Gran Vía de Madrid. Los madrileños la apodaron con el sobrenombre de Avenida de los Obuses o Avenida del Quince y medio, que era
el calibre de los proyectiles que lanzaban los franquistas
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Ksawery Pruszyński
Madrid, noviembre de 1936
Toda la Gran
Vía está cubierta de escombros, esquirlas de cristal, yeso y piedra. Esta
tarde, entre las tres y las cuatro, ha habido un bombardeo, que ha dejado todo
como estaba, a excepción de unos cuantos cadáveres, no muchos por cierto. ¿Cómo
es posible que no lo hayamos oído? En fin, en una ciudad todo es posible. A
veces los proyectiles suenan y resuenan, y otras se desvanecen con un silencio
sordo. Un total de once proyectiles de cañón quedaron incrustados en el espacio
de doscientos metros que ocupa una majestuosa avenida de la capital. Algunos de
ellos pasaron a gran velocidad sobre los tejados, desgajaron algún que otro
balcón, aplastaron el cráneo de algún rascacielos, dejándolo abollado como una
cantimplora de hojalata. Pero los demás volaron como las golondrinas cuando
anuncian lluvia, casi a ras del suelo. Un proyectil impactó contra el portal de
granito de una gran tienda que vende cajas Nacional. Todo está inundado de
escombros y envuelto en polvo, mientras que el portal de granito parece un
trozo de queso mordisqueado por un ratón. En cambio, a la caja Nacional del
escaparate le han arrancado las tripas de metal y ahora las tiene todas fuera,
formando un amasijo de varillas y cuerdas. ¡Pero la caja Nacional ha salido
bien parada si se la compara con lo demás! En ese lugar cayó tan sólo un casco
de proyectil, o quizá unos escombros desde arriba. Sin embargo, el escaparate
está hecho pedazos y los gramófonos, los discos y las cámaras fotográficas yacen
entre los escombros. Se puede incluso estirar el brazo a través de la verja
—que es ancha, cómoda— y llevárselo todo. Pero nadie coge nada, a pesar de que
ya oscurece. La Gran Vía está más desierta que nunca. El cristal de estos
ventanales era grueso, pero ahora se ha hecho añicos, que crepitan cuando los
pisas o los apartas con el pie. Estas trágicas hojas madrileñas me recuerdan a
las de nuestros jardines durante el otoño tardío.
El
rascacielos más alto de la Gran Vía es el edificio central de Telefónica, punto
de encuentro de nuestros rendez-vous periodísticos.
Las puertas de cristal están rotas. Nuevos estragos del bombardeo de la tarde.
La planta baja está atestada de gente. Subimos a la planta décima. A esta
altura el edificio de Telefónica es aún un gigante obeso y seguro. En una sala
amplia aguardan aburridos los censores, mientras mis compañeros esperan susLondres y sus París. Subimos por
la escalera a una planta un poco más alta desde donde se puede divisar todo,
absolutamente todo. Desde aquí tu mirada abarca todo el frente próximo a
Madrid: el Cerro de los Ángeles, que se alza hacia el cielo; Carabanchel Bajo y
Alto; las colinas anteadas de la Casa de Campo, que se extienden hasta el
camino que conduce a El Escorial (la misma ruta por la que antaño entraron los
franceses); y la Ciudad Universitaria. Esta última está formada por un conjunto
de estupendos edificios, que incluyen laboratorios y centros docentes, algunos
de los cuales están a medio construir. Desde ayer tarde, sobre un enorme edificio
de ladrillo colorado ondea una bandera roja, amarilla y roja. Parece que retase
a la multitud de banderas con el morado republicano que han florecido en las
torres de Madrid. La vieja bandera monárquica ha regresado desde Marruecos y ya
ha clavado su asta en la Ciudad Universitaria, los primeros edificios de
Madrid.
Oscurece.
