Elena Poniatowska / La Jornada 28 Junio 2015
Ahora que Felipe y Letizia vienen a
México, en su primera visita como reyes de España, es bueno recordar que en
1939, a raíz de la guerra vinieron a este país 30 mil españoles, muchos traídos
por un solo hombre: el cónsul Gilberto Bosques, quien acataba las órdenes del
entonces presidente de la República, el general Lázaro Cárdenas.
Gilberto Bosques no sólo los documentó
para que se embarcaran en Marsella, Le Havre, Orín o Casablanca, sino que los
alojó en el sur de Francia, en el Castillo de La Reynarde, donde vivieron 850
hombres, y en el de Montgrand, donde esperaron más de 500 mujeres, entre
ancianas, jóvenes y niñas.
Varios barcos habrían de atravesar
continuamente el océano: el Sinaia y el Méxique, el De
Grasse y el Ipanema el, Flandes y el Winnipeg, el Niassa, el Marqués
de Comillas y el Champlain, que naufragó atacado por un
torpedo y en el que perdieron la vida los refugiados que en él viajaban. El
Vita es otro cantar que le valió canas verdes a Indalecio Prieto,
responsable del tesoro. Otros viajaron en el famoso Queen Mary, que
los llevó a Nueva York, pero no les permitieron desembarcar por comunistas y
porque el gobierno estadounidense –a diferencia de la Brigada Lincoln– reconoció
al gobierno de Franco.
Constancia de la Mora, esposa de Ignacio
Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana y autora de un libro sobre
la guerra de España, Múltiple esplendor, logró desembarcar en Nueva
York.
Fernando y Susana Gamboa también fueron
piezas claves en la organización del viaje de los refugiados españoles. Susana
Gamboa atravesó dos veces el Atlántico y todos recuerdan su bondad y su
belleza, y el ánimo que sabía infundir a los desterrados.
Entre embarque y embarque había que
esperar. Para los españoles, La Reynarde, a 12 kilómetros de
Marsella, y Montgrand resultaron mil veces mejores que los
campos de concentración de Argelès-sur-mer, St. Cyprien, Gurs, Vernet, Agde y
Septfonds con los que la Francia entreguista de León Blum y Edouard Daladier
maltrató a los españoles.
Gilberto Bosques cuenta que la Francia de
Vichy era todo menos hospitalaria. Al contrario, tuvo que defender a los
refugiados contra la hostilidad de la policía petainista francesa, los agentes
de Francisco Franco y, desde luego, la Gestapo nazi.
Luchó como endemoniado para que las
autoridades respetaran los albergues. En La Reynarde, Gilberto
Bosques logró que los refugiados encontraran consuelo además de ropa limpia,
sábanas blancas, una cama, buena comida y esparcimiento. Se improvisaron
representaciones teatrales como La zapatera prodigiosa, de
García Lorca. También creó en Los Pirineos una casa de recuperación para 80
niños, muchos de ellos huérfanos de guerra.
De los muchos españoles que tuve la suerte
de conocer guardo un recuerdo imborrable de Juan Rejano, hijo de un rey moro,
toro de Miura, poeta, escritor; de León Felipe, quien bajo su gorra vasca se
mesaba la barba en el café París y a quien tuve el privilegio de entrevistar en
su casa de Miguel Schulz, cuando su mujer aún vivía: Bertuca, Bertuca,
ven, ven a ver una rusita; de Max Aub, a quien una vez vi leer los periódicos
en forma por demás curiosa y expedita. Los abría e iba volteando las grandes
hojas muy rápidamente: Esto que lo lea mi abuela, “esto –daba vuelta a la
página– que lo lea mi tía”, esto es para el vecino, esto para
Gutierre Tibón.
Ay, Max. ¿A poco ya terminaste? “Sí
–reía–, todo esto ya me lo sé.” Era verdad, todo lo sabía, en su corazón y en
su cabeza, todo lo había vivido. Magda Donato, la actriz, hermana de Margarita
Nelken (pero no se hablaban) y esposa de Bartolozzi, el dibujante del Pinocho
español), era una mujer fuerte y cariñosa, que hizo teatro en francés, en el
Instituto Francés de América Latina con André Moreau.
Monseñor José María Gallegos Rocafull
también me impresionó, así como la ironía en los ojos del maestro Manuel
Pedroso, a quien Carlos Fuentes y Sergio Pitol siempre ponderaban.
