Quienes hayan leído mis últimos
artículos en el diario donde habitualmente escribo, parte de los cuales fueron
reproducidos por la Prensa de Madrid, comprenderán que en lo que está
actualmente ocurriendo en España no puede haber para mí el factor de la
sorpresa. Porque en esos artículos me cuidé, con reiteración machacona, de
advertir la existencia del peligro, de marcar sus dimensiones. Y de una de mis
advertencias más cautelosas fue la de decir que quienes confiasen en que el
movimiento subversivo no habría de tener mayores proporciones que aquellas que
alcanzó el 10 de agosto de 1932 se equivocaban fundamentalmente; pero que se
equivocaban asimismo, y con igual magnitud, quienes, preparando la subversión,
abrigasen la esperanza de un éxito tan fácil como aquel que fue conseguido el
13 de septiembre de 1923. Dije que la subversión, para mí segura, cuya
proximidad y cuya intensidad me cuidé de anunciar públicamente, habría de
encontrar una resistencia y que la lucha habría de ser cruenta.
Tomaron muchos este reiterado aviso mío
como una expresión de pesimismo temperamental, que no niego, y menos he de
negar ahora, porque el reconocimiento de ese defecto mío -es posible, así lo
aguardo- dará más valor a mis palabras. Y, supusieron otros, que todo ello
obedecía a una maniobra política, que figuraba entre mis designios, pero cuya
finalidad no lograba yo alcanzar, ni nadie, con un sentido de la realidad,
podía adivinar.
Pues bien: estamos, no diré yo que en la
plenitud de la subversión, porque no es plenitud cuando se está en un periodo
de visible decaimiento; pero estamos en medio de la subversión. En la rebelión
más honda, más profunda, más cruenta, más trastornadora de todas cuantas pudo
registrar hasta hoy la historia de España
En este trance de dolor, en este trance
dramático, intensamente trágico, constituye hoy España el espectáculo del
mundo. El mundo entero tiene puestos en nosotros sus ojos. Quizás algunos entre
quienes me escuchan supongan que lo que acabo de decir, en orden al
cumplimiento de mis predicciones, es una jactancia, más pueril, más mezquina, más
menguada, más desdeñable en estos instantes tan críticos para España. Para
dejar compensada esa jactancia, si tal la reputarán algunos de los que me
escuchan, voy a hacer esta confesión de un error mío. Error que yo podía
callar, dejándolo en las intimidades de mi pecho, porque nada me obliga a la
confesión, por cuanto que en este aspecto yo no había hecho públicamente
ninguna clase de predicciones. La compensación que ofrezco a esa jactancia es
la confesión del error siguiente: en el que yo estaba al suponer que el pueblo
madrileño -que me perdone esta suposición íntima que ahora confieso-, que el
pueblo madrileño no era capaz del grado de heroismo, de bravura, de
fortalecimiento al ciudadano, de virilidad, en suma, de que ha dado ejemplo en
estas jornadas que habrán de quedar incorporadas, escritas con letras de
sangre, a la historia de nuestra Patria. Yo no creí que el proletariado de
Madrid, todos sus elementos populares, hubiesen sido capaces de realizar lo que
han realizado. Y ahora, puesto que vuestra curiosidad estará más legítimamente
pretendida de las información que de las palabras que tengan tono de arenga y
aire de soflama, os voy a dar yo mi información.
Conste que a la hora actual y en los
días que van transcurridos desde que se inició en la plaza de Melilla la
subversión militar, hoy en decadencia, ni he escuchado una referencia
radiofónica ni he leído una línea de periódico. Mi atención ha estado atenta a
los problemas del minuto. Adherido incondicionalmente al Gobierno de la
República, sirviéndole con la dignidad de un ordenanza, viviendo la vida
dramática de estas jornadas al minuto, no me interesaba nada de lo
retrospectivo; no he querido enterarme de lo que había sucedido, sino de lo que
estaba sucediendo, de lo que iba a suceder. Por consiguiente, mi atención ha
estado completamente separada de la Prensa y de las impresiones radiofónicas.
