La época en que vi más a Machado fue la del Café Várela, adonde del Café Español había trasladado su melancólica tertulia. Allí conocí más de cerca a Ricardo Baroja, el dibujante hermano de don Pío, tratando un poco más íntimamente a Manuel, el inseparable hermano del poeta. Manuel Machado, cuya p de poeta nunca logró alcanzar ese tramo más alto de la mayúscula de Antonio, era el mismo ágil, simpático y gracioso de sus poemillas y coplas, llenos de quiebros y requiebros, de cortes y recortes, de ángel y salero del más puro sevillanismo: un verdadero torero de la poesía, mejor peón que espada, siempre dispuesto al oportuno quite, al lujoso e insuperable par de banderillas.
Ya todo esto nos lo había dicho él en su Retrato: Me acuso de no amar sino muy vagamente una porción de cosas que encantan a la gente. La agilidad, el tino, la gracia, la destreza, más que la voluntad, la fuerza y la grandeza... Medio gitano y medio parisién —dice el vulgo— con Montmartre y con la Macarena comulgo... Y antes que un tli poeta, mi deseo primero hubiera sido ser un buen banderillero.
Pero esta misma ligereza suya, esta facilidad para salir por pies le perdieron. Así, cuando los cuernos del toro de la guerra le anduvieron de cerca, rozándole la taleguilla, saltó del todo la barrera, tirándose de cabeza al callejón, de donde ya no se atrevió a salir —habiendo quizá podido intentarlo—, apagándosele y apagándosenos definitivamente, dentro de aquella estrecha y dura sombra, las sedas y las luces de su traje. Fue el hermano preferido de Antonio, a quien éste quería de manera entrañable. En Madrid, siempre se les veía juntos. Pero si el hombre Antonio era el valor reposado, sereno, de claros ojos para mirar las cosas, el hombre Manuel, en cambio, menos profundo, más venal y marchoso, era —como sin broma nos lo había dicho ya en su Retrato— la comodidad, lo muelle, lo sensual, intentando, en muchas ocasiones, frenar aquella decisión tan espontánea y generosa de su hermano.
Yo volvía por entonces —1933— de Francia y Alemania, habiendo visitado también la Unión Soviética, viaje de cerca de dos años que me había hecho comprender, viviéndola y sufriéndola, la trágica realidad de Europa, y aún más a lo vivo la de España. Regresaba otro: nuevo concepto de todo, y como era natural, del poeta y de la poesía. Con mi mujer fundé la revista Octubre, la primera española que dio el alerta en el campo de la cultura y que agrupó a una serie de jóvenes escritores, cuyo sentido del pueblo cada vez se fue haciendo menos vago, menos folklórico, es decir, más directo, real y profundo.
Una tarde del Café Várela me decidí, no sin cierta cortedad, a pedirle a Antonio Machado una colaboración para Octubre. Lo que él quisiera: verso, prosa, un saludo, cualquier minúsculo trabajo. Nuestra sorpresa fue grande cuando a los pocos días me envió a casa un corto ensayo —que para mayor halago me dedicaba—, bajo este sorprendente e inesperado título: Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia (trabajo que no he visto reproducido en ninguna de las ediciones de la obra del poeta publicada en el destierro). En él, Machado, poniéndolo, como siempre, en boca de su Juan de Mairena, nos hablaba ya del poeta del tiempo, de su esperanza en una poesía, expresión o síntesis, no del sentimiento individual, sino del colectivo. Cuando Machado escribía esto, ya había aprendido mucho «por aquellos pueblos de Dios» de su meseta castellana. No era tan sólo entonces el poeta de las Soledades, lo era ya de Campos de Castilla y de Nuevas canciones. Los hijos de aquel Alvargonzález de su romance le habían mostrado, con una grandeza de tragedia antigua, el crimen de que es capaz la labriega ambición hasta por una exigua herencia en aquellos pobres y amargos campos (el trozo de planeta por donde él viera cruzar, errante, la sombra fratricida de Caín).
