Sucede ahora con la revolución y guerra
de España lo mismo que con todos los grandes acontecimientos históricos;
mientras se desarrollan y hasta que pasa mucho tiempo después, los juicios
sobre ellos se fundan en accidentes cargados de pasión —personal o de partido—,
accidentes históricamente secundarios que ocultan, sin embargo, el verdadero
sentido de los acontecimientos. Yo no pretendo estar exento de esa pasión,
inevitable y en parte ajena a nuestra propia conciencia. Pero mi esfuerzo para
hablar del problema en un plano objetivo tiene corno garantía el que no he
pertenecido nunca a ningún partido político; y a que, en lo personal, mi
formación de naturalista me ha acostumbrado a la observación fría de las cosas
que suceden; y sobre todo al reconocimiento automático del error. El hombre de
formación política considera como una humillación y como un suicidio el
proclamar una equivocación. El naturalista, en cambio, sabe que muchas cosas
que creyó verdaderas no lo son; y que para seguir buscando la verdad hay que
eliminar los errores previos con toda naturalidad y con todo rigor. Esta
actitud llega a convertirse en un acto reflejo, que se cumple sin tener en
cuenta el que los amigos de antes nos acusen de traición ni el que los enemigos
de antes nos acusen de advenedizos. Lenin, que fue el máximo discípulo de
Maquiavelo (la psicología de Maquiavelo lejos de ser, como se cree, típicamente
latina, tiene mucho de oriental), decía que en política el ser fiel al pasado
supone muchas veces ser traidor al porvenir. Ésta, como tantas otras máximas
maquiavélicas, es aceptable siempre que se añada algo que no contaba para Maquiavelo
ni para sus discípulos, a saber: que el cambio en las ideas se justifique por
una continuidad en la conducta. Lo que caracteriza a la política, en su sentido
general, que ha sido universal y eternamente más o menos maquiavélica, es que
niega y cuenta con las ideas y no con la conducta. Para el naturalista, la
conducta lo es todo; y su conducta se estructura en torno del afán de la verdad
y del desinterés para todo lo que no sea la verdad. Por eso, al naturalista no
le importa lo que llaman las políticos equivocarse cuando esta equivocación se
funda en la fidelidad a la conducta.
II
Si preguntamos a cien seres humanos de hoy, españoles
o no españoles, los motivos de su actitud, favorable o contraria a uno o a otro
de los dos partidos que luchan en España, nos exhibirán, unos su credo
democrático; otros, su tradicionalismo; otros, su militarismo o su
antimilitarismo; su catolicismo o su irreligiosidad —cuando no un
neocatolicismo literario y rojo, especie rarísima de la actual fauna
ideológica—; o bien su horror por los fusilamientos o por los bombardeos
aéreos; o, finalmente, su simpatía o antipatía personal por los jefes de los
bandos respectivos. Muy pocos serán los que funden su posición en la razón
auténtica de la lucha, que es únicamente ésta: «defiendo a los rojos porque soy
comunista»; o «simpatizo con los nacionalistas porque soy enemigo del
comunismo».
Éste es el nudo del problema y en él hay que localizar
su visión y la primera parte de su interpretación. Se me podrá negar autoridad
política —y yo mismo no me esforzaría en disuadir al que me la negase—: pero no
la autoridad de testigo ocular y próximo de los acontecimientos políticos de mi
patria en el último cuarto de siglo; ni la que merezco por no haber ocupado
jamás ningún cargo público y por no haber conseguido más que desventajas
materiales en mi afán de ser siempre fiel a mi conducta, es decir, a mi patria
y a mi conciencia, y porque creo que el deber del intelectual es hablar siempre
que se lo pidan. No puede el intelectual, como el acaparador de mercancías,
reservar su opinión, calculadamente, para cuando le convenga más lanzarla a la
circulación.
III
España, a partir de la Restauración, vivió largos años
de paz (las guerras coloniales y la de África no fueron guerras nacionales), y
largos años de libertad; una libertad que entonces parecía imperfecta, pero que
hoy no disfruta ningún pueblo de la tierra. En esta paz se engendró, como en
todas las que ha conocido la historia, la debilidad del poder público; y el
espíritu de renovación que caracteriza —y hace gloriosa— a esa etapa de la vida
española acabó por torcerse, políticamente, hacia una demagogia, que agravaron
los años de súbito e inmerecido bienestar material de la guerra europea y de su
posguerra. Acaso sea el pueblo español, eminentemente ascético, el más sensible
a la corrupción de la abundancia. Hacia el año 1923, cuando ocurrió el golpe de
Estado del general Primo de Rivera, en todas las clases sociales dominaba el
difuso sentimiento de que «así no se podía continuar»; y al calor de ese
sentimiento pudo realizarse y triunfar la dictadura. Pero entonces no se
hablaba aún de comunismo o se hablaba gratuitamente. La agitación que hizo
posible la dictadura se debía a una sorda descomposición, genuinamente
nacional, que afectaba a toda la sociedad, desde sus cabezas más eminentes
hasta los más profundos estratos del pueblo; y que un gran político de
entonces, conservador de nombre, pero de espíritu renovador, don Antonio Maura,
definió y se esforzó en combatir como «crisis de la ciudadanía». Al calor de
esta relajación de los resortes del Estado, crecía la fuerza revolucionaria
específicamente española, la anarquista, localizada durante largos años en
Cataluña, en donde se había convertido en una endemia tolerada, con víctimas
numerosas cada año, que se apuntaban en las estadísticas con la misma
naturalidad que las de fiebre tifoidea. El año 1919, esta endemia tuvo una
explosión, la llamada «semana trágica», con quema de conventos y toda clase de
violencias, pero todavía con el estilo revolucionario castizamente español.
