Lo Último

1389. El Puerto de Alicante (Así terminó la Guerra de España)

Testimonio gráfico publicado en Información en abril de 1942 que muestra a los refugiados republicanos en el Puerto de Alicante


I. Martes, 28 de Marzo

Suena estridente el timbre del teléfono. Arrancado bruscamente del sueño, entreabro los ojos y descuelgo el auricular. La voz de mi madre me llega nerviosa y apremiante:

—¿Qué esperas ahí todavía? ¡Estás loco…! ¿No ves que se ha marchado todo el mundo?

Sonrío tristemente al escucharla. Hace días, muchos días, que repite incansable lo mismo. En realidad, apenas dice otra cosa desde su precipitado retorno de Valencia — capital del «Levante feliz» en una hora ya lejana— al Madrid asediado y hambriento. Le obsesiona el afán de que me marche cuanto antes, sabiendo —nadie puede ignorarlo ya a finales de marzo— que la guerra está definitivamente perdida.

Comprendo su actitud, similar a la de millares de madres. La mía perdió un hijo en los comienzos de la lucha y teme perder otro al final. No anda, naturalmente, descaminada en sus temores. Aunque a veces me gusta soñar despierto, sé perfectamente que lo pasaré mal si permanezco aquí cuando entren los que llevan veintinueve meses a sus puertas. A veces discuto con ella en un vano intento de hacerla comprender que debo continuar en mi puesto hasta el último segundo.

—¡El último segundo ha sonado ya! Antón Martín está lleno de soldados que abandonan los frentes. También he visto dos camiones con banderas monárquicas y la gente…

Miro el reloj mientras mi madre continúa. Son las diez menos cuarto de la mañana. He dormitado unas horas echado de bruces sobre la mesa del despacho y no sé lo que pueda haber ocurrido desde el amanecer en que, tras concluir la confección del periódico —¡del último número de periódico!—, me dejé ganar por el sueño y el cansancio acumulados en varias noches de mucho trabajar y poco dormir

—¿Acaso no me crees, hijo? —inquiere angustiada la voz de mi madre—. ¡Asómate a la calle y verás que no exagero!

Procuro tranquilizarla con breves palabras, aunque sé por anticipado de su inutilidad. Tengo la plena seguridad de que cuanto acaba de decir responde escrupulosamente a la verdad; que Antón Martín y todas las calles de Madrid ofrecen en este momento el triste espectáculo de un ejército derrotado, cuyos soldados han abandonado por propia iniciativa las trincheras. Me consta que los frentes han desaparecido, que las líneas cercanas a la capital quedaron totalmente desguarnecidas anoche y que el enemigo puede entrar cuando le dé la gana sin encontrar la menor resistencia.

Con sólo levantar la cabeza y mirar hacia la Castellana a través del balcón tengo la mejor confirmación si pudiera quedarme alguna duda, que desgraciadamente no me queda. Por Abascal descienden de la Ciudad Universitaria grupos desperdigados de soldados que, tras soltar los fusiles, emprenden una marcha lenta y apesadumbrada hacia sus pueblos respectivos.

—¡Convéncete, Eduardo! Si continúas ahí media hora más, no podrás salir de Madrid. ¡Aunque te duela mucho, todo ha terminado!

Tiene razón y lo sabemos los dos. Todo ha terminado, en efecto, y lo poco que resta habrá de ser una sucesión ininterrumpida de dolorosas tragedias. En realidad, todo terminó hace treinta y seis horas, en la noche del domingo pasado, cuando el Consejo Nacional de Defensa radió a los cuatro vientos la orden de levantar bandera blanca en todos los puntos que atacase el enemigo. Fue un golpe duro y bajo que muchos no pudimos encajar No sólo por ver definitivamente muerta una causa por cuya defensa tantos sacrificaron su vida, sino porque en aquel instante —precisamente en aquel instante— yo creía tener las mejores razones para esperar una decisión diametralmente opuesta.

—Sí; ya sabemos que sólo llevas tres horas acostado, pero te necesitamos con urgencia. Dentro de diez minutos irá un coche a buscarte.

Quien me habla forma parte del Consejo Nacional de Defensa, que hace veinte días escasos acabó con las torpes maniobras y las burdas mentiras del Gobierno fantasma de Negrín, refugiado a la sazón en un pueblo de Alicante, lo más lejos posible de los frentes y lo más cerca de un aeródromo con aparatos preparados con los motores en marcha. Aunque tengo mucho sueño — «Castilla Libre», que dirijo, se cierra de madrugada—, abandono la cama y media hora después me presento donde me aguardan.

—La ofensiva fascista empezó hace una hora sin hacer ningún caso de nuestras proposiciones de paz —dice González Marín apenas me ve—. No nos queda otro remedio que resistir como sea.

Asiento convencido, sin vacilaciones. Nada puede resultar más desastroso que entregarnos sin condiciones a merced del vencedor.

—Nos defenderemos como y donde podamos: en las ciudades, las montañas o las costas —añade Val—. Lucharemos como gatos panza arriba y les haremos pagar muy caras nuestras cabezas.

No me sorprende oírle. No puede sorprenderme cuando llevamos semanas enteras hablando de esta resolución última y desesperada. Menos aún cuando todos, por lo menos en público, opinan exactamente igual que nosotros.

—Los cien mil hombres que como mínimo sacrificarán los fascistas al triunfar —prosigue Marín—, no deben ir al matadero con resignación bovina, sino pelear como hombres y morir matando.

Todos los presentes hacen gestos de asentimiento. No existe la menor discrepancia. En el momentáneo silencio que sigue a las palabras de González Marín, me repito mentalmente los versos de Almafuerte hace pocos días reproducidos en primera página de mi periódico: «No te des por vencido ni aun vencido; no te sientas esclavo ni aun esclavo y que maldiga y muerda vengadora aun rodando en el polvo tu cabeza.»

—Lo menos que podemos exigir —interviene Salgado— es tiempo suficiente para evacuar a todos los que se consideren en peligro o no quieran vivir bajo un régimen dictatorial.

—Tenemos la obligación moral y material de cumplir al pie de la letra la consigna del Consejo —sostiene Pradas por su parte—: «O todos nos salvamos o perecemos todos».

—Si es preciso —concluye Marín—, convertiremos las diez provincias que nos quedan en otras tantas y gigantescas numancias.

En la reunión participan los dos representantes del movimiento libertario en el Consejo Nacional de Defensa. Junto a ellos, un puñado de militantes conocidos de la organización confederal, con puestos destacados en el frente y la retaguardia. Aparte de varios jefes de brigada y división, que dentro de una hora estarán de nuevo en las trincheras de Usera, el Jarama o Guadalajara, asisten José García Pradas, director de C.N.T., y Manuel Salgado, jefe en estos momentos de los servicios de información militar, igual que lo fue en los días dramáticos y convulsos de noviembre de 1936.

—Todo el Consejo Nacional —informa Val— apoya nuestra decisión inquebrantable de resistir a cualquier precio. La única duda es Besteiro. Los demás, todos los demás…

Sabe perfectamente cómo piensan porque hace una hora habló con ellos. Tanto los militares —Miaja y Casado— como los representantes socialistas, republicanos, ugetistas y sindicalistas —Wesceslao Carrillo, San Andrés, del Río, Antonio Pérez y Sánchez Requena — están resueltos a cumplir la palabra empeñada con el pueblo y los combatientes de lograr una paz honrosa o hacerse matar luchando.

—Hasta en este momento crítico, cuando todo parece perdido a primera vista —vuelve a hablar Pradas—, tenemos lo que nunca tuvimos en el pasado y difícilmente volveremos a tener en un futuro previsible.

Es cierto, desde luego. Ahora, cuando la guerra se aproxima a su final y muchos, perdida por completo la moral combativa, han huido o se niegan a seguir luchando, los obreros —confederales, socialistas, republicanos y comunistas— disponen todavía de medio millón de hombres organizados militarmente, cientos de miles de fusiles y pistolas, un centenar de cañones y otros tantos aviones y tanques. Hace tres, cuatro o cinco años cual- quiera de nosotros, con sola una centésima parte de ese material, se hubiera considerado con fuerzas sobradas para hacer triunfar la revolución no sólo en España, sino en medio mundo.

—El enemigo es, indudablemente, más fuerte. Merced a la aviación alemana, las divisiones italianas y la traición de las democracias, y Rusia, que se cruzan de brazos para dejar que nos aplasten, nos supera en tierra, mar y aire. Pero en cualquier caso tenemos mil veces más armas y recursos que el 18 de julio de 1936 cuando con las manos vacías nos lanzamos al asalto de los cuarteles.

Aun descontando que tengamos perdida la guerra regular y clásica en que llevamos empeñados treinta y dos largos meses, podemos proseguir mucho tiempo todavía una contienda irregular y revolucionaria a base de guerrillas, núcleos escogidos de resistencia, atentados, sabotajes y destrucciones en una lucha feroz en la que nadie pida, ofrezca ni espere cuartel.

—Con las armas que tenemos —argumenta Mancebo—, el territorio que dominamos y la fría desesperación de cien mil hombres que saben que su única posibilidad de prolongar unos días su existencia estriba en continuar luchando, pondremos a nuestras cabezas un precio tan elevado que el fascismo nacional e internacional no sea capaz de pagarlo.

Murmullos de aprobación acogen las palabras de Pradas y Mancebo. Todos estamos convencidos de que, por trágica que sea, la decisión numantina de morir para impedir que el triunfo fascista sea un simple paseo, es la única salida honrosa que nos permiten las circunstancias. Aunque no falte alguno que, intoxicado aún por recientes actitudes propagandísticas, acaricie la ilusión de acontecimientos extraños que pueden paliar e incluso evitar nuestra derrota.

—Hace diez días —dice— que Hitler entró en Praga ciscándose en los acuerdos de Munich y riéndose de Chamberlain y Daladier. Aunque las democracias sigan sin atreverse a reaccionar tendrán que contestar un día a las agresiones nazis y la segunda guerra europea o mundial.

No llega a concluir la frase. Son varios los que le interrumpen airados para poner las cosas en su sitio. No podemos perder el tiempo discutiendo soluciones mágicas a nuestra situación. Durante más de un año Negrín y los comunistas han estado especulando con una guerra que, según todos los síntomas, no estallará en ningún caso antes de que finalice la lucha en España. Los resultados están a la vista.

—Sería pueril engañarnos a estas alturas con mentiras piadosas. Con guerra europea o sin ella, ni Londres, ni París, ni Moscú, moverán un solo dedo para salvarnos. Estamos solos, absolutamente solos, y no podemos confiar más que en lo que personalmente seamos capaces de hacer. ¿Alguna duda?

Todos mueven la cabeza en gesto negativo. Incluso el compañero que se atrevió a insinuar la posibilidad de que los acontecimientos internacionales vinieran en nuestra ayuda, asiente a las palabras de Val, quien tras una breve pausa, continúa:

—Hay que redactar un manifiesto enérgico, concreto y categórico que, firmado por el Consejo Nacional de Defensa, sea radiado esta misma tarde. En él, dirigiéndose a amigos y enemigos, es preciso exponer con brutal claridad y sin paños calientes la trágica situación planteada por la ofensiva fascista y nuestra decisión inquebrantable de morir matando.

A este manifiesto deben seguir y acompañar otros varios. Unos dirigidos a los combatientes antifascistas cuya vida corre el más grave y cierto de los riesgos de terminar la guerra con una rendición tan incondicional como la que pretende el enemigo. Habrá que hablarles con sinceridad y sin paliativos, diciéndoles la suerte que les aguarda.

—Comisarios, policías, militares profesionales que han luchado al lado del pueblo, periodistas, miembros de los partidos políticos, alcaldes o concejales en los pueblos, etc., serán condenados a muerte y fusilados. Sabemos lo que sucedió en otras regiones, esencialmente en Extremadura, Málaga y el Norte, y no cabe que nadie abrigue esperanzas suicidas.

Comprendo perfectamente lo que se pretende. Más aún, lo encuentro no sólo lógico, sino obligado. No tenemos por qué traicionar nuestros ideales y a quienes pelean a nuestro lado, haciendo el juego al fascismo dispuesto a exterminarnos. Adormecer el espíritu combativo de las gentes con una mentida seguridad de que nada tienen que temer, sería la más imperdonable de las estupideces.

—Hay que decirles precisamente todo lo contrario: que no tienen nada que perder hagan lo que hagan, porque si los fascistas ocupan la zona leal sin dar tiempo a la evacuación de nadie, todo, absolutamente todo, lo tienen perdido ya.

—Empezando por su propia vida e incluso la de sus familiares.

— Algo semejante debe hacerse con otros manifiestos y proclamas no dirigidas precisamente a nuestros hombres, sino a los que se hallan aún al otro lado de las trincheras. Es preciso hacerles comprender que no podrán engatusarnos con engañosos cantos de sirena ni con promesas inconcretas y aleatorias.

De esta decisión de continuar luchando hasta el fin, de no confiar poco ni mucho en promesas que en los vascos dejaron los más terribles recuerdos, se desprende una conclusión forzosa que no tenemos por qué negar ni siquiera callar. Antes al contrario, debemos divulgarla a los cuatros vientos.

—Si morimos matando y nuestras familias morirán con nosotros, no vamos a sacrificarnos precisamente por salvar la vida de cuantos fascistas o simpatizantes suyos viven aún en la zona republicana. Si se trata de una guerra de exterminio y los nacionales no nos dejan otra salida, no seremos únicamente nosotros los exterminados.

Transmitidas por radio, divulgadas por las agencias de información de medio mundo, arrojados por millares sobre las líneas y poblaciones enemigas por los pocos aviones que nos quedan, estas proclamas harán reflexionar a quienes nos cierran todas las salidas.

—Si todos no podemos salvarnos, pereceremos todos. ¡Y serán ellos los que tengan que elegir entre los dos términos de este dilema!

Existe absoluta unanimidad de parecer entre todos los reunidos. Tomo notas de los acuerdos adoptados y trabajo con febril actividad durante varias horas. Apenas he dormido la noche pasada, pero el sueño ha huido de mis párpados. Me mantiene despierto la seguridad de que, dado lo extremo de las circunstancias que vivimos, lo que estoy escribiendo puede tener para muchos, incluido yo mismo, una importancia vital. Procuro exponer en forma concisa y precisa las indicaciones apuntadas, expresar en el menor número posible de palabras la resolución firme del movimiento libertario de no abandonar las armas sin una seguridad previa, plena y total de que cuantos se crean en peligro puedan abandonar la zona republicana.

Redacto manifiestos largos justificando nuestra posición y breves y encendidas proclamas. De unos apenas si se harán unos centenares de copias; de otros se editarán millares y millares de ejemplares y ya antes de terminar de escribirlos están en marcha las rotativas que han de multiplicar un texto que se quiere hacer llegar a las multitudes. Unos y otros se atienen escrupulosamente a las directrices recibidas y están preparados al caer la tarde para su inmediata distribución.

—El Consejo Nacional de Defensa se reunirá dentro de una hora. Antes de dos, daremos lectura por radio al primer manifiesto. Será la señal para empezar sin pérdida de minuto a distribuir todos los demás.

