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1188. La primera noche que Miaja pudo dormir tranquilo

Brigadistas en la Casa de Campo de Madrid, noviembre 1936



La brigada internacional ganó su fama en una sola jornada, el crítico día «D» que Franco había señalado para dar el asalto decisivo a Madrid.

Aquellos centenares de extranjeros, alemanes e italianos en su mayoría, que se quedaron agarrados desesperadamente a los repliegues del terreno en los márgenes del Manzanares fueron el obstáculo insuperable que se alzó en el camino triunfal de Franco. Si los gobiernos de Alemania e Italia daban su apoyo material y moral a los rebeldes españoles, alemanes e italianos fueron también los hombres que le salieron al paso en los arrabales de Madrid. Aquellos hombres de la primera Brigada Internacional, aquella masa turbia de humanidad, residuo de la monstruosa elaboración de los Estados totalitarios, encontraba al fin en España lo que durante tantos años de expatriación, clandestinidad, persecuciones y miserias habían anhelado; un fusil y una trinchera desde la que luchar rabiosamente hasta la muerte contra los regímenes de opresión que odiaban y que no habían podido combatir eficazmente en su propia patria. Madrid se convertía en el símbolo de la revolución mundial.


La Guerra en la Ciudad Universitaria

La voladura del puente del Ferrocarril del Norte y la defensa heroica que los internacionales hicieron del Puente de los Franceses no pudo impedir que los rebeldes vadeasen el Manzanares y por la pasarela que tendieron luego se adentraron en la Ciudad Universitaria. Primero se apoderaron de la Célebre Casa de Velázquez, meritísima fundación francesa que convirtieron en una verdadera fortaleza. Luego fueron corriéndose hacia los campos de deportes de los estudiantes, el de atletismo, el de football y el de rugby, y por la derecha hacia la Fundación del Amo, residencial estudiantil. Los republicanos se hicieron fuertes en unos puntos y cedieron en otros. El resultado fue que la naciente Ciudad Universitaria, el grandioso conjunto de soberbios palacios aún no terminados que debía ser orgullo de España, se convirtió en el escenario de la guerra. Las baterías de uno y otro bando se pusieron a vomitar metralla sobre los colosales edificios universitarios alzados a costa de penosos esfuerzos económicos para dar un albergue suntuoso a la cultura española. En el interior mismo de aquellos templos erigidos al saber comenzó una lucha salvaje, feroz, cuyos protagonistas en nada habían de diferenciarse del hombre primitivo, del auténtico cavernícola. El palacio de la Facultad de Filosofía y Letras con sus sótanos blindados e incombustibles para proteger los incunables y ejemplares únicos en el mundo que se guardaban en su biblioteca se convirtió en una fortaleza inexpugnable. El colosal edificio de la Facultad de Medicina y el hoy tristemente Hospital Clínico sirvieron de reducto a los salvajes guerreros de los confines del Desierto de Sahara que, parapetados en los laboratorios y los quirófanos modernísimos, defendían la cultura y la civilización occidental. La Escuela de Agricultura, la de Odontología, la Facultad de Ciencias, todos aquellos Palacios consagrados al saber fueron sacrificados implacablemente a la bestialidad de la guerra. Allí, en aquel ambiente de la Ciudad Universitaria, la guerra civil era ostensiblemente el símbolo elocuente del fracaso de nuestra cultura y nuestra civilización.


La horrenda carniceria

Los milicianos españoles, estimulados por la lección y el ejemplo de los internacionales, rivalizaron con ellos y en las orillas del Manzanares y en el recinto de la Ciudad Universitaria se produjo lo que hasta entonces no había habido en toda la guerra civil, una mortandad espantosa, unas cifras de bajas aterradoras. Tras la columna que logró llegar por sorpresa al Hospital Clínico el mando rebelde se obstinó en ir empujando sucesivamente a todas las columnas de reserva que tenía, pero una tras otra fueron quedando aniquiladas en aquel desfiladero formado por líneas de posiciones que se mantuvieron firmes después de abierta la brecha en el frente republicano. Allí se embotó la punta de acero de la vanguardia rebelde que había avanzado triunfalmente desde Extremadura. Allí enterró Franco sus mejores soldados.

También Madrid perdió allí sus más heroicos defensores. Los batallones que entraban en fuego eran prontamente aniquilados. Allí mismo en el frente se reorganizaban con los refuerzos que enviaban constantemente los sindicatos y volvían a la carga. Hubo batallones que perdieron el ochenta y siete por ciento de sus efectivos. Al caer la tarde del día «D» el pueblo madrileño había dado ya más de veinte mil hombres para ir a las trincheras.