Hoy, después de tantos horrores, nos parece todo aquello, que tanta pasión
suscitó, una broma de colegiales. Su verdadera gravedad estuvo, no en las
luchas de la calle, sino en lo que entonces no supimos ver; en que por vez
primera el liberal español, ya igual entonces a los liberales europeos, amparó
con su liberalismo una causa profundamente antiliberal, y sólo porque estaba
teñida de rojo.
El socialismo español no era todavía una fuerza
extremista. Lo prueba la docilidad con que unos años después se plegó a la
dictadura del general Primo de Rivera, cuyos únicos enemigos fueron fuerzas
burguesas; y no sólo las de filiación liberal, sino muchos conservadores de
siempre; y hasta una parte del propio ejército, precisamente la de mayor
espíritu aristocrático: el cuerpo de artillería. Aun al terminar la dictadura,
una parte importante de los jefes socialistas hubieran aceptado —y de ello
tengo pruebas irrefutables— la colaboración con una monarquía renovada por una
nueva Constitución.
En la misma calda de la Monarquía y advenimiento de la
República la influencia visible del comunismo fue muy escasa. Si se repasa la
propaganda, muy activa y violenta, que precedió a las elecciones de abril del
año 1931 (las que ocasionaron el cambio de régimen), apenas se encontrará en
ella rastros de comunismo. Creo que este nombre no se pronunció una sola vez en
el mitin de la plaza de toros que precedió en pocos días a la votación de
Madrid y que la decidió a favor de las izquierdas. Cuando aquella noche leyó
los discursos uno de los ministros del Gobierno monárquico, hizo el comentario
de que la mayoría de ellos habían sido más templados que cualquiera de los que
se pronunciaron quince años más atrás con ocasión de los sucesos de Barcelona,
por los hombres liberales, gubernamentales y monárquicos. Esta misma impresión
se recoge de las Memorias del que era entonces director de Seguridad de Madrid,
el general Mola, que había de alcanzar, andando los años, tan alta celebridad.
Idéntica falta de preocupación directamente comunista se reflejaba, dentro de
la conciencia de gravedad de la situación, en las conversaciones de los últimos
gobernantes de la monarquía, con varios de los cuales nos unía estrecha amistad
personal.
Sin embargo, la campaña de los partidos y de la prensa
de la derecha anunciaba una serie de catástrofes si el movimiento republicano
triunfaba, a pesar de su carácter pacífico y de que sus principales jefes eran
hombres moderados, liberales, muchos, inclusive, sin tradición republicana,
entre ellos el propio señor Azaña. Ahora seria arbitrario discurrir sobre lo
que hubiera sucedido de no sobrevenir el advenimiento de la República, suceso
que en aquellas circunstancias era, a mi juicio, inevitable; y lo prueba la
absoluta naturalidad con que ocurrió. En la historia hay una cosa absolutamente
prohibida: el juzgar lo que hubiera sucedido de no haber sucedido lo que
sucedió. Mas lo que no admite duda es que las profecías de las derechas
extremas o monárquicas que se oponían a la República se realizaron por
completo: desorden continuo, huelgas inmotivadas, quema de conventos,
persecución religiosa, exclusión del poder de los liberales que habían
patrocinado el movimiento y que no se prestaron a la política de clases;
negativa a admitir en la normalidad a las gentes de derecha que de buena fe
acataron el régimen, aunque, como es natural, no se sintieran inflamadas de
republicanismo extremista. El liberal oyó estas profecías con desprecio
suicida. Sería hoy faltar inútilmente a una verdad elemental el ocultarlo.
Varios siglos de éxito en la gobernación de los pueblos —algunos aún no
extinguidos, como los de las democracias inglesa y norteamericana—, habían dado
al liberal una excesiva, a veces petulante, confianza en su superioridad. La
casi totalidad de las estatuas que en las calles de Europa y de América enseñan
a las gentes el culto de los grandes hambres, tienen escrito en su zócalo el
nombre de un liberal. Cualquiera que sea el porvenir político de España, no
cabe duda que en esta fase de su historia fue el reaccionario y no el liberal,
acostumbrado a vencer, el que acertó.
