Lo Último

1385. Liberalismo y comunismo

Gregorio Marañón y Posadillo
(19 de mayo de 1887 - 27 de marzo de 1960)


Sucede ahora con la revolución y guerra de España lo mismo que con todos los grandes acontecimientos históricos; mientras se desarrollan y hasta que pasa mucho tiempo después, los juicios sobre ellos se fundan en accidentes cargados de pasión —personal o de partido—, accidentes históricamente secundarios que ocultan, sin embargo, el verdadero sentido de los acontecimientos. Yo no pretendo estar exento de esa pasión, inevitable y en parte ajena a nuestra propia conciencia. Pero mi esfuerzo para hablar del problema en un plano objetivo tiene corno garantía el que no he pertenecido nunca a ningún partido político; y a que, en lo personal, mi formación de naturalista me ha acostumbrado a la observación fría de las cosas que suceden; y sobre todo al reconocimiento automático del error. El hombre de formación política considera como una humillación y como un suicidio el proclamar una equivocación. El naturalista, en cambio, sabe que muchas cosas que creyó verdaderas no lo son; y que para seguir buscando la verdad hay que eliminar los errores previos con toda naturalidad y con todo rigor. Esta actitud llega a convertirse en un acto reflejo, que se cumple sin tener en cuenta el que los amigos de antes nos acusen de traición ni el que los enemigos de antes nos acusen de advenedizos. Lenin, que fue el máximo discípulo de Maquiavelo (la psicología de Maquiavelo lejos de ser, como se cree, típicamente latina, tiene mucho de oriental), decía que en política el ser fiel al pasado supone muchas veces ser traidor al porvenir. Ésta, como tantas otras máximas maquiavélicas, es aceptable siempre que se añada algo que no contaba para Maquiavelo ni para sus discípulos, a saber: que el cambio en las ideas se justifique por una continuidad en la conducta. Lo que caracteriza a la política, en su sentido general, que ha sido universal y eternamente más o menos maquiavélica, es que niega y cuenta con las ideas y no con la conducta. Para el naturalista, la conducta lo es todo; y su conducta se estructura en torno del afán de la verdad y del desinterés para todo lo que no sea la verdad. Por eso, al naturalista no le importa lo que llaman las políticos equivocarse cuando esta equivocación se funda en la fidelidad a la conducta.


II

Si preguntamos a cien seres humanos de hoy, españoles o no españoles, los motivos de su actitud, favorable o contraria a uno o a otro de los dos partidos que luchan en España, nos exhibirán, unos su credo democrático; otros, su tradicionalismo; otros, su militarismo o su antimilitarismo; su catolicismo o su irreligiosidad —cuando no un neocatolicismo literario y rojo, especie rarísima de la actual fauna ideológica—; o bien su horror por los fusilamientos o por los bombardeos aéreos; o, finalmente, su simpatía o antipatía personal por los jefes de los bandos respectivos. Muy pocos serán los que funden su posición en la razón auténtica de la lucha, que es únicamente ésta: «defiendo a los rojos porque soy comunista»; o «simpatizo con los nacionalistas porque soy enemigo del comunismo».

Éste es el nudo del problema y en él hay que localizar su visión y la primera parte de su interpretación. Se me podrá negar autoridad política —y yo mismo no me esforzaría en disuadir al que me la negase—: pero no la autoridad de testigo ocular y próximo de los acontecimientos políticos de mi patria en el último cuarto de siglo; ni la que merezco por no haber ocupado jamás ningún cargo público y por no haber conseguido más que desventajas materiales en mi afán de ser siempre fiel a mi conducta, es decir, a mi patria y a mi conciencia, y porque creo que el deber del intelectual es hablar siempre que se lo pidan. No puede el intelectual, como el acaparador de mercancías, reservar su opinión, calculadamente, para cuando le convenga más lanzarla a la circulación.