Los heridos a centenares, a millares, eran evacuados a los hospitales del centro de Madrid. Las ambulancias iban y venían constantemente desde la Ciudad Universitaria a la calle de Alcalá, donde se habían instalado varios hospitales de sangre. Ante uno de ellos improvisado en los salones de la Gran Peña, el club más aristocrático de Madrid, la sangre que derramaban los heridos al ser transportados desde las ambulancias al portal había formado en la acera un charco grande, negro y pegajoso. Los madrileños no combatientes que pasaban por aquel lugar se paraban para contemplar atónitos y silenciosos aquel testimonio horrible de la espantosa carnicería.

Las cifras de bajas que el general Miaja iba recibiendo en su despacho del Ministerio son aterradoras. Caen los hombres a docenas, a centenares, segados por las ametralladoras, los morteros, las baterías y los aviones enemigos. Pero no se retrocede. Pronto será de noche y aún se sigue combatiendo en las mismas posiciones.


¡Armas! ¡Armas!

No hay armas bastantes. Los nuevos batallones que se forman en las fábricas y los sindicatos van al frente sin fusiles. Allí tomaron los de los muertos. Las municiones de fusil comienzan también a escasear. El problema se complica porque hay fusiles de cuatro o cinco calibres distintos y frecuentemente las unidades que están en primera línea tienen que dejar de batirse porque las municiones que se les pueden enviar no les sirven. Felizmente han llegado municiones para la artillería y el mando republicano conociendo exactamente el emplazamiento de las baterías adversarias, así como los lugares donde los rebeldes han emplazado sus parques de intendencia, los somete a un cañoneo eficacísimo.

Ante la escasez de armas el general Miaja destaca a unos emisarios para que vayan rápidamente a Albacete y en el plazo de unas horas se traigan las que encuentren en los depósitos que allí ha ido formando el Gobierno. Pero el Gobierno, que al llegar a Valencia ha conseguido rehacerse, trata ahora de organizar la nueva línea defensiva de Levante y las autoridades de Albacete tienen orden terminante de no entregar las armas a los madrileños. Los emisarios de Miaja llevan también órdenes concretas y ante las dilaciones y las dificultades burocráticas que las autoridades de Albacete les ponen, echan manos a sus pistolas y a viva fuerza arrancan las armas y vuelven a Madrid con varios camiones cargados de fusiles y municiones. Este incidente fue, andando el tiempo, el origen de la lucha personal entre Miaja y Largo Caballero.


Un ejército lamentable

Muchos de los obreros y empleados que han formado los batallones de voluntarios han ido al frente mal vestidos, con sus ropas de trabajo y sus zapatos desgastados. El frío ha comenzado a apretar en estos primeros días de noviembre y casi todos los que han sido llevados precipitadamente a las trincheras carecen de mantas. Se abrigan con periódicos. La prensa revolucionaria que para inflamar su espíritu se les lleva a grandes cantidades les sirve para abrigarse con ella. Envueltos en unos cuantos periódicos que se sujetan al pecho y a la espalda con cuerdas que les dan el aspecto de paquetes de andrajos, estos soldados, los más miserables del mundo, llevan ya tres días en las trincheras batiéndose sin descanso día y noche. Muchos de ellos caen rendidos por el cansancio y las inclemencias del frente que son incapaces de resistir. Las bajas por agotamiento y enfermedad son tan cuantiosas como las que produce la metralla enemiga.

A muchos de ellos hay que retirarles de los parapetos por piedad. Son hombres con más entusiasmo por sus convicciones que energías físicas para defenderlas, a quienes ha engañado su propio corazón. Creían que para guerrear bastaba con tener coraje y a las cuarenta y ocho horas de estar a la intemperie con hambre, con frío y con miedo disparando un fusil son unos verdaderos guiñapos. A esta batalla han ido los que menos capaces eran de guerrear, los que peores condiciones físicas reunían, la gente de nervios menos seguros, los de menos temple y serenidad. Hombres avejentados por una vida sedentaria de trabajo en fábricas y oficinas y muchachillos exaltados sin ninguna resistencia, sucumbían pronto. En esta guerra la tuberculosis ha de hacer tantas bajas como las balas.


