que conoces. Nadie cree que puedan matarte estando en tu propia sala de estar; ni se te pasa por la cabeza. Está en medio de la plaza cuando llega el siguiente obús.
Un pequeño trozo de afilado metal retorcido y al rojo se desprende del obús y alcanza al niño en la garganta. La anciana se queda inmóvil, sosteniendo la mano del niño muerto, mirándolo estúpidamente, sin decir nada, y los hombres corren hacia ella para ayudarla a llevar al niño. A su izquierda, en un lateral de la plaza, hay un enorme cartel que dice: «Salgan de Madrid».
En esta calle no queda nada aparte de las paredes exteriores de las casas. Extrañamente, una manzana más abajo, lo que ha desaparecido son las paredes exteriores del edificio, quedando sólo el interior de las casas, abiertas como una casa de muñecas, con los muebles todavía en su sitio, los cuadros todavía en las paredes. Lo hicieron las bombas al empezar el invierno. Por todas partes se ve la parte más increíble de la guerra.
Puedes caminar por una calle y ver en las bocas de las alcantarillas una zapatilla dorada, dos libros forrados en piel, la pantalla de una lámpara y un vestido de verano, ahora sucio y hecho jirones, todo ello descuidadamente arrancado de alguna casa del barrio. Puedes entrar en un portal y tropezar con un candelabro que ha caído de un apartamento cinco o seis pisos más arriba. Sabes cosas de la gente que vive en esas casas con sólo detenerte en la calle. Conoces sus gustos en cuanto a muebles, porcelana y pintura, si son ricos o sólo un poco ricos, y es extraordinario lo conmovedora y secreta que resulta ser la vida de la gente cuando de pronto ves su casa en ruinas.
Regresé a mi habitación, y de pronto volví a oír el silbido-gemido-grito-rugido y a sentir ese ruido en la garganta y a no poder oír o sentir o pensar, y el edificio tembló y dejó de hacerlo de golpe. En el vestíbulo, las doncellas se llamaban unas a otras, como pájaros, con voces agudas y excitadas. El conserje subió las escaleras con aire preocupado y negando con la cabeza. Subimos al piso superior y entramos en una habitación donde el humo de la lidita seguía flotando en el aire como una neblina. En la habitación no quedaba nada, los muebles eran astillas, las paredes estaban desnudas y rotas en algunas partes, y un gran agujero daba a la habitación contigua, donde la cama era un hierro retorcido levantado y estúpidamente apoyado contra la pared de la habitación.
—Oh, cielos —dijo el conserje con tristeza.
—Mira, Conchita —le dijo una doncella a otra—, el agujero da también a la 219.
—Oh —dijo una de las doncellas más jóvenes—, seguro que también ha destrozado el cuarto de baño de la 218.
El periodista que vivía en esa habitación había salido el día anterior para Londres.
—Bueno —dijo el conserje—, no se puede hacer nada. Es lamentable.
Las doncellas volvieron al trabajo. Un piloto de avión bajó del quinto piso. Dijo que todo aquello era muy molesto, que tenía un permiso de dos días y que la cosa no paraba. Además, dijo, un fragmento del obús había entrado en su habitación rompiendo sus artículos de tocador. Era algo desconsiderado, nada correcto. Pensaba salir a tomar una cerveza. Esperó en la puerta a que cayera un obús, y cruzó la plaza corriendo, llegando al café que había en la acera de enfrente justo antes de que cayese el siguiente. No se podía esperar eternamente; no se puede ser precavido todo el día.
Después, podía verse por todo Madrid a gente examinando con pasmo y curiosidad los nuevos agujeros de obús. O bien continuaban con su rutina diaria, como si sólo la hubiera interrumpido una fuerte tormenta y poco más. Los clientes volvían por la tarde al café alcanzado por un obús por mañana, donde habían muerto tres hombres que leían el periódico y tomaban café en su mesa. Al acabar el día se podía ir al bar Chicote, subiendo por una calle que es tierra de nadie, donde se oye el silbido de los obuses incluso cuando reina el silencio, para descubrir que el bar seguía tan lleno como siempre. Por el camino podías cruzarte con un caballo y una mula muertos, acribillados de metralla, y caminar sobre rastros de sangre humana entrecruzados en el pavimento.