III

España, a partir de la Restauración, vivió largos años de paz (las guerras coloniales y la de África no fueron guerras nacionales), y largos años de libertad; una libertad que entonces parecía imperfecta, pero que hoy no disfruta ningún pueblo de la tierra. En esta paz se engendró, como en todas las que ha conocido la historia, la debilidad del poder público; y el espíritu de renovación que caracteriza —y hace gloriosa— a esa etapa de la vida española acabó por torcerse, políticamente, hacia una demagogia, que agravaron los años de súbito e inmerecido bienestar material de la guerra europea y de su posguerra. Acaso sea el pueblo español, eminentemente ascético, el más sensible a la corrupción de la abundancia. Hacia el año 1923, cuando ocurrió el golpe de Estado del general Primo de Rivera, en todas las clases sociales dominaba el difuso sentimiento de que «así no se podía continuar»; y al calor de ese sentimiento pudo realizarse y triunfar la dictadura. Pero entonces no se hablaba aún de comunismo o se hablaba gratuitamente. La agitación que hizo posible la dictadura se debía a una sorda descomposición, genuinamente nacional, que afectaba a toda la sociedad, desde sus cabezas más eminentes hasta los más profundos estratos del pueblo; y que un gran político de entonces, conservador de nombre, pero de espíritu renovador, don Antonio Maura, definió y se esforzó en combatir como «crisis de la ciudadanía». Al calor de esta relajación de los resortes del Estado, crecía la fuerza revolucionaria específicamente española, la anarquista, localizada durante largos años en Cataluña, en donde se había convertido en una endemia tolerada, con víctimas numerosas cada año, que se apuntaban en las estadísticas con la misma naturalidad que las de fiebre tifoidea. El año 1919, esta endemia tuvo una explosión, la llamada «semana trágica», con quema de conventos y toda clase de violencias, pero todavía con el estilo revolucionario castizamente español. Hoy, después de tantos horrores, nos parece todo aquello, que tanta pasión suscitó, una broma de colegiales. Su verdadera gravedad estuvo, no en las luchas de la calle, sino en lo que entonces no supimos ver; en que por vez primera el liberal español, ya igual entonces a los liberales europeos, amparó con su liberalismo una causa profundamente antiliberal, y sólo porque estaba teñida de rojo.

El socialismo español no era todavía una fuerza extremista. Lo prueba la docilidad con que unos años después se plegó a la dictadura del general Primo de Rivera, cuyos únicos enemigos fueron fuerzas burguesas; y no sólo las de filiación liberal, sino muchos conservadores de siempre; y hasta una parte del propio ejército, precisamente la de mayor espíritu aristocrático: el cuerpo de artillería. Aun al terminar la dictadura, una parte importante de los jefes socialistas hubieran aceptado —y de ello tengo pruebas irrefutables— la colaboración con una monarquía renovada por una nueva Constitución.

En la misma calda de la Monarquía y advenimiento de la República la influencia visible del comunismo fue muy escasa. Si se repasa la propaganda, muy activa y violenta, que precedió a las elecciones de abril del año 1931 (las que ocasionaron el cambio de régimen), apenas se encontrará en ella rastros de comunismo. Creo que este nombre no se pronunció una sola vez en el mitin de la plaza de toros que precedió en pocos días a la votación de Madrid y que la decidió a favor de las izquierdas. Cuando aquella noche leyó los discursos uno de los ministros del Gobierno monárquico, hizo el comentario de que la mayoría de ellos habían sido más templados que cualquiera de los que se pronunciaron quince años más atrás con ocasión de los sucesos de Barcelona, por los hombres liberales, gubernamentales y monárquicos. Esta misma impresión se recoge de las Memorias del que era entonces director de Seguridad de Madrid, el general Mola, que había de alcanzar, andando los años, tan alta celebridad. Idéntica falta de preocupación directamente comunista se reflejaba, dentro de la conciencia de gravedad de la situación, en las conversaciones de los últimos gobernantes de la monarquía, con varios de los cuales nos unía estrecha amistad personal.

Sin embargo, la campaña de los partidos y de la prensa de la derecha anunciaba una serie de catástrofes si el movimiento republicano triunfaba, a pesar de su carácter pacífico y de que sus principales jefes eran hombres moderados, liberales, muchos, inclusive, sin tradición republicana, entre ellos el propio señor Azaña. Ahora seria arbitrario discurrir sobre lo que hubiera sucedido de no sobrevenir el advenimiento de la República, suceso que en aquellas circunstancias era, a mi juicio, inevitable; y lo prueba la absoluta naturalidad con que ocurrió. En la historia hay una cosa absolutamente prohibida: el juzgar lo que hubiera sucedido de no haber sucedido lo que sucedió. Mas lo que no admite duda es que las profecías de las derechas extremas o monárquicas que se oponían a la República se realizaron por completo: desorden continuo, huelgas inmotivadas, quema de conventos, persecución religiosa, exclusión del poder de los liberales que habían patrocinado el movimiento y que no se prestaron a la política de clases; negativa a admitir en la normalidad a las gentes de derecha que de buena fe acataron el régimen, aunque, como es natural, no se sintieran inflamadas de republicanismo extremista. El liberal oyó estas profecías con desprecio suicida. Sería hoy faltar inútilmente a una verdad elemental el ocultarlo. Varios siglos de éxito en la gobernación de los pueblos —algunos aún no extinguidos, como los de las democracias inglesa y norteamericana—, habían dado al liberal una excesiva, a veces petulante, confianza en su superioridad. La casi totalidad de las estatuas que en las calles de Europa y de América enseñan a las gentes el culto de los grandes hambres, tienen escrito en su zócalo el nombre de un liberal. Cualquiera que sea el porvenir político de España, no cabe duda que en esta fase de su historia fue el reaccionario y no el liberal, acostumbrado a vencer, el que acertó.

