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1563. El vuelo vertical de Saint-Exupéry




Bruno H. Piché / Septiembre 2000 / Letras Libres 

Sucede en ocasiones que toda la vida de un hombre, su sentido más profundo y final, están contenidos en un solo día. La mañana del 31 de julio de 1944, el comandante Antoine de Saint-Exupéry despega a bordo de un desprotegido bimotor P-38 Lighting para realizar una misión de reconocimiento, su última misión: sobrevolar a gran altura la zona Grenoble-Chambéry-Lyon. Desde los aires, el paisaje le resulta aún más familiar, casi entrañable; no ha puesto pie en territorio francés en los últimos cuatro años. La ocupación alemana ha sido prolongada, el país está dividido entre el régimen colaboracionista de Vichy, la resistencia y un gobierno en el exilio. Los ánimos declinan. Antes de partir, Saint-Exupéry escribe una carta para un amigo: "Si soy derribado no lamentaría absolutamente nada". Para librar la guerra, las fuerzas conjuntas de Francia y Estados Unidos prefieren prescindir de las emociones del más afamado de sus pilotos, o al menos lograr su disolución en el horizonte amplio de la Gran Estrategia: abrir una pinza de fuego que avanzará contra el enemigo y se cerrará desde el norte y el este de Francia.

La búsqueda continua es la verdadera e infatigable vocación que muestra Antoine desde sus años de juventud. Quiere ser oficial de marina, ingeniero, arquitecto; su animadversión hacia los estudios lo convierte en escritor y piloto de aviones. Las letras y la aviación, profesión entonces en sus albores, le permiten levantar el vuelo en pos del deseado reconocimiento. También quiere ser amado: descubre a la joven aristócrata Louise de Vilmorin, quien combina el prodigio de su belleza y elegancia con un inconformismo acentuado, perenne. Se comprometen en 1923 y la boda no llega nunca. La promesa del amor altera el rumbo de la vida de Antoine: nunca dejará de amar y extrañar a Louise, aunque su matrimonio en 1931 con Consuelo Suncin y su involucramiento con otras mujeres a lo largo de los años le traen un alivio intermitente. Saint-Ex se inicia con éxito como piloto y escritor, pero la condena del amor incumplido no lo abandonará jamás; Louise de Vilmorin reaparece como Geneviéve en su primera novela, Courrier Sud, y más tarde se convertirá en algo más que un personaje literario: permanece para siempre junto a Antoine, a través de sus encuentros esporádicos o de la correspondencia que mantienen permanentemente. El divorcio de Louise, ocurrido ocho años después de casada, les revela a ambos el fiasco que hay en cualquier vida amorosa malograda. Un contemporáneo del piloto, profundo conocedor de las mundanerías de los hombres, padece la misma desdicha: François Mitterrand, el eterno enamorado de Marie-Louise Terrase que decidió volcarse por entero hacia el comercio de las pasiones políticas, arrastrado por una aflicción que no cejó nunca, ni siquiera en la muerte.

Los infortunios políticos de Saint-Ex corren paralelos a la felicidad que descubrió en su esmerado cultivo de la amistad. Antoine profesa la fe del individuo, pero reclama para sí la salvación por los otros, sus semejantes: "No tengo la esperanza de salir de la soledad por mí mismo. La piedra no tiene esperanza de ser algo más que piedra. Pero en unión con otras, se junta para construir un templo" (Citadelle). En la magna catedral de la amistad, el vizconde de Saint-Exupéry convoca a los fieles, dos de ellos entrañables: Léon Werth y Jean Mermoz. El primero de ellos, intransigente panfletista de izquierdas, "guardián de una civilización", cumple una función específica: guiar al piloto en su paso por la tierra, obligarlo a depurar y afinar sus ideas durante conversaciones que se prolongan noches enteras. Con el segundo, otro incondicional de las aventuras aéreas, comparte el ejercicio de la acción terrena. El vínculo con Mermoz no es menos emotivo: no participa de sus creencias antirrepublicanas, que incluso lo llevan a militar en un movimiento de derecha, la beligerante Croix-de-Feux, pero nunca condena la sinceridad ni el compromiso que mueven a su colega y amigo. La amistad, como el amor, surge de algo más profundo e inasible: ambos son el gran misterio. 

Antoine es indiferente a los trasuntos de la política casi hasta el paroxismo. Hundido en una depresión creciente, reclama para una nación mortalmente escindida el mismo espíritu de comunión que anima su profesión amistosa. Ni el mariscal Pétain ni el general De Gaulle merecen sus simpatías, no comulga con sus respectivas causas, aunque tampoco las impugna en forma explícita. La ausencia de compromiso y su inapetencia por la toma de posiciones revelan su anacronismo, los síntomas particulares de un mal anímico: su nostalgia de la vieja civilización europea; anhela la unidad perdida, exige con Drieu La Rochelle rendirle cuentas exclusivamente a Francia, a Europa y al Hombre. Emmanuel Chadeau, historiador económico y biógrafo certero, ha apuntado que la moral política de Saint-Ex corresponde a la prosecución de sus intereses: Antoine no tiene empacho en integrar la tesis de la Francia Eterna en sus novelas para recibir el beneplácito de la Propaganda Staffel, órgano de censura de las fuerzas de ocupación en París y desde cuya sede en el Hotel Majestic oficia el más célebre de los pretores, el coronel Ernst Jünger. Sin embargo, nadie como él deseó tanto y tan obsesivamente el fin de la edad enferma; si hubiera sobrevivido, no me cabe duda de que habría asistido jubiloso a la fiesta secreta que ofreció Borges con motivo de la liberación de París: "El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado". (Anotación al 23 de agosto de 1944). Su muerte, acaso temprana, le ahorró la infamia de ocupar un lugar en la Lista Negra junto a Montherlant, Céline y Lucien Rebatet. 









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