Pero aun estas previsiones pesimistas se fundaban en
la intervención de fuerzas ocultas, como el judaísmo y la francmasonería, más
que en la acción comunista directa que parecía, hasta a los más suspicaces,
teórica; o, por lo menos, muy remota.
IV
La propaganda rusa, cuyo comienzo es difícil precisar,
debió intensificarse a poco del cambio de régimen, en cuanto se tuvo allá lejos
la sensación de la debilidad de los elementos conservadores del nuevo Estado.
Recuerdo que pocos días antes del incendio de los conventos, en mayo de 1931,
iba yo casualmente de noche y a pie detrás de un grupo de tres personas que
hablaban libremente y en alta voz de política. Eran comunistas, y en su tono y
en sus esperanzas sobre el triunfo había tal firmeza, que me hubieran
impresionado de no tener arraigada la convicción de que el ideario nacional,
inclusive el más revolucionario, era refractario a la táctica bolchevique.
El día de los incendios pudimos ver que no era así. La
propaganda había sido enorme, aunque subterránea; el número de afiliados
conocido, muy pequeño; en las primeras elecciones generales sólo hubo uno o dos
diputados comunistas (¡cuántas veces exhibimos este argumento tranquilizador!);
pero las trescientas columnas de humo que subieron al cielo desde todas las
ciudades de España, el mismo día y casi a la misma hora, en plena paz y sin
provocación proporcionada a la bárbara respuesta, y con una técnica destructora
admirable y desconocida del pueblo español, demostraron que la organización
exótica existía ya y que hacía con ímpetu sus primeros ensayos. No para tomar
una actitud retrospectiva frente a aquel suceso, sino porque conviene recordar
la verdad, debo hacer constar ahora, que la única protesta que en ese sentido
salió del campo republicano fue la que firmé yo con otras dos personas de
nombre ilustre y notorio. Sin duda hubo otros grupos y personalidades aisladas
que tuvieron nuestra misma actitud. Pero no existió la reacción colectiva,
decisiva y enérgica de los liberales españoles frente a lo que ya era realidad
incuestionable. Muchos de los españoles de espíritu liberal que habían acordado
una confianza condicional a la República, en cuanto régimen nuevo en el que
cupiesen con desembarazo reformas de política general y de orden social, que
eran tan necesarias e inevitables que subsisten en el mismo programa
nacionalista de hoy, pero no como pretexto de un movimiento de clase
extremista, destructivo y dictatorial al estilo ruso, se volvieron desde aquel
día a su campo; y aquel día, en realidad, empezó la lenta agonía de la recién
nacida República. Y, repito, no por lo que sucedió, sino por lo que, debiendo
haber sucedido, dejó de suceder.
Sin el apoyo de los «enemigos de buena voluntad» la
República no podía vivir. Durante varios años se han burlado los extremistas de
lo que propugnábamos, que solo «ampliando la base de la República» con
generosidad se la podía consolidar. Hoy esos mismos extremistas para seguir
viviendo tienen que fingir ante el mundo su respeto a todo lo que no respetaron
e inclusive el catolicismo.
El liberal español unía al defecto común a todos los
liberales del mundo, a saber: una ceguera de colores, que sólo le permitía ver
el antiliberalismo negro, pero no el rojo; la vieja tradición anticlerical,
que, como tantas veces se ha dicho, era más que un sentimiento un tópico; pero
capaz de todas las concesiones y de todas las debilidades. El liberal
anticlerical era frecuentemente, en su vida privada, perfectamente ortodoxo.
Una vez hice yo una estadística de los hombres que llevaban al cuello medallas
religiosas (a favor de la indiscreción que es posible en una consulta médica) y
comprobé que los portadores de medallas eran en su mayoría hombres afiliados a
los partidos burgueses de la izquierda. Publiqué estos datos en una revista
francesa, y creyendo que era una errata, pusieron «derecha» donde debla decir,
en efecto, «izquierda». Pero estos mismos izquierdistas de la medalla se hubieran
avergonzado de no considerar en público la quema de los conventos como un
suceso conveniente a la salud pública. La opinión fue injusta atribuyendo
particularmente a algunos hombres la responsabilidad de aquella catástrofe,
precursora de tantas otras, La responsabilidad fue del liberal español, que no
supo darse cuenta de la gravedad y de la significación radicalmente antiliberal
de lo ocurrido, y a la vez que contribuía a su impunidad se desprendía
lastimosamente de la autoridad política que le quedaba.
A partir de aquella fecha el tono comunista de la
agitación española fue creciendo y desenvolviéndose con arte supremo para no
mostrarse demasiado potente y alarmante en las elecciones y en las demás
manifestaciones públicas. La apariencia del poder comunista era siempre
inferior a su verdadera realidad. Sin embargo, al fin, y con el pretexto del
triunfo de las derechas en las elecciones, intentaron un golpe de mano
revolucionario y netamente comunista para ocupar el poder en octubre de 1934.