Sólo se ve el fuego que, como fuegos fatuos, escupen unos cañones lejanos; y
más abajo, los suburbios de Madrid que se proyectan hacia el río y que están
completamente envueltos en una nube de polvo herrumbroso. La polvareda se alza
inmóvil sobre los edificios como una columna de fuego; y eso es en realidad:
fuego. A cada rato, en un lugar diferente, una explosión nueva eleva hacia el
cielo el polvo, el humo y las llamas. Casi todas las bombas son incendiarias.
Si un mar de llamas no ha inundado aún los suburbios, es simplemente porque la
piedra de la que se construyen aquí las casas resiste bien el impacto de las
bombas. En cambio la polvareda herrumbrosa, que parece surgida de los pies de
unas invisibles tropas tártaras, se acerca a rastras a Madrid.
Las ventanas
de la sala en la que están los teléfonos no permiten observar el frente, así
que no ofrecen una vista muy interesante. La gente está muy excitada. Las
conexiones telefónicas se retrasan sobremanera. Las líneas están ocupadas por
las autoridades, que están informando de lo sucedido, minuciosamente, a las
embajadas de París y Londres. No es para menos. Once bombas en la Gran Vía,
dieciocho en todo el centro de la ciudad. A nadie le extraña que sea así. La
propaganda debe informar de todo, también de la caja que un avión enemigo tiró
ayer en paracaídas. En la caja enviaban de vuelta al ejército gubernamental el
cadáver descuartizado y casi irreconocible de un piloto que había caído en el
lado de los sublevados... Los periodistas extranjeros que vieron la caja tienen
sus dudas y se muestran más bien cautelosos sobre si deben enviar la noticia.
Pero cuanto más se resisten los corresponsales, más a fondo se emplea la
propaganda. Tienen que difundir la noticia, utilizar estas bombas que cayeron en
el centro de la ciudad. Así que los teléfonos están ocupados. Los muros de la
central de la Telefónica están hechos de unas placas gruesas de hormigón
armado. Aunque estamos por encima del nivel del suelo, se tiene aquí la
sensación de estar metido en las profundidades de la tierra. Ni siquiera se oye
en el edificio el bullicio de la ciudad. Sólo de vez en cuando logra atravesar
sus muros un ruido, similar al que se produce cuando se sacude una alfombra.
Nosotros sabemos que son bombas.
Ya ha
anochecido del todo cuando se nos acerca un inglés de la agencia Reuter:
—Se han
vuelto locos del todo. ¡Han bombardeado el palacio del duque de Alba! Está
ardiendo por completo.
Este palacio
pertenece a un hombre que no sólo es uno de los mayores magnates de Europa,
sino que lleva sobre sus hombros el apellido y la herencia de quien subyugó a
los protestantes de Flandes. Y, al mismo tiempo, ese aristócrata es para la
nobleza británica el duke
of Berwick, un título que, al igual que el de Alba, huele a
historia y a dramas de Schiller. Sus títulos son más importantes que los de
todos los Radziwi polacos y los Esterházy húngaros juntos. Es mucho más que el
sobrino de la emperatriz Eugenia. Su casa es un palacio espléndido, que alberga
una galería de lienzos que incluyen a Goya, Velázquez, Murillo y Winterhalter.
La colección de Alba es más rica que todas las de Polonia. Al oír la noticia,
todos echamos a correr hacia el pasillo, hacia las ventanas. En efecto, allí en
la hondonada donde empieza el barrio de Rosales, donde está el palacio del
duque de Alba, se levanta una columna de humo. El americano gordo del consorcio
Hearst ya se ha ido corriendo al ascensor. Siempre hace lo mismo. Desde que los
coches del ministerio se marcharon a Valencia, él es el único que dispone de
vehículo. Va a todas partes en coche, pero no lleva a nadie. Seguro que ahora
se dirige a toda velocidad a Rosales...
...pum,
pum...
La onda de
aire que sigue a las dos detonaciones se aproxima flotando hasta nuestra
ventana. Debajo, justo debajo de nosotros —¡qué cómico resulta mirar desde tan
arriba, parece que estuvieras suspendido sobre el mundo encima de una bola de
cristal!— se levantan dos enormes polvaredas. Dos proyectiles han caído en la
Puerta de Sol.