Podías bajar una calle, oyendo sólo los ruidos de los tranvías y de los automóviles y de la gente llamándose unos a otros y, de pronto, aplastándolo todo, se oía el potente bramido de un obús en la esquina. No hay adónde huir, porque ¿cómo saber si el siguiente obús caerá detrás de ti, o delante, o a tu izquierda o tu derecha? Y meterte en un edificio también era una tontería, dado lo que podían hacerle los obuses a una casa.
Así que igual acababas entrando en una tienda porque era justo lo que pretendías hacer antes de que empezara el bombardeo. Dentro de una zapatería, cinco mujeres se prueban zapatos. Dos chicas se prueban sandalias de verano sentadas ante el escaparate. A la tercera explosión cercana, el vendedor les dice con educación:
—Creo que sería mejor desplazarse más al interior de la tienda. El escaparate podría romperse y cortarles.
Hay mujeres haciendo cola, como las hay por todo Madrid; mujeres calladas, normalmente vestidas de negro, con bolsas de la compra colgando del brazo, esperando para comprar comida. Un obús cae al otro lado de la plaza. Vuelven la cabeza para mirar y se pegan un poco más a la casa, pero nadie deja su lugar en la cola. Después de todo, llevan allí tres horas y los niños esperan comida en casa.
En la Plaza Mayor, los limpiabotas esperan en las esquinas con sus cajitas de cremas y cepillos, y los viandantes se paran y se hacen limpiar los zapatos mientras leen el periódico o conversan entre ellos. Cuando arrecia la lluvia de obuses, los limpiabotas recogen su equipo y retroceden un poco por una calle lateral.
Ahora la plaza está vacía, aunque hay gente apoyada en las casas que la forman, y los obuses caen tan seguidos que casi no hay tiempo entre uno y otro para oírlos venir, sólo el constante rugir de su aterrizaje en los adoquines de granito.
Entonces, se interrumpe por un momento. Una anciana con un chal sobre los hombros, que lleva de la mano a un niño flaco y aterrorizado, entra corriendo en la plaza. Sabes lo que piensa: que debe llevar al niño a casa, que siempre se está más a salvo en casa, con las cosas que conoces. Nadie cree que puedan matarte estando en tu propia sala de estar; ni se te pasa por la cabeza. Está en medio de la plaza cuando llega el siguiente obús.
Un pequeño trozo de afilado metal retorcido y al rojo se desprende del obús y alcanza al niño en la garganta. La anciana se queda inmóvil, sosteniendo la mano del niño muerto, mirándolo estúpidamente, sin decir nada, y los hombres corren hacia ella para ayudarla a llevar al niño. A su izquierda, en un lateral de la plaza, hay un enorme cartel que dice: «Salgan de Madrid».
En esta calle no queda nada aparte de las paredes exteriores de las casas. Extrañamente, una manzana más abajo, lo que ha desaparecido son las paredes exteriores del edificio, quedando sólo el interior de las casas, abiertas como una casa de muñecas, con los muebles todavía en su sitio, los cuadros todavía en las paredes. Lo hicieron las bombas al empezar el invierno. Por todas partes se ve la parte más increíble de la guerra.
Puedes caminar por una calle y ver en las bocas de las alcantarillas una zapatilla dorada, dos libros forrados en piel, la pantalla de una lámpara y un vestido de verano, ahora sucio y hecho jirones, todo ello descuidadamente arrancado de alguna casa del barrio. Puedes entrar en un portal y tropezar con un candelabro que ha caído de un apartamento cinco o seis pisos más arriba. Sabes cosas de la gente que vive en esas casas con sólo detenerte en la calle. Conoces sus gustos en cuanto a muebles, porcelana y pintura, si son ricos o sólo un poco ricos, y es extraordinario lo conmovedora y secreta que resulta ser la vida de la gente cuando de pronto ves su casa en ruinas.