Esto no lo recuerdan en el extranjero, donde no tienen por qué saber la
historia de España al detalle, aun siendo tan reciente. Pero los españoles, que
no lo han podido olvidar, se rien del súbito puritanismo con que los mismos que
entonces hicieron la revolución contra algo tan legal como unas elecciones, se
cubren hoy el rostro con la toga porque una parte del pueblo y del ejército se
sublevó, a su vez, dos años más tarde, ante las violencias del poder, algunas
de la magnitud del asesinato del jefe de la oposición por la propia fuerza
pública. Los «gubernamentales» de hoy son los «rebeldes» de 1934. Es, pues, más
veraz llamarles comunistas y anticomunistas y dejar de lado lo de «rebeldes»,
denominación que suscita un grave problema de prioridad.
La sublevación de Asturias en octubre de 1934 fue un
intento en regla de ejecución del plan comunista de conquistar a España. Y la
elección de España fundábase no sólo en la facilidad especifica que creaba en
este país, siempre inquieto, un régimen nuevo que había renunciado desde el
primer momento a toda autoridad; no sólo apoyándose en el viejo e inexacto
tópico de una comunidad de psicología entre el pueblo español y el ruso, sino,
además, en que seguramente el triunfo del comunismo en España hubiera supuesto,
a muy breve fecha, por razones de geografía y de biología racial, un grave
quebranto del fascismo europeo, y, sobre todo, la rápida conversión al
comunismo de la mayor parte de la América latina. La fase preparatoria de esta
conversión —la captación del liberalismo americano— estaba ya muy adelantada.
El movimiento comunista de Asturias fracasó por puro
milagro. Pero dos años después tuvo su segundo y formidable intento. Que la
España roja que hoy todavía lucha, es, en su sentido político, total y
absolutamente comunista no lo podrá dudar nadie que haya vivido allí sólo unas
horas, o que aun estando lejos no contemple el panorama español a través de
esos ingenuos, pero eficaces espejismos de la libertad: el bien del pueblo, la
democracia o la República constitucional. Los comunistas militantes, ya
desenmascarados, claro es que no ocultan su designio. Los no comunistas,
uncidos por la fatalidad a la causa roja, hablan todavía de que defienden una
República democrática, porque saben que la credulidad humana es infinita. Pero
estos mismos, cuando conversan en privado, no ocultan que mantienen su equivoco
por miedo, o por una suerte de espejismo ético que les hace anteponer al deber
de la conciencia el de la amistad o el de los compromisos de partido, o cuando
no la necesidad inaplazable de vivir.
El día en que escribo estas líneas un hombre tan poco
sospechoso como mister Eden ha hecho patente ante el mundo el carácter
indudablemente moscovita del movimiento rojo español. Nadie, pues, dudará de
buena fe sobre los términos en que está planteado el problema. Mi liberalismo
recalcitrante no regatea su respeto a los que sinceramente apoyan a este
movimiento o simplemente simpatizan con él, precisamente porque creen que la
salvación de España y del mundo entero está en el comunismo. Lo que no puede
admitirse sin suponer mala fe e insuficiencia mental es que ese apoyo y esa
simpatía se funden en el amor a la libertad, en la paz social y universal, en
la democracia, en el respeto a las ideas y en todos los demás tópicos nobilísimos
que nada tienen que ver con el estado bolchevique.
V
Sin embargo, cuando decíamos, hace todavía poco
tiempo, que el número de comunistas era pequeño en España, no nos engañábamos.
Eran y siguen siendo una minoría, aun entre los que combaten en las trincheras
rojas y entre los que forman su retaguardia. El error nuestro, como el de los
demás países de la Europa occidental o de América, está en juzgar la
importancia social de una idea —y concretamente de la comunista— por el número
de sus afiliados. Si el ser humano fuera capaz de atenerse a la experiencia
histórica, le bastaría el recuerdo de que la revolución rusa triunfó por el
esfuerzo de un grupo casi insignificante de bolcheviques. Pero así como la
conducta individual se basa en gran parte en la propia experiencia, la
experiencia histórica no influye absolutamente para nada, y probablemente no
influirá nunca en la conducta de las colectividades. En España ha ocurrido lo
mismo que en Rusia. Unos cuantos hombres de acción, representantes de una masa
incapaz de elegir más que un número exiguo de diputados, pero bien organizados
y decididos a todo, se han impuesto a la mayoría.
El mecanismo de este triunfo es ahora evidente.
Descontada la organización y la disciplina, innegables, se basa en la táctica
de servirse sin escrúpulos de todas las fuerzas afines, probablemente
colaterales, sean las que sean, para desecharlas en cuanto se ha logrado la
victoria. Maquiavelismo puro. El comunismo español apenas tenía, ya avanzada la
revolución, unas pocas organizaciones, comparadas con las muy numerosas de los
socialistas, en sus diversos matices, de los anarquistas y sindicalistas y de
los republicanos de izquierda. Sólo dos o tres ministros las representaban en
los gobiernos revolucionarios, inclusive en el actual, y el número de sus
diputados era, como hemos dicho, y es también exiguo. Sin embargo, el comunismo
no sólo ha impuesto su poder en la España roja, sino que ha reducido a la
impotencia a los grupos socialistas, algunos tan fuertes al principio del movimiento
como el de Largo Caballero, héroe durante muchos meses de la revolución; y,
desde luego, a las nutridísimas masas de anarquistas y sindicalistas, dueñas de
la calle hasta el pasado mes de abril y proveedoras del contingente más
importante de soldados. La acción caótica de estas fuerzas y su tendencia a la
palabrería han sido fácilmente dominadas por la severa disciplina comunista.