La información que yo os voy a dar es la
mía, la que he vivido yo, y, al hacerlo, conste que no sé si me expenso a
contradicciones con las versiones radiofónicas y de Prensa que hayan llegado
hasta vosotros. Pero yo tengo entre mis cualidades, que mi soberbia me veda
callar, la de una profunda observación de los hechos y de los hombres. Y, a
través de esta observación mía, no sola enfocada al incidente inmediato a mí,
sino también enfocada a la contemplación panorámica del país en guerra civil,
vais a encontrar ahora reflejada esa información, después de pasar por el tamiz
del espíritu, pero con una absoluta imparcialidad. Porque no creo en la
eficacia el embuste, ni creo tampoco,en estos momentos, en la eficacia del
disimulo, en la eficacia de la deformación y, mucho menos, en la eficacia e la
hipérbole. La verdad desnuda.
Empiezo por confesar -lo he dicho antes-
que estamos ante la subversión de mayor magnitud que ha podido registrar hasta
ahora la historia de España, y que esa subversión está en franco declive. Yo no
me desharé en improperios, que serían inútiles dirigidos a quienes han
producido esta subversión; tengo por seguro que muchos de ellos sentirán
temblando el alma en estos instantes, cuando llegue hasta lo profundo de ella
el acento de mi voz a decirles que han cometido, crimen monstruoso, han
incurrido en una enorme equivocación. Y la equivocación procede de suponer a
las multitudes españolas totalmente desvinculadas de la conquista que para
ellas significaba la República democrática.
Cierto que hay fuerzas -y entre esos
sectores me encuentro yo-, las principales en que el régimen se sustenta, que
no se conforman, porque ello no colma sus aspiraciones, con las conquistas que
en el orden social y en el político les representa la República. Pero todos,
todos, con una visión exacta de la realidad, se dan cuenta perfecta -y en los
momentos de la lucha lo han evidenciado con su unión tesonera y brava- que no
pueden consentir en nuestro país un retroceso político y social.
Habréis advertido que, sin querer,
dejándome llevar arrastras por mi temperamento, me he desviado
circunstancialmente de mi propósito de informaros.
A mi entender, el movimiento subversivo
está perdido desde el instante mismo en que le falló una de sus piezas más
fundamentales. Esa pieza fundamental a que aludo fue la Escuadra, la Armada
española. Contaban quienes han preparado la subversión con la adscripción
incondicional de la flota de guerra española. Esa flota de guerra española está
al lado del Gobierno de la República. Cierto que ello ha sido posible después
de deponer los mandos, con todos los cuales se contaba. Pero la adscripción a
la legalidad republicana vigente, regida en su mayor parte hoy por los hijos
del pueblo, que ostentan los puestos de mando en los puentes de cada uno de los
barcos, imposibilita la aportación a los campos de lucha en la península del
ejército que África; ejército de África que, naturalmente, por la misión que
allí desempeña, es un ejército a cuyas unidades hay que atribuir mayor
eficiencia que a las unidades peninsulares. El ejército de África, sus
elementos bélicos, no pueden pasar el Estrecho. Quedan allí confinados. Ahora
bien: permitidme, españoles que me escucháis, que pida a todos que rindáis
vuestra pasión parcial en estos momentos de lucha, para el reconocimiento de un
hecho a mi juicio monstruoso, y es éste el de que los directores de la
subversión no han vacilado en colocar a España en el plano internacional en
circunstancias delicadísimas, provocando la subversión en territorios que no
son de plena soberanía nacional. España, a través de diversos Tratados
internacionales, tiene una misión muy circunscrita, muy limitada, entreverada
incluso con una soberanía superior a la del Sultán, que sólo
circunstancialmente se delega en el Jalifa; tiene una misión de protectorado
sobre una zona del antiguo Imperio marroquí. Y es lamentable, triste,
dolorosísimo, que quienes hayan querido subvertir el régimen en España, no
hayan vacilado en llevar a la zona de la lucha a un territorio en el cual la
disciplina, el acatamiento a las instituciones, la corrección de la conducta,
eran prenda inexcusable de garantía de que España sabía cumplir allí la misión
que otras potencias, en convenios con ella, la confirieron.