Ha vuelto el sueño una vez terminada la urgente tarea que me fuese encomendada por la mañana. Pero no es momento adecuado para tumbarse cuando la ofensiva enemiga iniciada en Extremadura puede verse secundada en cualquier instante por otros ataques a fondo en los diferentes frentes. Positivamente sabemos que hay varios cuerpos de ejército desplegados en los alrededores de Madrid y en el frente del Tajo para asestamos lo que pretende ser el golpe definitivo. Sólo una actitud resuelta y desesperada del Consejo puede galvanizar los frentes y la retaguardia para impedir un triunfo inmediato y fácil de nuestros adversarios.

—Aunque Besteiro pondrá algunos reparos —indica González Marín, al dirigirse a la reunión—, todos los demás, empezando por Miaja, secundarán sin vacilaciones nuestra posición.

Le creo. Dada la negativa enemiga a tomar en consideración las propuestas de paz y la ofensiva iniciada para exigir una rendición incondicional que a todos puede conducirnos al paredón, no cabe otra salida que la defendida por nosotros y compartida, de mejor o peor gana, por el resto de los sectores antifascistas. Pueden existir discrepancias entre nosotros respecto al régimen futuro de España caso de haber logrado la victoria, pero no cabe duda que a todos —republicanos, socialistas, comunistas o confederales— nos tratará el enemigo de igual manera.

—Y todos, empezando por los propios miembros del Consejo Nacional de Defensa, habrían de sentir no perecer antes de caer en sus manos.

Espero en el Comité Regional de Defensa el resultado de la reunión que se está celebrando en el ministerio de Hacienda. Lo mismo hacen otros muchos. Son enlaces que se aprestan a llevar a los frentes cercanos las proclamas que se están acabando de imprimir en esta tarde dominical; delegados de barriada y sindicatos que aguardan impacientes instrucciones concretas.

La espera se prolonga mucho más de lo previsto. Al final, alguien da por teléfono una noticia que nos resistimos a creer Es preciso que la radio la difunda a los pocos minutos para que le concedamos el menor crédito. En lugar de una resistencia a ultranza y desesperada, el Consejo Nacional de Defensa ordena que en los frentes donde ataque el enemigo las fuerzas republicanas levanten bandera blanca y se entreguen sin ofrecer la menor resistencia.

La orden inesperada es acogida con gritos de rabia e indignación. Algunos hablan abiertamente de traición y sostienen que hay que hacerse comer la vergonzosa consigna a quienes la han dado. Manuel Salgado, que acaba de llegar, trata inútilmente de serenar los ánimos excitados. Según él, aunque Val y González Marín trataron por todos los medios de hacer prevalecer el criterio confederal en la reunión del Consejo, fueron derrotados por republicanos, socialistas y militares.

—No fue sólo Besteiro quien votó en contra — añade—, sino Miaja, Casado, Carrillo, Miguel Andrés, Del Río y Antonio Pérez.

Todos ellos parecen convencidos y seguros de que podrá evitarse la temida inmolación de millares de luchadores antifascistas. De acuerdo con rotundas afirmaciones tanto de Casado como Besteiro en el curso de los apasionados debates que precedieron a la orden de izar bandera blanca, existe un acuerdo tácito con los mandos enemigos que permitirá la evacuación de cuantos quieren expatriarse.

—Habrá barcos para todos —dice Salgado, repitiendo lo dicho en el Consejo— y la ocupación de la zona republicana se hará por etapas. Los nacionales no llegarán antes de quince días a los puertos de Levante. En Madrid tendremos una semana para que pueda marcharse todo el mundo con entera tranquilidad.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —le interrumpo sin poderme contener—. Tras la orden dada esta noche, mañana no quedará un soldado nuestro en ninguno de los frentes.

Acierto, naturalmente. Como cualquiera podía prever, si en la jornada del domingo, tropezando con algunos núcleos de resistencia, la ofensiva enemiga avanza veinte o treinta kilómetros en Extremadura, el lunes pueden progresar con la velocidad que se les antoje en cualquiera de los frentes de la zona central, totalmente inmovilizados durante los últimos meses de la contienda.

La orden radiada por el Consejo Nacional de Defensa acaba con toda sombra de resistencia. Los soldados no aguardan para abandonar armas y trincheras a que el adversario ataque los puntos que guarnecen. Totalmente desmoralizados, muchos tiran los fusiles sin que sus jefes, tanto o más hundidos que ellos por el final desastroso de la contienda, hagan nada por impedirlo. En Madrid mismo se produce una desbandada al atardecer del lunes. Grupos nutridos de soldados saltan de las trincheras para confraternizar con sus adversarios, mientras otros regresan a Madrid, dejando a su espalda la Casa de Campo, la Ciudad Universitaria o las orillas del Jarama.

—Los soldados deben volver a las trincheras —dice el Consejo Nacional de Defensa—. La disciplina es más necesaria que nunca. En estas circunstancias, el desmoronamiento de los frentes sería una catástrofe.

Lo es, aunque el enemigo siga sin atacar, al menos en los frentes cercanos a la capital. A la desesperada se intenta restablecer una situación que ha destrozado la orden dada la víspera. Circulan rápidas y enérgicas consignas. Numerosos enlaces salen de Hacienda con órdenes tajantes para los jefes de los distintos sectores. Líderes políticos y sindicales, así como militares de uniforme, corren hacia las calles de la Princesa, Cea Bermúdez, Francos Rodríguez y carreteras de Toledo y Extremadura para atajar la desbandada. Hablan en mítines improvisados a los soldados para que vuelvan a empuñar las armas y retornen a los puestos que ocupaban hasta hace dos horas.

Se quiere secundar su acción por medio de la radio. Por desgracia, Madrid sufre un prolongado corte en el suministro de electricidad, y las emisoras de radio no funcionan. Cuando se subsana la avería —que nadie sabe si obedece a negligencia o sabotaje—, ante los micrófonos se suceden oradores de todos los partidos y organizaciones, comenzando por los propios integrantes del Consejo Nacional de Defensa. Durante dos horas, hasta bien avanzada la noche, se suceden las órdenes, las arengas y las súplicas. Al final se anuncia oficialmente que se ha conseguido la finalidad perseguida y los frentes de Madrid vuelven a estar guarnecidos.

—¿Qué pasará si el enemigo ataca?

—No atacará, porque le interesa tanto como a nosotros dar tiempo a la evacuación de la capital.

Pese a las seguridades del Consejo Nacional de Defensa, dudo mucho de que tengan tiempo de salir cuantos consideren su vida en peligro. Aun cuando exista — posibilidad que sigo resistiéndome a creer— un acuerdo tácito con el enemigo para que retrase unos días su entrada en Madrid, será inevitable que la llamada Quinta Columna— centuplicada en los últimos días por millares de individuos que estuvieron enchufados durante toda la guerra o permanecieron hasta ahora en una medrosa inactividad y quieren hacer méritos en el postrer instante — se lance a la calle y ocupe la ciudad al no tropezar con ninguna resistencia. También que los soldados que esta noche continúan en las trincheras próximas, las abandonen en masa tan pronto amanezca el día de mañana.

En cualquier caso, yo tengo la obligación —más moral que material — de permanecer aquí hasta el último segundo. No puede servir de excusa válida que la redacción en pleno de algún periódico haya huido hacia Levante y que en la noche del lunes 27 de marzo hayan dejado de aparecer la mitad de los diarios madrileños de la tarde. «Castilla Libre», que dirijo, se publicará mañana martes, acaso por última vez. Se lo digo así, con perfecta claridad, a cuantos trabajan conmigo al comenzar la confección del periódico.

—Cabe la posibilidad de que dentro de una hora, de dos o tres los fascistas entren en Madrid y quedemos encerrados en una trampa sin salida posible. Aunque yo me quedaré como mínimo hasta que el número esté en la calle, no puedo obligar a nadie y a partir de este momento cada uno es libre para proceder como mejor le parezca.

La extremada escasez de papel ha reducido «Castilla Libre» a una sola hoja en la segunda quincena de marzo. Aunque también la redacción ha quedado reducida al mínimo, puedo prescindir de la mitad, ya que no es mucho lo que podemos escribir De los cuatro redactores, tres salen para Valencia antes del amanecer. Yo me quedo en la imprenta hasta que acaba la tirada. Retorno entonces a la redacción y llamo por teléfono al ministerio de Marina, donde, en compañía de Salgado — que dirige en estos momentos los servicios de información militar—, están los representantes del Movimiento Libertario en el Consejo Nacional de Defensa.

Todo está perfectamente controlado — me dice — y no existe motivo alguno de alarma. Tenemos tres días para la evacuación de Madrid y en estas setenta y dos horas….

Le interrumpo violento. Los frentes quedaron casi desguarnecidos ayer tarde y el enemigo no ha entrado ya en la ciudad porque no ha querido. No trata de contradecirme, pero insiste en que una mayoría de los soldados volvieron anoche mismo a las trincheras; que está en contacto telefónico permanente con todos los puestos de mando en los alrededores de Madrid y que en las líneas existe una absoluta normalidad.

—El plan de evacuación, al que ha dado su conformidad el enemigo, está planeado por zonas. Las fuerzas nacionales no tienen que entrar en Madrid antes del día treinta de marzo y hasta entonces.

Habla con entera sinceridad y cree lo que dice, pero no logra convencerme. Por encima de los acuerdos tácitos con las fuerzas nacionales —si tales acuerdos son algo más que una fantasía— está la dura realidad de los frentes desmoronados por culpa de la orden radiada por el Consejo en la noche del domingo. En Madrid, la situación es tan desesperada que no podrá sostenerse ni veinticuatro horas.

Discutimos unos minutos y al final admite que puedo tener razón. De todas formas insiste en que procure dormir un poco para estar más fresco y descansado por la mañana. A mediodía se celebrará una reunión en el Comité Regional de Defensa confederal para tomar decisiones en vista del desarrollo de los acontecimientos y es preciso que asista.

— Falta siete horas para las doce —replico—, y en ese tiempo pueden y tienen que ocurrir muchas cosas.

—Descuida. Si ocurriese algo te llamaría por teléfono. Más aún: iría personalmente a recogerte.



*


Cuando me despierta la llamada angustiosa de mi madre son cerca de las diez. Ni Salgado ni nadie ha ido a buscarme ni me ha llamado por teléfono. Estoy seguro de ello porque tengo ligero el sueño y el aparato está sobre la mesa donde he dormitado desde las seis o las siete. Esto me induce a suponer que todo continúa igual. Tan grave, tan desesperado incluso como la noche anterior, pero nada más. Es probable, casi seguro, que muchos soldados más hayan abandonado las trincheras cercanas e incluso que algunos elementos anárquicos o falangistas, refugiados hasta ayer en una embajada o camuflados como republicanos o comunistas en cualquier centro burocrático, se hayan lanzado a la calle paseando banderas bicolores. Nada de esto, sin embargo, modifica sustancialmente la situación planteada anoche.

—Tranquilízate, madre —respondo—. Iré por casa para darte un abrazo.

—Es preferible que te vayas desde ahí. Si pierdes media hora viniendo, no podrás salir de Madrid.

Es posible que tenga razón. Los nacionales pueden entrar cuando quieran seguros de no tropezar con la menor resistencia. ¿Por qué no lo han hecho ya? Aunque me lo hayan asegurado cien veces en los últimos días, sigo dudando que el pretendido acuerdo tácito y secreto con el enemigo pase de ser una mentira piadosa o una fantasía delirante de los mismos que lo propalan. Pero incluso en el caso de que fuera cierto, considero totalmente imposible que la ocupación de Madrid se ¡retrase todavía setenta y dos horas. En el caso improbable de que las fuerzas regulares enemigas no se movieran de sus líneas actuales, sus partidarios dentro de la ciudad se apoderarían de ella mucho antes del viernes. Entre otras razones, por la definitiva de que no habrá nadie que se la dispute en estos momentos.

Continúo, no obstante, unos minutos en la redacción. Quiero conocer de labios autorizados cuál es exactamente la situación y qué perspectivas existen de evacuación. Llamo a Marina, pero está comunicando. Impaciente telefoneo —trato de telefonear mejor— a otros números u otros sitios en que me puedan informar y no consigo hablar con nadie. En algunos casos el timbre de llamada suena diez o doce veces sin que descuelgue nadie el auricular; en otros, en la inmensa mayoría, escucho la señal de estar comunicando. ¿Una avería nada sorprendente durante las últimas jornadas o están desconectados ya los centros oficiales donde llamo? Cualquier cosa es posible en esta hora angustiosa de liquidación general. Pierdo así diez minutos. Al cabo cuelgo malhumorado y me dispongo a abandonar la redacción cuando suena de nuevo el timbre del teléfono. Descuelgo convencido de que se trata de mi madre que quiere meterme prisa, pero me equivoco.

—Llevo un rato llamando y no dejabas de hablar —dice una voz de hombre que reconozco en el acto—. Lo siento, porque el tiempo apremia.

Se trata de Padilla, un militante metalúrgico que ahora, lo mismo que en los días febriles de noviembre, colabora estrechamente con Salgado. Llama en su nombre para darme noticias relativamente tranquilizadoras. Aunque los acontecimientos se han precipitado en las últimas horas, conviene más que nunca conservar la serenidad y la calma. Los fascistas no entrarán en Madrid hasta la tarde y todos los compañeros que lo deseen podrán abandonar la ciudad. En Valencia, Alicante, Cartagena y Murcia hay barcos de sobra para asegurar la marcha al extranjero de todos los que deseen expatriarse.

—Pradas está con Casado y Marín con Miaja —añade— para evitar que puedan jugarnos una trastada a última hora. Salgado ha marchado a Defensa, donde también está Val organizando la evacuación. Con que llegues alrededor de las once es suficiente, porque no piensan marcharse hasta pasadas las doce, cuando estén seguros de que ha salido todo el mundo.

Respondiendo a mis preguntas, añade con rapidez algunos detalles. Parece que Besteiro no quiere moverse de Hacienda y que el coronel Prada, jefe del Ejército del Centro, irá alrededor de la una a las líneas enemigas de la Universitaria para rendir la ciudad. En cualquier caso, las primeras tropas nacionales no entrarán en Madrid hasta las cuatro o las cinco de la tarde.

—En Torrejón hay preparado un tren que saldrá a la una para Valencia. En la Federación Local tienen quince o veinte autobuses que irán partiendo a medida que se llenen. A ti te esperan en Defensa. ¡Un abrazo, y suerte!

La redacción de «Castilla Libre» está en el mismo edificio de la calle Miguel Ángel ocupado por el Comité Regional de la Confederación. Tras una mirada melancólica al local, que probablemente no volveré a pisar, salgo. En la escalera encuentro a Franch, un músico que en representación del Sindicato del Espectáculo forma parte del Comité regional. Es un hombre alto, delgado, de aire resuelto y gesto nervioso. Tiene alrededor de cincuenta años y ha pasado casi toda la guerra en los frentes, hasta que, convaleciente de graves heridas, le obligaron a ocuparse de la sección pro presos en sustitución de otro compañero incorporado a las trincheras. Está, como la mayoría, dolorido e indignado por el final de la lucha.