Pero aun estas previsiones pesimistas se fundaban en la intervención de fuerzas ocultas, como el judaísmo y la francmasonería, más que en la acción comunista directa que parecía, hasta a los más suspicaces, teórica; o, por lo menos, muy remota.


IV

La propaganda rusa, cuyo comienzo es difícil precisar, debió intensificarse a poco del cambio de régimen, en cuanto se tuvo allá lejos la sensación de la debilidad de los elementos conservadores del nuevo Estado. Recuerdo que pocos días antes del incendio de los conventos, en mayo de 1931, iba yo casualmente de noche y a pie detrás de un grupo de tres personas que hablaban libremente y en alta voz de política. Eran comunistas, y en su tono y en sus esperanzas sobre el triunfo había tal firmeza, que me hubieran impresionado de no tener arraigada la convicción de que el ideario nacional, inclusive el más revolucionario, era refractario a la táctica bolchevique.

El día de los incendios pudimos ver que no era así. La propaganda había sido enorme, aunque subterránea; el número de afiliados conocido, muy pequeño; en las primeras elecciones generales sólo hubo uno o dos diputados comunistas (¡cuántas veces exhibimos este argumento tranquilizador!); pero las trescientas columnas de humo que subieron al cielo desde todas las ciudades de España, el mismo día y casi a la misma hora, en plena paz y sin provocación proporcionada a la bárbara respuesta, y con una técnica destructora admirable y desconocida del pueblo español, demostraron que la organización exótica existía ya y que hacía con ímpetu sus primeros ensayos. No para tomar una actitud retrospectiva frente a aquel suceso, sino porque conviene recordar la verdad, debo hacer constar ahora, que la única protesta que en ese sentido salió del campo republicano fue la que firmé yo con otras dos personas de nombre ilustre y notorio. Sin duda hubo otros grupos y personalidades aisladas que tuvieron nuestra misma actitud. Pero no existió la reacción colectiva, decisiva y enérgica de los liberales españoles frente a lo que ya era realidad incuestionable. Muchos de los españoles de espíritu liberal que habían acordado una confianza condicional a la República, en cuanto régimen nuevo en el que cupiesen con desembarazo reformas de política general y de orden social, que eran tan necesarias e inevitables que subsisten en el mismo programa nacionalista de hoy, pero no como pretexto de un movimiento de clase extremista, destructivo y dictatorial al estilo ruso, se volvieron desde aquel día a su campo; y aquel día, en realidad, empezó la lenta agonía de la recién nacida República. Y, repito, no por lo que sucedió, sino por lo que, debiendo haber sucedido, dejó de suceder.

Sin el apoyo de los «enemigos de buena voluntad» la República no podía vivir. Durante varios años se han burlado los extremistas de lo que propugnábamos, que solo «ampliando la base de la República» con generosidad se la podía consolidar. Hoy esos mismos extremistas para seguir viviendo tienen que fingir ante el mundo su respeto a todo lo que no respetaron e inclusive el catolicismo.

El liberal español unía al defecto común a todos los liberales del mundo, a saber: una ceguera de colores, que sólo le permitía ver el antiliberalismo negro, pero no el rojo; la vieja tradición anticlerical, que, como tantas veces se ha dicho, era más que un sentimiento un tópico; pero capaz de todas las concesiones y de todas las debilidades. El liberal anticlerical era frecuentemente, en su vida privada, perfectamente ortodoxo. Una vez hice yo una estadística de los hombres que llevaban al cuello medallas religiosas (a favor de la indiscreción que es posible en una consulta médica) y comprobé que los portadores de medallas eran en su mayoría hombres afiliados a los partidos burgueses de la izquierda. Publiqué estos datos en una revista francesa, y creyendo que era una errata, pusieron «derecha» donde debla decir, en efecto, «izquierda». Pero estos mismos izquierdistas de la medalla se hubieran avergonzado de no considerar en público la quema de los conventos como un suceso conveniente a la salud pública. La opinión fue injusta atribuyendo particularmente a algunos hombres la responsabilidad de aquella catástrofe, precursora de tantas otras, La responsabilidad fue del liberal español, que no supo darse cuenta de la gravedad y de la significación radicalmente antiliberal de lo ocurrido, y a la vez que contribuía a su impunidad se desprendía lastimosamente de la autoridad política que le quedaba.