—Se han
vuelto locos, se han vuelto locos —grita el inglés.
—Dis donc —dice el
compañero de Petit
Journal—¿qué pasa con el palacio de este duque? ¿Tenemos que
informar de eso?
Sabe que
visité hace poco el palacio, que han incautado y convertido en un museo.
—Vale. Pero
¿qué te interesa? —pregunto.
—Dime lo que
sepas, y ya apuntaré yo lo que necesite.
Así que le
cuento que pertenece a un magnate, un grande de España, un lord inglés, un
especialista en Historia, que había sido ministro de Asuntos Exteriores durante
la monarquía y que es descendiente de aquél Alba de la época de Felipe II.
—Qu'est-ce qu'il faisait, son grand
papa?
—Gouverneur des Pays-Bas!
—Eh, gouverneur. Laisse donc ça.
—Que
no. Grand capitaine.
Représailles. Protestants.
—Eh, c'est pour moi.
Es el
periodista americano, un antifascista. Se interesa mucho por la historia, pero
es bastante ignorante.
—¿Se podría
decir que su antepasado era como los fascistas de ahora?
—Vale, de
acuerdo. Mets le.
«Las bombas
de los fascistas quemaron el palacio del duque de Alba, nieto y bisnieto de
fascistas» —ya veo ante mis ojos ese espléndido titular.
Pero
mientras el francés sigue con sus preguntas, el público continúa aumentando:
—Et le palais?
—Del
siglo XVII —recito como si estuviese leyendo una guía (y es que hace
poco leí una).
—Ce n'est pas du temps des
Maures? —pregunta alguien decepcionado y deja de apuntar.
Si no es de
los tiempos de los moros, entonces a él no le interesa.
—Peinture, sculpture, objets d'art?
Las
preguntas son concisas. ¿Qué se puede responder?
—Des Goya, des...
—Combien Goya?
El americano
de United Press se despierta al oír el nombre de Goya. Estuvo
a punto de comprarse tresVelázquez. Eran
falsos, claro está.
—Je ne sais pas bien —digo—.
—Cinque, six.
El francés
apunta seis. El americano comunista, nada. El americano aficionado a Velázquez,
anota que son once.
—Quoi sur les Goya?
La que
pregunta es una sueca. Pero no es una mujer esbelta, como estaréis pensando,
sino gorda, rolliza.
—Quoi sur les Goya? Paysages, moeurs?
Lo recuerdo:
—Se trata de
retratos.
—Nus?
—¿Desnudos?
Pues sí. Dos desnudos magníficos.
Ahora todo
el mundo apunta con diligencia. Sólo la sueca quiere algún detalle más:
—De qui les portraits? Du roi, de la
reine, des infants...
—Oh, nus?
Tengo que
explicarle que los reyes de España no se hacían retratos desnudos, que la mujer
de Napoleón III no se llamaba Josefina, ni María Luisa, sino bel et bien Eugenia.
Sin embargo, durante todo este tiempo nos tortura la idea de que Hearst lo está
viendo todo con sus propios ojos. Decidimos ir a ver el incendio y a enterarnos
de si se ha salvado algo. Bajamos a la Gran Vía. Es una noche cerrada. Son las
ocho pero no hay ni un alma. Los trozos de cristal rechinan bajo nuestros pies.
La calle se ha convertido en un barranco ancho y profundo, como un desfiladero
de Canadá. Caminamos deprisa, muy deprisa. Nos topamos con unos milicianos, con
un grupo de personas que acarrean unos bultos; los últimos fugitivos de los
suburbios. Desde donde ellos vienen se ve un resplandor que tiñe de rosa los
rascacielos que están al pie de este nuevo barranco.