—¡Valiente cabronada! —chilla airado—. ¡Era preferible luchar hasta morir como en noviembre que tener ahora…!

Acaba de quemar en una chimenea los ficheros de su sección para que dentro de unas horas no puedan ser utilizados por el enemigo. Igual hacen o han hecho ya los encargados de otras secciones. Pero antes, naturalmente, se han preocupado de los presos.

—A los fascistas los pondrán en libertad los suyos, si no lo han hecho ya. Antifascistas te aseguro que no queda ni uno.

—¿Incluso los comunistas?

—¡Claro! Con los comunistas podremos tener todas las diferencias que se quiera, pero sería una canallada entregarles atados de pies y manos al enemigo común. Ayer recorrí cárceles y comisarías para tener la seguridad de que todos están libres.

Me alegra oírle. No porque constituya una sorpresa, ya que me consta que hace días la Confederación dio la orden de libertar a todos los presos antifascistas sin la menor excepción, sino por la seguridad de que la orden se ha cumplido en Madrid. En la puerta del edificio hay varios coches sobrecargados que se disponen a enfilar inmediatamente la carretera. En uno de ellos, los dos individuos que le ocupan meten prisa a Franch.

—Tenemos que recoger tres compañeros en Cuatro Caminos antes de salir ¿Quieres que te deje en Defensa o algún otro sitio?

—Prefiero que me dejes en Iglesia para tomar el «metro» — respondo sincero—. Tengo que pasar por casa.

El auto sube a toda prisa por Martínez Campos. En dirección contraria marchan apresuradamente algunos camiones con grupos de hombres y mujeres e incluso niños.

Son familias enteras que abandonan precipitadamente Madrid. En la glorieta de la Iglesia, en Eloy Gonzalo y Santa Engracia, el cuadro difiere muy poco del de otro día cualquiera de los dos últimos años. Los comercios están abiertos, circulan los tranvías y se venden con absoluta normalidad los periódicos matutinos, aunque esta mañana no hayan aparecido ni la mitad de los habituales. Procedente de Cuatro Caminos y Quevedo grupos de soldados sin armas que vienen de los frentes abandonados y se encaminan sin prisas hacia sus casas o sus pueblos. Algunos de ellos ríen quizá por haber finalizado una pesadilla; los más caminan serios y pensativos, preocupados sin duda por su futuro inmediato.

—Antes de ocho días —comenta Franch—, todos sentirán haber soltado las armas. A todo correr sube por Santa Engracia una camioneta ocupada por diez o doce hombres, uno de los cuales enarbola una pequeña bandera bicolor Los soldados y la gente les mira con curiosidad, pero sin hacer el menor comentario ni gesto de hostilidad. Franch tuerce el gesto.

—No me gusta esto —murmura—. Dentro de media hora estarán aquí y no podrá salir nadie.

Procuro tranquilizarle, repitiendo lo que Padilla me ha dicho por teléfono mientras me apeo junto a la boca del «metro». Me escucha con aire de escepticismo.

—Puede, pero… ¡Si no te das mucha prisa, te cogerán en esta inmensa ratonera…!

Aunque niego con la cabeza al despedirme de los ocupantes del auto, temo lo mismo. Son nada más que las diez y veinte y sería inconcebible que no ya a las cuatro de la tarde, sino a las doce de la mañana, no sean los fascistas dueños de la ciudad. Perder dos horas, quizá una tan sólo, es la seguridad de no tener escapatoria posible.

La estación del «metro» da una impresión sorprendente de normalidad. De normalidad, claro está, dentro de la terrible anormalidad de la guerra con los frentes más cercanos a menos de un kilómetro de distancia. Ni la gente que medio llena el andén, ni sus actitudes, gestos o manera de vestir se diferencian poco ni mucho de los que ayer, hace quince días o un año, ocupaban este lugar a estas mismas horas. Aunque nos encontramos a finales de marzo, hace frío; la primavera que ya ha comenzado parece más remota que nunca y la gente se abriga como puede. Capotes, tabardos, abrigos, mantones y bufandas, sin que falten los pasamontañas, los pañuelos o las gorras cubriendo las cabezas.

Llega el tren tan lleno como de costumbre. Los que aguardamos en el andén empujamos para meternos en los coches. Entre los viajeros abundan los uniformes, cosa natural y casi obligada en una ciudad que lleva veintiocho meses asediada. Hay las inevitables protestas de los que se quejan de codazos o pisotones, no más abundantes o estridentes que cualquier otro día. En general, la gente se muestra hosca, concentrada, con un gesto de malhumor. Pero tampoco esto constituye una novedad para nadie.

En Chamberí, Bilbao y Tribunal entra más gente que sale. En Sol se apean muchos para transbordar a la línea de Ventas, pero son doble como mínimo los que esperan en el andén y penetran en avalancha apenas se abren las puertas. Un minuto permanece el tren detenido en la estación a fin de cerrar las puertas. Cuando reanuda la marcha, vamos materialmente aplastados unos contra otros, exactamente igual que otro día cualquiera. La gente habla poco y sus caras no reflejan alegría de ningún género. Acaso porque no acaban de creerse que la guerra está a punto de terminar; quizá precisamente porque se lo creen, ya que los que viajan a diario en el «metro» figuran en su inmensa mayoría entre los perdedores.

Me apeo en Antón Martín, abriéndome paso a empujones por entre los que intentan tomar el tren que les conduzca al Pacífico y a Vallecas. Subo con rapidez las escaleras y salgo a la plaza. También aquí los comercios están abiertos y circulan los tranvías. Automóviles y camiones corren en todas las direcciones. Generalmente sus ocupantes van silenciosos y serios. Acierto a ver, no obstante, un camión con una bandera monárquica que desciende por Santa Isabel con rumbo a la glorieta de Atocha. En él, quince o veinte muchachos que hacen el saludo fascista y lanzan vivas y mueras. Quienes transitan por las aceras o se asoman a las puertas se vuelven a mirarlos, pero no se atreven a contestar.

Ante el Monumental, grupos nutridos que discuten concierto acaloramiento. En la esquina de León está abierto el bar Zaragoza con su habitual clientela, menos ruidosa hoy que otros días. Enfrente, los montones de escombros de la casa donde estuvo la farmacia del Globo, edificio destrozado por una bomba de aviación.

En un balcón, mi madre que espera impaciente mi llegada. A buen paso cruzo el portal y subo de tres en tres los escalones, porque el ascensor no funciona. Llego jadeante a la cuarta planta. Mi madre, que espera con la puerta del piso abierta, apremia mientras me abraza:

—¡Date prisa, hijo…! A estas horas debías haber salido de Madrid.

—¡Bah! —intento tranquilizarla—-. Me sobra tiempo para marcharme.

—¡Pero si ya están dentro…! Si te hubieras ido cuando…

Se interrumpe comprendiendo que no es hora de perder el tiempo en recriminaciones. Lo único que le importa en este momento es que no me pase nada y pueda marcharme. Lo mismo le sucede a mi hermana, que me abraza llorosa.

—Ahí tienes la maleta — dice, señalándome una abierta sobre una silla del pasillo—. Debías llevarte otra más grande, porque en ésta …

Han pretendido meter demasiadas cosas y no pueden cerrarla. Soluciono el problema sacando con rapidez unos zapatos, unas camisas y dos jerseys. Mi madre protesta. Entiende que llevo muy poca ropa —un traje, dos mudas, unos pañuelos y una corbata— y demasiados papeles. Son los que más me importan, aunque a ellos se les antojen un estorbo.

—Sería mejor que en vez de las cuartillas…

Miro a mi madre y no continúa. Recuerda sin duda lo que ayer mismo le dije. Los papeles contienen algunos trabajos inéditos, cuya publicación puede ayudarme a vivir en Europa o América, al menos en los primeros tiempos.

—Tomás vino hace diez minutos. Se queja de que no encontró gasolina, pero podrá llevarte a donde te esperen.

Tomás es el chófer del periódico. Por las mañanas va a buscarme a casa para llevarme a la redacción. Hoy ha venido obedeciendo a la costumbre o simplemente para despedirme. Es un hombre mayor, pequeño de estatura y cargado de hijos.

—Bajó a hablar con Mariano, pero subirá inmediatamente.

Mariano, uno de mis hermanos, vive en la misma casa, pero en un piso de la otra escalera. Mayor que yo, no ha tenido prácticamente actuación alguna durante la guerra. No obstante, es de izquierdas y puede tener un disgusto al entrar los fascistas. Por su voluntad se vendría conmigo, pero la mujer y los hijos le impiden hacerlo. A menos, claro está, que en las últimas horas haya cambiado de parecer.

—No —niega mi hermana—. Cree que nadie se meterá con él y con esconderse durante las primeras semanas…

—¡Aligera! —interviene mi madre—. Cada minuto que pierdas aquí.

Tiene razón y echo a andar, cogiendo la maleta. Mi madre sale hasta el rellano de la escalera para darme un abrazo que bien puede ser el último. Solloza emocionada.

—¡Ya verás como no pasa nada! —pretendo serenarla mientras me desprendo de sus brazos—. Dentro de unos días tendréis carta mía desde donde esté.

Bajo rápido la escalera sin volver la cabeza, para no ver a mi madre llorando ni aumentar su congoja. No tengo la menor idea de donde podré dar con mis huesos caso de salir de España. Ni siquiera tengo ninguna seguridad de poder escapar de Madrid. En el rellano del entresuelo encuentro a Tomás que sube en mi busca. Está preocupado y nervioso.

Tenemos que correr mucho. Dentro de media hora no se podrá andar por la calle.

En el portal, Mariano se despide de su mujer .Mi cuñada lo abraza llorosa y sigue llorando cuando me abraza a mí. Desde la puerta de la calle, Tomás se impacienta:

—Vamos, de prisa.

Echa a andar y yo le sigo con la maleta. Tiene el coche en la esquina de Amor de Dios. En los diez minutos que he tardado en subir y bajar la plaza de Antón Martín ha experimentado una ligera variación. Hay más gente ante el Monumental y en la puerta del bar Zaragoza. Algunos comercios han cerrado, pero a los balcones se asoman bastantes mujeres. Pasan a todo correr tres coches con una bandera bicolor que se dirigen hacia la Plaza Mayor. Al pasar advierto que los que van dentro llevan las pistolas en la mano.

El auto de Tomás es pequeño y viejo. Lleva mucho tiempo en servicio y está lleno de desconchones. Puede ser útil para la ciudad, pero no sirve para la carretera. Sería difícil que pudiese llegar hasta Valencia; en el mejor de los casos tardaría diez o doce horas. No irá, desde luego. Entre otras razones, porque no tiene gasolina y sería difícil encontrarla en la carretera.

—No tengo arriba de tres litros en el depósito —advierte Tomás mientras meto con dificultad la maleta—. A todo tirar para quince o veinte kilómetros.

—Sobran desde luego —respondo—. Con que me lleves a Defensa, basta.

—Y a mí —añade mi hermano—, que me deje lo más cerca posible de Quevedo.

Bajamos por la calle hacia la glorieta de Atocha. Frente a la Facultad de Medicina están poniendo colgaduras en una casa. Es probable que dentro de media hora les hayan imitado una mayoría. No porque sus moradores simpaticen con los que van a entrar, sino por temor a significarse en contra suya. He presenciado durante los últimos tiempos demasiados cambios para hacerme ilusiones al respecto.

—Hay siempre muchos dispuestos a correr en ayuda del vencedor.

La destartalada glorieta que se abre ante la estación está muy concurrida. Por las Rondas y Delicias suben grupos de soldados sin armas, con gesto serio y andar cansino procedente de los frentes de Mataderos y Usera. En un extremo de la plaza se está formando una manifestación con banderas bicolores que se dispone a emprender la marcha en dirección contraria para dar la bienvenida a los que no tardarán en entrar. No serán como máximo arriba de un centenar, entre los que predominan los chicos. Los superan en número los vencidos, que regresan de los frentes y que formando una silenciosa columna se encaminan a las bocas del «metro» para dirigirse a Vallecas o cualquiera otro punto de la ciudad. Pero los primeros se hacen notar mucho más, acaso porque son los únicos que gritan.

—Iré a Cuatro Caminos —dice Tomás mientras enfila el paseo del Prado—. La parienta y los chicos están en casa de un cuñado. Si nos dejan, volveremos a Peña Grande, donde vivíamos antes. Ya veremos cómo está aquello.

—¿Y tú? —pregunto a Mariano, aunque me figuro de antemano su respuesta. Mi hermano se encoge de hombros con gesto fatalista. De buena gana se vendría conmigo. Abriga grandes dudas respecto a su suerte, pese a no tener enemigos ni haberse significado. Cree, sin embargo, que el máximo peligro estará en los primeros momentos.

—Si procuro no hacerme demasiado visible en un par de semanas, quizá no pase nada. No me fío mucho, desde luego, pero ¿qué quieres que haga?

Los hijos le obligan a desafiar el peligro de quedarse. Tiene uno de dos años y otro de cinco y ningún dinero para que puedan vivir una temporada por corta que sea. Volverá a trabajar cuanto antes, igual que ha seguido trabajando estos treinta y dos meses.

—¡Cuidado! Me parece que vamos a tener bollo…

Llegamos a la Cibeles. Hay mucha gente en las aceras; en el centro, tres o cuatro centenares de personas alborozadas y gesticulantes miran cómo unos muchachos colocan unas banderitas monárquicas encima del caparazón de sacos terreros y cemento que ha protegido la fuente de la diosa durante más de dos años. Entre ellos distingo a un par de curas y a tres guardias civiles con el tricornio puesto. Son los primeros que vemos casi desde el comienzo de la guerra.

—¿Crees que habrán entrado desde alguno de los frentes cercanos?

Es posible; como también lo es que hasta hace dos horas estuvieran refugiados en alguna embajada o prestando servicio con distinto uniforme en cualquier centro oficial. En todo caso, y a juzgar por su actitud, los guardias de asalto que aparecen ante el Banco de España están de su parte. Un grupo de mozalbetes pretenden cerrarnos el paso.

—¡Sigue de prisa! —grito a Tomás—. ¡No te pares aquí!

Obedece rápido, impresionado acaso porque empuño la pistola que llevo en el bolsillo. La gente se aparta para dejarnos pasar cuando el coche se les viene encima. Gritan algo que no llego a entender. Al ganar la entrada de Recoletos, me vuelvo para mirar. Un grupo de individuos excitados rodean a uno de los civiles señalando con el brazo extendido al auto en que nos alejamos. Por fortuna, el guardia no parece hacerles mucho caso.

—¡Tranquilidad! —aconsejo a Tomás, que da muestras de nerviosismo—. No nos persigue nadie.