A partir de aquella fecha el tono comunista de la agitación española fue creciendo y desenvolviéndose con arte supremo para no mostrarse demasiado potente y alarmante en las elecciones y en las demás manifestaciones públicas. La apariencia del poder comunista era siempre inferior a su verdadera realidad. Sin embargo, al fin, y con el pretexto del triunfo de las derechas en las elecciones, intentaron un golpe de mano revolucionario y netamente comunista para ocupar el poder en octubre de 1934. Esto no lo recuerdan en el extranjero, donde no tienen por qué saber la historia de España al detalle, aun siendo tan reciente. Pero los españoles, que no lo han podido olvidar, se rien del súbito puritanismo con que los mismos que entonces hicieron la revolución contra algo tan legal como unas elecciones, se cubren hoy el rostro con la toga porque una parte del pueblo y del ejército se sublevó, a su vez, dos años más tarde, ante las violencias del poder, algunas de la magnitud del asesinato del jefe de la oposición por la propia fuerza pública. Los «gubernamentales» de hoy son los «rebeldes» de 1934. Es, pues, más veraz llamarles comunistas y anticomunistas y dejar de lado lo de «rebeldes», denominación que suscita un grave problema de prioridad.

La sublevación de Asturias en octubre de 1934 fue un intento en regla de ejecución del plan comunista de conquistar a España. Y la elección de España fundábase no sólo en la facilidad especifica que creaba en este país, siempre inquieto, un régimen nuevo que había renunciado desde el primer momento a toda autoridad; no sólo apoyándose en el viejo e inexacto tópico de una comunidad de psicología entre el pueblo español y el ruso, sino, además, en que seguramente el triunfo del comunismo en España hubiera supuesto, a muy breve fecha, por razones de geografía y de biología racial, un grave quebranto del fascismo europeo, y, sobre todo, la rápida conversión al comunismo de la mayor parte de la América latina. La fase preparatoria de esta conversión —la captación del liberalismo americano— estaba ya muy adelantada.

El movimiento comunista de Asturias fracasó por puro milagro. Pero dos años después tuvo su segundo y formidable intento. Que la España roja que hoy todavía lucha, es, en su sentido político, total y absolutamente comunista no lo podrá dudar nadie que haya vivido allí sólo unas horas, o que aun estando lejos no contemple el panorama español a través de esos ingenuos, pero eficaces espejismos de la libertad: el bien del pueblo, la democracia o la República constitucional. Los comunistas militantes, ya desenmascarados, claro es que no ocultan su designio. Los no comunistas, uncidos por la fatalidad a la causa roja, hablan todavía de que defienden una República democrática, porque saben que la credulidad humana es infinita. Pero estos mismos, cuando conversan en privado, no ocultan que mantienen su equivoco por miedo, o por una suerte de espejismo ético que les hace anteponer al deber de la conciencia el de la amistad o el de los compromisos de partido, o cuando no la necesidad inaplazable de vivir.

El día en que escribo estas líneas un hombre tan poco sospechoso como mister Eden ha hecho patente ante el mundo el carácter indudablemente moscovita del movimiento rojo español. Nadie, pues, dudará de buena fe sobre los términos en que está planteado el problema. Mi liberalismo recalcitrante no regatea su respeto a los que sinceramente apoyan a este movimiento o simplemente simpatizan con él, precisamente porque creen que la salvación de España y del mundo entero está en el comunismo. Lo que no puede admitirse sin suponer mala fe e insuficiencia mental es que ese apoyo y esa simpatía se funden en el amor a la libertad, en la paz social y universal, en la democracia, en el respeto a las ideas y en todos los demás tópicos nobilísimos que nada tienen que ver con el estado bolchevique.


V

Sin embargo, cuando decíamos, hace todavía poco tiempo, que el número de comunistas era pequeño en España, no nos engañábamos. Eran y siguen siendo una minoría, aun entre los que combaten en las trincheras rojas y entre los que forman su retaguardia. El error nuestro, como el de los demás países de la Europa occidental o de América, está en juzgar la importancia social de una idea —y concretamente de la comunista— por el número de sus afiliados. Si el ser humano fuera capaz de atenerse a la experiencia histórica, le bastaría el recuerdo de que la revolución rusa triunfó por el esfuerzo de un grupo casi insignificante de bolcheviques. Pero así como la conducta individual se basa en gran parte en la propia experiencia, la experiencia histórica no influye absolutamente para nada, y probablemente no influirá nunca en la conducta de las colectividades. En España ha ocurrido lo mismo que en Rusia. Unos cuantos hombres de acción, representantes de una masa incapaz de elegir más que un número exiguo de diputados, pero bien organizados y decididos a todo, se han impuesto a la mayoría.

