Brigadistas en la Casa de Campo de Madrid, noviembre 1936 |
La brigada internacional ganó su fama en una sola
jornada, el crítico día «D» que Franco había señalado para dar el asalto
decisivo a Madrid.
Aquellos centenares de extranjeros, alemanes e
italianos en su mayoría, que se quedaron agarrados desesperadamente a los
repliegues del terreno en los márgenes del Manzanares fueron el obstáculo
insuperable que se alzó en el camino triunfal de Franco. Si los gobiernos de
Alemania e Italia daban su apoyo material y moral a los rebeldes españoles,
alemanes e italianos fueron también los hombres que le salieron al paso en los
arrabales de Madrid. Aquellos hombres de la primera Brigada Internacional,
aquella masa turbia de humanidad, residuo de la monstruosa elaboración de los
Estados totalitarios, encontraba al fin en España lo que durante tantos años de
expatriación, clandestinidad, persecuciones y miserias habían anhelado; un
fusil y una trinchera desde la que luchar rabiosamente hasta la muerte contra
los regímenes de opresión que odiaban y que no habían podido combatir
eficazmente en su propia patria. Madrid se convertía en el símbolo de la
revolución mundial.
La Guerra en la Ciudad Universitaria
La voladura del puente del Ferrocarril del Norte y la
defensa heroica que los internacionales hicieron del Puente de los Franceses no
pudo impedir que los rebeldes vadeasen el Manzanares y por la pasarela que
tendieron luego se adentraron en la Ciudad Universitaria. Primero se apoderaron
de la Célebre Casa de Velázquez, meritísima fundación francesa que convirtieron
en una verdadera fortaleza. Luego fueron corriéndose hacia los campos de
deportes de los estudiantes, el de atletismo, el de football y el de rugby, y
por la derecha hacia la Fundación del Amo, residencial estudiantil. Los
republicanos se hicieron fuertes en unos puntos y cedieron en otros. El
resultado fue que la naciente Ciudad Universitaria, el grandioso conjunto de soberbios
palacios aún no terminados que debía ser orgullo de España, se convirtió en el
escenario de la guerra. Las baterías de uno y otro bando se pusieron a vomitar
metralla sobre los colosales edificios universitarios alzados a costa de
penosos esfuerzos económicos para dar un albergue suntuoso a la cultura
española. En el interior mismo de aquellos templos erigidos al saber comenzó
una lucha salvaje, feroz, cuyos protagonistas en nada habían de diferenciarse
del hombre primitivo, del auténtico cavernícola. El palacio de la Facultad de
Filosofía y Letras con sus sótanos blindados e incombustibles para proteger los
incunables y ejemplares únicos en el mundo que se guardaban en su biblioteca se
convirtió en una fortaleza inexpugnable. El colosal edificio de la Facultad de
Medicina y el hoy tristemente Hospital Clínico sirvieron de reducto a los
salvajes guerreros de los confines del Desierto de Sahara que, parapetados en
los laboratorios y los quirófanos modernísimos, defendían la cultura y la
civilización occidental. La Escuela de Agricultura, la de Odontología, la
Facultad de Ciencias, todos aquellos Palacios consagrados al saber fueron
sacrificados implacablemente a la bestialidad de la guerra. Allí, en aquel
ambiente de la Ciudad Universitaria, la guerra civil era ostensiblemente el
símbolo elocuente del fracaso de nuestra cultura y nuestra civilización.
La horrenda carniceria
Los milicianos españoles, estimulados por la lección y
el ejemplo de los internacionales, rivalizaron con ellos y en las orillas del
Manzanares y en el recinto de la Ciudad Universitaria se produjo lo que hasta
entonces no había habido en toda la guerra civil, una mortandad espantosa, unas
cifras de bajas aterradoras. Tras la columna que logró llegar por sorpresa al
Hospital Clínico el mando rebelde se obstinó en ir empujando sucesivamente a
todas las columnas de reserva que tenía, pero una tras otra fueron quedando
aniquiladas en aquel desfiladero formado por líneas de posiciones que se
mantuvieron firmes después de abierta la brecha en el frente republicano. Allí
se embotó la punta de acero de la vanguardia rebelde que había avanzado
triunfalmente desde Extremadura. Allí enterró Franco sus mejores soldados.
También Madrid perdió allí sus más heroicos
defensores. Los batallones que entraban en fuego eran prontamente aniquilados.
Allí mismo en el frente se reorganizaban con los refuerzos que enviaban
constantemente los sindicatos y volvían a la carga. Hubo batallones que
perdieron el ochenta y siete por ciento de sus efectivos. Al caer la tarde del
día «D» el pueblo madrileño había dado ya más de veinte mil hombres para ir a
las trincheras.