Sí, Machado había visto, gastado mucho con sus plantas cansinas los terrones malditos de aquellas duras tierras. Y de aquel su primer sentido o sentimiento, casi cristiano, de la pobreza resignada de los atónitos palurdos de Castilla, había subido a comprender toda la triste y desgarrada miseria de España, la humana y urgente necesidad de trocar ese Ayer y aquel Hoy en un Mañana diferente. Y su esperanza la clavó, primero, en la República, trabajando, hasta activamente, por su advenimiento, llegando a organizar mítines por los pueblos e izar con otros republicanos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia, días gloriosos que Juan de Mairena recuerda nostálgico durante la guerra:
«¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia! Recordemos, acerquemos otra vez aquellas horas a nuestro corazón. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la primavera traía a nuestra República de la mano. La naturaleza y la historia parecían fundirse en una clara leyenda anticipada, o en un romance infantil.
La primavera ha venido
del brazo de un capitán.
Cantad, niñas, en corro:
¡Viva Fermín Galán!
Luego, después de la experiencia de la guerra, Antonio Machado, de vivir, hubiera ido muy lejos. No se le escapaba que España era, de toda Europa, el país destinado, el más predestinado para una revolución profunda. Pero... si ya no podrá verla, ésa será la única que vaya a recordarle y a escribir por sus muros —como los griegos con letras de oro los versos de Píndaro— muchas palabras suyas, nuncios de aquella alba que con él esperábamos:
...España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva Epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora.
En el 5º Regimiento
En los días grandes y heroicos de noviembre, el glorioso 5.° Regimiento, flor de nuestras milicias populares, se ufanó en salvar la cultura viva de España, invitando a los hombres leales que la representaban a ser evacuados de Madrid. A la Alianza de Intelectuales se le encomendó, entre otras, la visita a Antonio Machado para comunicarle la invitación. Y una mañana bombardeada de otoño, el poeta León Felipe y yo nos presentamos en su casa.
Salió Machado, grande y lento, y tras él, como la sombra fina de una rama, su anciana madre. No se comprendía bien cómo de aquella frágil, diminuta mujer pudo brotar roble tan alto. La casa, lo mismo que cualquiera, rica o pobre, de aquellos días de Madrid, estaba helada. Machado nos escuchó, concentrado y triste. «No creía él —nos dijo al fin— que había llegado el momento de abandonar la capital.» ¿Escasez, crudeza del invierno que se avecinaba? Tan malos los había sufrido toda su vida en Soria u otras ciudades y pueblos de Castilla. Se resistía a marchar Hubo que hacerle una segunda visita. Y ésta, con apremio. Se luchaba ya en las calles de Madrid y no queríamos —pues todo podía esperarse de ellos— exponerlo a la misma suerte de Federico.
Después de insistirle, aceptó. Pero insinuando casi rozado de pudor, con aquella dignidad y gravedad tan suyas, salir también con sus hermanos Joaquín y José...
—No tiene usted ni que indicarlo... El Quinto Regimiento le lleva con toda su familia...
—Pero es que mis hermanos tienen hijos...
—Muy bien, don Antonio...
—Ocho, entre los dos matrimonios —creo que dijo.
Mas aunque en Madrid había otro organismo, la Junta de Evacuación, que se ocupaba de los niños, fue el 5.° Regimiento quien salvó a toda la familia de don Antonio, llevándola a Valencia.
Y llegó la noche del adiós, la última noche de Machado en Madrid. ¡Noche inolvidable en aquella casa de soldados! Se encontraba allí lo más alto de las ciencias, las letras y las artes españolas —investigadores, profesores, arquitectos, pintores, médicos...— al lado de los jóvenes comandantes del pueblo Modesto y Líster, ambos aún con aquel traje entre civil y militar de los primeros días. Con una sencillísima cena, aquellos héroes, a quienes su vida y condición no habían permitido seguramente poner la planta en un museo, ver un laboratorio, cruzar siquiera un patio de instituto, despedían a los hombres que tal vez iban mañana a enseñar a sus hijos lo que ellos nunca pudieron aprender. Afuera, el corazón de España latía a oscuras, con su alto cielo de otoño interrumpido ya de resplandores de los primeros cañonazos. Por los arrabales extremos —Toledo, Segovia, Cuatro Caminos, Ciudad Universitaria—, por los alrededores de la ciudad —Puente de los Franceses, Casa de Campo, El Pardo— se cubrían de balas y de gloria, junto con las milicias populares y las brigadas internacionales, los defensores espontáneos de Madrid. Y, mientras, en aquel saloncillo del 5.° Regimiento, en medio del silencio que dejaba de cuando en cuando el feroz duelo de la artillería, un hombre extraordinario, aún más viejo de lo que era y erguido hasta donde su vencimiento físico se lo permitía, con sencillas palabras de temblor, agradecía, en nombre de todos, a aquellos nobles soldados, que así preciaban la vida de sus intelectuales, repitiendo razones de fe, de confianza en el pueblo de España. Hoy, pasados tan largos y catastróficos años, no puedo recordar con precisión lo que Machado en tan breve discurso dijo aquella noche.