El mecanismo de este triunfo es ahora evidente. Descontada la organización y la disciplina, innegables, se basa en la táctica de servirse sin escrúpulos de todas las fuerzas afines, probablemente colaterales, sean las que sean, para desecharlas en cuanto se ha logrado la victoria. Maquiavelismo puro. El comunismo español apenas tenía, ya avanzada la revolución, unas pocas organizaciones, comparadas con las muy numerosas de los socialistas, en sus diversos matices, de los anarquistas y sindicalistas y de los republicanos de izquierda. Sólo dos o tres ministros las representaban en los gobiernos revolucionarios, inclusive en el actual, y el número de sus diputados era, como hemos dicho, y es también exiguo. Sin embargo, el comunismo no sólo ha impuesto su poder en la España roja, sino que ha reducido a la impotencia a los grupos socialistas, algunos tan fuertes al principio del movimiento como el de Largo Caballero, héroe durante muchos meses de la revolución; y, desde luego, a las nutridísimas masas de anarquistas y sindicalistas, dueñas de la calle hasta el pasado mes de abril y proveedoras del contingente más importante de soldados. La acción caótica de estas fuerzas y su tendencia a la palabrería han sido fácilmente dominadas por la severa disciplina comunista. Cuando ha llegado la ocasión, estos «amigos del pueblo» no han tenido el menor reparo en acudir a una represión sin piedad contra anarquistas y sindicalistas, que son, entre paréntesis, dentro de la revolución, la expresión más genuina de la psicología nacional.

Mas no hubieran podido conseguir esta extraordinaria victoria sin otro apoyo que hábilmente habían ganado y explotado con anterioridad: el de la opinión liberal. Así como la conquista de Rusia pudo lograrse por los propios medios obreristas, la de los países occidentales hubiera sido totalmente imposible con una opinión liberal adversa. La opinión liberal ha dado en nuestro mundo su visto bueno a todos los movimientos sociales. Fue la tirana del pensamiento europeo y americano durante el siglo XIX. Y cuando su estrella empezaba a declinar, cobró nuevo impulso y autoridad con la guerra europea, ganada en nombre de la democracia y con el auge material de los Estados Unidos de América, que sienten el fervor democrático con el ímpetu un tanto petulante de la juventud. Por eso durante los años que han precedido al movimiento actual la propaganda comunista se especializó en la conversión del liberal de todo el mundo hacia la simpatía a su causa.


VI

Aquí está, en efecto, otra clave del problema. Si pudiera teóricamente reducirse a una sola causa el gran trastorno actual de la humanidad, yo no vacilaría en decir que esa causa es el inmenso equívoco de que los liberales del mundo, que originariamente representaron el sentido humanista de la civilización, el más fecundo en eficacias prácticas y espirituales, sean hoy en su mayoría simpatizantes del más antiliberal y antihumanista de cuantos idearios políticos han existido jamás, que es el comunista.

Sería muy largo el meditar sobre los motivos de este equívoco sin igual en la historia. El liberal, en el principio, era el hombre comprensivo, tolerante, propenso a explicar el bien y a disculpar el mal por los imperativos humanos y convencido de que el progreso del mundo no se podía conseguir sin un mínimum de libertad. La era del liberalismo se inaugura, en realidad, con el Renacimiento, en el que el inspirador de casi todos los políticos y de gran parte del ideario de los hombres cultos era Tácito, prototipo del enemigo de los déspotas, y, en verdad, el primer liberal en el sentido moderno. Varios siglos de lucha contra el déspota fijaron en la conciencia del liberal dos errores: que el enemigo de la libertad era siempre el tirano único, el monarca, y que el sentimiento liberal anidaba en el pueblo y se alimentaba en el fuego de la popularidad. El primer desastre de este equívoco nos lo proporcionó la Revolución francesa, preparada por los liberales contra los déspotas y al calor del pueblo. Inmediatamente surgió el despotismo del tribunal popular o los dictadores nacidos de la masa, desde Robespierre a Napoleón. Y las víctimas fueron inevitablemente los liberales verdaderos, los que por ser fieles a su liberalismo se rebelaron contra el despotismo nuevo y fueron guillotinados o se vieron obligados a huir.

Entonces nació también la otra especie de liberal, el espurio, el de la ceguera para los colores, el del daltonismo, el de la incapacidad para ver el despotismo cuando aparece teñido de rojo. Éste fue el que cobijó con su autoridad la crueldad revolucionaria; el que la glorificó y el que ha hecho posibles, en gran parte, todas las revoluciones posteriores, hasta la nuestra.

Lo que caracteriza a este liberal —el falso, pero, con mucho, el más numeroso— es el pánico infinito a no parecer liberal. El mayor número de estos liberales no se preocupa de lo que significa, en su hondo sentido, el seguir una conducta liberal, sino en parecer liberales a los demás. El inmenso prestigio social del liberalismo explica y disculpa esta actitud, El más riguroso reaccionario no puede reprimir una sonrisa de gozo —¡cuántas veces la hemos visto!— cuando se le dice: «Usted, en el fondo, es un liberal.» En cambio, el liberal no puede sufrir sin congoja el que se dude de su liberalismo. No ser liberal supone, en el ideario corriente, estas tres cosas importantes: ser sospechado de poco inteligente, porque en efecto, un gran número de los hombres famosos por su labor creadora han sido liberales o por lo menos han tenido un espíritu teñido de tolerancia liberal. Significa, además, ser «enemigo del pueblo», frase creada por la Revolución francesa y que conserva intacto el fetichismo de su prestigio en muchas mentes. Y, finalmente, significa no ser hombre moderno, porque buen número de las conquistas de la civilización se han hecho bajo el signo de la libertad. En todo esto hay una parte gloriosa de verdad. Pero la libertad no tiene colores prestados y fijos, ni es cuestión de ideas, sino de conducta. El terrible error es, no sólo haberla hecho política, sino política de clase.