—¡Menos mal! Pero si tenemos otro tropiezo…

Estamos a punto de tenerlo a los quinientos metros escasos. En Colón hemos de detenernos un par de minutos para dejar pasar una pequeña manifestación que baja por Goya para continuar hacia Génova y nos intercepta el camino. Son doscientas o trescientas personas entre las que abundan soldados y guardias, que vitorean al fascismo y dan mueras a los rojos. Antes que nosotros han tenido que detenerse otros tres coches cuyos ocupantes son, a juzgar por las maletas y los gestos, antifascistas que tratan de salir cuanto antes de Madrid. Los manifestantes no hacen el menor caso de ellos ni de nosotros.

—¡Uff! —gruñe Tomás, limpiándose el sudor cuando podemos continuar—. Creí que no pasábamos.

Está nervioso, pálido y un tanto asustado. Su nerviosismo aumenta a medida que pasa el tiempo. Frente a Zurbarán nos cruzamos con una pequeña caravana de tres coches, cuyos ocupantes alternan el sonar insistente de las bocinas con los vivas a Franco. Van armados, desde luego y por la ventanilla de uno de los automóviles asoma amenazador el cañón de un naranjero. Apenas han cru- zado cuando oímos el ruido inconfundible de una serie de disparos. El tiroteo, que dura medio minuto, no se produce en la Castellana, sino en Lista o Marqués de Riscal. Seguimos adelante sin conseguir averiguar dónde suenan los disparos. Tomás cambia de color

—Si nos cogen contigo. —musculló, mirándome de reojo.

Comprendo perfectamente lo que le sucede. Teme que si ahora detuviesen el coche podría reconocerme alguien y no sólo sería yo quien lo pasaría mal. Cree que debo ser muy conocido y tengo la grave responsabilidad de haber dirigido un periódico. De ir solo, en cambio, no le ocurriría nada con toda seguridad. Debe estar —así me lo imagino por lo menos— ansioso por separarse de mí. Empieza a decir algo de la poca gasolina del coche y del miedo que no le alcance para llegar a Cuatro Caminos.

—La redacción de «Castilla Libre» casi me pillaba al paso; pero la vuelta que tengo que dar para ir hasta Defensa..

—¡Déjame aquí! —le interrumpo en la esquina de Pinar—. Subiendo por Martínez Campos estaréis en dos minutos en Quevedo.

Mi hermano protesta indignado, pero Tomás se apresura a parar. Me tiro del coche y saco la maleta. No quiero que nadie se sacrifique por mí y el conductor tiene en este momento demasiado miedo. El Comité Regional de Defensa está cerca, en la calle de Serrano, y puedo ir andando. La maleta no es ningún obstáculo; es poco más que un maletín y no pesará arriba de siete u ocho kilos.

Tengo que obligar casi a la fuerza que mi hermano, que se ha apeado de un salto, vuelva a subir al coche. De nada serviría que me acompañase como pretende. Personalmente debe ocuparse de sus hijos y procurar esconderse unos días, como pensaba, para que no le ocurra nada en los primeros momentos de confusión. Conviene que no ande mucho por la calle.

—¿Y tú? —vacila.

—Están esperándome en Defensa con un coche en marcha. De allí iremos a Barajas para coger un avión. Dentro de tres o cuatro horas estaré en Francia o Argelia.

Nada de esto es cierto, pero lo digo con tal acento de sinceridad que convenzo a mi hermano. Emocionado me da un abrazo. Están a punto de saltársele las lágrimas:

—¡Suerte!

—¡Bah! —le animo—. No pasará nada. De otras peores hemos salido…

Tomás hace girar el coche para cruzar la Castellana y subir por Martínez Campos. Mariano saca medio cuerpo por la ventanilla mientras se aleja. Aparentando una indiferencia que no siento, sonrío y agito la mano en saludo de despedida.

Cuando el coche llega a la esquina de Martínez Campos, cojo la maleta y echo a andar. Subo por Pinar hacia Serrano. Camino de prisa con la mano derecha hundida en el bolsillo del chaquetón donde llevo la pistola. La calle aparece desierta en estos momentos. Al llegar a Serrano tengo un momento de vacilación. Al otro lado de la calzada, esquina a María de Molina, está el Gobierno civil.

En la puerta, charlando animadamente, hay un grupo de guardias. ¿En qué actitud estarán en este momento? Lo ignoro. Es seguro que hace un par de horas estuvieron a las órdenes del Consejo Nacional. Pero ahora pueden haber cambiado de bando. Y, peor aún, tratar de hacer méritos en el último segundo a los ojos de los vencedores.

Sigo adelante, con la maleta en una mano y la otra en el bolsillo. Ando con calma, sin mirarlos directamente, pero observándolos por el rabillo del ojo. No reparan en mí y si lo hacen no me conceden la menor importancia. Cuando me alejo, continúan charlando en la misma actitud.

Subo la cuesta de Serrano por la acera de los impares. No hay mucha gente a la vista. La mayor parte de los hoteles que en esta zona bordean la calle han servido hasta ayer de centros oficiales de todas clases, pero ahora parecen abandonados. De lejos veo a unos cuantos individuos en actitud parecida a la mía, que andan con rapidez y desaparecen por cualquiera de las bocacalles. Otros dos montan en un coche que emprende inmediatamente la marcha en dirección a las rondas.

Ante el Comité Regional de Defensa hay parados cuatro coches. Al acercarme veo, no sin cierta sorpresa, que no hay nadie en ellos. Supongo que sus ocupantes estarán dentro del Comité recibiendo instrucciones o transmitiendo algún recado. Probablemente sean de otros que, como yo, han sido citados a esta hora. Miro maquinalmente el reloj y compruebo satisfecho que aún no son las once. Llego con puntualidad.

Me extraña que, contra la costumbre, no esté un centinela en la garita junto a la puerta de entrada. Es posible que en vista de las circunstancias hayan indicado a los componentes de la guardia que pueden marcharse. La puerta del jardín está abierta y entro, dirigiéndome a los escalones que conducen a la entrada del edificio.

En los escalones encuentro dos personas hablando. Una es un antiguo miliciano, manco a consecuencia de un morterazo en la Casa de Campo, que lleva varios meses al servicio del Comité de Defensa. La otra, un hombre de mediana estatura, grueso, con el pelo y el largo bigote grisáceos al que conozco de sobra: Mauro Bajatierra. Panadero de profesión y viejo militante anarquista, lleva cuarenta años luchando en defensa de sus ideas y ha conocido persecuciones, encierros y exilios a uno y otro lado del Atlántico. Con más de sesenta años, peleó en diferentes partes hasta que sus compañeros le obligaron, muy en contra de su voluntad, a convertirse en corresponsal de guerra del periódico «C.N.T

—¡Viaje perdido, Eduardo! —-dice al verme—. También a mí me citaron aquí, pero ya no queda nadie.

—¿Nadie? —pregunto, resistiéndome a darle crédito.

—Nadie. Los últimos se largaron hace diez minutos.

El compañero manco asiente con repetidos movimientos de cabeza. Hablando con rapidez da luego unas explicaciones un tanto confusas. Val y Salgado estuvieron en Defensa desde el amanecer, preocupados por la evacuación de todos los militantes confederales. No pensaban marcharse antes de las doce o la una, pero a las diez y media cambiaron de parecer ante una llamada urgente.

—Creo que era Casado quien les llamaba con apremio. Salieron a todo gas, según parece hacia Barajas. Ordenaron a unos compañeros que se quedasen aquí hasta las doce para orientar a quienes vinieran en los últimos momentos. Pero hace diez minutos…

Cogieron un coche para largarse también con rumbo a Valencia. Aún quedaban seis o siete hombres de la guardia, pero desaparecieron en pocos instantes cada uno por su lado. Nuestro interlocutor estaba en la parte de atrás del edificio cuando advirtió que se había quedado solo.

—Iba a salir también cuando llegó Mauro.

Mientras habla va andando hacia la calle. Tiene prisa por alejarse de allí y refugiarse en su casa de la Guindalera. Al pisar la acera me fijo en los cuatro coches abandonados. ¿No podríamos utilizar cualquiera de ellos?

—Los dejaron ahí anoche porque están averiados. Incluso los sacaron la gasolina que tenían en los depósitos.

No me agrada oírlo. El tiempo apremia, casi todos los compañeros se han ido ya y los fascistas serán dentro de media hora —si no lo son ya — dueños absolutos de Madrid. Adivinando sin el menor esfuerzo lo que pienso, el antiguo miliciano se apresura a añadir, al tiempo que emprende su marcha hacia la Guindalera con paso ligero:

—En la Local hay coches y autobuses de sobra. Hacia allá hemos mandado a muchos compañeros.

Mauro Bajatierra me lo confirma; Hace media hora pasó por allí. Varios compañeros de la Federación Local estaban organizando la evacuación. Vio partir un autocar lleno, pero quedaban otros dos vacíos y diez o doce coches.

—Vamos rápidos. No creo que haya ninguna dificultad para que puedas marcharte.

—¿Y tú? —pregunto extrañado.

—No lo sé —responde sincero—. Todavía no sé lo que haré.

Echa a andar Serrano abajo y yo apresuro el paso para ponerme a su lado. El edificio ocupado al finalizar la guerra por la Federación Local de Sindicatos de Madrid está relativamente cerca: en un señorial palacio de la calle de Juan Bravo, a la altura de Velázquez. Caminando de prisa podemos llegar en diez o doce minutos.

Por fortuna, esta parte de Madrid parece abandonada y desierta. Vemos de lejos algunos coches que marchan a todo correr hacia las rondas sin que alcancemos a reconocer a sus ocupantes. Son muy escasas las personas con quienes nos cruzamos, todas andando de prisa y con cara de pocos amigos. Hasta los guardias que formaban un grupo hace poco a la entrada del Gobierno civil han desaparecido. Las puertas de la verja están abiertas, pero el jardín y el edificio parecen abandonados.

—Soy viejo y me siento cansado —dice Mauro hablando con lentitud— Había puesto todas mis ilusiones en la gesta heroica del pueblo español y el desastre final me hunde moral y materialmente. ¿Cuándo tendrá el proletariado español y los hombres libres del mundo una oportunidad como la que hemos perdido? Lo ignoro, pero tengo la dolorosa certidumbre de que no viviré para verlo.

Comprendo perfectamente su estado de ánimo. Durante cerca de tres años, pese a todo y a todos, hemos mantenido viva la ilusión de que nuestra lucha cambiaría no sólo el destino de España, sino el futuro del mundo. Al pelear contra el fascismo acariciábamos la esperanza de constituir una provechosa lección para los enemigos de dictaduras y opresiones, vivieran donde viviesen, y ayudarles con el ejemplo a librarse de sus cadenas.

—Cuesta mucho trabajo admitir que tantos idealistas murieron en vano.

— Y más aún pensar que quienes nos suceden no tendrán una ocasión como la que nosotros no hemos sabido aprovechar.

Llegamos a Juan Bravo y ascendemos por ella. Caminando por el andén central, nos adelantan veloces varios coches que suben hacia el paseo de Ronda. Van todos muy cargados, con los cristales de las ventanillas bajados, mirando recelosos en todas las direcciones, prestos a rechazar cualquier ataque. Son antifascistas que han retrasado su marcha hacia Valencia, Alicante o Cartagena y que temen encontrar obstáculos para lograr salir. En la esquina de Claudio Coello se nos cruzan dos automóviles que corren hacia Lista. Una sola mirada basta para advertir que en este caso sus ocupantes — armados con pistolas y fusiles — no creen encontrarse precisamente entre los vencidos.

—Me parece que aquí también llegamos tarde.

Soy yo quien lo dice al no ver, como esperaba, unos cuantos autocares y coches ante el edificio ocupado por la Federación Local. Mis temores se confirman al acercarnos más. No hay, desde luego, ningún vehículo esperando nuestra llegada o la de otros por el estilo para emprender la marcha. Peor aún, conforme no tardamos en comprobar. Todas las puertas están abiertas, pero ni en el jardincito que rodea al edificio ni dentro de él queda absolutamente nadie. ¿Qué podemos hacer ahora?

—Parar el primer coche que pase —decido.

Trato de poner en práctica la idea. Procedente de Serrano suben dos automóviles. Los bultos que llevan atados encima dan claramente a entender que conducen gentes que abandonan Madrid a toda prisa. Dejando la maleta en la acera, salgo a la calzada agitando los brazos y pidiendo a voces que paren. El primero disminuye un momento la marcha como si fuese a complacerme. Sin embargo, cuando llega a mi altura, pisan el acelerador y cruza como una exhalación por delante de mí.

Sin desanimarme por ello, avanzo un par de pasos para detener al segundo. Este no se molesta siquiera en simular que frena. Cuando está a cuatro o cinco metros acelera repentinamente su velocidad. Tengo que dar un salto para no ser atropellado. Aun así, me roza el guardabarros trasero derribándome.

—¡Cabrones!… ¡Hijos de puta…!

Me incorporo furioso viendo cómo se alejan. Cegado por la ira saco la pistola dispuesto a emprenderla a tiros. Logro dominarme en el último instante. He podido ver al pasar que el coche iba totalmente lleno. A ellos ha debido cegarles el miedo a no poder escapar si tenían que cargar conmigo. ¿No habría yo procedido en idéntica forma de estar cambiados los papeles? Aún estoy formulándome mentalmente la pregunta cuando el automóvil se aleja lo suficiente para que no sirviera de nada empezar a disparar ahora.

—Van asustados —trata de serenarme Mauro, que ha visto el incidente desde la acera— y el pánico transforma en fieras a los hombres.

Le doy mentalmente la razón, un poco avergonzado porque la cólera haya estado a punto de hacerme disparar contra quienes se encuentran en situación parecida a la mía; que pueden ser incluso un grupo de compañeros enloquecidos por la amenaza que pesa sobre sus cabezas.

—¿Te imaginas lo que pasará en cualquier puerto si llega un barco en el que no caben ni la décima parte de los que aguardan en los muelles?

Me imagino lo que ocurrirá en un caso de éstos, que posiblemente se esté dando en este instante o pueda darse mañana o pasado, y la idea no me hace precisamente feliz. Pero lo urgente por el momento es salir de Madrid, cosa que cada vez veo más difícil. Son más de las once y cuarto y el centro de la ciudad y los barrios cercanos a los frentes deben estar ya en manos del enemigo.

—Tengo ya demasiados años para soportar un nuevo exilio —dice Bajatierra — con la infinita pesadumbre de la derrota. Prefiero quedarme aquí.

Tomaremos por las buenas o las malas el primer coche que pase —pretendo animarle—. Todavía podemos salvarnos.

Tú sí porque eres joven —replica sereno Mauro—. Para mí resulta ya demasiado tarde.

Parece haber tomado una decisión, superando sus dudas de unos minutos antes. Un momento pienso que yo también tendré que quedarme porque no encontramos manera de marchamos. Pero al siguiente renacen mis esperanzas. Allá abajo, en Serrano, aparece un camión pequeño, de los llamados «rusos» —aunque sean de fabricación checa — que sube despacio porque lleva una carga excesiva o porque el conductor no se atreve a correr. En la cabina del chófer van tres o cuatro personas; quince o veinte más se apiñan en la caja del vehículo.

—Voy a pararle como sea — anuncio a mi acompañante.

—Bien. Yo te cubriré desde aquí.