Cuando ha llegado la ocasión, estos «amigos del pueblo» no han tenido el menor
reparo en acudir a una represión sin piedad contra anarquistas y sindicalistas,
que son, entre paréntesis, dentro de la revolución, la expresión más genuina de
la psicología nacional.
Mas no hubieran podido conseguir esta extraordinaria
victoria sin otro apoyo que hábilmente habían ganado y explotado con
anterioridad: el de la opinión liberal. Así como la conquista de Rusia pudo
lograrse por los propios medios obreristas, la de los países occidentales
hubiera sido totalmente imposible con una opinión liberal adversa. La opinión
liberal ha dado en nuestro mundo su visto bueno a todos los movimientos
sociales. Fue la tirana del pensamiento europeo y americano durante el siglo
XIX. Y cuando su estrella empezaba a declinar, cobró nuevo impulso y autoridad
con la guerra europea, ganada en nombre de la democracia y con el auge material
de los Estados Unidos de América, que sienten el fervor democrático con el
ímpetu un tanto petulante de la juventud. Por eso durante los años que han
precedido al movimiento actual la propaganda comunista se especializó en la
conversión del liberal de todo el mundo hacia la simpatía a su causa.
VI
Aquí está, en efecto, otra clave del problema. Si
pudiera teóricamente reducirse a una sola causa el gran trastorno actual de la
humanidad, yo no vacilaría en decir que esa causa es el inmenso equívoco de que
los liberales del mundo, que originariamente representaron el sentido humanista
de la civilización, el más fecundo en eficacias prácticas y espirituales, sean
hoy en su mayoría simpatizantes del más antiliberal y antihumanista de cuantos
idearios políticos han existido jamás, que es el comunista.
Sería muy largo el meditar sobre los motivos de este
equívoco sin igual en la historia. El liberal, en el principio, era el hombre
comprensivo, tolerante, propenso a explicar el bien y a disculpar el mal por
los imperativos humanos y convencido de que el progreso del mundo no se podía
conseguir sin un mínimum de libertad. La era del liberalismo se inaugura, en
realidad, con el Renacimiento, en el que el inspirador de casi todos los
políticos y de gran parte del ideario de los hombres cultos era Tácito, prototipo
del enemigo de los déspotas, y, en verdad, el primer liberal en el sentido
moderno. Varios siglos de lucha contra el déspota fijaron en la conciencia del
liberal dos errores: que el enemigo de la libertad era siempre el tirano único,
el monarca, y que el sentimiento liberal anidaba en el pueblo y se alimentaba
en el fuego de la popularidad. El primer desastre de este equívoco nos lo
proporcionó la Revolución francesa, preparada por los liberales contra los
déspotas y al calor del pueblo. Inmediatamente surgió el despotismo del
tribunal popular o los dictadores nacidos de la masa, desde Robespierre a
Napoleón. Y las víctimas fueron inevitablemente los liberales verdaderos, los
que por ser fieles a su liberalismo se rebelaron contra el despotismo nuevo y fueron
guillotinados o se vieron obligados a huir.
Entonces nació también la otra especie de liberal, el
espurio, el de la ceguera para los colores, el del daltonismo, el de la
incapacidad para ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo. Éste fue el que
cobijó con su autoridad la crueldad revolucionaria; el que la glorificó y el
que ha hecho posibles, en gran parte, todas las revoluciones posteriores, hasta
la nuestra.
Lo que caracteriza a este liberal —el falso, pero, con
mucho, el más numeroso— es el pánico infinito a no parecer liberal. El mayor
número de estos liberales no se preocupa de lo que significa, en su hondo
sentido, el seguir una conducta liberal, sino en parecer liberales a los demás.
El inmenso prestigio social del liberalismo explica y disculpa esta actitud, El
más riguroso reaccionario no puede reprimir una sonrisa de gozo —¡cuántas veces
la hemos visto!— cuando se le dice: «Usted, en el fondo, es un liberal.» En
cambio, el liberal no puede sufrir sin congoja el que se dude de su liberalismo.
No ser liberal supone, en el ideario corriente, estas tres cosas importantes:
ser sospechado de poco inteligente, porque en efecto, un gran número de los
hombres famosos por su labor creadora han sido liberales o por lo menos han
tenido un espíritu teñido de tolerancia liberal. Significa, además, ser
«enemigo del pueblo», frase creada por la Revolución francesa y que conserva
intacto el fetichismo de su prestigio en muchas mentes. Y, finalmente,
significa no ser hombre moderno, porque buen número de las conquistas de la
civilización se han hecho bajo el signo de la libertad. En todo esto hay una
parte gloriosa de verdad. Pero la libertad no tiene colores prestados y fijos,
ni es cuestión de ideas, sino de conducta. El terrible error es, no sólo haberla
hecho política, sino política de clase.
