VII. La Iglesia
La Asamblea Constituyente de la República española legislará sobre las futuras relaciones entre la Iglesia y el
Estado, como sobre todos los asuntos que afecten a la vida interior y exterior
de nuestro país. Ella será la soberana. Yo hablo aquí de los primeros meses de
la República, de lo que debe hacerse en mi opinión durante el período
intermedio entre la caída del régimen monárquico y la reunión de las Constituyentes.
El primer Gobierno de la República respetará el
Concordato con Roma, pero exigiendo su exacto cumplimiento. Además, el hecho de que la mayoría de los
españoles profesa la religión católica no significará que sigamos ofreciendo al
mundo el espectáculo más inaudito de intolerancia que se conoce.
Dentro del catolicismo existe una subdivisión a la que muchos dan el título de
«catolicismo a la española». Yo conozco en naciones de Europa y América católicos eminentes que muestran cierta tristeza al
hablar de este catolicismo español. En algunos escritores católicos de espíritu
elevado se nota una tendencia a no hablar de nuestro país, como si la
intolerancia española fuese un mal ejemplo, una especie de peso muerto que
dificulta el avance del catolicismo en las otras naciones.
El católico español si va a Inglaterra o los Estados
Unidos, países protestantes, encuentra natural y lógico que en la calle más
céntrica de Londres o Nueva York exista una catedral católica, y numerosos templos de la misma religión en
las vías secundarias. En cambio, si le dicen que va a establecerse un templo
protestante en la calle de Alcalá, en Madrid, es posible que su indignación le haga rugir como
una bestia feroz. Y no mencionemos siquiera la hipótesis de abrir una sinagoga
en la capital de España. Esto haría reír a muchos católicos como algo
estrafalario, más allá de los limites de lo verosímil, y a muchas devotas les proporcionaría un síncope, si lo
tomaban en serio.
En mi viaje alrededor del mundo he visitado islas de
la Polinesia donde hace cincuenta años los naturales se comían asados a los
misioneros. Hoy, en las capitales de dichas islas del Pacífico, se ven templos de
todas las religiones que tienen una base moral, alineados en la misma calle,
tratándose los fieles de tan diversas creencias con el respeto que merecen
hombres que sienten en común el mismo amor a Dios y al bien de sus semejantes. El
catolicismo «a la española», el que sostiene al rey y al Directorio, está muy
por abajo moralmente de estos nietos de antropófagos.
Cuando en una nación de Europa o América se cuenta que
existe un país europeo llamado España donde las señoras protestan indignadas si una capilla
protestante se atreve a poner en Madrid una cruz sobre su puerta (como si esta
cruz fuese un símbolo inmoral) y donde los que no son católicos, para ir los
domingos a su casa de oración, tienen que buscarla en el fondo de un patio o
disimulada por los árboles de un jardín como si entrasen en un lugar vergonzoso, las gentes quedan asombradas y
dudan de que esto sea verdad. Y, sin embargo, así es, bajo el reinado de Alfonso XIII.
La República española reconocerá el Concordato en lo
que se refiere al mantenimiento del culto católico, por ser este el de la
mayor parte de los españoles, pero reconocerá igualmente la libertad religiosa,
el respeto de todas las creencias basadas en la moral, aunque sus adeptos sean
pocos; y con ello no hará más que lo que hacen todos los pueblos civilizados. Será un acto de reciprocidad para las
grandes naciones que no siendo católicas aceptan y protegen el catolicismo, sin fijarse
en el número de los que lo profesan.
La conducta de los católicos españoles, que se alegran de encontrar en los
países protestantes templos católicos y en cambio no permiten que en su patria
viva libremente otra creencia religiosa, recuerda la lógica inquisitorial del
reaccionario
Luis Veuillot cuando decía a los liberales: «Si triunfáis me debéis la
libertad, porque figura en vuestro programa. Si yo triunfo, no os la daré, porque no figura en el mío.»
Este absurdo, que nos coloca aparte entre los pueblos,
como una excepción vergonzosa, lo hará desaparecer la República. Amparará a la Iglesia católica y
pagará a sus sacerdotes en cumplimiento del antiguo Concordato, pero permitirá
que se establezcan en España las demás religiones de los pueblos civilizados,
con entera libertad, disfrutando de las mismas garantías y respetos que encuentran
todas las «casas de oración» en las primeras capitales del mundo.
También considerará la República española de indiscutible justicia hacer una
reforma en la distribución de los millones que el Estado entrega a la Iglesia
para su sostenimiento. Hora es ya de que llegue la revolución para el clérigo, como
para el contribuyente, el obrero de la ciudad y del campo, y todos los españoles que han vivido hasta hoy bajo un régimen de injusticias y privilegios.
Nadie tan víctima de la desigualdad como el sacerdote
del clero bajo. Solo entre los pobres trabajadores del campo, en ciertas
regiones de España, se encuentran jornales comparables a la retribución que perciben algunos clérigos. Los
hay que cobran menos de dos pesetas diarias y son los que trabajan más en las
funciones del sacerdocio, los que se levantan a horas avanzadas de la noche
para asistir a los moribundos, los que cumplen las más penosas y monótonas
funciones de su ministerio.
Es cosa corriente ver en España clérigos sucios, astrosos como mendigos, con un
aspecto de miseria mal disimulada. También se les ha visto a veces en las
calles de Madrid pidiendo limosna. En cambio, el alto clero tiene obispos y cardenales (no todos, justo es decirlo) que
visten y viven como si fuesen cocotas eclesiásticas, arrastrando vanidosamente
faldas de seda y encajes, luciendo en las tertulias de señoras las joyas de sus
manos y de su pecho con afeminada rivalidad, vanidosos príncipes de la Iglesia que no
satisfechos con hacer eso dentro de España —en la que sostienen por afinidades de histrionismo a Alfonso XIII y al
Directorio—, se lanzan a viajar a través de las tierras de América, como un
exponente grotesco de nuestra nación.
El presupuesto del clero debe repartirse equitativamente. Algunos sacerdotes
llevan una vida igual a la de los villanos de la Edad Media, oprimidos por sus
señores feudales, sin poder protestar cuando les arrebatan el producto de su
trabajo.
La República reconocerá el derecho de estos oprimidos
a intervenir por primera vez en el manejo y reparto de lo que les
pertenece.
Los clérigos podrán constituirse en sindicatos, para
la defensa de sus intereses; podrán crear Juntas de defensa parecidas a las
que tuvieron los militares, o una asamblea que, a semejanza del antiguo Estado
llano, pida a los magnates de su clase un reparto más equitativo del dinero,
una abdicación de sus privilegios abusivos, una igualdad evangélica, inspirada en
las primeras enseñanzas del cristianismo.
Vicente Blasco Ibañez
Vicente Blasco Ibañez
Lo que será la República española - Capítulo VII
París 1925
I.-El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.-Al Ejército
III.-A los contribuyentes
IV.-A los trabajadores
V.-Los tributos y el progreso del país
VI.- La República y el separatismo
VII.-La Iglesia
VIII.-Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.-Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones venideras
X.-La República tiene un ideal
XI.-Y creyendo en ste ideal quiero vivir y morir
I.-El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos
II.-Al Ejército
III.-A los contribuyentes
IV.-A los trabajadores
V.-Los tributos y el progreso del país
VI.- La República y el separatismo
VII.-La Iglesia
VIII.-Los hombres que gobernarán nuestra República
IX.-Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones venideras
X.-La República tiene un ideal
XI.-Y creyendo en ste ideal quiero vivir y morir
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