Una visita a Pedro
Pero al no quedar nada en donde vivir, ya nadie vive allí, además de que a sólo dos manzanas de distancia están las trincheras, y a la izquierda hay otro frente, en la Casa de Campo. Las balas perdidas zumban por esas calles y, cuando te alcanzan, las pérdidas son tan peligrosas como cualquier otra clase de bala. Si caminas entre las barricadas de las calles, junto a las casas destrozadas, el único sonido que se oye es el de una ametralladora disparando en la Ciudad Universitaria, y un pájaro.
Es algo así como caminar por el campo, por senderos destripados, con las barricadas de las calles haciendo extraño el paisaje, donde las casas son como los decorados de una película de guerra; parece imposible que las casas puedan ser así.
Vamos a visitar a un portero que vive en esta parte de la ciudad con su familia. Son las únicas personas que hay por aquí, exceptuando a los soldados que guardan las barricadas. Se llama Pedro.
Pedro vivía en una buena casa de pisos, de la que era portero y vigilante desde hacía ocho años. En noviembre cayó una bomba en el tejado; Pedro y su familia estaban en su pequeña casa del sótano y no les pasó nada. No vieron motivos para mudarse. Estaban acostumbrados a vivir allí y, en tiempos de guerra, un sótano resulta mucho más deseable que en tiempos de paz.
Nos oyeron llegar y nos recibieron en la puerta. Nos enseñaron orgullosos el edificio. Atravesamos un vestíbulo de mármol, pasamos ante un ascensor, cruzamos una puerta principal de caoba y llegamos a una habitación que era polvo y escayola rota. Alzamos la mirada y pudimos ver, a lo largo de ocho pisos, las entrañas de todos los pisos del edificio. La bomba había impactado de lleno y sólo quedaban las paredes exteriores. En el séptimo piso había un cuarto de baño y la bañera colgaba en el vacío sujeta por las tuberías. En el cuarto había una alacena llena de porcelana intacta apilada en pulcros montones. Las dos hijitas del portero jugaban en medio de toda esa destrucción como los niños juegan en un solar, o en una cueva junto al río.
Nos sentamos en su apartamento del sótano, con las luces encendidas, y hablamos. Dijeron que sí, que claro que era difícil conseguir comida, pero era difícil para todos y nunca habían pasado hambre de verdad. Sí, los bombardeos eran muy malos, pero esperaban en casa a que parasen. El único problema, decían, era que las niñas no podían ir a la escuela y Juanita ya llevaba un año de retraso por problemas de garganta, y no le convenía perder otro. No podían ir a la escuela porque había sido bombardeada y no podían dejar que los niños cruzaran Madrid para ir a otra escuela, porque las balas pasaban silbando más allá de las barricadas del final de la manzana y no podían arriesgarse a que las niñas resultaran heridas.
Juanita dijo que, de todos modos, no le gustaba la escuela, que quería ser pintora y prefería quedarse en casa y pintar. Copiaba con lápices de colores en papel de envolver la foto de un caballero español cuyo retrato colgaba en la pared de un destrozado apartamento del primer piso del edificio.
La mujer de Pedro dijo que era maravilloso que las mujeres de España pudieran tener ahora una carrera, ¿estaba yo enterada de eso? Era así desde la República. «Estamos a favor de la República», dijo. «Creo que María podrá estudiar para ser médico. ¿Pueden las mujeres ser médico en América?».
Pero al no quedar nada en donde vivir, ya nadie vive allí, además de que a sólo dos manzanas de distancia están las trincheras, y a la izquierda hay otro frente, en la Casa de Campo. Las balas perdidas zumban por esas calles y, cuando te alcanzan, las pérdidas son tan peligrosas como cualquier otra clase de bala. Si caminas entre las barricadas de las calles, junto a las casas destrozadas, el único sonido que se oye es el de una ametralladora disparando en la Ciudad Universitaria, y un pájaro.