Quizás se encuentre escrito en algún lado. Pero de su sencilla despedida no he podido perder —ni perderé ya nunca— el instante aquel en que don Antonio, con una sinceridad que nos hizo a todos brotar las lágrimas, dirigiéndose a Líster y a Modesto, ofreció sus brazos —ya que sus piernas enfermas no podían— para la defensa de Madrid. Poco más tarde, desde su huertecillo de Valencia, escribía el poeta, insistiendo una vez más en su creencia ciega en el pueblo de España:
«En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre.»
En Valencia
La última vez que vi a Antonio Machado fue en Valencia, en aquella casita con jardín, de las afueras, que su Gobierno le había dado. Su poesía y su persona ya habían sido tocadas de aquella ancha herida sin fin que habría de llevarle poco después hasta la muerte. La fe en su pueblo, aunque ya antes la hubo dicho, la escribía entonces a diario, volviendo nuevamente a adquirir su voz aquel latido tan profundo, de su época castellana, ahora más fuerte y doloroso, pues el agua de su garganta borboteaba con una santa cólera envuelta en sangre. Mas, como siempre, a él, en apariencia, nada se le transparentaba. Estaba más contento, más tranquilo, al lado de su madre, de sus hermanos y aquellos sobrinillos, de todas las edades, que lo querían y bajaban del brazo al jardín, dándole así al poeta una tierna apariencia de abuelo. Desde los limoneros y jazmines —¡oh flor y árbol tan puros en su verso!—, cercana, aunque invisible, la presencia del Mediterráneo, Machado veía contra el cielo cobalto las torres y azoteas de Valencia, bajo el constante moscardoneo de los aviones de guerra:
Ya va subiendo la luna
sobre el naranjal.
Luce Venus como una
pajarita de cristal.
Ámbar y berilo
tras de la sierra lejana,
el cielo, y de porcelana
morada en el mar tranquilo.
Ya es de noche en el jardín
—¡el agua en los atanores!—
y sólo huele a jazmín,
ruiseñor de los olores.
¡Cómo parece dormida
la guerra, de mar a mar,
mientras Valencia florida
se bebe el Guadalaviar!
Valencia de finas torres
y suaves noches, Valencia,
¡estaré contigo,
cuando mirarte no pueda,
donde crece la arena del campo
y se aleja la mar de violeta!
...Y no pudo mirarla más, pues el poeta era ya una elegía, casi un recuerdo de sí mismo, cuando allá, sólo, en Collioure, un pueblecillo cualquiera de Francia, cercano al mar, vino la muerte a tocarle, al borde de su «arreado» pueblo heroico, como a un soldado más, lo que real y humildemente llegó a ser.
Desde entonces, allí, en otra tierra, y no en la suya junto al Duero, como él había soñado, esperan sus huesos.
