Lo Último

1489. Federico García Lorca. Recuerdo





Recordamos a Federico García Lorca en el aniversario de su nacimiento, (Fuente Vaqueros, 5 de junio de 1898) con unas palabras de Luis Cernuda.


En Sevilla hace más de diez años, allá por diciembre de 1927, conocí a Federico García Lorca. Fué en el patío de un hotel, en las primeras horas de esa tarde invernal sevillana de luz tíbía y caída. Acababa de levantarse, según su costumbre de noctámbulo, y apareció vestido de negro por la sonora escalera de mármol, alto y ancho de cuerpo, un poco murillesca la cara redonda y oscura sembrada de lunares. Lacio y alisado el brillante pelo negro. Su vida asomaba por los ojos grandes y elocuentes, de melancólica expresión. Comenzó a hablar con voz un poco ronca que se quebraba a veces en bajas notas. Sus ojos y su voz me padecieron en contradicción con aquel cuerpo opaco de campesino granadino, que por su señorío propio había adquirido ya el derecho a sentirse igual si no superior a cualquier otro hombre.

Hablaba de no sé qué plato que había comido o iba a comer, y se divertía en trazar con sus palabras, repartiéndolas como si fueran pinceladas y él un pintor, pequeñas naturalezas muertas que adornaba luego con artificiosas guirnaldas de lirismo, como hacen los poetas árabes con sus gacelas. Todo el remoto e inconsciente dejo de poesía oriental que en él existió siempre me apareció de pronto. Pero en aquel momento esa complacencia en trazar miniaturas exquisitamente coloreadas de los objetos, de las apariencias, revistiéndolos y animándolos con un destello de sensualidad aguda y enervante, me chocó.

Estaba en compañía de otros jóvenes escritores de su generación. Acababan de aparecer en algunas revistas sus primeros romances gitanos; sus poemas inéditos, sus dibujos, pasaban de mano en mano entre amigos y admiradores. Se le jaleaba como a un torero, y había efectivamente algo de matador presumido en su actitud. Le iba cercando esa admiración servil tan peligrosa, que en pocos instantes puede derribar a alguien con la misma inconsciencia con que un momento antes le elogiaba.

Algo que yo apenas conocía o que no quería reconocer comenzó a unimos, por encima de aquella presentación un poco teatral, a través de la cual se adivinaba el verdadero Federico Garda Lorca elemental y apasionado, lo mismo que se adivinaba su nativo acento andaluz a través de la forzada pronunciación castellana que siempre adoptaba en circunstancias parecidas. Me tomó por un brazo y nos apartamos de los otros.

Tres años después volví a encontrarle en Madrid, en casa de Vicente Aleixandre. Iba acompañado de un amigo. Acababa de regresar de Estados Unidos y de Cuba, ausencia que había durado más de un año. La habitación estaba a media luz, pero me pareció notar en su actitud mayor decisión, como si algo íntimo y secreto antes se hubiera afirmado en él. Su preciosismo casi había desaparecido de la conversación y lo que ahora trabajaba con sus palabras eran firmes bloques pétreos de la vieja cantera española, en los que aun subsistía alguna leve florecilla brotada ocasionalmente. Menos melancólica la expresión, su complacencia sensual por las hermosas cosas del mundo brillaba ahora en los ojos con un fuego juvenil inextinguible, fuego que nunca se aminoró. La sensualidad, esa cualidad primordial del poeta, latía poderosamente en él.

Se puso al piano. No tenía lo que se dice buena voz. Más tarde he oído en boca de cierta cantante algunas de esas viejas canciones populares que él mismo le enseñó. Nadie les ha sabido dar el acento, la energía, la salvaje tristeza que Federico García Lorca les comunicaba. No era guapo, acaso fuese todo lo contrarío, pero ante el piano se transfiguraba; sus rasgos se ennoblecían, revistiéndose de la pasión que sin elevar la voz, subrayándola fielmente con la del piano que tan bien manejaba, fluía desde el verso y la melodía. Había que quererle o que dejarle; no cabía ya término medio. Esto lo sabía él y siempre que deseaba atraer a alguien, ejercer influencia sobre tal o cual persona, se ponía al piano o le recitaba sus propios versos.

¿Cuántas canciones oímos aquella tarde? No sé. Una tras otra se sucedían deliciosas y rudas, de Andaluda, de Castilla, de Galicia. Yo no me daba cuenta de la hora ni de que dentro de unos instantes tendría que volver a encontrarme con gentes aburridas y estúpidos quehaceres. De pronto un reloj antiguo que estaba detrás del piano sobre una consola dio unas leves campanadas. Federico, que se complacía siempre en repetir ciertos gestos peculiares o tales palabras inventadas por él, inclinó la cabeza y unió las manos como si rezara: el rito había terminado. Era tarde y debíamos marchamos.