Es algo así como caminar por el campo, por senderos destripados, con las barricadas de las calles haciendo extraño el paisaje, donde las casas son como los decorados de una película de guerra; parece imposible que las casas puedan ser así.
Vamos a visitar a un portero que vive en esta parte de la ciudad con su familia. Son las únicas personas que hay por aquí, exceptuando a los soldados que guardan las barricadas. Se llama Pedro.
Pedro vivía en una buena casa de pisos, de la que era portero y vigilante desde hacía ocho años. En noviembre cayó una bomba en el tejado; Pedro y su familia estaban en su pequeña casa del sótano y no les pasó nada. No vieron motivos para mudarse. Estaban acostumbrados a vivir allí y, en tiempos de guerra, un sótano resulta mucho más deseable que en tiempos de paz.
Nos oyeron llegar y nos recibieron en la puerta. Nos enseñaron orgullosos el edificio. Atravesamos un vestíbulo de mármol, pasamos ante un ascensor, cruzamos una puerta principal de caoba y llegamos a una habitación que era polvo y escayola rota. Alzamos la mirada y pudimos ver, a lo largo de ocho pisos, las entrañas de todos los pisos del edificio. La bomba había impactado de lleno y sólo quedaban las paredes exteriores. En el séptimo piso había un cuarto de baño y la bañera colgaba en el vacío sujeta por las tuberías. En el cuarto había una alacena llena de porcelana intacta apilada en pulcros montones. Las dos hijitas del portero jugaban en medio de toda esa destrucción como los niños juegan en un solar, o en una cueva junto al río.
Nos sentamos en su apartamento del sótano, con las luces encendidas, y hablamos. Dijeron que sí, que claro que era difícil conseguir comida, pero era difícil para todos y nunca habían pasado hambre de verdad. Sí, los bombardeos eran muy malos, pero esperaban en casa a que parasen. El único problema, decían, era que las niñas no podían ir a la escuela y Juanita ya llevaba un año de retraso por problemas de garganta, y no le convenía perder otro. No podían ir a la escuela porque había sido bombardeada y no podían dejar que los niños cruzaran Madrid para ir a otra escuela, porque las balas pasaban silbando más allá de las barricadas del final de la manzana y no podían arriesgarse a que las niñas resultaran heridas.
Juanita dijo que, de todos modos, no le gustaba la escuela, que quería ser pintora y prefería quedarse en casa y pintar. Copiaba con lápices de colores en papel de envolver la foto de un caballero español cuyo retrato colgaba en la pared de un destrozado apartamento del primer piso del edificio.
La mujer de Pedro dijo que era maravilloso que las mujeres de España pudieran tener ahora una carrera, ¿estaba yo enterada de eso? Era así desde la República. «Estamos a favor de la República», dijo. «Creo que María podrá estudiar para ser médico. ¿Pueden las mujeres ser médico en América?».
En un cuarto soleado
Hacía un hermoso día soleado y salieron a la calle para despedirse de nosotros. Lamentaban no tener nada que ofrecernos; sólo una naranja. ¿Queríamos una naranja? «Será mejor que dos manzanas. Más abajo crucen rápido. Es una mala calle; hay muchos tiroteos en la Casa de Campo, y siempre hay balas perdidas. Cuando salgo con las niñas, siempre las hago pasar corriendo por esa parte», dijo Pedro.
En el sexto piso del Hotel Palace había heridos que hablaban francés. Ese hotel me impresiona siempre, porque tiene una mesa de recepción con un cartel que dice «Peluquería en el sexto piso», y otro cartel donde dice lo hermosa que es Mallorca, y que te recomienda el hotel que tienen allí. El Hotel Palace conserva todos sus muebles, pero huele a éter y está abarrotado de hombres vendados. Se ha convertido en el primer hospital militar de Madrid. He estado en la sala de operaciones, que antes era su salón de lectura.