El comunista ha explotado con aguda intuición y habilidad estas tres brechas de la vanidad de los liberales y ha aplicado a su motor la energía liberal. Es cierto que la negación de todo liberalismo que supone el régimen comunista, hace a primera vista muy difícil el conciliarlo con el fervor liberal. Pero el comunista, como todos los grandes propagandistas maquiavélicos, no se detiene ante estas contradicciones. Sabe que el coeficiente de la credulidad colectiva es, prácticamente, infinito. Y el liberal posee, además de esta credulidad genérica, un peculiar candor en cuanto le hablan en nombre de sus mitos predilectos. En este sentido, el espectáculo del mundo actual es sorprendente. Los mismos días en que en Rusia son exterminados a docenas los disidentes del rígido credo gubernamental o se hace desaparecer en el extranjero a los jefes de las agrupaciones anticomunistas de un modo escandalosamente misterioso, el liberal sigue creyendo que Rusia es el país del progreso y de la libertad, casi la Meca del liberalismo. El ejemplo de España lleva este equívoco a los límites de lo inconcebible. Hay allí todavía bastantes liberales que declaman, can elocuencia y espíritu muy liberales, contra la dictadura del campo de enfrente; y ellos mismos no solamente no podrían expresar libremente un pensamiento heterodoxo, sino que muchas veces habrán tenido que decir, a la fuerza, lo que les mandan. En el mes de noviembre último me decía en Madrid un comunista: «Tú, que has sido siempre liberal, estarás con nosotros»; pero en aquel mismo día el Comité de Obreros había prohibido la reedición de uno de mis libros porque en una de sus páginas se leía esto «Yo, que he sido siempre liberal, gracias a Dios.» Cuando salí de España y dije, sencillamente, que esto no me parecía muy liberal, me declararon «enemigo del pueblo»; y un escritor de un país americano, comunista y católico, me llamó en un artículo «el nuevo Torquemada español».

Desde luego hay muchos liberales, todos los que no padecen la ceguera para el rojo, gran parte de ellos republicanos sinceros, que se han separado de la España comunista precisamente porque es comunista, aparte de los otros motivos circunstanciales que tantas veces se han dicho en artículos, en discursos y en folletos de propaganda. Su actitud se funda, pues, en la fidelidad más estricta a su actitud y a su conducta de siempre; y no es «traición al pueblo», como dicen enfáticamente algunos majaderos. La huida de todos estos liberales de la España roja es, en la psicología occidental, un golpe rudo para el comunismo, difícil de neutralizar con insultos y con contrapropagandas. Por eso han tratado de atraerlos con toda suerte de halagos, pero sin eficacia. Los mismos que fueron a las Cortes de Valencia, tan trabajosamente preparadas, estaban de regreso en Francia cuarenta y ocho horas después. De los juicios que cuentan en privado, es sabido de todos uno que no hay inconveniente en repetir, porque ni puede comprometerlos, ni molestar a los que les hicieron ir allí y les han permitido volver: el régimen de la España roja es absolutamente soviético, y un hombre liberal nada tiene que hacer allí.


VII

Pero la maniobra comunista tenía otro gran peligro en España, que era su internacionalismo, difícil de separar, en la psicología popular, del sentimiento español. El español, aun el de ideas más avanzadas, tiene siempre un lastre de cualidades nacionales probablemente superior al de casi todos los pueblos de Europa. Es España, ciertamente, el país de los regionalismos: muchas veces he dicho que el regionalismo es la manifestación más genuina y viva del alma nacional, y basta para comprobarlo el ver la rigurosa distribución regional que espontáneamente establecen los grandes grupos de españoles emigrados en América. En América, se habla de italianos, de franceses, de alemanes; pero cuando se trata de españoles, se habla de castellanos, andaluces, catalanes, gallegos o asturianos. El atender a las características regionales me ha parecido siempre, en España, no un imperativo político, sino biológico. Ahora bien, el error de muchos ha sido el tratar de infiltrar bajo la noble realidad regional la insinuación separatista. El sentimiento nacional de España está hecho de espirito regional, prolongación del enorme sentimiento familiar del alma española; pero no sólo no es, por ello, aquél menos fuerte, sino que en ello encuentra su savia y su fortaleza. En cualquier población de América o en cualquier gran capital de la España misma, con Madrid o Barcelona, los españoles se reúnen, en efecto, por provincias en sus centros regionales, como vastas familias que apenas se tratan con la vecindad. Pero ante la nación en peligro, como tal nación, todos se unen, identificados en un solo fervor; y acaso sea el peligro común el único modo eficaz de unirlos políticamente.