Durante ese invierno y el siguiente le encontré muchas veces.

Un dia, estábamos en julio de 1936, leyó ante un grupo de amigos su último drama La casa de Bernarda Alba. Había estado a punto de marchar a Méjico, donde a la sazón representaban sus obras. Ese mismo día me habló de otras en proyecto. Comenzaba a mirar su renombre como cosa natural de la que ya no se asombraba, con esa modestia suya que muy pocos conocían. Seguía siendo para nosotros un muchacho, pero al mismo tiempo percibíamos el paso del tiempo, que aunque fuera alejándonos de la juventud no apagaba en él los apasionados arrebatos sentimentales e intelectuales. Veía su madurez, pero al menos esa madurez, como dice uno de los Sonetos del amor oscuro que por entonces estaba escribiendo, era un otoño enajenado. El empleo de su jomada era siempre un misterio para mi, y me divertía suponerle yendo en taxi tarde y noche, entre interminables paseos y aventuras, por los barrios extremos de Madrid. Yo sólo le encontraba durante las mañanas en su casa, a eso de las doce, en aquel alto cuartito de la calle de Alcalá junto a la plaza de toros vieja, bien descansado en pijama y bata, entre retratos familiares, muebles modem style y pintadas calabazas que él había traído de América.

Pero fué en mi casa donde le vi por última vez. Era por la noche. Habíamos estado en una de esas tabenitas cuyo viejo ambiente característico de las pobres costumbres españolas, tanto le gustaba. Luego charlamos hasta bastante tarde; por el balcón abierto no entraba ya ningún rumor. Debían ser las tres de la madrugada, y al darse cuenta de lo avanzado de la hora se levantó precipitadamente, él que nunca se apresuraba ni se descomponía. Me dijo que no quería que le alcanzara el amanecer en la calle; tenía una expresión de inquieto recelo —refiero esto tal como lo vi entonces—. Salimos; le acompañé por las interminables escaleras oscuras; nos despedimos en la calle que tenía sus faroles apagados, y se marchó rápido en busca de un taxi, huyendo de la luz del amanecer, como si esa primera claridad lívida y descompuesta no anunciara una nueva vida sino una muerte; tránsito entre tinieblas y luz que los hombres no pueden contemplar sin riesgo.

Pensaba encontrarle pocos días más tarde. Yo me marchaba a París y debíamos reunimos en casa de unos amigos como despedida. Llegó ese día y por la mañana ocurrió la muerte de Calvo Sotelo. Al anochecer estuvimos comentando el suceso mientras aguardábamos a Federico Garca Lorca. Alguien entró entonces y nos dijo que no le esperásemos porque acababa de dejarlo en la estación, en el tren que salía para Granada. Un poco decepcionados nos sentamos a la mesa silenciosamente. Pienso que el Demonio debía estar riéndose de nosotros en aquel momento.

Al pasar de unos a otros la imagen de una persona puede deformarse hasta un punto que apenas se la reconoce. Tantos han hablado de Federico García Lorca, insistiendo sobre una no muy exacta figura suya, que los amigos no le hallamos tras esa leyenda —es verdad que muchas veces los amigos de un hombre excepcional pretenden que éste no sea más de lo que ellos piensan.

Nadie que conociera a Federico García Lorca o que conozca bien su obra le hallará el menor parecido con ese bardo mesiánico que ahora nos muestran y al que le quieren reclutar un público por los campos y talleres españoles. Su poesía no necesita esa postuma deformación para encamar como encama la voz más remota, honda e inspirada de nuestro pueblo, aunque éste no lo sepa, como ha ocurrido siempre y como es natural que ocurra.

A nadie he conocido que se hallara tan lejos de ser una imagen convencional como Federico García Lorca. Ni siquiera podíamos pensar que un día lo fijase la muerte en un gesto definitivo. Estaba tan vivo estremedido por el vasto aliento de la vida, que parecía imposible hallarlo inmóvil en nada, aunque esa nada fuese la muerte. Si alguna imagen quisiéramos dar de él sería la de un río. Siempre era el mismo y siempre era distintos, fluyendo inagotable, llevando a su obra la cambiante memoria del mundo que él adoraba. Su poesía es libre y espontánea como la fuerza natural, como un árbol o una nube, también misteriosa como ellos.

Hacia 1924, cuando sus poemas circulaban por Madrid en copia manuscrita, se hablaba de el como de dguien dotado de esa cualidad indefinible que los españoles o mejor dicho los andaluces llaman ángel. Tener ángel lo mismo puede significar que una persona se halla dotada de una agradable apariencia física, como que le anima un demonio interior a la manera de Sócrates. No se puntualiza nunca si ese ángel es de los que siguieron a Luzbel en su caída o de los que permanecieron fieles a su origen celeste. Es un estado de gracia profano, una rara mezcla de cualidades celestes y demoníacas que brotan en una persona y la rodean como un halo. En mayor o menor grado algunos españoles tienen ángel, pero nadie ha hecho de esa cualidad algo tan elevado, depurado y excepcional como Federico García Lorca. 