De repente,
sobre nuestras cabezas se oye un tremendo estruendo. Uno, dos. Después, se oye
un ruido, como si se derrumbara un edificio. Y en medio de este estruendo se
oye una especie de silbido, un aullido espantoso. La reacción instintiva en la
oscuridad es adherirse al suelo, al polvo de la acera. Hay un segundo
estruendo, y un tercero. Nos levantamos de un salto y desaparecemos en el
primer portal que encontramos. Me tiembla todo el cuerpo: de qué poco me han
servido las experiencias acumuladas en la línea del frente, todo ese
arrastrarse por las trincheras, el tirarse al suelo cuando los aviones
aparecían por el horizonte. ¡Qué sensación tan increíble cuando un proyectil
disparado por una pieza de artillería pesada surca con su estruendo el cielo de
una gran ciudad, tan enorme como indefensa!
En la pared
del edificio de la esquina, en el edificio de enfrente, aparece un reflejo
teñido de rosa. Un incendio más.
Resulta
difícil llegar allí, ya que hay que atravesar una callejuela estrechísima, que
ha sido excavada además por todas partes. En la oscuridad calculamos mal la
profundidad de la zanja, los dos primeros de mi grupo se caen de bruces. Todos
tienen miedo de quedarse solos. El proyectil ha caído entre unos edificios, en
medio de unas carnicerías. Ahora, todo está en llamas, la gente ni siquiera se
molesta en intentar apagar el incendio. Es posible que las tiendas estuviesen
abastecidas de carne, porque, de repente, llega hasta nosotros un desagradable
olor a quemado que nos provoca náuseas, igual que aquella noche que volvíamos
de Cartagena y pasamos cerca de los cementerios de Madrid. No, aquí no hay
nada. Mejor volver a la Gran Vía y bajar hasta el palacio del duque de Alba.
Pero después de las primeras explosiones nadie tiene ganas. Casi todos vuelven
a la central de la Telefónica. ¿Estará por fin libre la línea con el
extranjero?
Mientras
tanto, en la Puerta de Sol se ve un resplandor muchísimo mayor que los
anteriores. Cuando por fin llego al lugar de donde viene la luz, esa misma
ciudad en la que las farolas no se encienden desde hace dos meses se encuentra
completamente iluminada. Es imposible avanzar más. El proyectil impactó contra
un gran edificio de tres plantas de pisos de alquiler, que arde ahora por
dentro. Una multitud se arremolina cerca de la casa, así que la policía o los
guardias tienen que apartar a la gente. Unas mujeres lloran en voz alta, pero
el estruendo del fuego consigue atravesar las paredes del edificio y termina
ahogando las voces del gentío. De pronto veo que la muchedumbre se concentra en
un punto de la calle. Intento averiguar el porqué, pero no consigo ver bien por
culpa de la oscuridad. Hay un cadáver.
Es el
cadáver de un hombre no muy alto, que viste de oscuro. No se ve ninguna herida,
sólo la ropa arrugada y una mancha sobre el pavimento que se hace cada vez más
grande a la altura del cuello. Podría ser una simple sombra, pero es fácil
adivinar que se trata de sangre. Es sólo el
quinto cadáver que veo en esta guerra, pero hay algo extrañamente pobre en este
hombre. Está encogido, medio doblado, como si se hubiese cansado y, en
consecuencia, hubiese decidido reposar sobre la acera. Éste no es el cadáver abandonado
de un soldado que cayó en combate. Si en algún lugar del mundo había un
hombrecillo gris era éste; hace apenas un momento, antes de que el proyectil
que ha convertido en llamas el interior del edificio le alcanzase, caminaba
tranquilamente por esta misma calle. Unos hombres que llevan una camilla se
agachan; pero en lugar de colocar el cuerpo en la camilla, le dan la vuelta y
lo colocan boca abajo. Después llega una segunda camilla, y una tercera, y una
cuarta. Un desfile de camillas empieza a atravesar este Madrid iluminado sólo
por los resplandores de los incendios. Y entonces se oye un nuevo estruendo. La
calle se queda vacía. La gente se apelotona en los portales. Sólo se ven las
camillas flotando despacio hacia arriba, en medio de la calle. Por encima de
nuestras cabezas, retumban los aviones trimotores.