Y tras esto, quizá por esa ceguera que
ha producido el fracaso inicial de ver a la escuadra española cortar todo
posible envío de fuerzas a la Península, también hay que lamentar que se hayan
producido incidentes verdaderamente peligrosos para el prestigio de España
-para el prestigio de España, que es un patrimonio común- a las puertas mismas
de Tánger y hasta en la misma dársena de la plaza inglesa de Gibraltar. No han
debido de medir bien, desbocados por la pasión, la responsabilidad;
responsabilidad histórica mucho más alta que esa otra que es una gallardía
profesional puede perfectamente desdeñar, de jugarse la carrera el destino, el
porvenir y la vida. Que yo acepto en el enemigo todas esas cualidades que
quedan apuntadas en estas últimas palabras. Pero bien hubiese estado que,
puesto que tan sobrados de medios se creían contar, hubiesen limitado su acción
a esta tierra española, constante escenario de desventuras y que ahora siente
sobre sus entrañas el palpitar de esta inmensa tragedia.
Pues bien, volviendo al relato: la
sublevación fracasó allí, se desarticuló una de las piezas principales, y luego se desarticuló otra en la acometida a Madrid. Sabéis, lo sabréis de sobra, cómo
se rindió el cuartel de la Montaña después de una lucha brava y cómo, tras esa
rendición, el movimiento quedó totalmente desarticulado en Madrid.
Por cinco sitios distintos,
simultáneamente, en los dos días anteriores a este que está finalizando cuando
os hablo, se ha intentado forzar el paso a Madrid. Pues bien, en los cinco sitios,
simultáneamente, han sido batidos los rebeldes. De su moral sabemos lo que
ellos no saben de la nuestra y lo que no pueden seguramente adivinar. Sabemos
de su moral porque tenemos prisioneros suyos en gran número. Y por ellos
tenemos el testimonio fehaciente de cómo los soldados que figuran en las
columnas de ataque organizadas por la rebeldía no sienten impulso alguno
acometedor: aprovechan el primer contacto con nuestras milicias o con las
avanzadas de los elementos armados que siguen fieles al Gobierno, para
entregarse. Y ofrecen, como primera prueba de su desvinculación con el
movimiento a que se les ha arrastrado, la dotación entera de sus municiones,
para probar ante quienes les aprehenden que no han disparado un solo tiro
Y se batió al enemigo en el Alto del
León, cayendo en nuestro poder incluso piezas de 15 del regimiento pesado de
Segovia, Y se batió y se le disperso en el puerto de Somosierra. Y aquí yo -que
incluso me he permitido, en esta febrilidad que se ha apoderado de todas, dar
consejos tácticos y estratégicos-, yo me apresuré a recomendar a aquellas gentes
nuestras que, en su ardimiento, bajaban por Somosierra hacia Cerezo, camino de
Aranda del Duero, que se contuvieran. Porque no nos interesaba la lucha en la
llanura, a orillas del Duero, donde podía incluso ser objeto de resultados
parcialmente desfavorables; que para Madrid bastaba y sobraba mantener
inaccesibles todos los puertos por los cuales es posible la entrada Norte a
Madrid, a través de la sierra de Guadarrama. Todos, todos han querido ser
tomados; todos, todos están en nuestro poder; en todos esos lugares ha sido
abatido el enemigo.
Frente a todos los embustes que esta
magia bruja de la Radiotelefonía puede producir, y entre los cuales figura, en
unos, el de mi muerte, en otros, el de mi huida, yo os digo que eso ha
constituido para las milicias populares de Madrid, bisoñas, mal encuadradas, un
triunfo alentador, que anoche se traducía en las calles de Madrid en
manifestaciones populares, donde juntos, en una multitud abigarrada, guardias
civiles al servicio del Gobierno, guardias de Asalto fieles, carabineros
leales, y el pueblo entero de Madrid, se juntaban por las rúas, marchando en
avalancha inmensa, formando cortejos de entusiasmo caluroso, que emocionaban y
arrancaban lágrimas a hombres que tenemos, en el contacto con las multitudes,
por veteranía, cierta insensibilidad.
Pues bien, no sólo os debo y os puedo
hablar de los combates victoriosos librados en los picachos de la sierra de
Guadarrama. El acceso más fácil a Madrid, procedente del Norte y del Nordeste
por la carretera de Aragón (Guadalajara), quiso asegurarse con una resistencia,
que yo debo calificar de heroica, por parte de los elementos que defendieron
aquella antigua ciudad, Once horas duró el combate. Y ese combate terminó con
una victoria absoluta de las fuerza populares adictas al Gobierno, que rebasaba
ya Guadalajara, carretera de Aragón adelante y carretera de Soria arriba, van
impetuosas al encuentro de fuerzas que dicen salir de ciudades más norteñas y
que, hasta ahora, salvo avanzadas exploradoras, por cierto, todas ellas
desprovistas de audacia, no han dado fe de vida.
