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1308. La Revolución de 1873. Recuerdos

La madrugada del 10 de Febrero tuvieron los jefes del partido federal noticia de estar decidido Amadeo de Saboya a renunciar a la corona. Reuniéronse en las primeras horas de la mañana y se dirigieron á la Presidencia del Consejo de Ministros para encarecer la necesidad de sustituir la monarquía con la República. Mal humorado y peor dispuesto encontraron al Sr. Ruiz Zorrilla, que parecía abrigar aun la esperanza de que desistiera el Rey de su propósito y en el caso de que el Rey no desistiera, quería establecer un gobierno provisional como el de 1868. Pasaron después al ministerio de la Guerra, y, contra lo que esperaban, oyeron de labios del general Córdoba que la República se imponía, pues no era posible elegir nuevo Rey después del fracaso de la monarquía democrática, sobre todo, cuando no había en España ni fuera de España príncipe a quien volver los ojos.

El ánimo del Gobierno era no parecer aquel día en las Cortes, y dar, como suele decirse, tiempo al tiempo, con el fin de acomodar a sus propósitos los acontecimientos. No lo consintieron los jefes del partido federal; y en cuanto se abrió la sesión del Congreso encargaron a los que tenían presentadas proposiciones de ley que las defendiesen lo más largamente que pudieran hasta que se presentase algún ministro a quien cupiera dirigir preguntas sobre la gravísima crisis por que la nación pasaba.

Horas transcurrieron sin que el Gobierno pareciese; mas en cuanto le supo el Sr. Figueras en el Palacio del Congreso, pidió la palabra y la usó quejándose amargamente de que no estuvieran presentes los ministros, cosa que no había sucedido ni aun cuando se trataba de insignificantes cambios de gabinete. Tan enérgica y ruda fue la queja, que parecieron como por encanto los ministros todos, y el Sr. Ruiz Zorrilla se limitó a escudarse con que nada ocurría oficialmente, pues ni había venido la renuncia del Rey a las Cortes ni estaba siquiera en las manos del Gobierno. Queriendo o no, declaró, sin embargo, que Amadeo estaba irrevocablemente resuelto a presentarla, con lo cual dio lugar a que se tuviera por existente la crisis, por imposible todo arrepentimiento del monarca y por absolutamente necesario poner al abrigo de todo riesgo la libertad y el orden.

Pidióse que se declarase el Congreso en sesión permanente; y el Sr. Figueras de tal modo lo defendió y con tal firmeza y habilidad rechazó los argumentos que en contra se le hizo, que consiguió hacerlo prevalecer, a pesar de la resistencia del señor Ruiz Zorrilla, el más tenaz de los ministros en combatirlo.

Logróse con esto, no sólo hacer imposible que Amadeo retrocediera, sino también precipitar los acontecimientos, pues no podía ya consentir Amadeo que se prolongase situación tan difícil y tan expuesta a que, soliviantadas las pasiones, se alzase en armas el pueblo. Reanudóse la sesión a las tres de la tarde del día 11, y no recordamos haber presenciado sesión más solemne.

Se empezó leyendo la abdicación del rey por sí y por sus hijos, y, después de leída y oída con profundo silencio, el Sr. Rivero, Presidente del Congreso, propuso que se reunieran en una las dos Cámaras, puesto que en las dos estaba la soberanía de la Nación, y al efecto se dirigiera un mensaje al Senado. Minutos después entraba en el Congreso el Senado precedido de sus maceros, y los Presidentes de los dos cuerpos se dirigían las siguientes palabras. El Presidente del Senado: «Sr. Presidente del Congreso, el Senado español, en virtud del acuerdo que acaba de tomar, viene aquí a formar una sola Asamblea ante las necesidades de la patria.» El Presidente del Congreso: «Señores senadores, tomad asiento para que constituyan los dos cuerpos las Cortes soberanas de la Nación. El espectáculo era imponente, los senadores se sentaban mudos entre los diputados como poseídos de la honda emoción que embargaba todos los ánimos.

Se leyó por segunda vez la renuncia de Amadeo, se la aceptó junto con la del Gobierno, se nombró la Comisión que debía contestar al mensaje del rey, y á poco se leía un bello y cortés documento, que se debía á la pluma del Sr. Castelar y era vivo reflejo de nuestra proverbial hidalguía. Documentos son harto conocidos para que aquí los transcribamos. Fueron dignos el uno del otro, y ambos produjeron gran sensación, así en los representantes del pueblo, como en los espectadores de las tribunas, entre los cuales figuraban casi todos los ministros de las demás naciones. Nombróse una Comisión para que entregara a Amadeo el mensaje de las Cortes, y otra para que le acompañase hasta la frontera, y poco después se leía la siguiente proposición de ley:

«La Asamblea Nacional reasume todos los poderes y declara como forma de gobierno de la Nación la República, dejando su organización a las Cortes Constituyentes. Se procederá, desde luego, al nombramiento directo de un Poder ejecutivo, que será amovible y responsable ante las Cortes.»