Salgo hasta el centro mismo de la calzada con la pistola en la mano. Parapetado tras un árbol, Bajatierra parece dispuesto a manejar la suya:

—¡Alto, alto! —grito a voz en cuello agitando los brazos—. ¡Parad un momento…!

—¡No sigáis, compañero…! —me secunda Mauro.

Hay unos momentos angustiosos, preñados de amenazas. Si yo tengo la pistola en la mano, varias armas me apuntan desde el interior del camión, que sigue avanzando despacio.

—¿Queréis que nos matemos entre nosotros, compañeros? —grita Bajatierra, abandonando el resguardo del árbol, mientras se guarda la pistola.

—¡Para, Manolo! —suena una voz imperiosa en el interior del vehículo—. Son compañeros…

El camión se detiene a tres o cuatro metros del sitio en que me encuentro. Me acercó rápido y veo sorprendido que uno que va junto al chófer agita la mano en gesto de saludo. Al mirar a la caja del camión me parece reconocer varias de las caras que asoman.

—Habéis tenido suerte —dice uno de los ocupantes—. De no reconocerte os habríamos barrido.

Tiene razón, indudablemente. Parado en mitad de la calzada ofrecía un blanco seguro a los doce o catorce hombres armados que van en el vehículo y que al oír mis gritos se dispusieron a disparar. Mauro, que los ha reconocido incluso antes de parar, me indica:

—Son compañeros de Vallehermoso.

Lo son. Tenían preparado el camión, con gasolina suficiente para llegar a la costa, desde hace dos días. Han esperado hasta última hora para que pudieran incorporarse al grupo los compañeros que estaban en los frentes cercanos.

—Salimos —explica uno— cuando ya los fachas estaban en la glorieta de Quevedo.

—¡Subid de prisa! —apremia otro—. Cada minuto que perdamos puede ser decisivo.

Cojo la maleta y se la tiendo a uno, que se apresura a meterla dentro del camión. Me vuelvo entonces a Bajatierra. Está gordo y torpe en movimientos a causa de la edad. Quiero ayudarle a subir, auxiliado por muchas manos que desde arriba quieren izarle.

—Sube tú; yo me quedo. Prefiero acabar aquí a morirme de asco y vergüenza en cualquier otro rincón del mundo.

Trato de convencerle de que tiene que venirse con nosotros, que lo que sea de uno será de todos y que es tonto quedarse en Madrid para que le maten. Arguyo incluso que puede ser todavía útil a la causa de todos en Francia o América.

—Esa tarea os corresponde a los jóvenes —replica—. Yo ya cumplí la mía.

Es inútil tratar de convencerle. Intento levantarle en vilo para meterle dentro del camión, pero no puedo. Los compañeros de Vallehermoso se impacientan:

—¡Decidid de una vez! Aquí no podemos seguir

—¡Sube rápido! Yo no me voy.

Tiran de mí desde el interior del camión cuando éste inicia la marcha. Un momento pierdo pie y temo ser arrollado. Con un esfuerzo logro subir. Cuando lo hago, veo a Bajatierra en el centro de la calzada.

—¡Salud y suerte, compañeros! ¡Viva la anarquía…!

Desde lejos ya, veo cómo gana de nuevo la acera y empieza a andar tranquilo y sereno. Vive por la calle de Pardiñas. Va con calma a su domicilio, seguro del final que le espera.

—¡Qué pena! —murmura alguien a mi lado—. Hay pocos hombres como ese.

Asiento con un movimiento de cabeza, fija la mirada en la figura de Mauro, que se empequeñece en la lejanía. Llegamos al paseo de Ronda, pero no torcemos hacia Manuel Becerra, sino que descendemos hacia la plaza de toros por la que algunos llaman ya avenida de los Toreros.

—¡Cuidado, compañeros! Es probable que nos quieran detener en el puente de las Ventas..

Miro a quien habla y le reconozco no sin un ligero esfuerzo. Está bastante cambiado, acaso porque hace meses que no lo veo. Es un hombre de treinta y tantos años, menudo de estatura, de gesto decidido y ademán resuelto. Se llama Antonio Rodríguez y figuró entre los fundadores del grupo Campo Libre. Hace algún tiempo tuvo disgustos con la organización y creo que fue enviado como castigo a un batallón de fortificaciones.

—¡Atención a ésos! ¡No os precipitéis en disparar, pero si hace falta…!

Bordeamos la plaza de toros para salir a la calle de Alcalá. En la misma esquina hay un grupo nutrido de personas que nos cierran el paso. Juzgando por su aspecto, son gentes que han ido en el «metro» hasta allí y que buscan con ansia un vehículo en que alejarse de Madrid.

—Es posible —admite uno que va a mi lado—. Pero también que sean fascistas que quieran hacer méritos.

—¡En cualquier caso, aquí no cabe nadie!

Es cierto. Aparte de los doce o catorce hombres, en el interior del camión van unas cuantas mujeres y cinco o seis chicos. Son familiares de algunos de los militantes de Vallehermoso que no han querido separarse de sus deudos o que temen lo que pueda ocurrirles de caer en manos de nuestros enemigos. Todos llevan consigo bultos y maletas con la ropa más imprescindible, especialmente no sabiendo dónde irán a parar ni dónde tendrán que dormir

—¡Paso…! Llevamos ya demasiada carga…

Algunos se apartan al acercarse el camión. Otros tienen que hacerlo precipitadamente para no ser atropellados. Tres o cuatro intentan saltar al interior sin conseguirlo. Al desistir de su intento, se deshacen en insultos e imprecaciones.

—¡Más de prisa! —grita Antonio Rodríguez—. A paso de carreta se nos echarán encima.

Sobrepasamos al grupo y torcemos para enfilar el puente. Vemos entonces que alguien ha puesto una bandera en una de las ventanas del segundo piso de la plaza.

—¡Al suelo todos! ¡Cuidado con esos de la derecha…!

Al grito acompaña el estrépito de algunos disparos y oímos silbar las balas por encima de nuestras cabezas. Tiran unos individuos escondidos y parapetados en la tapia de las cocheras del «metro». De rodillas en el camión, sacando la mano derecha por encima de la baranda, cuatro o cinco disparan sus pistolas contra la tapia; incluso uno, que maneja un naranjero, lanza una ráfaga, mientras el chófer pisa a fondo el acelerador. Desaparecen los individuos asomados a la tapia y cesan los tiros.

—¡Parad y vamos por ellos…! —propone uno en quien los disparos parecen haber encendido el deseo de luchar.

La mayoría se opone. La persecución de los agresores podría llevarnos lejos; en el mejor de los casos nos haría perder un cuarto de hora, lujo que no podemos permitirnos de ninguna de las maneras. El camión, que se ha detenido un momento luego de pasar el puente, ante la entrada de la larga y estrecha calle que conduce al cementerio del Este, reanuda su marcha. Cuatro automóviles que han cruzado a toda velocidad el puente, nos dan alcance cuando iniciamos la subida hacia la Ciudad Lineal. Van llenos de gentes que, como nosotros, escapan de Madrid y nos saludan al adelantarse. En uno de ellos, que marcha medio centenar de metros pegado al costado izquierdo del camión, dos hombres y tres mujeres que nos explican a voces:

—Llevábamos un buen rato sin poder acercarnos. Los cabrones esos freían a tiros a los que intentaban pasar.

—Hace cinco minutos se cargaron a dos coches en el centro del puente.

—También había otros que tiraban desde la plaza.

Van más rápidos que nosotros y nos dejan atrás. Pienso que bien pudieron advertirnos como fuera del peligro que corríamos al atravesar el puente para que los tiros no nos cogieran por sorpresa. Que todo haya salido bien y no haya bajas en el camión no basta ni mucho menos para excusarles.

Por la Ciudad Lineal salen a la carretera de Aragón algunos coches y camiones. Están ocupados principalmente por oficiales, comisarios y soldados, que, tras abandonar los frentes del Pardo y la Sierra, han dado un amplio rodeo para no pasar por el centro de Madrid. A voces preguntamos a los que van en un camión al que adelantamos.

—Estábamos en Buitrago y nos dieron orden de entregarnos. Preferimos no hacerlo.

Empezamos entonces a discutir el camino que nos conviene seguir. Marchamos por la carretera de la Junquera, porque la de Valencia está cortada por el enemigo en las cercanías de Madrid desde la batalla del Jarama. Caben diversos caminos para llegar a ella más allá de las posiciones ocupadas por los nacionales. Podemos tomar una carretera de muy segundo orden antes de llegar a Torrejón y descender por ella hacia las orillas del Tajuña. También abandonar la ruta de Aragón en Alcalá y salir a Villarejo por Nuevo Baztán y Carabaña. Incluso podríamos seguir hasta Guadalajara para dirigirnos a Cuenca por Sacedón y desde allí continuar hasta el Puerto de Contreras por Minglanilla. Opinamos todos y tardamos en ponernos de acuerdo.

Al final coincidimos en que la tercera ruta, la que pasa por Cuenca, alarga el recorrido en más de cien kilómetros, casi todos por caminos intransitables. El camión en que viajamos es lento, pero resistente; de cualquier forma no podríamos estar en Valencia antes de once o doce horas.

—Suponiendo, que es mucho suponer, que los fachas no están ya en Guadalajara o Cuenca.

Por razones diferentes debemos rechazar también la primera de las rutas. Sigue de cerca el curso del Jarama antes de saltar a la ribera del Tajuña. Buena parte del recorrido está muy cerca de las líneas enemigas. Aunque los fascistas no hayan recibido orden de avanzar todavía, nada tendría de extraño que al ver desguarnecidas las trincheras adversarias, grupos de soldados hubiesen entrado en cualquiera de los pueblos cercanos.

—Lo más seguro es ir por Alcalá —decide el secretario de Vallehermoso, que es el organizador del viaje de los militantes de su Ateneo.

Paramos un momento pasado el puente de San Fernando para que hable con el chófer y los dos que le acompañan en el baquet. Aunque la detención no se prolongue arriba de tres minutos, son varios los coches que nos adelantan, todos cargados de gente que se dirigen a Levante.

—En marcha y ojo avizor No sabemos la sorpresa que podemos encontrar en cualquier curva y conviene ir prevenidos. Sobre todo al atravesar los pueblos.

La carretera está bien y corremos sin detenernos hasta llegar a Alcalá. No tenemos que entrar en la población porque el camino que pensamos tomar arranca a la derecha antes, pero sin pasar muy cerca de la llamada Puerta de Madrid. Se repite aquí algo de lo sucedido en las Ventas. La única diferencia es que son muchos los coches, motos, camiones y furgonetas que nos preceden y nos siguen y que todos vamos sobreavisados.

Hay bastante gente agrupada a ambos lados de la carretera y sería difícil decir a simple vista si se trata de antifascistas que quieren marcharse o fascistas que pretenden que no se vaya nadie. Llegamos a un centenar de metros de las viejas murallas, cuando estalla un nutrido tiroteo. Parece que alguien, oculto no sé dónde, dispara contra unos coches y furgonetas que nos preceden y desde los vehículos responden en la misma forma.

—¡Agacharse todos y zumbar al primero que se cruce en la carretera o haga ademán de disparar!

La gente corre apartándose de la carretera y refugiándose en las casas próximas. El conductor pisa a fondo el acelerador y el camión da un salto hacia adelante. Un individuo parapetado tras un árbol con un fusil en la mano da unos pasos vacilante y se derrumba de bruces. Estamos ya en el sitio del fregado y las balas silban en torno nuestro. Un proyectil atraviesa la madera de la caja muy cerca de mí; otro hiere en un brazo a uno de los compañeros, un tercero produce una extensa raspadura en la cabeza de una mujer, sentada en el suelo.

—¡Basta, basta! No gastéis municiones en balde…

Cesa el fuego. Estamos ya a medio kilómetro del lugar de la lucha y nadie dispara ya contra nosotros. Alguien indica la conveniencia de parar para atender a los heridos. La mayoría, incluyendo a los interesados, se opone. Seguimos la marcha por una carretera secundaria que va de Alcalá a Perales de Tajuña, pasando por Loeches y Campo Real.

— Afortunadamente, no es nada grave. Con taponar la herida para que no siga sangrando, asunto resuelto.

Habla uno de los muchachos del Ateneo, que hasta esta mañana figuró en la sanidad de un batallón en la Universitaria. No es médico, desde luego, pero está acostumbrado a ver heridas y lleva consigo un pequeño botiquín. La lesión de la mujer en la cabeza es un simple arañazo que ha dejado de sangrar; la del hombre, un balazo en sedal que le atravesó el antebrazo.

—Parece que no ha tocado el hueso y con un buen vendaje habrá suficiente.

Desinfecta con alcohol los bordes de la herida; la venda luego de colocar unas compresas de algodón como taponamiento. Es posible que le duela bastante el brazo y hasta que dentro de un rato le dé fiebre. En cualquier caso tendrá que aguantar hasta que lleguemos a Valencia.

—A menos que prefieras quedarte en alguno de los pueblos que crucemos.

El interesado rechaza sin vacilaciones la sugerencia. Quedarse en Villarejo, Fuentidueña o Tarancón es la seguridad de caer mañana en manos del enemigo.

—Seguiría hasta Valencia aunque fuese a rastras.

No está muy seguro, como no lo estamos nadie, de que consigamos llegar a la costa. Lo estamos menos aún cuando al llegar a Loeches algunos coches que van delante retroceden y nos advierten que tanto Campo Real como Velilla de San Antonio están ya ocupados por los fascistas. Puede ser verdad o no serlo; en todo caso, lo más cuerdo es retroceder hasta Torres de la Alameda para tomar otro de los varios caminos que enlazan las carreteras generales de Aragón y Valencia.

Lo hacemos. El nuevo camino es peor que el anterior. Aunque muy frecuentados en estos años en que ha estado cortada la carretera general, como medio de comunicación de Madrid con el resto de la zona republicana, apenas si pasa de camino vecinal, destrozado por un tráfico intenso. Por fuerza hemos de marchar despacio, pese a todo lo apremiante del tiempo. En Valdilecha nos advierten:

—¡Cuidado en Tielmes! Parece que la quinta columna se ha hecho dueña del pueblo…

Tanto una furgoneta y tres coches, que nos preceden en una pequeña caravana, como nosotros, extremamos las precauciones al penetrar en Tielmes. No ocurre lo que tememos. Hay bastante gente en las calles y vemos colgaduras en algunos balcones. Por una de las bocacalles alguno asegura haber visto pasar de lejos una manifestación con banderas bicolores. Pero, sea porque no estén armados o porque no quieran meterse en líos, ni disparan contra nosotros ni pretenden cerramos el paso.

Unos centenares de metros más allá, cuando ya Tielmes ha quedado a nuestra espalda, se produce de manera totalmente inesperada una pequeña escaramuza. La furgoneta y los coches, que corren más que nuestro camión, nos han sacado alguna ventaja y el chófer está tratando de darlos alcance. De pronto, suena un disparo y un hombre que va de pie pegado a la parte delantera se derrumba con un balazo en la sien.