Este es Madrid. ¡Ah! Este es Madrid, muy
distinto al que presentan las informaciones falsas según las cuales Madrid
está sitiado, sufriendo la angustia de un asedio y la tortura de una falta de
víveres. ¡En Madrid hay de todo! Y asedio no sufre ninguno. No hay más
angustia para el calor vivo del entusiasmo de las multitudes, no hay más
angustia en el centro de las jornadas que la de este calor del estío madrileño,
verdaderamente abrasador. Por lo demás Madrid yo no os diré que es el Madrid
normal, porque el Madrid normal es un Madrid relativamente silencioso en esta
época de la canícula, en que le abandonaron una gran parte de sus habitantes;
Madrid es en estos días un Madrid ruidoso, de júbilo, de algazara y de
entusiasmo: éste es Madrid.
Ahora bien; vosotros, silenciosos
oyentes míos, tenéis derecho a formular en silencio esta pregunta: "Bien;
sí, te creemos: ése será Madrid. ¿Pero qué es España?" Pues os lo voy a
decir.
Yo he comunicado radiotelefónicamente
durante el día de hoy con el Norte de España. Todo el Cantábrico es nuestro.
¡Todo! Asturias, Santander, Vizcaya, Guipúzcoa.
En Asturias, sublime generosidad
nuevamente manifestada: la de los mineros asturianos. En Asturias está sitiado
en Oviedo el coronel Aranda con todas las fuerzas que estaban al servicio de
aquella Comandancia militar, extraordinariamente dotada, es cierto, desde los
sucesos de octubre de 1934. No niego eficiencia, por la cantidad y por la
selección, a las fuerzas que manda el coronel Aranda; no niego tampoco
inteligencia a este militar, que es, quizá -yo rindo justicia al enemigo-, uno
de los militares más perfectamente conocedores de su oficio. ¡Ah! Pero estos
conocimientos del coronel Aranda, que han sido útiles en la sorpresa con
respecto a su actitud en las horas preliminares de su sublevación, son
totalmente inútiles a esta hora. Está encajonado en Oviedo,está realmente
sitiado en Oviedo.
Y la generosidad de los mineros asturianos
es ésta: que teniendo bríos, elementos -disponen incluso de artillería-,
fuerzas sobradas para tomar Oviedo, renuncian de momento al empeño, queriendo
evitar la torrentera de sangre que nuevamente va a correr por las rúas de la
vieja ciudad, y quieren aguardar a que en la inteligencia del coronel Aranda
entre el convencimiento de que aquellos auxilios que esperaba son totalmente
imposibles. Y han pedido simplemente que, a través de una pequeña demostración
aérea, se haga entender al coronel Aranda que su resistencia es inútil y que su
porfía en el mantenimiento de la sublevación, una vez que se agote la
paciencia de estos hombres generosísimos, puede traducirse en la página más
ferozmente sangrienta de esta maldita subversión, que, por bien de todos,
debiera acabar instantáneamente.
Hay un viejo aforismo militar: plaza
sitiada, plaza tomada. Al coronel Aranda, conocedor del terreno, no se le puede
ocurrir la malaventurada idea de hacer una salida, que supondría, que
equivaldría a que unos cuantos están a sus órdenes perecieran.
¿Auxilios? ¿De dónde? ¡Si a la hora
actual todos los reclaman para sí! Angustiosamente lo pide por radio Zaragoza,
amenazada por tres columnas que bajan de Cataluña en diversas direcciones, y
por esta otra que, desbordando Guadalajara, marcha también en dirección a la
ciudad de los Sitios. Lo clama Valladolid. Lo exige Burgos. Todos aparte del
ropaje con que se quieran encubrir las situaciones críticas, con acentos de
angustia verdadera.
Y todo el litoral de Levante, todo; de
Cataluña a Málaga es enteramente nuestro. ¡Enteramente nuestro! Unido a Madrid
con una comunicación que no se ha interrumpido, ni puede interrumpirse, a
través de la carretera de Cuenca y de la línea férrea.