En el vestíbulo se apilan las camillas ensangrentadas, pero esta tarde está muy tranquilo. Las estanterías imperio que antes contenían libros para que leyeran los huéspedes del hotel, se utilizan ahora para guardar vendas, agujas hipodérmicas e instrumental quirúrgico, y hay focos brillantes en los candelabros de cristal tallado para facilitar las operaciones. La enfermera de guardia me habló de los hombres de la sexta planta y subí a verlos.
La habitación era muy soleada. En ella había cuatro hombres. Uno se sentaba en una silla con la pierna en alto, escayolada. Vestía camisa roja y yo sólo lo veía de perfil. A su lado, un hombre con boina le hacía en silencio un retrato con pinturas al pastel. Los otros dos hombres estaban acostados. Intenté no mirar a uno de ellos, temiendo no poder mirarlo sin que mi rostro me delatara, y él viera en mí en lo que se había convertido. El otro estaba callado y pálido, parecía cansado. Sonrió una o dos veces, pero no habló. Tenía una herida muy fea en el pecho.
El hombre de la camisa roja era húngaro; un trozo de metralla le había reventado la rodilla. Era guapo y muy educado y rehusó cortésmente hablar de su herida por considerarla carente de importancia. Estaba vivo, era afortunado, los médicos eran buenos y seguramente se le curaría bien la rodilla. En el peor de los casos, acabaría cojeando. Quería hablar de su amigo, el que le hacía el retrato. «Jaime es un gran artista» dijo, «mire que bien trabaja. Siempre quiso ser pintor pero nunca antes había tenido tanto tiempo».
Jaime sonrió y siguió trabajando: lo hacía muy pegado al papel, parándose de vez en cuando para mirar al hombre de la camisa roja. Tenía los ojos raros, como empañados y apagados. Me fije en lo despacio que dibujaba, como no estando muy seguro de lo que hacía, y en lo cuidadosamente que miraba cada barra de pastel decidiendo de qué color era. Le dije que era un buen retrato, que tenía un gran parecido y me dio las gracias. Algo más tarde le llamó alguien y se marchó, y entonces el hombre de la camisa roja se dirigió a mí. «Lo hirieron en la cabeza; se tapa la herida con la boina. No tiene los ojos muy bien; de hecho los tiene muy mal. No ve mucho. Le pedimos que nos haga retratos para tenerlo ocupado y hacerle creer que todavía ve bien. Jaime nunca se queja».
—¿Qué le ha pasado al chico de ahí? —pregunté en voz baja.
—Es piloto.
Los dos guardamos silencio. Era bastante fácil adivinar lo que le había pasado, pero él me lo explicó, hablando en voz baja. En ese momento, el chico tenía los ojos cerrados, y quizá dormía. Era rubio y joven, con la cara redonda. Lo único que quedaba de ella eran los ojos. Habían derribado su avión y éste se había incendiado; llevar las gafas de aviador le había salvado la vista. Su rostro y sus manos eran una costra gruesa y dura y parda, y tenía unas manos enormes; no tenía labios, sólo la costra. Había salvado la ametralladora y los mapas que había hecho de las posiciones enemigas, arreglándoselas de algún modo para arrastrarse fuera del avión tirando del arma, y cuando lo trajeron aún preguntaba por esas cosas. Lo peor era que su dolor era tan grande que no le dejaba dormir.
Hacía un hermoso día soleado y salieron a la calle para despedirse de nosotros. Lamentaban no tener nada que ofrecernos; sólo una naranja. ¿Queríamos una naranja? «Será mejor que dos manzanas. Más abajo crucen rápido. Es una mala calle; hay muchos tiroteos en la Casa de Campo, y siempre hay balas perdidas. Cuando salgo con las niñas, siempre las hago pasar corriendo por esa parte», dijo Pedro.
En el sexto piso del Hotel Palace había heridos que hablaban francés. Ese hotel me impresiona siempre, porque tiene una mesa de recepción con un cartel que dice «Peluquería en el sexto piso», y otro cartel donde dice lo hermosa que es Mallorca, y que te recomienda el hotel que tienen allí. El Hotel Palace conserva todos sus muebles, pero huele a éter y está abarrotado de hombres vendados. Se ha convertido en el primer hospital militar de Madrid. He estado en la sala de operaciones, que antes era su salón de lectura.