El comunista ha explotado con aguda intuición y
habilidad estas tres brechas de la vanidad de los liberales y ha aplicado a su
motor la energía liberal. Es cierto que la negación de todo liberalismo que
supone el régimen comunista, hace a primera vista muy difícil el conciliarlo
con el fervor liberal. Pero el comunista, como todos los grandes propagandistas
maquiavélicos, no se detiene ante estas contradicciones. Sabe que el
coeficiente de la credulidad colectiva es, prácticamente, infinito. Y el
liberal posee, además de esta credulidad genérica, un peculiar candor en cuanto
le hablan en nombre de sus mitos predilectos. En este sentido, el espectáculo
del mundo actual es sorprendente. Los mismos días en que en Rusia son
exterminados a docenas los disidentes del rígido credo gubernamental o se hace
desaparecer en el extranjero a los jefes de las agrupaciones anticomunistas de
un modo escandalosamente misterioso, el liberal sigue creyendo que Rusia es el
país del progreso y de la libertad, casi la Meca del liberalismo. El ejemplo de
España lleva este equívoco a los límites de lo inconcebible. Hay allí todavía
bastantes liberales que declaman, can elocuencia y espíritu muy liberales,
contra la dictadura del campo de enfrente; y ellos mismos no solamente no
podrían expresar libremente un pensamiento heterodoxo, sino que muchas veces
habrán tenido que decir, a la fuerza, lo que les mandan. En el mes de noviembre
último me decía en Madrid un comunista: «Tú, que has sido siempre liberal,
estarás con nosotros»; pero en aquel mismo día el Comité de Obreros había
prohibido la reedición de uno de mis libros porque en una de sus páginas se
leía esto «Yo, que he sido siempre liberal, gracias a Dios.» Cuando salí de
España y dije, sencillamente, que esto no me parecía muy liberal, me declararon
«enemigo del pueblo»; y un escritor de un país americano, comunista y católico,
me llamó en un artículo «el nuevo Torquemada español».
Desde luego hay muchos liberales, todos los que no
padecen la ceguera para el rojo, gran parte de ellos republicanos sinceros, que
se han separado de la España comunista precisamente porque es comunista, aparte
de los otros motivos circunstanciales que tantas veces se han dicho en
artículos, en discursos y en folletos de propaganda. Su actitud se funda, pues,
en la fidelidad más estricta a su actitud y a su conducta de siempre; y no es
«traición al pueblo», como dicen enfáticamente algunos majaderos. La huida de
todos estos liberales de la España roja es, en la psicología occidental, un
golpe rudo para el comunismo, difícil de neutralizar con insultos y con
contrapropagandas. Por eso han tratado de atraerlos con toda suerte de halagos,
pero sin eficacia. Los mismos que fueron a las Cortes de Valencia, tan
trabajosamente preparadas, estaban de regreso en Francia cuarenta y ocho horas
después. De los juicios que cuentan en privado, es sabido de todos uno que no
hay inconveniente en repetir, porque ni puede comprometerlos, ni molestar a los
que les hicieron ir allí y les han permitido volver: el régimen de la España
roja es absolutamente soviético, y un hombre liberal nada tiene que hacer allí.
VII
Pero la maniobra comunista tenía otro gran peligro en
España, que era su internacionalismo, difícil de separar, en la psicología
popular, del sentimiento español. El español, aun el de ideas más avanzadas,
tiene siempre un lastre de cualidades nacionales probablemente superior al de
casi todos los pueblos de Europa. Es España, ciertamente, el país de los
regionalismos: muchas veces he dicho que el regionalismo es la manifestación
más genuina y viva del alma nacional, y basta para comprobarlo el ver la
rigurosa distribución regional que espontáneamente establecen los grandes
grupos de españoles emigrados en América. En América, se habla de italianos, de
franceses, de alemanes; pero cuando se trata de españoles, se habla de
castellanos, andaluces, catalanes, gallegos o asturianos. El atender a las
características regionales me ha parecido siempre, en España, no un imperativo
político, sino biológico. Ahora bien, el error de muchos ha sido el tratar de
infiltrar bajo la noble realidad regional la insinuación separatista. El
sentimiento nacional de España está hecho de espirito regional, prolongación
del enorme sentimiento familiar del alma española; pero no sólo no es, por
ello, aquél menos fuerte, sino que en ello encuentra su savia y su fortaleza.
En cualquier población de América o en cualquier gran capital de la España
misma, con Madrid o Barcelona, los españoles se reúnen, en efecto, por
provincias en sus centros regionales, como vastas familias que apenas se tratan
con la vecindad. Pero ante la nación en peligro, como tal nación, todos se
unen, identificados en un solo fervor; y acaso sea el peligro común el único
modo eficaz de unirlos políticamente.