Y oíd esta predicción, para que, si se
cumple, sirva cuando menos para dar mayor crédito a mis palabras: que dentro de
muy poco, al rayas el día próximo, caerá Albacete y quedara asegurada también
otra comunicación con esta zona de Levante, donde no se ha producido ningún
alzamiento contra la República. Albacete está amenzado esta noche por la
invasión de dos columnas fortísimas, procedente launa de Alicante,a través de
Almansa y Chinchilla, y otra de Murcia, a través de Hellín; ambas columnas,
jubilosas, entusiastas y llenas de ardor, acampan esta noche a la vista de
Albaceta, dispuestas a entrar en la ciudad cuando raye el día, y a deshacer
este nudo que puede interceptar una de las comunicaciones con Levante.
Pues bien, en esta subversión militar ha
fallado la sorpresa, que es como pueden producirse todas las subversiones, y
digo que ha fallado la sorpresa, porque nadie de los directores del movimiento
han podido imaginar el volumen de la resistencia popular. Un ejército o parte
de un ejército que actúe, fijaos bien, no en territorio extranjero, sino sobre
su propia patria, y que no cuenta con la adhesión popular, con la adhesión del
pueblo, ese ejército, por eficaces que fueran sus medios -y son bien defectuosas
aquellos de que disponen las fuerzas sublevadas-, ese ejército forzosamente
tiene que sucumbir. Ello es fatal, inevitable, irremediable. No hay genio de la
guerra entre los generales que acaudillan esas fuerzas -dejo a salvo todos los
respetos que colectivamente me merecen los muy personales que he rendido
públicamente a algunos de ellos, pero aunque hubiese genios, aunque todo el
espíritu de la milicia española, de Anníbal acá, por una concentración
prodigiosa y superhumana, acabaran porvincularse en uno de ellos, sus
facultades no podrían llegar a transformar una verdad tan evidente como es ésta:
el pueblo español no está con ellos, el pueblo está con la República, el pueblo
está con el Gobierno.
¡Ah! Su error, su error es creer
expresión y representación del pueblo a los grupos de gentes apasionadas,
furiosamente alocadas, paisanos que se han adherido a las columnas -yo les
rindo este tributo, porque a ello me obliga el respeto y el culto que siempre
guardo a la verdad-, y que son los que, formando en la vanguardia, se baten. El
soldado no se bate, el soldado no siente el impulso
acometido que ha engendrado la pasión de los directores de este movimiento.
¡Ah! Y cuando esto es así, y la masa de combatientes flaquea, porque no tiene
honduras morales combativas, por mucho, por grande, por temerario que sea el
valor de una élite, su esfuerzo es inútil, no tiene más que un camino, el del
sacrificio; pero no tiene el otro camino, el de la eficacia. Y sacrificio
inútil, a veces ni siquiera enaltece.
Y en esas condiciones, yo, que soy un
pesimista impenitente, tengo que proclamar aquí mi pleno optimismo. Tened la
seguridad de que si no lo sintiera, de que si no estuviera arraigado dentro de
mí, yo no lo gritaría a pleno pulmón, como lo grito a través de este micrófono,
para que llegue mi voz del uno al otro confín de España. Acaso, más que acaso
seguramente, yo no me sentiría capaz de disimularlo, de decir cosas contrarias
a mis sentimientos, de enfocar el panorama con lentes distintas a aquellas con
las cuales yo veo. Hubiese eludido este trance, no hubiese comparecido ante
vosotros, porque me hubiese sentido capaz de engañaros.
El terror terrible de quienes han
promovido y dirigido esta subversión consiste en no tener capacidad para medir
exactamente las realidades. Voy a ponerme, para esta digresión, que sabréis
perdonarme, en el propio plano de los adversarios, de los sublevados, de los
insurrectos, de los rebeldes. Y voy a descontar que ninguna otra ambición
-ambiciones personales, de medro y de gloria, que son también ambiciones, y son
ambiciones lamentables las de las glorias personales cuando se va en busca de
ellas en daño del pueblo- les anima; voy a suponer que la ambición del medro,
desde luego la del lucro, y hasta la de la gloria, están descontadas en este
impulso. Voy a establecer el supuesto de que ellos creyeran que el régimen
republicano llevaba rumbos defectuosos, contenía anormalidades, causaba daños.