A pesar de tratarse de un cambio tan radical en nuestras instituciones, no dió la proposición lugar a rudos ni acalorados debates; los más acérrimos enemigos de la República doblaban la cabeza ante la inexorable ley de las circunstancias, y se circunscribían a salvar sus opiniones o manifestar el temor de que no correspondiera la nueva forma de gobierno a las esperanzas de los que con tanto calor la habían defendido y estaban llamados a regirla. Eran sosegados y patrióticos, así los discursos de los que defendían la proposición, como las breves arengas de los que las combatían, y la discusión llevaba todo aquel sello de majestad que desde un principio caracterizó sesión tan grandiosa.

Vino desgraciadamente a turbarla el Sr. Ruiz Zorrilla afectando temores que de seguro no abrigaba. «Vengo, dijo, no con el fin de terciar en el debate, sino con el de anunciar el peligro que se corre con no haber sustituido a los ministros del rey por otros ministros. No hay ya Gobierno que responda de lo que pueda acontecer en Madrid y en las provincias, puesto que lo constituíamos mis compañeros y yo y se nos aceptó la renuncia.»

Luego de aprobada la proposición sobre la forma de gobierno, se había de elegir un poder ejecutivo; dentro de una o dos horas, cuando más, había de quedar nombrado; la pretensión del Sr. Ruiz Zorrilla era, sobre intempestiva, malévola. En vano contestó el Sr. Rivero que él respondía del orden de Madrid y en toda España contando con la cooperación de los ministros dimitentes; el Sr. Ruiz Zorrilla insistió en su loca pretensión a pesar de las interrupciones de sus propios amigos, que no podían menos de mirar con enojo que por tales medios se interrumpiera el curso regular de los debates y se dificultara la constitución de ese mismo poder que tan necesario se consideraba para la conservación del orden. Propuso el Sr. Rivero a la Asamblea la reintegración de los últimos ministros del rey en las funciones de gobierno; y, como el Sr. Ruiz Zorrilla pidiera la palabra con airado acento, hubo nuevas interrupciones y murmullos y se puso en pie gran número de representantes.

Dejóse llevar entonces de sus ímpetus el señor Rivero, y con voz imperiosa y firme: «Señores ministros, dijo, en nombre de la patria, en nombre de la Asamblea Nacional, os mando que bajéis á vuestro banco y ejerzáis las funciones que como gobierno os corresponden.» Pidió la palabra el Sr. Martos, y el Sr. Rivero, con voz de trueno, repuso: «No hay palabra. En nombre de la Asamblea, y para robustecer la autoridad del presidente, exijo que los anteriores ministros obedezcan y pasen a ocupar el banco.»

Estas palabras, a no dudarlo imprudentes, torcieron, como no puede imaginar el lector, la marcha de los acontecimientos. ¿Quién ha investido de la dictadura al presidente? preguntó un diputado; y el Sr. Martos, que no dejó de pedir la palabra hasta que se la concedieron, pronunció un discurso tan breve como enérgico, que acabó con la autoridad del Sr. Rivero. «Hablo, dijo, después de una resistencia indebida, que hubiera valido más que no se mostrase, porque no está bien que contra la voluntad de nadie parezca que empiezan las formas de la tiranía cuando acaba la monarquía y amanece la República.» Tan herido se sintió el Sr. Rivero, que abandonó su sillón y lo dejó al presidente del Senado.

¡Incidente funesto! ¡Hora aciaga! Continuaron los debates sobre la forma de gobierno; pero ya lánguidos y sin aquella serenidad con que empezaron. Fue aprobada la proposición por 258 votos contra 32, y quedó proclamada la República. Hubo de nombrarse  continuación el Poder ejecutivo, y aquí fue donde empezó á sentirse la influencia del malhadado incidente.

La proclamación de la República se debía principalmente a los Sres. Rivero y Figueras. El Sr. Rivero la venía preparando desde muchos meses, convencido como estaba de que a la corta o a la larga había de entregarse Amadeo a los conservadores y atajar los pasos de la revolución de Septiembre. La constitución del futuro Gobierno de la República estaba también resuelta de antemano. El Sr. Rivero había de ser presidente del Poder ejecutivo y el señor Figueras presidente de la Asamblea. Gracias al incidente del Sr. Zorrilla y a la irritabilidad del Sr. Rivero, que herido en su amor propio se negó a todo acomodamiento, pasó el Sr. Figueras a presidir el Poder ejecutivo y el Sr. Martos a presidir la Asamblea. Trece días después, el Sr. Martos, prevaliéndose del cargo que ocupaba, fraguó contra el Gobierno una conspiración que no surtió efecto merced a su debilidad y a la energía de los ministros federales. Habían entrado a formar parte del Gobierno hombres importantes del partido radical, y en ellos encontró apoyo el Sr. Martos para su conjura. Podrán ser buenas las coaliciones para destruir; para construir son pésimas.


Francisco Pi y Margall, 
El Nuevo Régimen. Semanario federal *


* Fundado y dirigido por Francisco Pi y Margall,  fue el órgano del Consejo Federal del Partido Republicano Federal y comenzó a publicarse el 17 de enero de 1891 y dejó de publicarse en 1930. Se puede consultar los ejemplares en la Hemeroteca digital de la BNE.




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