Gran parte del entusiasmo de la España nacionalista de
hoy está suscitado por la idea de la unidad nacional ante el conato del
separatismo vasco (tan mal interpretado en el extranjero), en el que la
ambición de un grupo exiguo de vizcaínos ha servido dolorosamente de
instrumento al internacionalismo comunista. Cataluña, en cambio, a pesar de
estar oficialmente con los rojos, ha tenido la intuición de no prestarse a esa
maniobra; y esto tendrá, evidentemente, una gran repercusión en el final de la
guerra y en la paz. Recordemos también aquí a Navarra, región vasca y de un
hondo regionalismo y que, sin embargo, ha jugado el papel primordial, como
región, en el movimiento nacionalista actual. Cuando en la primera república de
España hubo también un intento de separatismo en el movimiento que se llamó
«cantonal» el hombre que entonces representaba al liberalismo y al
republicanismo español, el gran orador Castelar, pronunció un discurso famoso,
declarando que ante su sentimiento nacionalista renunciaría al liberalismo, a
la democracia y a la República. Hay en España muchos hombres de izquierda que
saben de memoria este discurso —harto más bello y más moderno que las proclamas
marxistas— y que ahora lo recitan con emoción.
Dos meses antes de ocurrir la revolución española
escribía yo, en un artículo que publicaron varios periódicos de Europa y de
América, que si el Frente popular español, entonces recién formado, no acertaba
a dar a su ideario y a su acción un sentido profundamente nacional, provocaría
el levantamiento de España. La profecía no tenía ningún mérito porque en todas
partes se recogía la hostilidad de los españoles no marxistas ante la táctica,
notoriamente rusa, de aquellas agitaciones prerrevolucionarias, que jamás
tuvieron la sanción de los gobiernos. El hecho más significativo, en este
sentido, y que nadie ha comentado, es la actitud de la juventud universitaria,
que fue la fuerza de choque del movimiento liberal contra la dictadura y el
fermento entusiasta de los meses que prepararon el cambio de régimen. Pero a
partir del tercer año de la República empezó a cambiar de orientación de un
modo rápido, que por los días de las elecciones del Frente popular, un profesor
socialista, que pocos años antes era el ídolo de los estudiantes, daba ahora
sus lecciones —y no siempre podía darlas— entre la hostilidad de su auditorio;
y me confesó que el 90 por 100 de sus alumnos era fascista. Cualquiera de los
profesores españoles pudimos comprobar este mismo hecho. Hoy, una mayoría de
nuestros estudiantes lucha como soldados voluntarios en las filas
nacionalistas. Muchos de ellos se habían educado en un ambiente liberal y
habían pertenecido, al comenzar sus estudios, a las asociaciones estudiantiles
liberales, y aun socialistas o comunistas. Y son varios los jóvenes, entonces
casi niños, a quienes conocimos en la cárcel durante la dictadura, y que hoy
son héroes, vivos o muertos, de la causa antimarxista. Lo que les ha hecho cambiar
es, sin duda alguna, el sentido antiespañol de la propaganda del Frente
popular.
De que ésta era la fuerza principal del movimiento del
general Franco se dieron pronto cuenta los dirigentes comunistas. Por eso al
comienzo de la guerra su propaganda se dirigió, como todos recordarán, a
encarecer el ultraje que suponía para España el empleo del ejército marroquí.
Pero yo, que estaba entonces en la España roja, pude ver que este argumento,
perfectamente extranjero, no hacía la menor impresión en los españoles. La
lucha en común de españoles y marroquíes tiene una tradición absolutamente
nacional. Sólo los que creen ingenuamente que la historia empieza en ellos y
que el pasado no cuenta para nada, ignoran que las hazañas más genuinamente
nacionales, como las campañas del Cid Campeador y la conquista de Granada, que
puso fin a la Reconquista, se hicieron en parte con soldados africanos. Cada
español del lado rojo se sentía étnicamente más próximo a los moros de enfrente
que a los rusos semiasiáticos, que ya por entonces inundaban su retaguardia.
El argumento que se ha esgrimido después es el de la
invasión por las tropas extranjeras. Convencidos los jefes rojos de la
necesidad de inyectar un sentimiento nacional a sus filas, han querido
transformar la guerra comunista en una guerra de liberación. El argumento ha
tenido mucho más éxito que en España misma en el extranjero, como era de
esperar. En España, no: porque los que viven rodeados de rusos, franceses,
checos, etc., y saben por propia experiencia lo que vale su ayuda, no pueden
juzgar con demasiada indignación el que en el otro lado ayuden otros
extranjeros. No hay español que no tenga la conciencia de que la guerra que
hace no es una guerra civil, sino una lucha internacional y universal, cuya
fase militar se juega en los campos de España. Pero, además, a ningún español,
ni rojo ni blanco, le ha pasado un momento por la cabeza el que, una vez
terminada la guerra, pueda convertirse esta ayuda en una ocupación territorial.