En el vestíbulo se apilan las camillas ensangrentadas, pero esta tarde está muy tranquilo. Las estanterías imperio que antes contenían libros para que leyeran los huéspedes del hotel, se utilizan ahora para guardar vendas, agujas hipodérmicas e instrumental quirúrgico, y hay focos brillantes en los candelabros de cristal tallado para facilitar las operaciones. La enfermera de guardia me habló de los hombres de la sexta planta y subí a verlos.
La habitación era muy soleada. En ella había cuatro hombres. Uno se sentaba en una silla con la pierna en alto, escayolada. Vestía camisa roja y yo sólo lo veía de perfil. A su lado, un hombre con boina le hacía en silencio un retrato con pinturas al pastel. Los otros dos hombres estaban acostados. Intenté no mirar a uno de ellos, temiendo no poder mirarlo sin que mi rostro me delatara, y él viera en mí en lo que se había convertido. El otro estaba callado y pálido, parecía cansado. Sonrió una o dos veces, pero no habló. Tenía una herida muy fea en el pecho.
El hombre de la camisa roja era húngaro; un trozo de metralla le había reventado la rodilla. Era guapo y muy educado y rehusó cortésmente hablar de su herida por considerarla carente de importancia. Estaba vivo, era afortunado, los médicos eran buenos y seguramente se le curaría bien la rodilla. En el peor de los casos, acabaría cojeando. Quería hablar de su amigo, el que le hacía el retrato. «Jaime es un gran artista» dijo, «mire que bien trabaja. Siempre quiso ser pintor pero nunca antes había tenido tanto tiempo».
Jaime sonrió y siguió trabajando: lo hacía muy pegado al papel, parándose de vez en cuando para mirar al hombre de la camisa roja. Tenía los ojos raros, como empañados y apagados. Me fije en lo despacio que dibujaba, como no estando muy seguro de lo que hacía, y en lo cuidadosamente que miraba cada barra de pastel decidiendo de qué color era. Le dije que era un buen retrato, que tenía un gran parecido y me dio las gracias. Algo más tarde le llamó alguien y se marchó, y entonces el hombre de la camisa roja se dirigió a mí. «Lo hirieron en la cabeza; se tapa la herida con la boina. No tiene los ojos muy bien; de hecho los tiene muy mal. No ve mucho. Le pedimos que nos haga retratos para tenerlo ocupado y hacerle creer que todavía ve bien. Jaime nunca se queja».
—¿Qué le ha pasado al chico de ahí? —pregunté en voz baja.
—Es piloto.
Los dos guardamos silencio. Era bastante fácil adivinar lo que le había pasado, pero él me lo explicó, hablando en voz baja. En ese momento, el chico tenía los ojos cerrados, y quizá dormía. Era rubio y joven, con la cara redonda. Lo único que quedaba de ella eran los ojos. Habían derribado su avión y éste se había incendiado; llevar las gafas de aviador le había salvado la vista. Su rostro y sus manos eran una costra gruesa y dura y parda, y tenía unas manos enormes; no tenía labios, sólo la costra. Había salvado la ametralladora y los mapas que había hecho de las posiciones enemigas, arreglándoselas de algún modo para arrastrarse fuera del avión tirando del arma, y cuando lo trajeron aún preguntaba por esas cosas. Lo peor era que su dolor era tan grande que no le dejaba dormir.
Dinero para los hospitales
Entonces entró un soldado al que yo conocía y nos acercamos al piloto quemado y le deseé suerte. El rostro abrasado se movió casi imperceptiblemente, y, al inclinarme, pude oírle decir:
—Me pondré bien y volveré al frente.
No había odio en su voz ni rabia ni venganza. Era paciente con su dolor como una piedra.
