Octavio Paz Lozano
(México DF, 31 de marzo de 1914 - 19 de abril de 1998)
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Una mañana, mientras recorría el juego de pelota, un mensajero me tendió un telegrama que acababa de llegar de Mérida. Decía que tomase el primer avión disponible pues se me había invitado a participar en el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebraría en Valencia y en otras ciudades de España en unos días más. Apenas si había tiempo para arreglar el viaje. En México me enteré de la razón del telegrama: la invitación había llegado hacía más de un mes, pero el encargado de estos asuntos en la LEAR, el escritor cubano Juan Marinello, había decidido transmitirla por la vía marítima: la invitación llegaría un mes después, demasiado tarde. Me enteré de que otro invitado, Carlos Pellicer, tampoco había recibido el mensaje. ¿Por qué los organizadores habían invitado a dos escritores que no pertenecían a la LEAR? Ya en España, Arturo Serrano Plaja, uno de los encargados (junto con Alberti y Neruda), me refirió lo ocurrido: no les pareció que ninguno de los escritores de la LEAR fuera representativo de la literatura mexicana de esos días y habían decidido invitar a un poeta conocido y a uno joven, ambos amigos de la causa y ambos sin partido.
Hice el viaje con dos mexicanos, Pellicer y José
Mancisidor, y dos cubanos, Marinello y Nicolás Guillén. Al llegar a París, al
bajarme del tren, vino hacia mí un hombre alto que gritaba: ¡Octavio Paz!,
¡Octavio Paz!. Era Neruda. Al verme me dijo: ¡Pero qué joven eres!. En seguida
fuimos amigos. En París nos unimos a un grupo más numeroso: Malraux, Stephen
Spender, Ilya Ehrenburg, y viajamos juntos hacia Barcelona. André Gide había
publicado su Regreso de la URSS y se había convertido de
santón revolucionario en horrible tránsfuga. No fui el único en reprobar esos
ataques, aunque muy pocos se atrevieron a expresar en público su inconformidad.
Entre los que compartían mis sentimientos se encontraba un grupo de escritores
cercanos a la revista Hora de España: María Zambrano, Anotonio
Sánchez Barbudo, Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, Arturo Serrano Plaja. Pronto
fueron mis amigos. La ponencia de ese grupo en el Congreso de Valencia fue para
nosotros el punto de partida de una larga campaña en defensa de la libre imaginación.
Me unía a ellos no sólo la edad sino los gustos literarios, las lecturas
comunes y nuestra situación peculiar frente a los comunistas. Todos resentían
la contínua intervención del Partido en sus opiniones y en la marcha de la
revista. Algunos de sus colaboradores -los casos más sonados habían sido los de
Luis Cernuda y León Felipe- incluso habían recibido interrogatorios.
Conocí a Luis Cernuda en el verano de 1937, en
Valencia. Una mañana acompañé a Juan Gil-Albert, que era el secretario de Hora
de España, a la imprenta en donde se imprimía la revista. Ahí encontramos a
Cernuda, que corregía algunas de sus colaboraciones. Gil-Albert me presentó y
él, al escuchar mi nombre, me dijo: -Acabo de leer su poema y me ha encantado.
Se refería a Elegía a un joven muerto en el frente de Aragón ,
que debía aparecer en el próximo número de Hora
de España y que uno de mis amigos le había mostrado en pruebas de
imprenta. Le respondí con algunas frases entrecortadas y confusas. Admiraba al
poeta pero ignoraba que la cortesía del hombre era igualmente admirable.
Sus maneras eran simples y reservadas, una indefinible
mezcla de anglicismos y andalucismos. Conversamos un rato, probablemente a
cerca de la vida en Valencia durante aquellos días y de la creciente fiscalización
que los sacripantes del Partido, como los llama en un poema, ejercían sobre los
escritores. En esta rápida conversación se mostró caústico, inteligente y
rebelde.
Mis impresiones más profundas y duraderas de aquel
verano de 1937 no nacieron del trato con los escritores. Me conmovió el
encuentro con España y con su pueblo: ver con mis ojos y tocar con mis manos el
mundo que desde mi niñez conocía por mis lecturas y por los relatos de mis
abuelos; trabar amistad con los poetas españoles y ante todo, el trato con los
soldados, los campesinos, los obreros, los maestros de escuela... Con ellos y
por ellos aprendí que la palabra fraternidad no es menos preciosa que la
palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido.
Una noche tuve
que refugiarme con Manuel Altolaguirre y Serrano Plaja en una aldea vecina a
Valencia mientras la aviación enemiga, detenida por las baterías antiaéreas,
descargaba sus bombas en la carretera. El campesino que nos dio albergue, al
enterarse de que yo venía de México, salió a su huerta a pesar del bombardeo,
cortó un melón y, con un pedazo de pan y un jarro de vino, lo compartió con
nosotros.
En otra ocasión visité con otro pequeño grupo la
Ciudad Universitaria de Madrid, que era parte del frente de guerra. Al llegar a
un amplio recinto, cubierto de sacos de arena, el oficial nos pidió que
guardásemos silencio. Oímos del otro lado del muro, claras y distintas, voces y
risas. Pregunté en voz baja: ¿Quiénes son? Son los otros, me dijo
el oficial. Sus palabras me causaron estupor y, después, una pena inmensa. Esos
soldados a los que no veía, pero que escuchaba, eran mis enemigos. Al oírlos me
dije: esas voces son humanas, como la mía. Comencé a pensar que quizá la lucha
era absurda o, al menos, inexplicable: ¿Por qué matar al que no piensa como
nosotros? Por su puesto no podía confiar a nadie mis dudas. Habrían creído que
era un traidor. Y no lo era. Quise enrolarme en el Ejército Republicano y fui
rechazado. Me dijeron que un escritor joven como yo era más útil con la máquina
de escribir que con un fusil: debía regresar a México y trabajar en favor de la
causa republicana. Y eso fue lo que hice.
Regresé a México, realicé diversos trabajos de
propaganda en favor de la República Española y participé en la fundación
de El Popular, un periódico que se convirtió en el órgano de la
izquierda mexicana. En esos años se desató en la prensa radical una campaña en
contra de Lev Trotski, asilado en nuestro país. Al lado de las publicaciones
comunistas, se distinguió por su virulencia la revista Futuro, en
la que yo aveces colaboraba. El director Vicente Lombardo Toledano, nos pidió a
mí y a José Revueltas que escribiésemos un editorial.
-Conozco
sus reservas -me dijo- pero tendrá usted que convenir, por lo menos, en que
objetivamente Trotski y su grupo colaboran con los nazis. Su actitud sirve al
ememigo y así, de hecho, es una traición.
Su argumento me pareció un sofisma
despreciable. Me negué a escribir lo que se me pedía y me alejé de la revista.
(...)
En 1939 llegaron a México los republicanos españoles desterrados. Los recibimos con emoción: En Taller habíamos vivido la guerra de España como si fuese nuestra. Entre los refugiados se encontraban algunos de los jóvenes de la revista Hora de España que había conocido allá. Se me ocurrió invitarlos para que formasen parte del cuerpo de redacción de Taller. La mayoría de mis amigos mexicanos aprobó la idea y así ingresaron en nuestra revista Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela y José Herrera Petere. Más tarde invitamos a dos mexicanos y a un español: José Alvarado, Rafael Vega Albela y Juan Rejano. Me nombraron director y secretario a Gil-Albert. El ingreso de los jóvenes españoles no fue sólo una definición política sino histórica y literaria. Fue un acto de fraternidad pero también fue una declaración de principios: la verdadera nacionalidad de un escritor es su lengua.
Octavio Paz
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