Un rato más
tarde, cuando parece que todo ha pasado, me asomo y echo a correr. Unas docenas
de pasos más, y me encuentro de nuevo en la Gran Vía. La abrupta mole de la
central de la Telefónica se alza hacia el cielo, envuelta en los reflejos de
los incendios. ¡Oh, ahora estos rascacielos sin alma desprenden una
majestuosidad distinta a la del dinero! De nuevo se hace el silencio. Es
simplemente increíble con qué rapidez se suceden los estruendos, los gemidos y
los gritos, y después el silencio absoluto. Una ciudad tan enorme y, de
repente, tan silenciosa. Entre las estrellas del cielo oscuro y los rascacielos
que están al pie del barranco se oye el repiqueteo sordo de los enormes motores
de los bombarderos. De repente, detrás de mí, más rápidos aún que los
estruendos, desciende una luz. Es tan cegadora que tengo la sensación de que me
quedaría sin vista si la tuviera delante de los ojos. Un estruendo enorme, el
más fuerte de todos, un eco de silbidos y ruidos que me pasa por encima de la
cabeza. Echas a correr de forma mecánica, a pesar de que correr por las calles
de Madrid de noche te expone a la bala de un guardia obediente. Me adelanta un
destacamento que corre sin parar, sólo que en otra dirección. Así que me doy la
vuelta.
A esta
altura, la calle se convierte en una plazoleta pequeña. Un poco más allá la
calle se ensancha para formar el cruce de varias calles. Una bomba incendiaria
ha caído sobre el pavimento, y allí se ha hecho pedazos, que vibran
resplandecientes. Ahora sus fragmentos yacen en el suelo esparcidos
generosamente; son llamas químicas, deslumbrantes, que parecen mercurio. Son
una multitud de partículas móviles que vibran en todas direcciones. Al parecer
no consiguen prender fuego porque han caído sobre adoquines de basalto y vías
de tranvía. Detrás de nosotros, la gente empieza a abandonar los portales de
las casas, los refugios. Durante un segundo tienes la sensación de que una
tribu de trogloditas ha salido para ver el monstruo que amenazaba sus vidas y
frente al cual se sentía indefensa, ese monstruo que ahora se contrae y se
estira dando los últimos estertores de la muerte. Los fragmentos emanan calor,
un ardor que hasta hace un momento estaba concentrado y aprisionado en una
cápsula de metal. Llegan los bomberos al edificio en llamas y empiezan a
remover el fuego con la ayuda de una especie de rastrillos largos, apartando
los fragmentos de fuego que despiden una luz deslumbrante. Paso al otro lado de
la plazoleta y es entonces cuando me doy cuenta de que el edificio central de
la Telefónica, que antes estaba iluminado por un resplandor, ahora ofrece una
fachada blanca como si fuera de día. Un edificio que se encuentra a escasos
metros de él, al otro lado de la bifurcación de la Gran Vía, también está en
llamas.
En el portal
de la central de la Telefónica no hay nadie. Los guardias están dentro. El
ascensor funciona, así que, en poco tiempo, llego a la décima planta. A través
de los enormes y oscuros ventanales se ve ahora cómo la noche se cierne sobre
Madrid y los incendios que estallan con sus densas humaredas. El calor del
incendio más cercano sale con ímpetu hacia arriba formando una columna. Casi
todos los periodistas extranjeros ya están aquí. El americano gordo del consorcio
Hearst, también. Consiguió acercarse en su coche al mismo palacio, atravesó su
jardín y lo vio todo. Me enseña el breve telegrama que ha redactado. Está
orgulloso del título, que dice algo así como que la escena es propia de Nerón.
En efecto, hay algo neroniano en está ciudad que está envuelta en llamas por
todas partes. ¿Los aviones siguen ahí? Es imposible constatarlo. Reina un
silencio extraño en estos doscientos metros de tierra; apenas doscientos
metros. Es imposible imaginarse que una bomba, una bomba normal capaz de
destruir un edificio de cuatro plantas, pueda destrozar un coloso como éste en
el que me encuentro. Mientras tanto, el francés ya tiene su París. De forma
acelerada, pero con una voz segura, prosigue la emisión:
«El segundo
bombardeo sobre Madrid empezó a las 8:15, hora local, con fuego de artillería
procedente de la Casa de Campo. A consecuencia del bombardeo se incendiaron
tres edificios de escasa importancia. El ataque de la aviación comenzó antes de
que el pánico provocado por el bombardeo de artillería se hubiese sofocado. Los
aviones que sobrevolaban Madrid...».