«Son buenos hombres» dijo el soldado al que yo conocía, un polaco. «Oye, Dominic, el de la habitación 507, tiene mimosas. Una rama entera. ¿Quieres que vayamos a verlo? Dice que crece por todas partes donde él vive, en Marsella. Nunca he visto flores como esas».
De vez en cuando, los actores dejan de hablar y esperan: los obuses siguen cayendo en la Plaza Mayor y a la derecha de la Gran Vía, y cuando caen demasiado cerca no se oyen los diálogos de la obra. Así que, esperan. Es una representación benéfica de matinal de domingo, para conseguir dinero para los hospitales.
La obra está escrita por un aficionado, y son aficionados quienes la dirigen, hacen el vestuario y la representan. El público está encantado; es una obra dramática sobre la crisis psicológica y moral de un joven que decide no ser sacerdote. Al público le resulta terriblemente graciosa y se ríe con ganas en los momentos más emotivos.
Los actores aguantan en el escenario, a veces contrariados por el público, animándose unos a otros en voz baja. Les gusta la obra y disfrutan interpretándola, y siguen representándola con calma, preocupándose muy poco o nada por el público. Sus gestos son asombrosos, como los de las marionetas de un guiñol, y el héroe del drama olvida constantemente sus frases.
Entonces entró un soldado al que yo conocía y nos acercamos al piloto quemado y le deseé suerte. El rostro abrasado se movió casi imperceptiblemente, y, al inclinarme, pude oírle decir:
—Me pondré bien y volveré al frente.
No había odio en su voz ni rabia ni venganza. Era paciente con su dolor como una piedra.
«Son buenos hombres» dijo el soldado al que yo conocía, un polaco. «Oye, Dominic, el de la habitación 507, tiene mimosas. Una rama entera. ¿Quieres que vayamos a verlo? Dice que crece por todas partes donde él vive, en Marsella. Nunca he visto flores como esas».
De vez en cuando, los actores dejan de hablar y esperan: los obuses siguen cayendo en la Plaza Mayor y a la derecha de la Gran Vía, y cuando caen demasiado cerca no se oyen los diálogos de la obra. Así que, esperan. Es una representación benéfica de matinal de domingo, para conseguir dinero para los hospitales.
La obra está escrita por un aficionado, y son aficionados quienes la dirigen, hacen el vestuario y la representan. El público está encantado; es una obra dramática sobre la crisis psicológica y moral de un joven que decide no ser sacerdote. Al público le resulta terriblemente graciosa y se ríe con ganas en los momentos más emotivos.
Los actores aguantan en el escenario, a veces contrariados por el público, animándose unos a otros en voz baja. Les gusta la obra y disfrutan interpretándola, y siguen representándola con calma, preocupándose muy poco o nada por el público. Sus gestos son asombrosos, como los de las marionetas de un guiñol, y el héroe del drama olvida constantemente sus frases.
Ni pánico, ni histerismos
Entonces cae un obús y guardan silencio, como para no malgastar las palabras, y vuelven a empezar.
Acaba con una nota muy emotiva y el público aúlla de alegría y de risa. La heroína, que se supone que debe llorar, se estremece de risa y el protagonista la mira con desagrado, aunque es su amada prometida en la obra. Entonces, baja el telón y sale el héroe para decir que siente haber olvidado sus frases pero que no había tenido tiempo para memorizarlas. Había estado hasta pocas horas antes en las trincheras de Garabitas (todo el mundo sabe que hace dos días que se ataca esa posición) y no había podido memorizarla entera.
El público aplaude y grita que ha estado muy bien, que de todos modos no les importa. Entonces él dice que ha escrito un poema en las trincheras y que le gustaría recitarlo. Y lo recita. Y el poema es bueno. Es fluido y rápido y está lleno de rimbombantes palabras largas y rimas notables y su lectura es excelente, y cuando termina el público le aplaude y él parece muy feliz. Es un joven agradable, aunque no un brillante poeta y saben que le ha tocado luchar en una mala trinchera y disfrutan con las obras y el teatro, aunque las obras sean malas y el teatro esté al final de una calle bombardeada por obuses.
