Desde aquel día -no sé si vivido o soñado- hasta el
día de hoy, en que vivimos demasiado despiertos y nada soñadores, han
transcurrido seis años repletos de realidades que pudieran estar en la memoria
de todos.
Sobre esos seis años escribirán los historiadores del
porvenir muchos miles de páginas, algunas de las cuales, acaso, merecerán
leerse. Entre tanto, yo los resumiría con unas pocas palabras. Unos cuantos
hombres honrados, que llegaban al poder sin haberlo deseado, acaso sin haberlo
esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad progresiva de la nación,
tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas
estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de la historia, que
es el del porvenir. Para estos hombres eran sagradas las más justas y legítimas
aspiraciones del pueblo; contra ellas no se podía gobernar, porque el
satisfacerlas era precisamente la más honda razón de ser de todo gobierno; y
estos hombres, nada revolucionarios, llenos de respeto, mesura y tolerancia, ni
atropellaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes. Tal fue, a
grandes rasgos, la segunda gloriosa República Española, que terminó, a mi
juicio, con la disolución de las Cortes Constituyentes [con la victoria de la
derechista CEDA en las elecciones de 1933]. Destaquemos este claro nombre
representativo: Manuel Azaña.
Vinieron después los días de laboriosa y pertinaz
traición, dentro de casa. Aquellos hombres nobilísimos, republicanos y socialistas,
habían interrumpido ingenuamente toda una tradición de picarismo, y la inercia
social tendía a restaurarla. Fueron más de dos años tan pobres de heroísmo, en
la vida burguesa, como ricos en anécdotas sombrías. Un político nefasto, un
verdadero monstruo de vileza, mixto de Judas Iscariote y caballo de Troya, tomó
a su cargo el vender –literalmente y a poco precio- a la República, al dar
acogida en su vientre insondable a los peores enemigos del pueblo. A esto
llamaban los hombres de aquellos días: ensanchar la base de la República.
Destaquemos un nombre entre los viles que los represente a todos: Alejandro
Lerroux.
Pero la traición fracasó dentro de casa, porque el
pueblo despierto y vigilante, la había advertido. Y surgió la República actual,
la más gloriosa de las tres –digámoslo hoy valientemente, porque dentro de
veinte años lo dirán a coro los niños de las escuelas-; surgió la tercera
República Española con el triunfo en las urnas del Frente Popular. Volvían los
mismos hombres de 1931, obedientes al pueblo, cuya voluntad legítimamente
representaban; y otra vez traían un mandato del pueblo, que no era precisamente
la revolución social, pero sí el deber ineludible de no retroceder ante ningún
esfuerzo, ante ningún sacrificio, si la reacción vencida intentaba nuevas y
desesperadas traiciones. Y surgió la rebelión de los militares, la traición
madura y definitiva que se había gestado durante años enteros. Fue uno de los
hechos más cobardes que registra nuestra historia. Los militares rebeldes
volvieron contra el pueblo todas las armas que el pueblo había puesto en sus
manos para defender a la nación, como no tenían brazos voluntarios para
empuñarlas, los compraron al hambre africana, pagaron con oro, que tampoco era
suyo, todo un ejército de mercenarios, y como esto no era todavía bastante para
triunfar ante un pueblo casi inerme, pero heroico y abnegado, abrieron nuestros
puertos y nuestras fronteras a los anhelos imperialistas de dos grandes
potencias europeas. ¿A qué seguir?… Vendieron a España. Pero la fortaleza de la
tercera República sigue en pie. Hoy la defiende el pueblo contra los traidores
de dentro y los invasores de fuera, porque la República, que empezó siendo una
noble experiencia española, es hoy España misma. Y es el nombre de España, sin
adjetivos, el que debemos destacar en este 14 de abril de 1937.
Antonio Machado
14 de abril de 1937
No hay comentarios:
Publicar un comentario