Clara Campoamor Rodríguez
(Madrid, 12 de febrero de 1888 - Lausana, 30 de abril de 1972)
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Se ha combatido las aspiraciones de la mujer desde
todos los terrenos: el monumental y abrumador de la biología y el mezquino y
vulgar, pero corrosivo y desalentador, del ridículo. A todos ellos fue en el
fondo inconmovible, impermeable, y con una fe digna de la buena causa que
representaba, no renunció un momento. Frente a su inquebrantable firmeza la
realidad iba modificando las viejas conclusiones, y filósofos y biólogos la
ofrecían, contra las desconsoladoras teorías de su incapacidad, otras que
confortaban su espíritu animándola a la emprendida lucha.
Nunca como hoy puede decirse que el espíritu femenino,
el espíritu moderno de la mujer, ha surgido más que de la nada, porque se ha
fortalecido en la negación, y contra la dolorosa destrucción teórica se ha
afirmado.
Porque tanto se quiso destruir en las sucesivas
tendencias que, puestos a recapitular, ¿qué quedaba de la mujer?
Se la discutió en principio el alma, y luego el
cerebro; la desaforada crítica llegó a desmenuzar, valorando por cantidad, no
por calidad, cuando integra su constitución propia, dichosamente diversa de la
del varón, si ha de realizarse una fusión útil a las futuras vidas. Y así se la
hizo marchar de asombre en decepción y de decepción en asombro.
En esta serie de desvaloraciones, no se la escatimó
negaciones; desde la que aventuró que la mujer no contaba nada, o casi nada, en
la procreación, y era solamente una celda de hospedaje, hasta la proporción
inversa de longitud de cabellos e ideas.
Hubo negaciones tajantes y las hubo cómicas; pero,
desde luego, no hubo negación que nos economizara.
En esta relación de más o menos hasta se nos contó
como una incapacidad el hecho de ser mucho menos saladas que el varón, aunque
otra cosa pensaran nuestros admiradores; esto es: poseedoras de una menor
cantidad de cloruro de sodio; y de esta afirmación doctrinal también se
deducían anatemas furibundos contra nuestra consistencia física, que no
alcanzaba a aminorar la sugestiva afirmación del anti-feminista Delauney al
comprobar que las patas de un pollo –un pollo de corral- contienen más sal que
sus alas, merced del ejercicio continuado que con aquéllas realiza, lo que
aumenta la cantidad de sodio. Y por aquella afirmación éramos ligeras,
frívolas, ingrávidas, aunque para los definidores de los problemas del
metabolismo seamos permanentes, ponderadas, centrípetas y serenas, ajenas en un
todo al vagabundeo centrífugo que caracteriza al varón por su célula más
catabólica.
También se nos sumo como defecto la constitución de
nuestros huesos, pues si bien era mayor la cantidad de fosfato de cal y
materias orgánicas de la osamenta femenina, éramos en cambio inferiores en
carbonato de cal, que en el hombre se da en cantidad de 9,98 y en la mujer de
4,25. ¿Cuál será la importancia cerebral del carbonato?, nos decíamos, y la
única deducción, nada práctica, era aproximar a la mujer a los leones, que
cuentan tan sólo con 3,5 de carbonato, y el hombre a los carneros, que tienen
un 19,13. Y claro es que aun no estándole encomendado al consuelo en el ánimo
sentirse tan cerca del rey de la selva, por lo menos, como se pretendía
alejarnos del rey de la creación.
Pero, en suma, quien prueba mucho no prueba nada,
afirma un decir vulgar, y del cúmulo de negaciones de la mujer sólo quedó en
pie aquello que era fuerza y era realidad: su espíritu, su valor humano, su
alma imperecedera.
Acaso las desconsoladoras negativas tuvieron por
efecto obligar a la mujer al recuento íntimo de sus propios valores, a
analizarse y convencerse, y de esta meditación, tímida y angustiosa al
principio, serena y firme después, nació la fe en sí misma, la que prepara su
dignificación.
La mujer es una realidad futura cuya totales
posibilidades se ignoran todavía; las afirmaciones que la definían como inepta
o como diosa están en crisis, y es imposible no vislumbrar en la confusa
agresión de opiniones en lucha una futura y consoladora realidad.
Los autores que tratan estos problemas caen en el
error de olvidar en sus observaciones a la mujer de hoy, y mucho menos imaginan
la del porvenir; se basan exclusivamente en las afirmaciones del pasado. Si acaso
se deciden a afrontar la realidad, aceptan los modelos pasajeros, y sin mirar
nos ofrecen variedades de la mujer, pretenden sentar como verdad sus
observaciones sobre un tipo excepcional, de ilimitada capacidad y sólida
cultura, o de tipos descentrados, deformados. En realidad, no se detienen a
examinar el núcleo femenino, que es lo que daría valor a las afirmaciones sobre
la mujer contemporánea.
El ser humano tiende, por su mal, a vivir con exceso
del pasado, de las reliquias del pasado; el presente corre entre sus dedos
descuidados como agua de arroyo. Así, en los que a la mujer se refiere, se
aceptan sin escrúpulo los retratos de ayer que se aplican sin inquietud
espiritual a la mujer de nuestros días. Y, sin embargo, los tiempos han
cambiado y la mujer y su alma y su conciencia surgen del sopor en que yacían.
Renovándose de acuerdo con el ambiente, la mujer se modifica con las
circunstancias, y a ellas se adapta como todo ser humano.
Es inadmisible que el hombre, que desde la cumbre de
sus elevados pensamientos puede contemplar el camino recorrido por la
humanidad, pretenda encerrar a la mujer en las viejas normas de los tiempos
muertos.
Porque la realidad nos demuestra que la mujer
evolucionó siempre con el hombre, claro que a la distancia que separaba
culturalmente a ambos espíritus; y que esta unión fue más completa y nivelada
cuanto el hombre no disciplinado cerebralmente, no oponía diferencia alguna de
educación con la mujer. Así, ésta se ha manifestado a través de los tiempos con
actividades las más ajenas y extrañas a su fisiología y temperamento, tal como
hoy se conciben, y la historia tiene afirmaciones tan pintorescas cual las de
Tácito, que refiere cómo los bretones entraban en campaña llevando mujeres por
delante, suponemos con un propósito galante y caritativo, aunque Tácito no lo
afirma. Estos ejemplos de mujeres que hacían y daban más guerra que las
actuales son bastante numerosas; igualmente se comprueba cómo en los países
donde se torturaba a los enemigos, la mujeres eran tanto o más crueles que el
hombre; las mujeres dakotas han sido verdaderos ejemplos de refinamiento, y
parecía reflejarse en ellas el instinto de crueldad que el hombre expandía en
la guerra.
La mujer, desdeñada como factor social, ha sido
totalmente desconocida. Ni aun en sus mismos contradictores hay acuerdo; en
tanto dicen unos que su temperamento dulce pacífico la predispone a la calma
exterior, otros, con Fenelón, os dirán “que es impetuosa y extremada en todo”.
Clara Campoamor
La mujer y su nuevo ambiente [La Sociedad] Conferencia
pronunciada en la Universidad Central en mayo de 1923
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