—¡Ahí, a la derecha, entre aquellos olivos…!

Suenan muchos disparos y oímos silbar las balas. Tiran desde lo alto de una loma que se alza al otro lado de un riachuelo, tirados en el suelo para ofrecer menos blancos o parapetados tras los troncos de los árboles. Contestamos haciendo fuego con rapidez, pero no es posible precisar la puntería en un camión en marcha y sin casi ver al enemigo que ocupa una posición dominante y cuenta indudablemente con mejores armas.

Cesan los disparos al alejarnos unos centenares de metros. Para el camión en un lugar resguardado y diez o doce saltamos a tierra. Hay quien pretende dar un pequeño rodeo y coger de costado o por la espalda a los que están emboscados disparando contra la carretera. El secretario del Ateneo se opone. Aunque pudiéramos darnos el gusto de cazar a quienes pretendían cazarnos —cosa más que dudosa — perderíamos el tiempo suficiente para tener cortado el camino de huida.

—¡Pero han matado a Juan, y eso …!

—Peor sería que nos matasen a todos. ¡Al camión, rápidos!

Tiene razón. De mala gana subimos. El compañero alcanzado con el primer disparo ha muerto instantáneamente, con la cabeza atravesada por un balazo. Tumbado en el fondo del camión, lo tapan con una manta. Las mujeres y los chicos lloran; los hombres aprietan rabiosos los puños.

—¡De prisa, Manolo! Cuanto antes salgamos a la carretera general…

Diez minutos después entramos en Villarejo de Salvanés. Junto a la gasolinera cerrada hay dos coches cuyas averías tratan de reparar con la máxima premura sus ocupantes. Por ellos sabemos que en el mismo lugar han sido tiroteados otros coches. También que la carretera de Valencia está, al parecer, libre de enemigos.

Marchamos por ella mucho más rápidos que por los caminos que dejamos a la espalda. Escarmentados por lo sucedido, nadie va de pie, sino sentados o arrodillados, con las armas preparadas en la mano y mirando vigilantes en todas las direcciones. Vamos muchos y sentados ocupamos más sitio; tenemos que apretujarnos, especialmente cuando el muerto llena por sí solo el espacio de cuatro o cinco. ¿Qué hacemos con él? Algunos hablan de llevarlo hasta Valencia, otros son partidarios de enterrarlo en cualquier pueblo por el que pasemos; no falta, sin embargo, los que consideran más eficaz dejarlo sin enterrar en una de las cunetas.

—Después de muerto —afirman —todo da lo mismo.

—Era un buen compañero de la Construcción. Ha pasado toda la guerra en primera línea sin que le ocurriese nada. Y ahora, en el último día.

Para Juan González lo ha sido definitivamente y bien puede serlo para todos nosotros. El simple viaje hacia los puertos, que hace unas horas considerábamos exento de grandes riesgos, resulta más difícil y azaroso de lo previsto. Pero, en realidad, ¿habíamos previsto ninguno este derrumbamiento vertical de los frentes y esta huida en masa?

Cruzamos sin detenernos Fuentidueña y pasamos el Tajo por el estrecho puente. Compruebo que es ya la una de la tarde y aún nos quedan trescientos kilómetros. Por mucha prisa que nos demos, no llegaremos a Valencia antes de las seis o las siete de la tarde. La circulación aumenta a medida que nos alejamos de Madrid, toda ella en una misma dirección. Nos adelantan muchos automóviles y motos; adelantamos a nuestra vez a otros vehículos, camiones o coches que llevan demasiado peso o no marchan bien. Todos seguramente sentimos las mismas ansias de llegar y la incertidumbre de lo que encontraremos a la llegada.

En Tarancón paramos un momento para llevar el muerto al cementerio. En las calles del pueblo reina una animación extraordinaria. Son muchos los vecinos que están ultimando sus preparativos de marcha y no pocos los ocupantes de coches y automóviles que tienen la esperanza de encontrar en cualquier taberna o casa de comidas algo de comer o beber. Yo me encuentro en este caso. Lo mismo que seis o siete de los que vienen con nosotros, no he desayunado y la cena de anoche fue extremadamente ligera.

Tenemos hambre y sed y mientras un grupo, con Antonio Rodríguez, se acercan con el camión hacia el cementerio, el resto —comprendidas varias de las mujeres y los chicos— nos quedamos en el cruce de carreteras para ver si encontramos algo de comer. Nos tranquiliza ver que no hay colgaduras en las casas ni manifestaciones en las calles, acaso porque los enemigos están aún demasiado lejos. Además, la carretera hasta Valencia está libre de obstáculos y el camión volverá por nosotros dentro de diez minutos.

No tenemos mucha suerte en nuestras pretensiones de comer algo. Aunque algunos bares han abierto sus puertas, no tienen nada que vendernos o no quieren hacerlo convencidos de que el dinero de que disponemos no tendrá el menor valor dentro de unas horas. Tengo que contentarme con un vaso de vino. Un compañero de Vallehermoso, que viene en el camión con su mujer y un hijo pequeño, quiere darme un trozo de pan. Se lo agradezco, pero no puedo comerlo viendo los ojos de envidia con que me mira el crío y se lo entrego.

Salgo de la taberna para volver al lugar en que el camión vendrá a recogernos. Hablo un momento con unos vecinos del pueblo que están metiendo precipitadamente unos bultos en un viejo coche en que se disponen a emprender la carrera hacia el mar Pese a la aparente tranquilidad del pueblo, los ánimos están tensos y expectantes.

—¡Menuda escabechina se organizó en la carretera hace poco más de una hora!

Me lo explican con medias palabras. Por lo que puedo entender, a mediodía o poco antes llegaron al pueblo un camión y unas tanquetas italianas. No debían ser más que quince o veinte hombres procedentes del frente de Toledo que se habían adelantado considerablemente a sus compañeros. Se apostaron en la salida del pueblo para no dejar que nadie siguiera hacia Valencia.

—Detuvieron varios coches; sin embargo, otros llegados de Madrid se empeñaron en seguir. Quisieron detenerles a tiros, pero los otros no se arredraron. Cayeron varios, pero a bombazo limpio se abrieron paso. Asustados los italianos se volvieron por donde habían venido. Seguramente estarán otra vez aquí a primera hora de la tarde.

Es posible que mis informantes exageren la importancia de la refriega, transformando una simple escaramuza en una batalla campal. En cualquier caso demuestra que el enemigo está cerca y que la menor demora en partir puede tener desastrosas consecuencias.

—¡Ahí está el camión…!

Celebro verlo llegar. Subimos de prisa porque todos hemos oído algo de lo ocurrido una hora antes en el pueblo o sus inmediaciones. Los que se han acercado al cementerio confirman lo referente a la lucha. Han vist allí unos cuantos muertos a consecuencia de la pelea.

—Había un compañero — me dice Antonio Rodríguez—. Era Franch, de Espectáculos. Tenía el pecho destrozado por una ráfaga.

Me impresiona oírlo. Hablé con Franch hace tres horas y me llevó en su coche desde la Regional hasta el «metro» de Iglesia. Debió salir de Madrid una hora antes que yo y ya está muerto.

Son cerca de las dos cuando de nuevo salimos a la carretera. Estamos en los comienzos de la primavera, pero el cielo aparece medio cubierto por nubarrones grisáceos y sopla un viento frío y desagradable. Ni el grueso jersey ni el chaquetón que llevo puestos bastan para que entre en calor.

A medida que ganamos kilómetros en dirección a Valencia aumenta el tráfico por la carretera. Aunque casi todos vamos en la misma dirección, se producen algunos accidentes por las prisas de muchos, por el nerviosismo de los conductores o por averías de los vehículos en los intentos de adelantamiento.

Muchos vehículos salen a la carretera, verdadero cordón umbilical que alimentó a Madrid durante treinta meses, procedentes de los pueblos de Cuenca o de la Mancha o de los frentes de Guadalajara y Toledo. Aunque casi todos son camiones, camionetas, automóviles o motos, tampoco faltan los carros que hacen más lenta y difícil la marcha. Deben ser millares las personas que en estos momentos transitamos por la carretera formando caravanas que cubren kilómetros y kilómetros. Recuerdo el cuadro de Goya en que una multitud huye perseguida por el amenazador coloso de la guerra que lo arrasa todo a su paso. También la descripción colorida e impresionante de Rudyard Kipling de una carretera hindú, el Gran Tronco, repleta de fugitivos. Como en «Kim», cada uno de los miles de individuos que nos encontramos en la carretera tenemos una historia dramática a la espalda y un futuro incierto y posiblemente trágico ante nuestros ojos.

Destemplados, ateridos por el vientecillo que nos azota la cara, vamos cruzando pueblos: Saelices, Montalvo, Villar el Saz, Olivares. Bordeamos el cauce del Júcar rebosante por las lluvias invernales. En Valverde paramos un instante porque somos varios los que tenemos hambre y hay una casa en la que hemos comido a veces en nuestros viajes a Valencia. Por desgracia, la puerta está cerrada y es inútil que llamemos. O no hay nadie dentro, o no quieren abrir.

Igual nos sucede en Motilla del Palancar. Decidimos no probar suerte en más sitios y seguir sin detenernos hasta Valencia. Pero antes de llegar a Minglanilla tenemos que parar. Dos tenientes, un sargento y un soldado que tienen su coche a un lado de la carretera se ponen por delante para que nos detengamos. Se han quedado sin gasolina y quieren que les demos los litros suficientes para seguir la marcha.

—¡Imposible! Apenas nos queda la suficiente para llegar nosotros.

—¡Pues o subimos con vosotros, o aquí nos quedamos todos! —amenaza uno de los tenientes, agitando una granada de mano que parece dispuesto a arrojar contra nosotros.

Sus mismos compañeros, echándosele encima, consiguen quitársela. Tenemos que contener al mismo tiempo a varios de los que van en el camión dispuestos a contestar a tiros a la amenaza. Al fin se accede a que los cuatro suban al camión, aunque tengan que ir de pie y muy apretados.

Proceden del frente de Albarracín, de donde salieron por la mañana decididos a no entregarse. Son de Almería y quieren volver a su ciudad natal.

—Está lejos, desde luego; pero si llegamos allí tenemos una barca para marchamos a Orán.

Es posible que lo consigan, aunque resulta más que dudoso si en los demás frentes se ha producido la misma desbandada que en los del Centro. Pasado Minglanilla, al atardecer, iniciamos el descenso del puerto de Contreras. En una revuelta de la carretera, mucho antes de llegar al puente que cruza el Cabriel, hay una larga fila de coches detenidos. Pronto averiguamos lo que pasa. Un grupo de soldados al mando de un capitán están revisando la documentación de quienes pretenden seguir hacia Valencia.

—¡Orden terminante! ¡Sin salvoconducto no pasa nadie!

Los que van provistos de ellos no tienen más que mostrarlos para poder continuar. Tampoco tienen que detenerse los que, más previsores o más cobardes, llevan un pasaporte en el bolsillo. Ni yo, ni ninguno de los que vienen en el camión, podemos mostrar nada que se le parezca. Apeándose, varios discuten con los soldados. Yo prefiero dirigirme al capitán.

—¿Sabe usted lo que ocurre en Madrid?

—Ni lo sé, ni me importa. Esta misma tarde he recibido órdenes que tengo que cumplir.

—Por encima de las órdenes está la vida de toda esta gente —replico—. ¿Prefiere acaso que los fascistas nos fusilen a todos?

Discutimos un rato y consigo hacerle vacilar. Las órdenes estaban bien en otros momentos, cuando había que impedir que los evacuados regresasen a Madrid o a los pueblos cercanos al frente o cuando había que evitar la libre circulación del enemigo o la fuga de desertores. Ahora no hay que pensar en nada de eso. Los nacionales están en Madrid de donde hemos logrado salir por los pelos.

—¿Pero, los salvoconductos. .?

—¿A quién íbamos a pedírselos? ¿A los fascistas que eran los únicos que quedaban cuando salimos?

Convencido a medias habla por teléfono con Valencia desde una casilla cercana donde tiene su puesto de mando.

Vuelve serio y cejijunto, rascándose pensativo la barbilla. No sé con quién ha hablado, pero lo oído le sume en un mar de confusiones.

—No acabo de entenderlo —masculla—. Hace dos horas una cosa y ahora… Bueno, podéis seguir.

Vuelvo precipitadamente al lugar en que ha quedado el camión al tiempo que la caravana de coches detenidos se pone de nuevo en marcha. Cuando el camión en que viajo pasa por delante del capitán le veo discutiendo acaloradamente con uno de los sargentos. No oigo lo que dicen, pero resulta fácil imaginárselo. Ninguno de los dos acaba de entender lo que pasa, quizá porque se resisten a admitir la triste realidad de la derrota. Creo que a mí, en su puesto, me ocurriría igual.

Los soldados del batallón de retaguardia que vigilan el puente y la áspera subida del otro lado del río, no hacen intención alguna de detenernos. Llegamos a Villargordo cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre los campos. En las calles del pueblo hay bastante animación; un par de bares están abiertos y las luces encendidas en el interior de las casas. Me da la sensación de que la gente que nos ve pasar desde las puertas de sus viviendas consideran la situación semejante a la de ayer o a la de hace un año y que no piensan por lo más remoto que los nacionales pueden estar allí dentro de unas horas.

Confirmo esta impresión en Utiel y Requena primero, en Buñol, Chiva y Manises después. Aunque la carretera es un río de coches y camiones que corren en una sola dirección, los pueblos dan una extraña sensación de completa tranquilidad. No hay, al menos no lo parece, alarma, inquietud ni siquiera nerviosismo. Las calles están animadas y concurridas, los comercios abiertos y la gente forma grupos en las aceras hablando animadamente.

—¡Increíble! —murmuro—. Esta tranquilidad cuando en Madrid.

Es un poco todavía el Levante feliz que hace dos años formaba el más violento contraste con el Madrid asediado y hambriento. Entonces cabía la disculpa de que no habían sufrido directamente el dolor de la guerra, alejados ciento cincuenta kilómetros los frentes más próximos. Ahora, en cambio, ya conoce la angustia de los bombardeos aéreos y de la muerte sembrada a voleo en sus calles. Todos deberían saber ya que, hundidos los frentes, el enemigo puede llegar mañana o pasado; tal vez esta misma noche. Pero, aunque yo no lo crea…

—¿No será verdad lo del acuerdo secreto y las facilidades de evacuación para todos?

—¡Despierta, Guzmán! No hay acuerdo que valga, y tú debes saberlo. ¡Ay de los que no puedan, o no podamos, tomar un barco!

Mentalmente doy la razón a Antonio Rodríguez, que es quien habla. Aunque le conozco de vista hace años, son pocas las veces que hemos hablado. Jamás simpatizamos y últimamente me han contado cosas desagradables como explicación a su confinamiento en un batallón de fortificaciones o castigo. Como si adivinase lo que estoy pensando en silencio, precipitadamente da una explicación confusa de lo que le ha sucedido.

—Quise terminar de una vez con todos los fascistas infiltrados en nuestras filas. Y no me refiero a las confederales, sino a las de todos los partidos y organizaciones.