Aceptémoslo a efectos de esta digresión. ¿Pero acaso han creído que un daño
infinitamente mayor, la brecha terrible que están abriendo en el cuerpo de esta
Patria desangrada, está justificado por la corrección de daños que, si
existen,y en el volumen mismo que ellos lo aprecian, son infinitamente menores
a este desgarrón inmenso que deja al descubierto al mundo nuestras propias
entrañas? Y yo, que soy un español hasta el tuétano y que mis ideas
internacionalistas no han menguado jamás, ¡jamás!, oídlo, ¡jamás!, el amor por
mí España, donde nací, y en cuya tierra irán a pudrirse mis huesos, yo quiero
llamar a la conciencia de todos, pero singularmente de estos hombres, y pintales
ahora ese espectáculo, aparte de aquellos sucesos a que antes me referí,
iniciados en una casa relativamente ajena, que no era la propia, y donde
nuestra conducta deber ser más acrisolada, y aquellos incidentes posteriores,
donde la temeridad ha llegado a arrojar bombas desde los aviones, elevados en
Marruecos, casi en los malecones de la plaza de Gibraltar. ¿Consuela acaso a
estos hombres el espectáculo de que nuestras dársenas peninsulares se vean
ahora pobladas de navíos extranjeros, que no vienen en visita de mera cortesía,
ni de cumplimiento ritual, sino a asegurar la vida y a proteger los intereses
de sus súbditos, como una declaración previa de nuestra incapacidad colectiva
para asegurar esas vidas y esos intereses? Medítenlo, medítenlo, medítenlo.
Yo no haré a cuenta de ello más
reflexiones; que a hombres que tengan el alma cultivada por los efluvios de
sentimientos delicados que en ella hacen florecer las ideas generosas, creo que
bastará simplemente esta enunciación para que quede grabada, como yo quiero que
quede, esta impresión de una angustia, que, si tiene alfo en sí, no es la
angustia de una derrota que no preveo, que descarto, que la elimino, porque el
triunfo nuestro es seguro, es definitivo; pero que tendrá tantos metros cúbicos
de sangre como ellos quieran.
Su impotencia para mí es evidentísima,
Su derrota está en mi espíritu registrada ya de un modo inconmovible. ¡Ah! El
valor supremo de los grandes hombres es el de la abnegación. La bravura es cosa
circunstancial, acaso inconsciente; contagiosa como el miedo. Aquí, en las
masas populares, se ha contagiado la bravura, se ha contagiado la valentía, se
ha contagiado el ardor. En las masas que les siguen, las masas de los soldados
hijos del pueblo, se contagia el miedo. Entre esos dos contagios, respecto de
los cuales el valor de las subjetividades, por muy destacadas que sean, es
nulo, el resultado es previsible. ¿A qué teñir más de sangre las calles de las
viejas ciudades de España y los campos de nuestra vieja nación?
Sin querer, porque no era ése mi
propósito, pero dejándome arrastrar por un impulso espiritual, esta elocución
mía parece ir dirigida, y lo es, en efecto -es una realidad indiscutible-, más
al enemigo, más al adversario, que al amigo, al afín, al que lucha con uno. Se
equivocaron quienes, dejando desbordar su recelo, supongan que esto es una
arenga de encargo; es sencillamente una manifestación de mi espíritu.
Y yo digo a los republicanos,
socialistas, obreros todos que están al lado del Frente Popular, y lo digo, no
como una insuflación de un optimismo artificioso, sino como la expresión de una
convicción hondamente sincera, que el triunfo es nuestro. Yo no necesito decir
que no desfallezcáis, porque os veo contagiados en esa ola de valor volcánico
que, cuando surge, lo arrolla todo.
Y al enemigo le digo: estás ya de hecho
vencido. Mide tu responsabilidad, mide tus equivocaciones. Mírate por dentro,
contémplate, y a ver si encuentras en tu panorama interior paisaje alguno que
te invite a la continuación de esta lucha, porque rendición, no la esperes.
¡Rendición no la esperes! ¡¡Rendición no la esperes!! Encontrarás cadáveres;
pero no hallarás prisioneros. Nada más, españoles.
Indalecio Prieto
Discurso radiado desde Madrid la noche del 24 de julio de 1936
¡GENIAL!
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