Gran parte del entusiasmo de la España nacionalista de hoy está suscitado por la idea de la unidad nacional ante el conato del separatismo vasco (tan mal interpretado en el extranjero), en el que la ambición de un grupo exiguo de vizcaínos ha servido dolorosamente de instrumento al internacionalismo comunista. Cataluña, en cambio, a pesar de estar oficialmente con los rojos, ha tenido la intuición de no prestarse a esa maniobra; y esto tendrá, evidentemente, una gran repercusión en el final de la guerra y en la paz. Recordemos también aquí a Navarra, región vasca y de un hondo regionalismo y que, sin embargo, ha jugado el papel primordial, como región, en el movimiento nacionalista actual. Cuando en la primera república de España hubo también un intento de separatismo en el movimiento que se llamó «cantonal» el hombre que entonces representaba al liberalismo y al republicanismo español, el gran orador Castelar, pronunció un discurso famoso, declarando que ante su sentimiento nacionalista renunciaría al liberalismo, a la democracia y a la República. Hay en España muchos hombres de izquierda que saben de memoria este discurso —harto más bello y más moderno que las proclamas marxistas— y que ahora lo recitan con emoción.

Dos meses antes de ocurrir la revolución española escribía yo, en un artículo que publicaron varios periódicos de Europa y de América, que si el Frente popular español, entonces recién formado, no acertaba a dar a su ideario y a su acción un sentido profundamente nacional, provocaría el levantamiento de España. La profecía no tenía ningún mérito porque en todas partes se recogía la hostilidad de los españoles no marxistas ante la táctica, notoriamente rusa, de aquellas agitaciones prerrevolucionarias, que jamás tuvieron la sanción de los gobiernos. El hecho más significativo, en este sentido, y que nadie ha comentado, es la actitud de la juventud universitaria, que fue la fuerza de choque del movimiento liberal contra la dictadura y el fermento entusiasta de los meses que prepararon el cambio de régimen. Pero a partir del tercer año de la República empezó a cambiar de orientación de un modo rápido, que por los días de las elecciones del Frente popular, un profesor socialista, que pocos años antes era el ídolo de los estudiantes, daba ahora sus lecciones —y no siempre podía darlas— entre la hostilidad de su auditorio; y me confesó que el 90 por 100 de sus alumnos era fascista. Cualquiera de los profesores españoles pudimos comprobar este mismo hecho. Hoy, una mayoría de nuestros estudiantes lucha como soldados voluntarios en las filas nacionalistas. Muchos de ellos se habían educado en un ambiente liberal y habían pertenecido, al comenzar sus estudios, a las asociaciones estudiantiles liberales, y aun socialistas o comunistas. Y son varios los jóvenes, entonces casi niños, a quienes conocimos en la cárcel durante la dictadura, y que hoy son héroes, vivos o muertos, de la causa antimarxista. Lo que les ha hecho cambiar es, sin duda alguna, el sentido antiespañol de la propaganda del Frente popular.

De que ésta era la fuerza principal del movimiento del general Franco se dieron pronto cuenta los dirigentes comunistas. Por eso al comienzo de la guerra su propaganda se dirigió, como todos recordarán, a encarecer el ultraje que suponía para España el empleo del ejército marroquí. Pero yo, que estaba entonces en la España roja, pude ver que este argumento, perfectamente extranjero, no hacía la menor impresión en los españoles. La lucha en común de españoles y marroquíes tiene una tradición absolutamente nacional. Sólo los que creen ingenuamente que la historia empieza en ellos y que el pasado no cuenta para nada, ignoran que las hazañas más genuinamente nacionales, como las campañas del Cid Campeador y la conquista de Granada, que puso fin a la Reconquista, se hicieron en parte con soldados africanos. Cada español del lado rojo se sentía étnicamente más próximo a los moros de enfrente que a los rusos semiasiáticos, que ya por entonces inundaban su retaguardia.

El argumento que se ha esgrimido después es el de la invasión por las tropas extranjeras. Convencidos los jefes rojos de la necesidad de inyectar un sentimiento nacional a sus filas, han querido transformar la guerra comunista en una guerra de liberación. El argumento ha tenido mucho más éxito que en España misma en el extranjero, como era de esperar. En España, no: porque los que viven rodeados de rusos, franceses, checos, etc., y saben por propia experiencia lo que vale su ayuda, no pueden juzgar con demasiada indignación el que en el otro lado ayuden otros extranjeros. No hay español que no tenga la conciencia de que la guerra que hace no es una guerra civil, sino una lucha internacional y universal, cuya fase militar se juega en los campos de España. Pero, además, a ningún español, ni rojo ni blanco, le ha pasado un momento por la cabeza el que, una vez terminada la guerra, pueda convertirse esta ayuda en una ocupación territorial.