Momentos de pánico

Hay un momento en que el pánico se apodera súbitamente de Madrid y está a punto de producir una catástrofe. El vecindario madrileño que lleva tres días respaldando con su serenidad la batalla más terrible de la guerra civil, se deja arrastrar por el terror cuando menos podía temerse y en un instante se le ve lanzarse a una huida desesperada y suicida. La gente, empujada de pronto por un miedo irracional, abandona sus casas y corre aturdida sin saber adónde. ¿Qué pasa?

Una punta de vanguardia enemiga formada por tropas marroquíes ha hecho una incursión audaz por el sector de Carabanchel y se ha metido imprudentemente entre unas posiciones sólidamente defendidas por los republicanos. Estos han conseguido cortar la retirada a un centenar de moros, quienes viéndose cercados no han tenido más remedio que rendirse. Los prisioneros han sido metidos en unos camiones descubiertos y enviados al Ministerio de la Guerra. Pero al cruzar por las calles de los barrios populares aquellos camiones cargados de moros, alguien que los ve pasar, un chiquillo, una vieja, no se sabe quién, echa a correr gritando: «¡Los moros! ¡Los moros! ¡Ya están aquí!».
No hace falta más. La noticia de que los moros avanzan en camiones hacia el centro de Madrid produce tal pánico que millares de personas echan a correr despavoridas.  El pánico es terriblemente contagioso. Todos corren sin saber exactamente por qué. Este movimiento de pánico colectivo puede ser fatal.

Hasta las trincheras llegan los efectos de esta desmoralización súbita e injustificada de la retaguardia. Los milicianos empiezan a desertar y una vez más corre por las líneas avanzadas el rumor derrotista de que se ha dado por el mando la orden de retirada. Los jefes de las columnas telefonean ansiosos al general Miaja.

—Yo no daré nunca la orden de retirada —les contesta.

Uno de los jefes de sector insiste:

—¿Y si mi enemigo arrolla mis actuales posiciones adónde debo retirarme?

—Al cementerio —le responde Miaja colgando el auricular del teléfono.


A la tercera noche

Llega al fin la noche y poco a poco va cediendo el estrépito de la batalla. La jornada ha costado millares de bajas, pero los milicianos siguen firmes en sus posiciones.

Antes de echarse a descansar unas horas Miaja redacta un parte dirigido a sus tropas. Son cuatro líneas que dicen así: «Milicianos y soldados: las fuerzas del enemigo con todos sus elementos están atacando Madrid. Espero de todos vosotros que no retrocedáis ni un paso, pues de mí solo recibiréis la orden de avanzar. Vuestro general, MIAJA».

Luego, ya junto al lecho, mientras va desnudándose, le informan todavía de las noticias que se reciben del exterior. Todo lo que no es Madrid tiene para Miaja una importancia secundaria. Le comunican que el general Mola ha dicho por la radio al mundo entero que Madrid está ya en su poder. Miaja se limita a sonreír displicente. Luego le alargan un telegrama por el que pasa la vista bostezando. Es un despacho firmado por el Presidente de la República de Guatemala.

—Esto no es para mí; se han equivocado —dice Miaja devolviéndolo.

El telegrama está efectivamente dirigido al Ministerio de la Guerra de Madrid, pero no al general Miaja, sino al general Franco. El Presidente guatemalteco le dice que se apresura a ser el primero en felicitarle por la conquista de Madrid. Su anticipación ha resultado verdaderamente notable.

Hay todavía otro telegrama de Viena en el que los monárquicos austríacos se felicitan de la rendición de Madrid. ¡Quién iba a decirles a los pobres monárquicos austríacos que antes, mucho antes, de que sucumbiera Madrid sucumbiría Viena!

Hay por último un telegrama de Valencia. El Gobierno fugitivo da al fin señales de vida. Se han instalado definitivamente en la capital levantina y en su primer despacho pide que se le envíe la vajilla del palacio de Buenavista. Miaja contesta lacónicamente: «Los que hemos quedado en Madrid también comemos».

Al meterse ya en la cama dice finalmente el general Miaja:

—Esta es la primera noche que voy a dormir tranquilo. Las noches anteriores al echarme en la cama pensaba: «Bueno, Miaja; mañana al paredón.



Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid - Capítulo 6



La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.

María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.







1 comentario:

  1. Hola..a Paquito la culona le encantaba en demasia el cuento de la lechera...y claro, pasaba lo que pasaba...

    Buen día, besos.

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