España tiene reciente el recuerdo de que la guerra de
la Independencia contra Napoleón, guerra eminentemente popular, cuyo espíritu
pretenden resucitar los comunistas, se ganó precisamente con la ayuda de un
formidable ejército inglés, mandado por uno de los más grandes generales del siglo.
Y cuando Napoleón fue vencido, el ejército amigo y su general se fueron de
España sin retener un solo palmo de terreno. Tampoco ignora el español que en
la gran guerra europea, departamentos enteros de Francia estaban ocupados por
ingleses y norteamericanos, que partieron también una vez logrado el triunfo. A
uno y otro lado de las trincheras españolas nadie duda de que tanto los
soldados internacionalistas que luchan con los rojos como los italianos y
alemanes que forman al lado de los de Franco se proponen cosas muy distintas de
la ocupación territorial. Esto, que tanto alarma a los extranjeros, es lo único
que no alarma a los españoles. Y puede asegurarse que si alguna de las varías
naciones que tienen soldados en España lo intentara, se unirían marxistas y
antimarxistas para impedirlo, con el mismo terrible denuedo con que hoy luchan
entre sí. Hay un pedazo de roca española que ocupan los ingleses desde un
tiempo en que la nacionalidad de nuestra patria había casi desaparecido, y no
hay español que todavía no sueñe cada noche con Gibraltar.
Lo importante no es, pues, la momentánea ayuda de
hombres y material, asunto que unos políticos inteligentes pueden arreglar
desde afuera en cuanto se pongan de acuerdo. Lo importante es la captación del
espíritu. Aunque en el lado rojo no hubiera un solo soldado ni un solo fusil
moscovitas, sería igual: la España roja es espiritualmente comunista rusa. En
el lado nacional, aunque hubiera millones de italianos y alemanes, el espíritu
de la gente es, con sus virtudes y con sus defectos, infinitamente español, más
español que nunca, Y es inútil atacar con sofismas esta absoluta y terminante
verdad, de la que depende, desde antes del principio de la lucha, la fuerza de
uno de los bandos y la debilidad del otro. Si el lema de «Arriba España», que
hoy gritan con emoción muchos, muchos que no son ni serán fascistas, lo
hubieran adoptado las del bando de enfrente, el tanto por ciento de sus
probabilidades de triunfar hubiera sido, por este simple hecho, infinitamente
mayor.
VIII
Éstos son los términos exactos del problema. Una lucha
entre un régimen antidemocrático, comunista y oriental y otro régimen
antidemocrático, anticomunista y europeo, cuya fórmula exacta sólo la realidad
española, infinitamente pujante, modelará. Así como Italia o Flandes, en los
siglos XV y XVI, fueron teatro de la lucha entre los grandes poderes que iban a
plasmar la nueva Europa, hoy las grandes fuerzas del mundo libran en España su
batalla. Y España aporta —es su gloriosa tradición— la parte más dura en el
esfuerzo por la victoria, que será para todos.
En torno a estas términos es coma la mayoría de los
españoles han tomado su posición. Y en torno a ellas es coma debe tomarlos el
espectador extranjero, que quizá sea menos espectador de lo que se figura. O
comunista o no comunista: no hay por el momento otra opción. La fórmula
comunista es única, y con ella tratan sus adeptos de conquistar el mundo. La
fórmula anticomunista no es necesariamente fascista. Anticomunistas son Italia
y Alemania y Portugal y el Japón y, explícita o solapadamente, otros muchos
estados de Europa y de América. Y cada cual, dentro del mínimum de un esquema
camón, se gobierna a su modo. Hay, pues, donde escoger.
El problema sería, en suma, clarísimo, a no ser por la
intervención perturbadora de las fuerzas liberales, cuyo inmenso prestigio y
cuya inmensa torpeza llenan hoy de confusión al panorama político del mundo. La
ceguera frente al antiliberalismo rojo ha hecho que el liberal venda su alma al
diablo. Pero su castigo será proporcionado a su error: porque el liberalismo,
como fuerza política, ha terminado su misión en el horizonte de algunas
generaciones. Quedará por ahora solo como sentimiento de las almas, porque con
un nombre o con otro lo que representa en su origen y en su esencia es el motor
inmortal del progreso de los hombres. Y, sin duda, brotará un día, cuando sea
purificado de las inevitables dictaduras de hoy.
Los liberales españoles saben ya a qué atenerse. Los
del resto del mundo, todavía no. Yo no escribo para convencerlos. Porque en
política el único mecanismo psicológico del cambio es la conversión, nunca el
convencimiento. Y debe siempre sospecharse del que cambia, porque dice que se
ha convencido.
Los liberales del mundo oirán también un día el trueno
y el rayo; caerán de su caballo blanco, y cuando recobren la conciencia habrán
aprendido de nuevo el camino de la verdad.
Gregorio Marañón
Publicado inicialmente en Revue de París, 15 de
diciembre de 1937
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