España tiene reciente el recuerdo de que la guerra de la Independencia contra Napoleón, guerra eminentemente popular, cuyo espíritu pretenden resucitar los comunistas, se ganó precisamente con la ayuda de un formidable ejército inglés, mandado por uno de los más grandes generales del siglo. Y cuando Napoleón fue vencido, el ejército amigo y su general se fueron de España sin retener un solo palmo de terreno. Tampoco ignora el español que en la gran guerra europea, departamentos enteros de Francia estaban ocupados por ingleses y norteamericanos, que partieron también una vez logrado el triunfo. A uno y otro lado de las trincheras españolas nadie duda de que tanto los soldados internacionalistas que luchan con los rojos como los italianos y alemanes que forman al lado de los de Franco se proponen cosas muy distintas de la ocupación territorial. Esto, que tanto alarma a los extranjeros, es lo único que no alarma a los españoles. Y puede asegurarse que si alguna de las varías naciones que tienen soldados en España lo intentara, se unirían marxistas y antimarxistas para impedirlo, con el mismo terrible denuedo con que hoy luchan entre sí. Hay un pedazo de roca española que ocupan los ingleses desde un tiempo en que la nacionalidad de nuestra patria había casi desaparecido, y no hay español que todavía no sueñe cada noche con Gibraltar.

Lo importante no es, pues, la momentánea ayuda de hombres y material, asunto que unos políticos inteligentes pueden arreglar desde afuera en cuanto se pongan de acuerdo. Lo importante es la captación del espíritu. Aunque en el lado rojo no hubiera un solo soldado ni un solo fusil moscovitas, sería igual: la España roja es espiritualmente comunista rusa. En el lado nacional, aunque hubiera millones de italianos y alemanes, el espíritu de la gente es, con sus virtudes y con sus defectos, infinitamente español, más español que nunca, Y es inútil atacar con sofismas esta absoluta y terminante verdad, de la que depende, desde antes del principio de la lucha, la fuerza de uno de los bandos y la debilidad del otro. Si el lema de «Arriba España», que hoy gritan con emoción muchos, muchos que no son ni serán fascistas, lo hubieran adoptado las del bando de enfrente, el tanto por ciento de sus probabilidades de triunfar hubiera sido, por este simple hecho, infinitamente mayor.


VIII

Éstos son los términos exactos del problema. Una lucha entre un régimen antidemocrático, comunista y oriental y otro régimen antidemocrático, anticomunista y europeo, cuya fórmula exacta sólo la realidad española, infinitamente pujante, modelará. Así como Italia o Flandes, en los siglos XV y XVI, fueron teatro de la lucha entre los grandes poderes que iban a plasmar la nueva Europa, hoy las grandes fuerzas del mundo libran en España su batalla. Y España aporta —es su gloriosa tradición— la parte más dura en el esfuerzo por la victoria, que será para todos.

En torno a estas términos es coma la mayoría de los españoles han tomado su posición. Y en torno a ellas es coma debe tomarlos el espectador extranjero, que quizá sea menos espectador de lo que se figura. O comunista o no comunista: no hay por el momento otra opción. La fórmula comunista es única, y con ella tratan sus adeptos de conquistar el mundo. La fórmula anticomunista no es necesariamente fascista. Anticomunistas son Italia y Alemania y Portugal y el Japón y, explícita o solapadamente, otros muchos estados de Europa y de América. Y cada cual, dentro del mínimum de un esquema camón, se gobierna a su modo. Hay, pues, donde escoger.

El problema sería, en suma, clarísimo, a no ser por la intervención perturbadora de las fuerzas liberales, cuyo inmenso prestigio y cuya inmensa torpeza llenan hoy de confusión al panorama político del mundo. La ceguera frente al antiliberalismo rojo ha hecho que el liberal venda su alma al diablo. Pero su castigo será proporcionado a su error: porque el liberalismo, como fuerza política, ha terminado su misión en el horizonte de algunas generaciones. Quedará por ahora solo como sentimiento de las almas, porque con un nombre o con otro lo que representa en su origen y en su esencia es el motor inmortal del progreso de los hombres. Y, sin duda, brotará un día, cuando sea purificado de las inevitables dictaduras de hoy.

Los liberales españoles saben ya a qué atenerse. Los del resto del mundo, todavía no. Yo no escribo para convencerlos. Porque en política el único mecanismo psicológico del cambio es la conversión, nunca el convencimiento. Y debe siempre sospecharse del que cambia, porque dice que se ha convencido.

Los liberales del mundo oirán también un día el trueno y el rayo; caerán de su caballo blanco, y cuando recobren la conciencia habrán aprendido de nuevo el camino de la verdad.


Gregorio Marañón

Publicado inicialmente en Revue de París, 15 de diciembre de 1937









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