Después de esto, un chico alto y delgado, vestido con frac alquilado, cuello de celulosa y un sombrero de copa que le viene grande, aparece en el escenario y baila lo que se complace en llamar claqué americano. Todo el mundo se emociona y se siente orgulloso de él por haber aprendido ese difícil baile extranjero.
Cada noche, en la cama, se oyen las ametralladoras de la Ciudad Universitaria, a sólo diez manzanas de distancia. De vez en cuando escuchas la explosión sorda y contundente de un mortero. Cuando los obuses te despiertan, lo primero que piensas es que ha sido un trueno. Si no caen demasiado cerca, no te despiertas.
Sabes que en noviembre Junkers negros sobrevolaron la ciudad bombardeándola, que no ha habido combustible en todo el invierno y que los días son fríos y las noches más aún, y sabes que la comida escasea y que todas esas personas tienen hijos, maridos o novios en algún lugar del frente. Y que ahora viven en una ciudad donde te juegas la vida y sólo te cabe esperar que tengas suerte. No has visto pánico, ni histerismos, ni has oído a nadie hablar con odio. Sabes que tienen esa clase de fe que conduce al valor y a un futuro bueno. No tienes derecho a sentirte molesto. En ninguna parte hay luz, y la ciudad está tranquila. Lo más sensato es volverte a dormir.
Entonces cae un obús y guardan silencio, como para no malgastar las palabras, y vuelven a empezar.
Acaba con una nota muy emotiva y el público aúlla de alegría y de risa. La heroína, que se supone que debe llorar, se estremece de risa y el protagonista la mira con desagrado, aunque es su amada prometida en la obra. Entonces, baja el telón y sale el héroe para decir que siente haber olvidado sus frases pero que no había tenido tiempo para memorizarlas. Había estado hasta pocas horas antes en las trincheras de Garabitas (todo el mundo sabe que hace dos días que se ataca esa posición) y no había podido memorizarla entera.
El público aplaude y grita que ha estado muy bien, que de todos modos no les importa. Entonces él dice que ha escrito un poema en las trincheras y que le gustaría recitarlo. Y lo recita. Y el poema es bueno. Es fluido y rápido y está lleno de rimbombantes palabras largas y rimas notables y su lectura es excelente, y cuando termina el público le aplaude y él parece muy feliz. Es un joven agradable, aunque no un brillante poeta y saben que le ha tocado luchar en una mala trinchera y disfrutan con las obras y el teatro, aunque las obras sean malas y el teatro esté al final de una calle bombardeada por obuses.
Después de esto, un chico alto y delgado, vestido con frac alquilado, cuello de celulosa y un sombrero de copa que le viene grande, aparece en el escenario y baila lo que se complace en llamar claqué americano. Todo el mundo se emociona y se siente orgulloso de él por haber aprendido ese difícil baile extranjero.
Cada noche, en la cama, se oyen las ametralladoras de la Ciudad Universitaria, a sólo diez manzanas de distancia. De vez en cuando escuchas la explosión sorda y contundente de un mortero. Cuando los obuses te despiertan, lo primero que piensas es que ha sido un trueno. Si no caen demasiado cerca, no te despiertas.
Sabes que en noviembre Junkers negros sobrevolaron la ciudad bombardeándola, que no ha habido combustible en todo el invierno y que los días son fríos y las noches más aún, y sabes que la comida escasea y que todas esas personas tienen hijos, maridos o novios en algún lugar del frente. Y que ahora viven en una ciudad donde te juegas la vida y sólo te cabe esperar que tengas suerte. No has visto pánico, ni histerismos, ni has oído a nadie hablar con odio. Sabes que tienen esa clase de fe que conduce al valor y a un futuro bueno. No tienes derecho a sentirte molesto. En ninguna parte hay luz, y la ciudad está tranquila. Lo más sensato es volverte a dormir.
Martha Gelhorn.
"Only the shells whine"
Publicado en Collier's el 17 de julio de 1937
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