Entre los álamos argentinos
¡La alameda de El Totoral! Me gusta más que ningún otro paseo de los posibles en este viejo pueblecito de Córdoba que me tiene en mi espera de retorno a la patria perdida, esta calle de álamos lombardos, de chopos, como diríamos en España. La calle arranca de la portada de dos antiguas quintas, yendo a finalizar, aunque ya bordeada de jóvenes paraísos, en la carretera que sigue a Santiago del Estero. ¡Calle amorosa y fresca, que cuando se le viene encima el viento sur cruje toda como un navío! Me la conozco, me la sé bien de dejarle mis pasos en su ablandada tierra invernal o en su fino polvo de los veranos. Me sé sin falla el número de sus troncos, de los que aún continúan levantando cortina contra los vendavales y de los derribados por éstos, con esa larga quejumbre de cosa humana que se extrae, que se descuaja de la profunda raíz terrena. Me sé también sus altos nidos de loros rayadores, la rama favorita del zorzal, la vara vigía para los benteveos. Trepan por las alambradas y los álamos de uno de sus bordes los pinchosos escaramujos de aéreas flores coloridas, enmarañados en los rápidos ligustrines de semillas moradas, dejando ver a trechos los maizales nacientes, las higueras oscuras, cuando no la cabeza melancólica de algún caballo o una vaca, de la quinta de Aráoz Alfaro. Al otro borde, más desprovisto de verde protector, se abren cuadrados campos de alfalfares y ordenadas verduras de los huertos. Cuando en las noches, acompañado de «Tusca», mi nueva perra, voy golpeando a ciegas con la fusta las yerbas que a ambos lados corren formando acera, siempre domina un duro aroma como a anís descompuesto, brotado de los fuertes hinojos al sentirse heridos. Es en las noches de verano cuando más exaltada y solitaria se encuentra esta alameda. Los álamos se alargan hasta meterse en lo más hondo del azul estrellado, llegando las estrellas a temblar como hojas de sus ramajes. Me desorienta todavía el cielo de este hemisferio austral cuando lo miro. Busco, nostálgico, constelaciones que no encuentro, que yo sé que no están, estrellas familiares, que se quedaron por el otro, esperándome. ¿Dónde andará aquella Osa Mayor, que se iba abriendo, grande, con el girar de las horas, hasta correr, hacia la madrugada, en un ancho galope sobre los picos estivales del Guadarrama? La Cruz del Sur, más luminosa aún junto al profundo Saco de Carbón de la Vía Láctea, me mira, recordándome mi suerte. No ando, no, bajo las alamedas, las castellanas choperas de Antonio Machado. Y, sin embargo, su respiro, su aliento rumoroso me transportan, con su nombre, hacia aquellos caminos y lejanías, donde la grave resonancia del poeta se perdía, perdurable, entre las solitarias ringleras de sus árboles más queridos:
En los chopos lejanos del camino
parecen humear las muertas ramas...
Me siento bien, me siento consolado en esta calle de álamos muriéndose de El Totoral. Muriéndose, sí, porque el ventarrón y la sequía, ambos de la mano, impetuosa la de aquél, quemando la de ésta, van metiendo espacios de cielo, mayores cada vez, entre los troncos. ¡Y qué alegría sin disimulo la de estos desprovistos quinteros por lefiear, ahorrándose la dura caminata al monte, el cuerpo exánime del pobre álamo caído, cruzado de un lado a otro de la calle! Siempre me sonarán en la memoria de los entresueños invernales esos golpes de hacha, secos, crujidores, contra la madera todavía caliente.
Una limosna de agua, una humilde y generosa acequia que les mojase el pie podría salvarlos. Cada vez que de lejos nos surgen álamos a los ojos o pasan cerca de nuestro caminar, se piensa al punto en ríos frescos, en risueñas riberas reflejadas, o se escuchan arroyos y regatos contentos del oficio de besar árboles tan hermosos. Mas no sucede así con éstos, abandonados, de El Totoral, muertos de sed y zamarreos de las tormentas.
Dentro de dos, de tres años, quizás esta alameda lo sea sólo de aire. Y para que al menos en el recuerdo de éste quede memoria de los pasos y sentimientos de un español errante, grabo, con mi cuchillo de monte, en la corteza del tronco más erguido: «Alameda de Antonio Machado.»
Rafael Alberti
(Relatos 1937-1938)
Incluído en El poeta en la calle (Obra civil) , Aguilar, 1978
No había leído nunca esta descripción de Córdoba que escribe Alberti con su permanente nostalgia.
ResponderEliminarLos paisajes cordobeses son muy parecidos a los del norte de España .
Emociona esa inscripción en la corteza del tronco más " erguido" : "Alameda de A. Machado".
Cuando ande por " El totoral" recordaré esta anécdota.