Un estruendo
sordo sacude las paredes del rascacielos. La altura y los muros lo amortiguan
todo. ¡Cómo tenía que retumbar allí abajo, en el desfiladero!
«...tiraron
bombas de un calibre no muy grande, eran incendiarias. Como resultado del
bombardeo ardieron dos edificios entre la Gran Vía y la Puerta del Sol; otra
bomba más cayó en la calle sin provocar daños. Las bombas que cayeron cerca del
Cuartel de la Montaña incendiaron el palacio del duque de Alba (allô, allô, cherchez Alba dans
Larousse, très important), un ex ministro...».
—Quizá le
hayan ejecutado —se le ocurre al periodista.
Sin duda
sería un bombazo, como lo de aquel viejo duque, el último descendiente de
Cristóbal Colón, por el cual intercedieron las embajadas de todos los países
americanos. Pero no, el duque de Alba y Berwick está en Inglaterra.
—Le duc d'Alba reside actuellement en
Angleterre —le contestan al otro lado del teléfono.
—Una
biblioteca estupenda, una valiosa galería de cuadros de Goya —G comme Gustave, O comme Octobre, Y
grek, A, Velázquez— V comme...
Una sacudida
atraviesa como una ola el rascacielos. Un estruendo se levanta desde la calle y
penetra a través de los gruesos muros. Los ingleses y los suecos inclinados
sobre los auriculares describen con detalle el bombardeo. Pero todo nos llega
amortiguado, mate, como filtrado por el tiempo y la distancia. Quizá en ningún
otro sitio la sensación de seguridad sea tan ilusoria como en esta cima que se
levanta hacia el cielo, quizá en ningún otro sitio se sienta uno tan seguro
como aquí. En una sala amplia han colocado los catres plegables para que el
personal pueda descansar, los mismos que hay en todos los ministerios y oficinas.
Todos mis compañeros están al teléfono, llamando a sus respectivos París y Londres. En las
redacciones de las publicaciones polacas más ricas un aburrido secretario que
hace el turno de noche escribe algo así como «información telefónica de nuestro
corresponsal».
Salgo a la
calle. La oscuridad es total; no hay ni un alma. Los incendios expiden rayos de
luz roja, que se reflejan en los edificios, en las ruinas. Doy una vuelta al
Ministerio de la Guerra, pero sin acercarme mucho, ya que es un objetivo típico
de los ataques aéreos. Mis pasos resuenan en las calles vacías. Camino con
ademanes militares, rítmicamente; lo hago a propósito, porque así, en medio de
esta oscuridad, estoy menos expuesto a ser detenido, a tener que mostrar la
documentación mientras me apuntan con un fusil, a tener que pelearme con un
guardia torpe y desconfiado. Pero no hay nadie. Las ventanas están oscuras del
todo, tan sólo desde abajo, desde los sótanos se filtran unos rayos de luz. Las
bombas han roto en pedazos la vida de una gran capital europea: una partícula
pequeña de esta vida ha sido impulsada hasta las nubes, hasta la torre de un
colosal rascacielos y desde allí cuenta a gritos lo ocurrido a Londres, París y
Nueva York. Las multitudes se han trasladado como el agua que se lleva la
corriente y se han sumergido en la tierra. Ahora están en sus madrigueras, se
limitan a quejarse, a maldecir y a pasar un miedo espantoso y horrible. El
miedo animal del hombre primitivo. Por la noche, a eso de las tres, se oye de
repente el tableteo de una ametralladora; por una calle lejana avanza con
estrépito un vehículo pesado.
¿Acaso ya
están aquí?
Ksawery
Pruszyński «Cartas desde España
Wiadomosci Literackie, 13 de diciembre de 1936
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