Los heridos a centenares, a millares, eran evacuados a
los hospitales del centro de Madrid. Las ambulancias iban y venían
constantemente desde la Ciudad Universitaria a la calle de Alcalá, donde se
habían instalado varios hospitales de sangre. Ante uno de ellos improvisado en
los salones de la Gran Peña, el club más aristocrático de Madrid, la sangre que
derramaban los heridos al ser transportados desde las ambulancias al portal
había formado en la acera un charco grande, negro y pegajoso. Los madrileños no
combatientes que pasaban por aquel lugar se paraban para contemplar atónitos y
silenciosos aquel testimonio horrible de la espantosa carnicería.
Las cifras de bajas que el general Miaja iba
recibiendo en su despacho del Ministerio son aterradoras. Caen los hombres a
docenas, a centenares, segados por las ametralladoras, los morteros, las
baterías y los aviones enemigos. Pero no se retrocede. Pronto será de noche y aún
se sigue combatiendo en las mismas posiciones.
¡Armas! ¡Armas!
No hay armas bastantes. Los nuevos batallones que se
forman en las fábricas y los sindicatos van al frente sin fusiles. Allí tomaron
los de los muertos. Las municiones de fusil comienzan también a escasear. El
problema se complica porque hay fusiles de cuatro o cinco calibres distintos y
frecuentemente las unidades que están en primera línea tienen que dejar de
batirse porque las municiones que se les pueden enviar no les sirven. Felizmente
han llegado municiones para la artillería y el mando republicano conociendo
exactamente el emplazamiento de las baterías adversarias, así como los lugares
donde los rebeldes han emplazado sus parques de intendencia, los somete a un
cañoneo eficacísimo.
Ante la escasez de armas el general Miaja destaca a
unos emisarios para que vayan rápidamente a Albacete y en el plazo de unas
horas se traigan las que encuentren en los depósitos que allí ha ido formando
el Gobierno. Pero el Gobierno, que al llegar a Valencia ha conseguido
rehacerse, trata ahora de organizar la nueva línea defensiva de Levante y las
autoridades de Albacete tienen orden terminante de no entregar las armas a los
madrileños. Los emisarios de Miaja llevan también órdenes concretas y ante las
dilaciones y las dificultades burocráticas que las autoridades de Albacete les
ponen, echan manos a sus pistolas y a viva fuerza arrancan las armas y vuelven
a Madrid con varios camiones cargados de fusiles y municiones. Este incidente
fue, andando el tiempo, el origen de la lucha personal entre Miaja y Largo
Caballero.
Un ejército lamentable
Muchos de los obreros y empleados que han formado los
batallones de voluntarios han ido al frente mal vestidos, con sus ropas de
trabajo y sus zapatos desgastados. El frío ha comenzado a apretar en estos
primeros días de noviembre y casi todos los que han sido llevados
precipitadamente a las trincheras carecen de mantas. Se abrigan con periódicos.
La prensa revolucionaria que para inflamar su espíritu se les lleva a grandes
cantidades les sirve para abrigarse con ella. Envueltos en unos cuantos
periódicos que se sujetan al pecho y a la espalda con cuerdas que les dan el
aspecto de paquetes de andrajos, estos soldados, los más miserables del mundo,
llevan ya tres días en las trincheras batiéndose sin descanso día y noche.
Muchos de ellos caen rendidos por el cansancio y las inclemencias del frente
que son incapaces de resistir. Las bajas por agotamiento y enfermedad son tan
cuantiosas como las que produce la metralla enemiga.
A muchos de ellos hay que retirarles de los parapetos
por piedad. Son hombres con más entusiasmo por sus convicciones que energías
físicas para defenderlas, a quienes ha engañado su propio corazón. Creían que
para guerrear bastaba con tener coraje y a las cuarenta y ocho horas de estar a
la intemperie con hambre, con frío y con miedo disparando un fusil son unos
verdaderos guiñapos. A esta batalla han ido los que menos capaces eran de
guerrear, los que peores condiciones físicas reunían, la gente de nervios menos
seguros, los de menos temple y serenidad. Hombres avejentados por una vida sedentaria
de trabajo en fábricas y oficinas y muchachillos exaltados sin ninguna
resistencia, sucumbían pronto. En esta guerra la tuberculosis ha de hacer
tantas bajas como las balas.
Momentos de pánico
Hay un momento en que el pánico se apodera súbitamente
de Madrid y está a punto de producir una catástrofe. El vecindario madrileño
que lleva tres días respaldando con su serenidad la batalla más terrible de la
guerra civil, se deja arrastrar por el terror cuando menos podía temerse y en
un instante se le ve lanzarse a una huida desesperada y suicida. La gente,
empujada de pronto por un miedo irracional, abandona sus casas y corre aturdida
sin saber adónde. ¿Qué pasa?