Desde el comienzo de la guerra ha sido enemigo encarnizado de utilizar a quienes fingían ponerse a nuestro lado para salvar la piel. Pero más que los militares de la U.M.E., que en general se portaban bien, le inquietaban otros. Eran los individuos que, presos o detenidos, se ofrecieron como delatores y confidentes para conseguir la libertad. Reconocía que habían resultado muy útiles ayudando a la policía y al S.I.M. para desarticular las organizaciones clandestinas y prender a sus jefes.

—Aun así, vivos y en libertad constituyen una grave amenaza.

Concentraba su odio en varios que habían servido de ganchos para llevar a sus camaradas a la emboscada de una falsa embajada montada por los servicios especiales del ministerio de la Guerra. Sólo por ello merecían que sus antiguos amigos los ahorcaran como traidores e indeseables. No obstante, cabía la posibilidad de que hubieran intentado cubrir sus antiguas debilidades, laborando en los últimos tiempos en las organizaciones de la quinta columna. De uno de ellos le constaba que había confeccionado una larga lista de nombres, apellidos, señas y domicilios de cuantos antifascistas habían actuado en los tribunales populares, en la policía y en el S.I.M. y serían pocos los incluidos en ella que, de caer en manos del enemigo, librasen la piel.

—Uno de los primeros nombres era el mío —afirma.

Denunció lo que sabía, asegurando que era uno de los jefes de la quinta columna madrileña. Pero los organismos que le habían utilizado como confidente estaban muy satisfechos de sus servicios, que en agosto de 1938 continuaban considerando convenientes y provechosos. No sólo no quisieron hacer caso de sus denuncias sino que dijeron que Rodríguez era un tipo incontrolado, maniático y sanguinario que sólo soñaba con matar.

—Cuando, al final, quise ir personalmente por él, los policías que le protegían me detuvieron y por muy buenas componendas me mandaron a un batallón de castigo del que pude escapar anoche.

Es posible que sea verdad lo que me cuenta; también que se trate de un comprensible intento de justificación personal. En cualquier caso ni sé nada del asunto ni tengo porqué darle o quitarle la razón; especialmente cuando la guerra llega a un desastroso final y sólo el azar nos ha reunido en el camión en que ambos conseguimos salir de Madrid.

Han dado las ocho cuando entramos en Valencia. Lo hacemos lentamente, formando parte de una larga caravana que no se mueve con demasiada rapidez. Mientras nos acercamos al centro de la ciudad, se produce una discusión. En tanto que algunos, impacientes o temerosos, quieren ir directamente al puerto y subir, aunque sea a la fuerza, al primer barco que zarpe, la mayoría somos partidarios de establecer rápido contacto con los elementos directivos y responsables de los diferentes partidos u organizaciones a que pertenecemos para enterarnos de lo que sucede, saber de los puertos de más fácil acceso y salida y recibir instrucciones para una rápida y ordenada evacuación.

Todo el centro de Valencia es un inmenso hormiguero humano en las primeras horas de la noche del 28 de marzo. Son muchos millares las personas llegadas desde la mañana y los que todavía continúan afluyendo. Ocupan por entero las aceras, se desbordan por las calzadas y hacen poco menos que imposible la circulación. Nuestro camión no puede pasar de la calle de San Vicente. Se queda allí, con todas las mujeres y los chicos que nos acompañan, amén de varios hombres armados, mientras los demás lo abandonamos para intentar establecer contacto con los elementos encargados de la evacuación.

Bajamos andando trabajosamente, abriéndonos paso a codazos hasta la plaza de Castelar. Es impresionante su aspecto, doblemente impresionante en una oscuridad, sólo rota por los faros encendidos de algunos coches y la luz que sale del interior de los edificios por puertas, ventanas o balcones. Son más abundantes los hombres, sin que esto quiera decir que escaseen las mujeres. La gente se mueve nerviosa de un lado para otro, formando casi siempre grupos nutridos cargados con macutos, bultos o maletas y hablando a voces para poderse entender en medio de la general algarabía. Guardias de asalto, soldados de los batallones de retaguardia e incluso carabineros permanecen de guardia en medio de la muchedumbre. No creo que sean de ninguna utilidad, sin embargo, porque parecen todavía más desconcertados y confundidos que el resto de nosotros.

Igual que la plaza de Castelar están las cercanas calles de Ruzafa, Blasco Ibáñez, las Barcas, Salmerón, Pi y Margall y la Paz. Por todas ellas se anda con dificultad. Los coches y camiones parados junto a las aceras, incluso algunos blindados ligeros que sería difícil decidir quién ha traído hasta aquí y en torno a los cuales hay grupos de soldados o paisanos, entorpecen más aún el tráfico. Es frecuente el encuentro con amigos y compañeros. Abundan las conversaciones rápidas en que se pregunta a voces por el paradero de paisanos o camaradas, que en muchos casos no han podido llegar a Valencia.

Existe una confusión completa y nadie sabe exactamente lo que sucede. Parece que esta mañana salió un barco de Valencia y que en el puerto hay ahora mismo otro inglés que no quiere dejar subir a la gente. Pero todo esto oído de una manera rápida, puede ser o no cierto. En cualquier caso, la impresión predominante en la calle, lo que nos dicen al paso cuantos compañeros vemos y que llegaron a Levante antes que nosotros, es que habrá barcos de sobra en las próximas horas y que la evacuación de todos los que quieran irse está asegurada.

En la sede del Comité Nacional del Movimiento Libertario hay tanta gente que es difícil entrar y mucho más conseguir hablar con un compañero determinado. Lo mismo pasa en otros sitios. Al cabo de un rato, cansado de ir de un lado para otro cargado con la maleta, me encamino a la redacción de «Fragua Social», seguro de encontrar allí quien pueda orientarme. También aquí hay exceso de público ante el edificio, en el portal, en la escalera e incluso en la redacción. Consigo no obstante penetrar en el despacho donde se han encerrado para trabajar el director y uno de los redactores. Los dos son antiguos y buenos amigos. Manuel Villar ha sido director de «CNT» de Madrid antes de venir a Valencia; Félix Paredes, compañero mío durante años en las redacciones de «La Tierra» y «La Libertad». Ambos me abrazan alborozados y satisfechos al verme.

—Temíamos por ti. Preguntamos a muchos que venían de Madrid y ninguno sabía de tu paradero. Algunos nos dijeron que no habías podido salir

—Lo conseguí en el último momento —respondo sincero—, porque me dejaron tirado. Llegué a Valencia hace media hora y no sé nada de lo ocurrido en toda la tarde. Supongo que vosotros podréis orientarme.

Lo hacen en forma rápida y escueta. Las radios y las agencias de información extranjeras dicen que los nacionalistas son dueños de Madrid desde el mediodía, aunque haya quienes afirman haber salido después. Parece también que han entrado en Guadalajara y avanzan por la Mancha y Andalucía sin encontrar resistencia. Sin embargo, no se dan toda la prisa que cabía esperar y la impresión general es que tardarán tres o cuatro días aún en alcanzar la costa mediterránea.

—¿Por acuerdo previo con el Consejo de Defensa? —pregunto escéptico.

—Seguramente, porque la evacuación de quienes consideran más comprometidos les ahorre no pocos problemas. Una represión con millares, tal vez cientos de millares de muertos, sería un desprestigio para el régimen naciente.

Es cierto que hoy mismo, a poco de llegar a Valencia, el coronel Casado ha dicho hablando con los miembros de la Comisión de Evacuación, que Franco ha dado su asentimiento tácito para que puedan marcharse cuantos antifascistas lo deseen. Pero, conforme ha tenido que reconocer a continuación, el pretendido acuerdo no está firmado y ni siquiera redactado. Que los franquistas avancen con prudente lentitud es una cosa y que nos den por su voluntad toda clase de facilidades para que embarquemos, otra completamente distinta.

—Y la prueba indudable de que así es la tenemos en la precipitada salida del propio coronel Casado.

—¿Cuándo y cómo llegó? —pregunto interesado.

—A media mañana, y en avión. Le acompañaban algunos militares y los miembros del Consejo Nacional que aún estaban en Madrid, excepto Besteiro. Parece que confiaban en que los fascistas no entrasen en la ciudad hasta mañana y el hundimiento repentino y total del frente cercano les cogió desprevenidos.

—Pienso que bien pudo ser así, aunque después de radiar la nota de alzar bandera blanca debieron estar preparados para lo peor. Por fortuna, y según mis interlocutores, tanto en Madrid como en Valencia se han preocupado con éxito de lo fundamental en estos instantes: la evacuación.

—Han contratado barcos suficientes para que salgamos todos.

Pese a la profunda desmoralización existente en toda la zona, a la seguridad que la disolución espontánea del ejército del Centro tardará pocas horas en repetirse en los demás, confían en que podamos escapar de la ratonera todos los atrapados en ella. A media tarde habló Paredes con Forcinal, el miembro más dinámico y activo de la Comisión Internacional de Ayuda y Evacuación y le encontró optimista y contento.

—Acababa de hablar con París y aseguraba que esta noche y mañana llegarán los barcos.

En realidad, ya han llegado algunos barcos. En el puerto de Valencia hay ahora mismo un mercante inglés que aunque se resiste a dejar subir refugiados a bordo tendrá que acceder a ello. En Cartagena está dispuesto para partir el «Campillo» y del puerto valenciano salió hace unas horas el «Lezardieux», con más de quinientos antifascistas y con rumbo a Orán.

—¿Y sabes una cosa curiosa?… Navarro Ballesteros, que ya había subido a bordo, bajó a tierra para ceder su plaza a Salado, que estaba asustado, y esperar otro buque.

Se trata de dos periodistas amigos. Manuel Navarro Ballesteros ha dirigido en Madrid «Mundo Obrero»; Luis Salado, «La Voz». Conociéndoles, no me sorprende el gesto generoso del primero ni el nerviosismo del que ahora estará llegando a un puerto argelino.

Villar me habla de los compañeros de profesión madrileños que han llegado a Valencia en el curso de esta agitada jornada. De «Castilla Libre» ha charlado con Nobruzán y Mariano Aldabe; de «CNT» con García Pradas y Aselo Plaza.

—Pradas andaba preocupado por ti y preguntaba a todos los compañeros. Se alegrará de saber que llegaste al fin.

Lo creo. Pradas y yo nos conocemos hace ocho años, hemos trabajado juntos en la redacción de «La Tierra» y durante casi toda la guerra —él en un periódico confederal de la tarde y yo en uno de la mañana— luchamos por la misma causa con parecidos argumentos e idéntico entusiasmo. Esperaba haberle encontrado en Defensa de Madrid esta mañana, y acaso fue su ausencia lo que más me sorprendió. Cuando se lanza o se repite la consigna de —o nos salvamos todos o perecemos todos—, hay que dar el ejemplo.

—Seguro que le agradará verme —replico —, aunque acaso le guste menos lo que haya de decirle.

—Vente conmigo —indica Villar—. Tengo que verle a él, a Val y a Casado para saber a qué atenernos.

En «Fragua Social» han estado trabajando toda la tarde; aunque interrumpidos por frecuentes visitas, tienen escrito y compuesto más de la mitad del periódico. Sin embargo, a las nueve de la noche no saben todavía con certeza si se publicará o no el número correspondiente a la mañana siguiente.

—Es poco más o menos lo que me sucedió a mí anoche —contesto—. La única diferencia es que aquí el enemigo no está a medio kilómetro.

—Pero es probable que cuando queramos darnos cuenta lo tengamos a menos de medio metro.

Aunque hasta esta mañana los frentes de Levante se mantenían inalterables, es difícil saber lo que puede haber sucedido esta tarde. Si desde hace días y especialmente a partir de la noche del domingo existe una desmoralización general, la caída de Madrid y la llegada de varios millares de fugitivos de la capital y de sus alrededores ha acentuado el clima de descomposición, sembrando un terrible confusionismo. Son muchos los que todavía dan órdenes, pero escasos quienes las cumplen. Como sucede en todos los partidos y organizaciones antifascistas, los comités libertarios han sido desbordados por los acontecimientos y nadie sabe lo que puede suceder dentro de una hora.

—Sólo una parte del Consejo Nacional de Defensa parece conservar un resto de serenidad.

Con Casado están muchos jefes militares desde Matallana, jefe del Estado Mayor del Ejército republicano, al general Menéndez, que manda el de Levante. También los consejeros republicanos, socialistas, ugetistas y libertarios. Se hallan reunidos en sesión permanente, en contacto con la Junta Internacional de Evacuación y celebrando conferencias constantes con Francia.

—Nos han citado a esta hora a los informadores de los periódicos y de la radio para darnos instrucciones concretas. 

Le acompaño aunque no sea de los convocados. Hasta esta mañana dirigí en Madrid un periódico que hoy precisamente publicó su último número y que seguramente no volverá a aparecer Por importante que sea lo que nos digan —y lo será, porque de ello depende la vida de muchos, incluida la mía—, no tendré dónde publicarlo. En realidad, mi carrera profesional ha terminado, por lo menos en España.

En las calles parece haber aumentado la gente y se circula con dificultad creciente. Por suerte vamos cerca, aunque en recorrer unos centenares de metros tardamos quince o veinte minutos. Marchamos a un amplio edificio cercano a la plaza de Castelar, ocupado por la comandancia de la Agrupación de Ejércitos de la zona Centro-Sur.

—Encontraremos a mucha gente —dice Villar cuando llegamos a la puerta—. Entre otros, Val, Salgado y Pradas que no se apartan de Casado, y hacen bien. Creo que incluso andan por aquí Mera, Valle, Luzón y Verardini.

Los soldados de guardia tienen que esforzarse para mantener alejados de las puertas a muchos de los que pretenden entrar. Podemos pasar no sin que Villar haya de mostrar una contraseña de que va provisto y yo mi carnet como director de «Castilla Libre». De cualquier forma, dentro hay demasiada gente en el portal, en la amplia escalera y en todos los despachos. En su inmensa mayoría de uniforme, sin que por ello escaseen los civiles. Conocemos a muchos, confederales unos; republicanos, socialistas e incluso comunistas los demás.

En el rellano del primer piso nos damos de cara con Mancebo y Amil. Anoche hablé con ellos en Madrid. Se alegran de verme porque al parecer se ha extendido la noticia de que no había podido abandonar la ciudad sitiada durante tantos meses.

—Nosotros salimos con dificultad esta mañana. Ahí tienes a Pradas y Salgado que preguntan a todos por ti.

No entro a verlos, de momento, porque Villar ha entrado en un salón de la derecha donde distingo al coronel Casado hablando con un grupo de informadores locales. Me acerco interesado por oír lo que dice y descubro que en el salón están también, aparte de algunos militares, varios de los miembros del Consejo Nacional de Defensa. Concretamente Wenceslao Carrillo, San Andrés y Eduardo Val. También un caballero francés, Forcinal, que parece llevar personalmente la dirección de la Junta Internacional de Ayuda y Evacuación.

—La situación es grave, muy grave —dice Casado—. Pero con serenidad, disciplina y sentido de responsabilidad en todos, aún puede evitarse lo peor.

