Sesión de apertura de las Cortes Constituyentes de la II República, 14 de julio de 1931. Fotografía de Luis Ramón Marín |
El Señor Presidente del
Gobierno provisional de la República
(Alcalá-Zamora)
¡Señores
diputados!:
Anunciada
espontánea y públicamente por el Gobierno la obligación de resignar sus poderes
en fecha próxima ante la majestad única y soberana de las Cortes
Constituyentes, es ociosa por ello la exposición de un programa para lo futuro:
ansiada en nuestra alma la hora de rendiros cuenta de nuestra gestión, hubo
instantes en los que pasó por el espíritu del que os habla la sugestión de no
interrumpir con su discurso aquel instante, aquel tránsito en que desde la Mesa
de edad, desde la ancianidad gloriosa y respetable y la juventud prometedora,
polos y enlace de las generaciones, se hubiera de pasar al primer acto de
soberano albedrío de la Cámara: a la elección de Mesa, en que se reflejara la
expresión de legítimo predominio y la concordia de justas transacciones.
Aparecía el acto tal como yo me lo imaginaba, con una grandeza sencilla que me
atraía: el trabajo por rumor en la seguridad como ambiente; la prisa por ritmo,
la impaciencia por impulso, la Constitución por objetivo, la certeza plena de
vuestros poderes sin límites: un ceremonial sobrio, la solemnidad silenciosa,
de emoción muda, en que se reflejara pura y escueta la austeridad republicana.
Y, sin embargo, para abandonar esa idea tan atrayente, para venir a hablaros,
precipitábanse en el alma, como hoy se agolpan en los labios, múltiples
emociones. El recuerdo y la llamada de la Historia; la alegría que se desborda
en nuestro espíritu; la emoción con la cual tenemos que saludaros; y como
último e inesperado acontecimiento aquella impresión imborrable de la calle: el
pueblo aclamando y fortaleciendo la República, que es él mismo. dándonos la
sensación de una pujanza superior a cuanto fue nuestro ensueño y una recompensa
infinitamente más alta que todo lo que pudimos merecer y todo lo que pudimos
anhelar.
Si
aquel primer consejo lo hubiera seguido, hoy, lejos de este ambiente, mañana en
España misma se hubiera podido pensar que este Gobierno de hombres ilustres que
tengo la honra inmensa de presidir, y el mismo humilde y modesto que os habla,
no habían tenido la sensibilidad bastante para percibir el convencimiento, que
me abruma, y la impresión, que me anonada, de que en el día de hoy se escribe
con un intenso subrayado una página de la Historia. En el estrato histórico no
hay hora perdida, ni hay minuto que su sensibilidad fidelísima no recoja; pero
son unas horas, unos días, unos lugares de llanuras o accesos de cuestas; son
pocos los días que constituyen divisoria, y la fecha de hoy es una alta, una
suprema cima, una cresta de divisoria en la historia de España. Por un lado,
todo el eco de nuestras luchas civiles, todo el esfuerzo gigantesco y sin igual
entre el tesón democrático del pueblo y la obstinación incorregible de la
dinastía, de otro, todo el horizonte que se abre con la promesa de una paz, un
porvenir y una justicia que España jamás pudo prever como ahora.
Sería
injusto que la República española, al nacer, se circunscribiera sus deudas, se
limitara sus obligaciones de gratitud con los mártires que son sus hermanos, si
creyera que cuando se escriban en esas lápidas dos nombres, que están en la
memoria de todos nosotros que antes de grabarlos en el mármol los llevamos
grabados en el alma, con el recuerdo y la protesta contra la iniquidad
superflua, innecesaria y estéril que sumara dos mártires más en la cuenta de la
libertad española... La República española, pagada esa deuda de justicia,
todavía habría empequeñecido lo noble y antiguo de su ascendencia. Es toda la
historia constitucional de España lo que evocamos hoy. La República española no
es sólo la hermana de los mártires de la tragedia pirenaica; la República
española es la nieta, la biznieta de Riego, de Torrijos, de cuantos sufrieron
la muerte luchando contra las perfidias fernandinas. La República española, en
su deuda de gratitud, al surgir potente, segura, sin temor a desaparecer, sin
miedo a eclipses, tiene que pagar y paga, por la evocación que yo hago, la
deuda que conserva con todos ellos. Gratitud inmensa a aquellos constituyentes
ingenuos del 12, que en medio de toda su sencillez sentaban el dogma de la
soberanía nacional y ponían límites a la potestad de la Corona; a aquellos
constitucionales del trienio que tenían que calificar de vesania la maldad
incurable del rey que se negaba a defenderse, porque defenderse era mantener la
Constitución; aquellas Cortes del 55, en las cuales surgió ya la idea
republicana como la única fórmula de salvación ante la reincidencia
incorregible de la dinastía; a los constituyentes del 69, firmes en la defensa
de la democracia, torpes en la esperanza de que aún era posible la implantación
de una Monarquía extranjera; a los republicanos del 73, que dejan para la
Segunda República dos guías que hacen imposible la perdición. Allí, en la
altitud del espacio, luminarias de ideal y estelas de rectitud, y aquí. en los
fragores de la tierra, los senderos del peligro amojonados con todas las
amarguras de su dolorosa y abnegada exploración.