Una punta de vanguardia enemiga formada por tropas
marroquíes ha hecho una incursión audaz por el sector de Carabanchel y se ha
metido imprudentemente entre unas posiciones sólidamente defendidas por los
republicanos. Estos han conseguido cortar la retirada a un centenar de moros,
quienes viéndose cercados no han tenido más remedio que rendirse. Los
prisioneros han sido metidos en unos camiones descubiertos y enviados al
Ministerio de la Guerra. Pero al cruzar por las calles de los barrios populares
aquellos camiones cargados de moros, alguien que los ve pasar, un chiquillo,
una vieja, no se sabe quién, echa a correr gritando: «¡Los moros! ¡Los moros!
¡Ya están aquí!».
No hace falta más. La noticia de que los moros avanzan
en camiones hacia el centro de Madrid produce tal pánico que millares de
personas echan a correr despavoridas. El pánico es terriblemente
contagioso. Todos corren sin saber exactamente por qué. Este movimiento de
pánico colectivo puede ser fatal.
Hasta las trincheras llegan los efectos de esta
desmoralización súbita e injustificada de la retaguardia. Los milicianos empiezan
a desertar y una vez más corre por las líneas avanzadas el rumor derrotista de
que se ha dado por el mando la orden de retirada. Los jefes de las columnas
telefonean ansiosos al general Miaja.
—Yo no daré nunca la orden de retirada —les contesta.
Uno de los jefes de sector insiste:
—¿Y si mi enemigo arrolla mis actuales posiciones
adónde debo retirarme?
—Al cementerio —le responde Miaja colgando el
auricular del teléfono.
A la tercera noche
Llega al fin la noche y poco a poco va cediendo el
estrépito de la batalla. La jornada ha costado millares de bajas, pero los
milicianos siguen firmes en sus posiciones.
Antes de echarse a descansar unas horas Miaja redacta
un parte dirigido a sus tropas. Son cuatro líneas que dicen así: «Milicianos y
soldados: las fuerzas del enemigo con todos sus elementos están atacando
Madrid. Espero de todos vosotros que no retrocedáis ni un paso, pues de mí solo
recibiréis la orden de avanzar. Vuestro general, MIAJA».
Luego, ya junto al lecho, mientras va desnudándose, le
informan todavía de las noticias que se reciben del exterior. Todo lo que no es
Madrid tiene para Miaja una importancia secundaria. Le comunican que el general
Mola ha dicho por la radio al mundo entero que Madrid está ya en su poder.
Miaja se limita a sonreír displicente. Luego le alargan un telegrama por el que
pasa la vista bostezando. Es un despacho firmado por el Presidente de la
República de Guatemala.
—Esto no es para mí; se han equivocado —dice Miaja
devolviéndolo.
El telegrama está efectivamente dirigido al Ministerio
de la Guerra de Madrid, pero no al general Miaja, sino al general Franco. El
Presidente guatemalteco le dice que se apresura a ser el primero en felicitarle
por la conquista de Madrid. Su anticipación ha resultado verdaderamente
notable.
Hay todavía otro telegrama de Viena en el que los
monárquicos austríacos se felicitan de la rendición de Madrid. ¡Quién iba a
decirles a los pobres monárquicos austríacos que antes, mucho antes, de que
sucumbiera Madrid sucumbiría Viena!
Hay por último un telegrama de Valencia. El Gobierno
fugitivo da al fin señales de vida. Se han instalado definitivamente en la
capital levantina y en su primer despacho pide que se le envíe la vajilla del
palacio de Buenavista. Miaja contesta lacónicamente: «Los que hemos quedado en
Madrid también comemos».
Al meterse ya en la cama dice finalmente el general
Miaja:
—Esta es la primera noche que voy a dormir tranquilo. Las noches
anteriores al echarme en la cama pensaba: «Bueno, Miaja; mañana al paredón.
Manuel Chaves Nogales
La defensa de Madrid - Capítulo 6
La Defensa de Madrid es una recopilación de dieciséis artículos periodísticos de Manuel Chaves Nogales publicados en dieciséis entregas semanales, entre el 5 de agosto y el 22 de noviembre de 1938 en la revista mexicana Sucesos para todos bajo el título Los secretos de la defensa de Madrid con ilustraciones de Juan Helguera. En 1939 fueron publicados en el diario británico Evening Standard bajo el título de The Defender of Madrid, en doce entregas, del 16 al 28 de enero.
María Isabel Cintas Guillén, tras un exhaustivo trabajo de investigación, reunió los artículos en un libro publicado en 2011, editado por Renacimiento.
Hola..a Paquito la culona le encantaba en demasia el cuento de la lechera...y claro, pasaba lo que pasaba...
ResponderEliminarBuen día, besos.