Ramón Acín Aquilué
(Huesca, 30 de agosto de 1888 - 6 de agosto de 1936)
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Acín era un hombrecito de ciudad. Como yo llegaba del campo, tenía el pelo de la dehesa muy tupido. Era tozudo y callado. Desobedecía cachazudamente a todos. Cuando el director del Colegio me anunciaba castigos tremebundos, pensaba yo que no llegaría la sangre al río. Este procedimiento de rebajar las penas era muy socorrido para que llegara un indulto a tiempo. La serenidad desarma a los tiranos.
Paseando un día Ramón y yo por las riberas del Flumen, me dijo que había una confabulación contra mí.
-No será tanto- dije yo acudiendo al socorrido procedimiento de rebajarme la pena por anticipado.
- Te quieren suspender.
- ¿Por qué?
- Porque no sabes nada de nada.
- A reñir, les juego a todos- replique yo con mi afición ibérica a las peleas.
- Pero es que no se trata de reñir, sino de conjugar verbos irregulares. Y a dividir quebrados, cualquiera te gana.
Bajé la cabeza avergonzado o así. Los quebrados eran para mi una preocupación tremenda, pero sólo durante cuatro o cinco segundos.
- Si quieres el cachorrillo... - dijo de pronto Acín.
“El cachorrillo...” Los que habéis oído ponderar lo que estima su fusil el árabe, los que comprendéis el amor frenético que tiene por una joya única el presumido, sabréis graduar lo que era un cachorrillo para Acín y para mí.
Arma corta, elemental, primitiva. Un cartucho de latón sujeto a la correspondiente armazón de madera en forma de culata con alambre fino. En lo que podríamos llamar recámara ciega y cerrada, un oído o agujero por la parte de arriba. En resolución, una pistola de zagal para llevar en el bolsillo. Cargado el cartucho con pólvora y perdigón mostacillo, poníamos unos granos en el oído comunicando con la carga, acercábamos un poco de fuego al oído cebado y salía una endiablada metralla con más peligro para la mano y para los ojos del que disparaba que para el enemigo. Creíamos muy seriamente que cargado el cachorrillo con granos de sal producía la muerte instantánea del rival.
- Si quiere, te dejo el cachorrillo -me dijo Acín- y vas a examinarte con el arma a punto. Llevas unos mixtos de yesca preparados. Si te suspenden, arreas una descarga contra el tribunal y que venga lo que quiera. Faltan pocos días para exámenes. Los quebrados tienen malas chanzas. Tú no sabes que cuatro quintos equivalen a cero enteros ochenta centésimas, o bien ocho décimas...
Yo no sabía nada de nada. Las décimas y las centésimas, lo mismo que los cuatro quintos me parecían jeroglíficos. Acín me parecía el más afortunado de los brujos. Mi idea persistente era que el tribunal quería burlarse de mí porque era yo lugareño. No podía consentir burlas de tres vejestorios con toga y birrete. Que pretextaran una lección de quebrados o la batalla de las Navas de Tolosa, me era igual. Todo venía a ser lo mismo: disculpas para suspenderme.
- ¿Y tú te empeñas en enseñarme ese lió de los quebrados, Ramón?- pregunté a Acín, sintiendo de pronto la responsabilidad de quien premedita un homicidio y se arrepiente.
- Sí, prefiero darte un repaso que darte el cachorrillo.
- ¿En cuántos días me vas a preparar?
- En una semana.
4
El paciente y mañoso Acín me encasquetó en una semana la agria y descomunal teoría de los quebrados. Tuvo que hacer prodigios de habilidad. A mí, que me examinaran como nadador en el Cinca, como rabadán del viejo cabrero Chutrón, como ayudante del barquero Salas, como peón de viña, como tocador de requinto o como empapelador de caramelos de verano. Que me preguntaran por el Camino de Santiago una noche despejada. Conocía esas constelaciones que tan familiares son a los pastores y a los barqueros. Que me hicieran cavar patatas, trillar descalzo con aquellas dos jacas tordas que tenía en el monte de Ballobar Martín el Hortelano. Que me hicieran la jota baja en el guitarro o recitar el romance de Gerineldo. Que me hicieran subir a un peral cargado de fruta para desnudarlo. Pero, ¿los quebrados? ¿Para que sirven los quebrados?
Acín consiguió enseñarme el profundo y misterioso secreto de los quebrados en su casa de Huesca. Era él por aquella época - primeros años del siglo - un oscense de excepción nacido hacia el 87, adolescente despierto, remolón, amigo de lealtad irreprochable y aficiones andariegas. Manejaba el lápiz con mucha más soltura que los quebrados. Dibujaba pajaritas de papel. Una reminiscencia de aquellas infantiles pajaritas podía verse en el pequeño parque de Huesca modeladas por él pocos años antes de ser bárbaramente inmolado por los fascistas.
La solicitud de Acín me salvó del compromiso de disparar mi vengador cachorrillo contra un tribunal docente empeñado en preguntarme por la existencia de los quebrados para humillar mi orgullo pueblerino condecorado con unos cuantos cardenales patentes y unas cuantas heridas cicatrizadas del todo, producto éstas y aquellos de riñas con invariable resultado traumático. Vencer o ser vencido era igual cuando se trataba de reñir. El mérito estaba en reñir por reñir, en reñir con el puntillo de que no dijeran que se esquiva un desafío. “Viejo honor calderoniano español que perdura a través de los siglos entre los españoles susceptibles no lectores de Calderón.” De este tono español vidrioso nació Calderón.
Felipe Aláiz
"Vida y muerte de Ramón Acín"
Ediciones Umbral, París, 1937
(Reproducción de la edición original aparecida en 1937 en Barcelona)
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