Lo peor es, naturalmente, la desmoralización general, la desesperación que puede engendrar un pánico colectivo que nos suma en el caos. Hasta ahora, según él, las cosas marchan medianamente bien. El enemigo cumple su compromiso tácito y no pretende impedir la salida de España de quienes deseen expatriarse. Salvo el Ejército del Centro que, debido a circunstancias muy especiales, se ha disuelto como un azucarillo en un vaso de agua, los demás —Levante, Andalucía y Extremadura— cumplen disciplinadamente las órdenes recibidas. Los dos últimos se retiran sin combatir en los puntos en que avanzan sus oponentes. De cualquier modo, su avance es lento y tendremos tiempo de sobra. Como demostración plena indica que Ciudad Real — con cuyo gobernador civil acaba de hablar— está en completa calma y en manos de las fuerzas republicanas.

—La evacuación está garantizada. Varios barcos salidos ayer y hoy de Marsella, Cette y Argel llegarán esta misma noche, si no han llegado ya, a Valencia, Alicante, Cartagena y Almería. Otros les seguirán mañana. Las personas que se consideren en peligro en el frente y la retaguardia podrán embarcar sin entorpecimiento alguno. Lo fundamental es que nadie pierda la cabeza y todos cumplan al pie de la letra las instrucciones que se dicten, plenamente seguros de que sobrarán tiempo y barcos.

Mientras monsieur Forcinal y un diputado francés que lo acompaña —Charles Trillon— ratifican y amplían lo que acabamos de oír respecto a los anhelados transportes marítimos, Casado abandona el salón para meterse en un despacho disculpándose con la precisión de resolver una serie de asuntos urgentes.

— Bueno —dice Villar disponiéndose a volver a la redacción—. Parece que mañana saldrá todavía el periódico.

—No te fíes, por si acaso —le aconsejo—. Algo parecido oí yo anoche y si me descuido me quedo en Madrid.

Vuelvo hacia la escalera para buscar la habitación en que deben estar Pradas y Salgado. No tengo necesidad de entrar porque ambos salen a mi encuentro, con muestras inequívocas de alegría al verme.

—¿Sabes ya lo de Mauro? —pregunta Pradas.

—No. Me separé de él pasadas las once de la mañana en la calle de Juan Bravo y desde entonces.

—Le han matado. Le estaban esperando cuando llegó a su casa. Quisieron detenerle y se resistió. Le acribillaron a balazos, pero creo que incluso caído en el suelo siguió disparando hasta agotar el cargador de la pistola.

Me duele la noticia, como me dolió saber que Franch había muerto en Tarancón. Son dos compañeros y amigos con los que esta mañana hablé de la difícil salida de Madrid, y los dos están muertos.

—Lo siento —respondo sincero—. Pero vosotros debéis sentirlo más aún porque en cierto modo sois los culpables de su muerte.

—¿Nosotros, por qué? —protestan a un tiempo.

Se lo digo con toda claridad y crudeza. Fue como yo al Comité Regional de Defensa confiado en encontrar allí medios para salir de Madrid y no halló a nadie. Después acudimos a la Federación Local donde tampoco había nadie. Yo pude tomar un camión poco menos que en marcha; pero Bajatierra, cuarenta años más viejo, cansado, aplastado moralmente por la derrota, prefirió quedarse para que le mataran.

—De haberle esperado, de no encontrarse solo y abandonado a su edad, seguro que estaría en este momento con nosotros.

Dolidos por mis palabras contestan acalorados. No tenían la menor idea de que Mauro fuese esta mañana por Defensa; creían que saldría de Madrid en el mismo coche que utilizaba a diario para visitar los frentes y que no tropezaría con muchas dificultades viviendo relativamente cerca de las Ventas, camino obligado para dirigirse a Valencia. En cualquier caso, cuando Val y Salgado tuvieron que acudir precipitadamente a Barajas para hablar con Casado, dejaron a varios compañeros encargados de recoger a quienes acudieran en el último minuto.

—Lo que no podía pensar —se disculpa Salgado — es que se largaran en cuanto diésemos media vuelta.

—Yo no quise apartarme un minuto de Casado por mandato de la organización —añade Pradas—. No queríamos que hiciese lo mismo que Miaja.

Ante mi gesto de sorpresa por las últimas palabras, explica que Miaja, olvidando las responsabilidades del cargo que ocupaba y sin preocuparse de nada ni de nadie, se ha marchado de España en avión. Dado lo dramático de las circunstancias, el Consejo no ha creído oportuno ni conveniente divulgar la desmoralizadora noticia.

—Casado, por fortuna, es todo lo contrario —añade—. Está luchando con uñas y dientes por salvar cuanto se pueda salvar aunque sea a costa de su propia vida.

No comparto su opinión, pero no es momento ni ocasión para discutirla. Tiempo habrá de hacerlo, si vivimos lo suficiente; como tendremos que discutir no poco sobre la orden de izar bandera blanca radiada en la tarde del domingo, causante directa de la profunda desmoralización que hundió en treinta y seis horas el frente y la retaguardia madrileña.

—Quédate con nosotros. Así podrás comprobar que no dejamos tirado a ningún compañero mientras nos salvamos nosotros.

Acepto desde luego. Estoy cansado, molido por el viaje, hambriento y con sueño atrasado. Me gustaría poder tumbarme a dormir una horas. Rechazo sin vacilaciones la tentación. Si anoche en Madrid pudo tener para mí las peores consecuencias, aún podría resultar más desastroso si lo hiciera en Valencia ahora. Me espabilaría con sólo mojarme un poco la cara.

—Ahí tienes un lavabo. Si quieres afeitarte de paso, puedes hacerlo. Yo lo hice a media tarde. La maquinita y la brocha son mías.

Me encuentro mucho mejor tras los diez minutos que empleo en afeitarme y lavarme a toda prisa. Cuando vuelvo al despacho, Salgado está discutiendo con Valle, comisario de la XIV División. Con gesto indignado le oigo:

—¡No y mil veces no! Vosotros debíais ser ejemplo de serenidad y disciplina. Lo que pretendéis …

No termina la frase; quizá porque prefiere dejar el final en el aire o porque me ha visto entrar. Voy a preguntarles por qué discuten cuando una puerta que da a otra habitación se abre y en el umbral aparece Luzón, comandante de una brigada en el frente de Guadalajara, muchas veces herido a lo largo de la guerra. Pregunta impaciente dirigiéndose a Valle:

—¿Acabas de una vez, pelmazo? Cipriano dice que si continúas hablando …

Al advertir mi presencia se acerca para darme una palmada amistosa en la espalda.

—¡Hola, Guzmán! ¿Vienes con nosotros, eh?

—No —se anticipa Salgado a contestar—. Por fortuna para él, no está tan loco como vosotros.

Luzón se queda un momento pensativo y desconcertado. Valle abandona el despacho para meterse en la habitación. Me fijo en este momento que Luzón, que está en mangas de camisa, tiene una corbata en la mano. Mirando a través de la puerta que ha dejado abierta distingo a Mera, Verardini, Gutiérrez y Liberino que están cambiándose de ropa.

—¡Déjalos! —grita uno a Luzón—. Si no quieren, peor para ellos.

Luzón nos mira vacilante. Luego, encogiéndose de hombros, traspasa el umbral y cierra la puerta a su espalda. Me vuelvo en gesto de muda interrogación hacia Salgado, que me explica:

—¡Están locos! Se han empeñado en que hay cerca de Valencia un campo donde están camuflados unos aviones de caza y quieren ir por ellos.

—¿Camuflados por quién?

—No sé si los comunistas o los fascistas; pero desde luego es una fantasía delirante.

Es posible que lo sea porque la terrible impresión de la derrota nos ha trastornado a todos. No obstante, se me antoja bastante raro que a estas alturas pueda nadie haber escamoteado unos aviones y tenerlos escondidos para servirse de ellos en el sentido que sea, tampoco acabo de comprender que para ir a buscarlos tengan que vestirse de paisano.

—Dicen que de militar llamarían demasiado la atención de quienes custodian los aparatos.

Añade que Val y Pradas quieren hablar conmigo y me esperan en un despacho del piso inferior Bajo y los encuentro hablando y discutiendo con varios compañeros de Madrid.

—Queremos que puedan salir de España todos los antifascistas que lo deseen —explica Pradas—. Pero hemos de preocuparnos esencialmente de los nuestros y sobre todo de la militancia del Centro.

Es natural y lógico que así sea. Republicanos, socialistas y comunistas hacen lo mismo con los suyos. Si, como se espera, hay barcos de sobra, magnífico; pero de no haberlos, conviene no dormirse para no ser, como de costumbre, los sacrificados.

—Baztán ha salido ya hacia Cartagena para procurar que embarquen los compañeros de allí y los que vayan llegando. Mancebo marchará dentro de un rato a Alicante. Amil está en contacto permanente con el Comité Regional para que todos los compañeros de Madrid salgan sin perder un solo segundo para el lugar en que sea más conveniente.

—¿El puerto de Valencia?

Mueve la cabeza en gesto dubitativo. Aunque todavía esperan convencerlo, el capitán del buque inglés que se encuentra en el puerto desde hace muchas horas se niega a embarcar a nadie e incluso a descargar rápido. Está en contacto por radio con un crucero británico que navega muy cerca de la costa y amenaza con su intervención si se pretende forzarle.

—En este momento debemos evitar incidentes que pudieran entorpecer la evacuación.

Me pregunta si he cenado y respondo que ni siquiera desayunado. Indica dónde puedo saciar el hambre, donde lo hará él mismo dentro de media hora. En esta misma calle, al otro lado de la calzada, hay un comedor colectivo atendido por soldados del Cuerpo de Tren en el que se están sirviendo comidas todo el día a cuantos lo desean.

—Preferimos que la gente se coma los pocos víveres que quedan antes de que los fascistas se apoderen de ellos.

Lo dice el comandante Blanco, jefe de una unidad del Cuerpo de Tren en el ejército de Levante, que salió en el último minuto de Gijón cuando la pérdida del Norte. Es quien ha organizado esta masiva distribución de alimentos entre los que llegan a Valencia con hambre en estas horas febriles.

—Vete con él. Nosotros bajaremos dentro de unos minutos.

Bajo con Blanco, pero no me meto en el comedor donde está terminando de cenar una veintena de personas. Antes necesito buscar y hablar con los compañeros de Vallehermoso que me trajeron desde Madrid en su camión. Es probable que ya estén en contacto con el Comité Regional del Centro y sepan lo que tienen que hacer. Pero yo tengo la obligación ineludible de decírselo cuanto antes, por si acaso.

—Bueno, pero no te descuides —me aconseja Blanco —. A las once será el último turno y si te retrasas…

Lejos de disminuir, sigue en aumento la multitud que llena todas las calles céntricas. Constantemente llegan a Valencia nuevos coches con soldados de los frentes del Centro o Levante y campesinos de Cuenca, Toledo, Ciudad Real o Albacete. Muchos, que han ido directamente a puerto, vuelven descorazonados por la muchedumbre que llena los alrededores y la negativa del capitán del buque inglés a dejar subir a nadie. Impidiendo que la gente lo tome por asalto, hay varias filas de guardias y soldados para que nadie pueda acercarse demasiado.

Encuentro el camión donde lo dejamos hora y media antes. En su interior varias de las mujeres y los chicos descabezan un sueño. En la cabina, echado sobre el volante, dormita el chófer. A unos pasos de distancia, un grupo en que figura el secretario del Ateneo. Ya están enterados de lo que yo iba a decirles. Han hablado con los diversos comités confederales, especialmente con Amil, Gallego Crespo y Cecilio Rodríguez que llevan el peso de la organización madrileña en estos momentos cualquier orden que se dé llegará a ellos, como a otros grupos militantes, sin pérdida de minuto.

—¿Y los heridos?

—Bien. Irán con nosotros

Quiere conocer mis impresiones y se las doy con absoluta sinceridad. Todos parecen convencidos de que la evacuación no tropezará con grandes obstáculos; que llegarán barcos en número suficiente, aunque en estos momentos no haya ninguno en que podamos embarcar. Pero por encima de la suerte personal de cada uno de nosotros está el desastre y la certidumbre de no haber sabido aprovechar una oportunidad que no volverá a presentarse.

—¿Qué hay de los pasaportes?

Comprendo el sentido de su pregunta. Algunos partidos hace ya tiempo, en previsión de la derrota, proveyeron de pasaportes a sus militantes. Nosotros, no; entre nosotros el simple hecho de tramitar o pedir un pasaporte presuponía una actitud derrotista. Ni mis interlocutores ni yo lo tenemos.

—No importa —respondo sincero—. En definitiva, el problema ahora no es de pasaportes, sino de portes. Son las once y veinte cuando regreso a la delegación del Cuerpo de Tren donde debo cenar. Al entrar en una habitación grande, con una mesa larga en el centro, me cruzo con Pradas al que han llamado con urgencia antes de concluir su yantar. Los demás están en la mitad de la cena.

—Si tardas media hora más —bromea Blanco—, no pruebas bocado.

Me siento en el lugar dejado vacío por Pradas y paseo la vista por la concurrencia. Somos quince las personas reunidas en tomo a la mesa, si bien dos de ellos se marchan a los cinco minutos de mi llegada. Conozco a la mitad, pero el resto me son desconocidos. A mi izquierda tengo a Aselo Plaza, redactor jefe de «CNT»; a mi derecha al coronel republicano Navarro, al que me parece no haber visto desde los primeros meses de la guerra, a su lado, Álvaro Gil, comandante de batallón en la 70 brigada y héroe del Pingarrón; más allá el también comandante Blanco y su comisario, socialista. Está también un muchacho joven, hijo de Salgado, un capitán, dos tenientes y varias personas más a las que conozco de vista, pero no recuerdo sus nombres. Empiezo a comer con rapidez tratando de compensar el adelanto que los demás me llevan.

—¡Eh, Guzmán! ¿Qué te parece el banquete? — pregunta Blanco, que hace allí las veces de anfitrión.

—¡Opíparo! —respondo en el mismo tono—. Hacía cerca de tres años que no comía así.

Es cierto. La cena, dada las privaciones y la sobriedad a que hemos tenido que acostumbrarnos en el Madrid asediado, resulta suculenta, aunque quizá influya en mi parecer el hecho de ser lo primero que ingiero desde hace veintisiete o veintiocho horas.

— Lo celebro. No querría que os quedaseis con hambre en lo que puede ser nuestra última cena.

—¡Vaya si puede ser la última! —ríe Gil —. Si alguno es supersticioso lo siento por él, porque somos trece en este momento.

—¡Bah! Con tal de que entre los trece no haya un judas…

—¡Imposible! Un judas nos habría traicionado ya…

—¿Crees —pregunto amargado— que nos ha traicionado ya poca gente?

En el momentáneo silencio que sigue a mi pregunta suenan doce campanadas en el reloj de la pared.


Eduardo de Guzman, La muerte de la esperanza
Segunda parte: EL PUERTO DE ALICANTE (Así terminó la guerra de España) - Capítulo 1










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