Fué, sin duda, una inspiración poética, es decir,
profética, la que tuvo el Pleno de la Asociación Internacional de Escritores
para la Defensa de la Cultura, reunido hace más de un año en Londres, cuando
tomó el acuerdo de celebrar en Madrid el Congreso que hoy aquí nos reúne. Hoy
vemos como un hecho natural que haya sido en Madrid, en la capital más
indefensa—bajo todos los órdenes—de Occidente, donde haya habido que hacer el
baluarte para la defensa de la cultura. Antes de que se cumpliera el acuerdo
tomado en Londres, antes que nuestra Voz, el espíritu universal que representamos
ha tenido que llegar a Madrid hecho carne, hecho músculo y nervio, para
defenderse en España, para defender a España contra el ataque de los Estados
bárbaros. Permitid que una voz madrileña, al levantarse entre vosotros,
reduciéndose a lo que es en realidad, a un gesto íntimo, salude sin palabras a
los hombres de todos los pueblos que han venido a verter su sangre por el
pueblo y en la tierra de Madrid.
No es la primera vez, camaradas extranjeros, que el
pueblo de Madrid ha soportado heroicamente el destino de luchar con armas
desiguales por lo que hoy llamamos cultura y hace un siglo llamaban libertad. La historia de Madrid tiene una fecha que se convirtió en una de las
expresiones más fuertes del tan expresivo idioma castellano. Se dice «hacer un
Dos de Mayo» cuando se quiere expresar la acción de una cólera que ya no puede
contenerse y no se detendrá ante nada. «Hacer un Dos de Mayo»es lanzarse a la
lucha como sea, con armas o sin armas, con los puños, con las uñas, con los
dientes. «Hacer un Dos de Mayo» es lo que ha hecho el pueblo de Madrid el 18 de
julio del año pasado ante la sublevación de los militares españoles, concertada
en Roma y en Berlín. «Hacer un Dos de Mayo» es lo que hizo el pueblo de Madrid
el 2 de mayo de 1808 ante la invasión extranjera de las tropas de Murat.
Entonces, en aquel 2 de mayo de 1808, el pueblo de
Madrid defendía ya su libertad, defendía también la cultura. Estuvo con el un
genio español y universal. Representativo, como el que más, de España.
E iniciador de una manera plástica de ver los seres y las cosas que, como
todos sabéis, había de ser recogida y seguida, sobre todo en Francia. Goya
aparece en la cultura española para llenar el vacío que deja el siglo XVIII en
toda la Historia de España. Si queréis comprender muchas de las cosas que
suceden ahora en este país, no olvidéis, camaradas extranjeros, que España
perdió ese siglo, capital en Europa. El pensamiento español se había quedado
detenido en el siglo XVII; la aristocracia española, sin necesidad de ninguna
revolución, había quebrado su fuerza; en España no quedaba nada, nada más, nada
menos, que el pueblo. Un pueblo que no había estado nunca ausente de las más
altas creaciones españolas, ni en la filosofía, ni en la poesía, ni en la
religión, ni en los descubrimientos y las conquistas. En España todo había sido
siempre muy pueblo. No era más que pueblo cuando apareció Goya.
Toda una corriente de la Historia de España produce en
el momento oportuno de la Historia Universal este genio. Mientras el pintor de
la Revolución francesa exalta a los burgueses de París disfrazándolos de
romanos, Goya coge a la España histórica, encarnada en una deliciosa duquesa de
Alba, y hace de ella una mujer del pueblo de Madrid, una manola. Reparad en los
rostros, en los gestos y las miradas de este pueblo, y recordaréis los cuadros
de Goya que no podéis ver ahora en el Prado. En el frente del Manzanares, en la
ermita de San Antonio de la Florida, están los frescos donde Goya subió los
alegres rostros de las madrileñas al cielo. Y cerca de allí, en una cuesta que
baja al río, se halla el cementerio de los fusilados, de los madrileños que
fueron fusilados por las tropas de Murat allí mismo, y que Goya, alumbrado por
su criado con una linterna, iba a contemplar de noche para verter luego su
cólera, bajo el cielo negro y único de aquel cuadro suyo, infernal, de los
fusilamientos. Goya era el pintor del pueblo de Madrid en sus manolas, en sus
majos, en sus fiestas y sus juegos, en sus desmayos y sus arrogancias; pero fué
el pueblo, mismo hecho pintor, el pueblo desesperado, poseído por los demonios,
cuando dejó grabado el horror de la violencia en los «Desastres de la guerra»,
que parecen hechos a punta de navaja. Goya defendió en sus aguafuertes al
pueblo, como el pueblo se defendía en realidad a navajazos.
Y reivindicaba la libertad del pueblo porque había
venido a reivindicar el espíritu, o, como decimos hoy, la cultura en España.
Estuvo con el pueblo contra las tropas francesas; pero él era un afrancesado,
un amigo de los espíritus escogidos de entonces, de los enciclopedistas; ei era
un europeo, un internacionalista. Y al ganar la guerra el pueblo español y caer
en la restauración, Goya, viejo, se expatría voluntariamente y va a morir a
Burdeos. Es decir: a morir, no. Va a vivir oscuramente, pero lleno de
entusiasmo y de fe en la humanidad y en sí mismo. Va a utilizar las nuevas
técnicas y a pensar que no le importa haber perdido unos dibujos que había
dejado aquí en Madrid, porque ahora, a sus años, tiene ocurrencias mejores.
Políticamente, el grabador de los «Desastres de la
guerra», el pintor de los «Fusilamientos», fué una víctima del equívoco en
que vivió la palabra «libertad» durante el siglo XIX. La libertad tan
ferozmente defendida se entendió en España, como en otros países de Europa,
especialmente en el sentido de independencia nacional. Cuando se trató de darle
sentido político y mucho más cuando se trató de darle sentido social, la
libertad se hizo conservadora, antiliberal. Hoy no sucedería lo mismo.
En este nuevo Dos de Mayo que vive Madrid desde hace
doce meses, camaradas extranjeros, no podemos presentaros otro Goya. Pero lo
que él representaba es precisamente lo mismo que ahora venís a representar aquí
vosotros. El espíritu no tendrá que emigrar de España si triunfa Madrid, porque
se ha adelantado a venir a Madrid hecho carne, hecho músculo y nervio para
defender a España, para defenderse en España.
Corpus Barga
Julio 1937
Publicado en Hora de España núm VIII
Valencia, agosto 1937
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