Debo confirmar aquí que tengo enorme
devoción por los republicanos y siempre atesoré su amistad. La maestra que más
quise en el año cursado en el Liceo Franco Mexicano y a la que más recuerdo,
aunque sólo permanecí siete meses en su clase, eraMadame Alban, una
rubia finita que sabía mirarnos con perspicacia e inteligencia, y resultó ser
hermana de Michele Alban, casada con Tomás Segovia. Eran una pareja muy
hermosa. Se decía que ella no usaba brasier y como salía a correr por el Paseo
de la Reforma tras de algún ladrón de libros de la Librería Francesa (por lo
general el ladrón era Ivan de Negri) todos la veíamos correr con admiración por
sus pechos movedizos. Más tarde habría de parecerme guapo y atractivo Félix
Candela, el de las cubiertas arquitectónicas en forma de ala, y me encantó
Amaro del Rosal, a quien entrevisté cuando era subdirector o gerente de la Dina
Nacional, que hacía carros de ferrocarril, allá por los llanos de Apan. No se
diga Neus Espresate, tímida e intensa directora de la editorial Era, quien
hacía todo por parecer una secretaria más.
A propósito de Neus también su familia
quedó separada, su padre, don Tomás Espresate (el editor e impresor), por un
lado, su madre por otro y los hijos por otro, tiempos en campos de
concentración que Neus no quiere recordar.
Toda experiencia de dolor bien vivido,
enriquece, y si algunos españoles son tan sensibles y activos en las causas
sociales y políticas de nuestro país es seguramente por su pasado en la guerra
civil, del lado de la República.
Quisiera rendir homenaje a una mujer que
llevaba el nombre de Encarnita Fuyola. Vivía muy pobremente en la calle de
López, arriba de la tienda de platos, cazuelas, vajillas, sartenes, vasos y
jarrones llamada El Ánfora. Era vieja y gorda. Nunca la vi sin su delantal, y
cada vez que la visité la encontré en su silla de ruedas. Tuvo un hijo con un
mexicano; no la cuidaban ni el padre ni el hijo. Me contó que había sido
enfermera del Hospital Obrero, que dirigía el doctor Juan Planelles durante la
guerra, y que trabajó junto a Tina Modotti. Yo no era importante, ni
siquiera enfermera, era una afanadora, sacaba las bacinicas.
Escucharla fue un bálsamo y una lección de
vida, y una tarde, después de una copita de jerez que compré en una tienda de
abarrotes y bebimos contentas, me confesó que ella era la guerrillera que había
ayudado a volar un puente y aparecía en el libro de Hemingway de Por
quién doblan las campanas. A su entierro no acudió nadie, ni siquiera
su hijo.
Imposible olvidar a Luis Buñuel, con quien
visité tres veces la cárcel de Lecumberri para ver al poeta Álvaro Mutis. Ni a
Luis Alcoriza, también director de cine que todos los domingos compartía con su
mujer Janet (Raquel Rojas) y con Jeanne Buñuel los famosos martinis. Guardaba
su botella de gin en un refrigerador que sólo él tenía derecho
a abrir.
Más tarde, ya siendo yo parte del
suplemento México en la cultura, en el tercer piso de Novedades, Fernando
Benítez –gran actor de sus emociones– recibía con una aparatosa reverencia a
Sol Arguedas y a Elvira Gascón:Doña Sol y doña Elvira, todo el Siglo de Oro me
visita. Cuando salimos deNovedades recuerdo que me impresionó mucho
la entereza de Ramón Ramírez, quien hizo un gran libro sobre el 68.
Todos los años, el día de Reyes, el 6 de
enero, Raoul y Carito Fournier ofrecían una rosca de Reyes en su casa de San
Jerónimo y allí pude conocer a Nicolau d’Olwer, quien declaró que Sahagún, en
su Historia general de las cosas de la Nueva España, fue el primero
en darnos una posible clave para la comprensión total, íntima, del mundo, la
cultura y la religión aztecas.
Más tarde, las escritoras habríamos de
apasionarnos por Joaquín Díez-Canedo, su pipa y sus ediciones maravillosas, su
paciencia a toda prueba para editar la monumentalTerra Nostra, de
Carlos Fuentes (Monsiváis decía que era necesario obtener una beca Guggenheim
para poder leerla) y Palinuro de México, de Fernando del
Paso. La China Mendoza gritaba a todo pulmón desde la calle,
en la puerta de la editorial Joaquín Mortiz: Joaquín, te amo; Joaquín, voy
a matarme, si no me correspondes y, Joaquín, acostumbrado a las cumbres
borrascosas de sus autores, ni siquiera sacaba su pipa de su boca.
De todos, la amistad más profunda que hice
fue con el retraído y expectante Vicente Rojo, de mi misma edad, con quien comparto
algo intangible que ambos llevamos dentro y tiene que ver con el silencio.
Así como la película Subida al
cielo, el gran exilio español en México nos subió a nosotros al cielo,
al de la inteligencia, al de la nobleza y, en cierto modo, al del heroísmo,
porque nos enseñó que hay causas por las cuales vale la pena jugarnos la vida.
Todos nos lanzamos de cabeza dentro del corazón republicano, porque era noble,
cálido, generoso y hasta tenía sentido del humor.
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