Y si me
permitís en esta evocación de gratitud, de hombre que no reniega de su pasado,
porque lo cree honrado y lícito, que lo recuerda antes de que nadie lo sugiera;
deuda de gratitud de la República española, incluso con aquellos hombres que
sin sentir jamás la apostasía de la forma republicana, pero subordinándolo todo
al ensueño de la realidad democrática, ofrecieron a la Corona incorregible la
última esperanza en aquella obligación que, por recíproca condicional y
rescindible, era la fórmula en virtud de la cual los hombres que amábamos la
libertad dentro de la Monarquía pudimos abandonarla en su traición, execrarla
en su perjurio y hundirla en la sima a que le llevaban las faltas a que
voluntariamente se entregara; Pero aquella vertiente del pasado, que la
divisoria de hoy nos descubre y nos recuerda, es lo que fue: gratitud inmensa,
esperanza máxima al otro valle, a la otra vertiente que desde la divisoria
dominamos.
Para
mi, señores diputados, para el Gobierno en su conjunto, la revolución
triunfante es la última de nuestras revoluciones políticas que cierra el ciclo
de las otras, y la primera, que quisiéramos fuera la única, de las revoluciones
sociales que abre paso a la justicia. Es decir, que invocando ante el mundo una
ley de compensación histórica, habiendo sufrido más que nadie por la libertad
política, habiendo luchado por ella siglo y cuarto con una tenacidad de la que no
hay ejemplo en el mundo, habiendo derramado la sangre a torrentes como ningún
pueblo lo hiciera, habiendo redimido el nombre de la patria y de la raza,
porque después de la tenacidad en la lucha supimos dar el ejemplo de paz y de
revolución pacífica más maravilloso que la Humanidad contemplara, la fórmula de
compensación a que aspiramos es que si fuimos los que pagamos más cara la
transformación política seamos los que obtengamos mas fácil la transformación
social.
Posible
es ello, porque antes la libertad era la rebelde; le costó trabajo escalar el
Poder; ahora la libertad es la gobernante y no tiene el derecho ni tiene el
propósito de colocar una valía enfrente del dolor de los oprimidos para poner
un dique a las reivindicaciones de justicia social.
Esta es
la visión de la historia de una vida que no la vivimos: pero de la cual somos
los herederos, y de la otra vida que no la viviremos, pero que constituye la
esperanza del nuevo engrandecimiento de España.
¿Y la
alegría nuestra? ¡Ah, señores diputados! No la podéis comprender ni la puede
imaginar nadie que no haya compartido nuestras luchas y asociado su existencia
a la misma nuestra.
Los
espíritus que miden con el criterio del egoísmo creerán que el salto de la
zozobra a la alegría y la curva ascendente de la satisfacción se mide desde la
cárcel, el destierro o el refugio, hasta el Poder. No; se mide desde el triunfo
hasta el día de hoy, el más grande de nuestra vida, el más soñado por nosotros,
el anhelo de toda nuestra existencia ministerial. De mi, sé decir que haber
llegado al 14 de julio, venir al Congreso y dirigiros este saludo es la cumbre
que jamás pude soñar, tras la cual todas las aventuras de la tierra me
parecerán el descenso desde el honor máximo que la Providencia me ha permitido
gozar en esta vida.