Recuerdo que al entrar en cualquier salón, sobre los rostros de las gentes que allí estaban, por insensibles o incapaces que fueran respecto a la poesía, pasaba esa vaga alegría que anima las cosas cuando el sol, rasgando con sus rayos la niebla,  las envuelve de luz. Al marcharse un súbito silencio caía sobre todos. No puedo pensar en lo que para muchos será España sin él. ¡Qué seca y árida parecerá su llanura! iQué amargo y solitario su mar!

Por esa cualidad pudo su poesía, una parte de su poesía, llegar pronto al público; y como los favores otorgados graciosamente por el destino se vuelven luego contra los hombres, esa misma cualidad que hizo su reputación, se la limita también. El público es perezoso; le basta con enterarse de algo acerca de alguien y ya da por supuesto que lo demás que no conoce es exactamente igual. Como muchos críticos no pasa de la primera página de un libro. Así suele ignorarse siempre lo mejor. El público no sabía que Federico García Lorca, aunque pareciera destinado a la alegría por su nacimiento, conociese tan bien el dolor. Pena y placer estaban desde tan lejos y tan sutilmente entretegidos en su alma que no era fácil distinguirlos a primera vista. No era un atormentado, pero creo que no podía gozar de algo si no sentía al mismo tiempo el roce de una espina oculta. Esa es una de las raíces más hondas de su poesía: el muerde la raíz amarga que en diferentes formas y ocasiones vuelve como tema de ella.

La tristeza fumdamental del español, pueblo triste si los hay, pasaba subterránea bajo su obra, a veces se abría camino entre los versos y era imposible no verla. Más que tristeza era un sentimiento dramático, un sentimiento trágico de la vida, según la expresión de Unamuno; trágica tristeza que sustentaba dos pasiones fundamentales: el amor y la muerte. Parece que el amor, arrancando las primeras palabras de esta poesía, la arrastra hacia la muerte como última realidad del mundo, realidad que necesitaba cubrirse antes de aquella transparente máscara amorosa. Ahora me sorprende hasta qué punto la muerte fué tema casi único en la poesía de Federico García Lorca.

Esto no podía comprenderlo todo su público, sobre todo cierto público intelectual que merced a una superficial cultura europea se estimaba como factor decisivo para la transformación de nuestro país. Ahora bien, España y su gente son un «sí» y un «no» contundentes y gigantescos que no admiten componendas europeas. Y cuando esa afirmación y esa negación españolas se enfrentan una con otra de siglo en siglo, los pobres intelectuales europeizantes escapan a la desbandada.

Federico García Lorca era español hasta la exageración. Sobre su poesía como sobre su teatro no hubo otras influencias que las españolas, y no sólo influencias de tal o cual escritor clásico, sino influencias absorbentes y ciegas de la tierra, del cielo, de los eternos hombres españoles, como si en él se hubiera cifrado la esencia espiritual de todo el país. Eso no es raro en España. Lope de Vega fué un poeta así.

De ahí esa especie de frenesí que el público sentía al escuchar sus versos, frenesí que acaso sólo él podía comunicar con su propia voz y acento, por los que brotaba lo mismo que a través de la tierra hendida el terrible fuego español, agitando y sacudiendo al espectador a pesar suyo, porque allá en lo hondo de su cuerpo hecho de la misma materia podía prender también una chispa escapada de aquel fuego secular.

Siglos habían sido necesarios para infiltrar en un alma la eterna esencia del lirismo español, su fuego espiritual. Hombres oscuros y anónimos se sucedían en tanto sobre la tierra. Al fin ese fuego oculto se hizo luz y brilló y templó los cuerpos ateridos. Poco tiempo ha durado su luz. Una triste mañana la brutal inconsciencia, la estúpida crueldad de unos hombres la apagaron contra las tapias del campo andaluz.

Quise llegar adonde
llegaron los buenos.
¡Y he llegado. Dios mío!...
Pero luego,
un velón y una manta
en el suelo.

Ni siquiera eso te esperaba, Federico García Lorca, sino la tierra desnuda bajo tu sangre y nada más.


Luis Cernuda
Londres, abril de 1938

Publicado en Hora de España XVIII
Valencia, junio 1938









1 comentario:

  1. DELICIOSO Y HONDO RETRATO FÍSICO Y ARTÍSTICO DEL POETA ÁNGEL. LA BELLA ESCRITURA DE CERNUDA SE JUNTA CON LA MAGNIFICENCIA ESTÉTICA DEL POETA GRANADINO.
    danielle triay.

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