Es,
señores, que para resistir en la prisión o en el extranjero bastaba la fe
inquebrantable que teníamos, nuestro sentido del deber y la energía y la
asistencia del pueblo español; para llegar desde aquella jornada gloriosa del
14 de abril a ésta, de esplendor sin igual, del 14 de julio, hacía falta un
acierto, que podía fallar, y una suerte, que pudo ser adversa. Por fortuna, se
venció; ante vosotros estamos, señores diputados; ante vosotros, con el ansia
paradójica de que tras la jornada de hoy, en que desaparece la plenitud
ilimitada de nuestros poderes venga la de constitución, en que acabe la
integridad total de nuestro mando. Es señores, que en estas horas no se puede
medir con el criterio de la ambición, sino con el criterio del deber y con la
noción de la responsabilidad. Por eso el Gobierno os pide que os acerquéis, no
apresurada, pero si rápidamente, con pausa, al propio tiempo con impulso, al
momento en que hayamos de resignar los poderes. Mientras tanto, ejerced una de
tantas facultades que por la amplitud de su albedrío os abrumará: la
convalidación o la repulsa de los mandatos.
Fue
norma de gobierno que imponía la delicadeza antes de que la trazara su
estructura, abstenerse de toda presión electoral; mas por esa misma conducta,
jamás superada, y yo creo que nunca igualada, tenía el sistema el inevitable
contrapeso de permitir otras audacias, otras imposiciones u otras ilegalidades.
Sed,
señores, severos en el examen de vuestras actas. Podéis serlo, porque la fuerza
de la República es tan grande que, por inexorable que fuese vuestro rigor, de
cada fallo de severidad vendría un brote de nueva pujanza republicana. Podéis
serlo; pero, además, debéis serlo, porque la reputación moral de la República
española es tan incólume, está tan inmaculada, que sobre ella se dibuja y la
afea cualquier mancha de concupiscencia o de flojera que haya en el
cumplimiento del deber. Sed severos, porque vais a ser jueces, no sólo de
nosotros, cuerpo de vuestra sangre y portavoz de vuestro ideario: tenéis que ser
jueces o, al menos, acusadores para que en España no se pierda la santa noción
de la responsabilidad, sin la cual las leyes no son nada y el pasado una
audacia que puede volver; tenéis que ser jueces o acusadores de vuestros
enemigos, y para poder serlo inexorables, sed severos con vuestros propios
intereses.
Tal
importancia atribuyo a eso que parece cotidiano y modesto, que por primera vez,
y bajo ese aspecto, siento el dolor de lo que ha constituido mi orgullo: de no
presentarme con medro electoral ante vosotros. Del propósito me apartó el
desinterés; de la sugestión me hizo olvidar la delicadeza; pero tal magnitud
tiene la justicia electoral de las Cortes, que yo quisiera presentarme con
alguna codicia satisfecha y desmedida para ofrendarme, primero, a vuestra
severidad, a fin de que la justicia electoral de las Cortes constituyentes sea
un modelo al que nada se pueda reprochar. Y al término de esa revisión de
mandatos encontraréis al Gobierno, que va a rendiros cuenta de su gestión. El
detalle, entonces. La síntesis, hoy.
El
Gobierno se presenta ante vosotros con las manos limpias de sangre y de
codicia. Porque en la revolución fuimos tan abnegados, tan generosos con
nuestros enemigos, y en el Poder hemos sido tan serenos en el mantenimiento del
orden que la revolución española no tiene una mancha de sangre que pueda
imputarse a los hombres que la hicieron y a los hombres que la han regido.
Limpia de codicia, porque en el pleno goce de atribuciones de excepción, sin
nadie que nos fiscalizara, al revisar una obra de arbitrariedad, de agio y de
daño y al iniciar otra de encauzamiento, ninguno de nuestros actos
administrativos despertó el recelo, apareció con sombras ni motivó la duda.
Pero los hombres que se presentan ante vosotros con las manos limpias no las
traen vacías, porque, como ofrenda de esta sesión, os aportan dos cosas: la
República intacta y la soberanía plena.
¿Sabéis
lo que es la República intacta? Es la República segura, indiscutible, afirmada,
puesta a prueba, sin esperanza posible de restauración, sin peligros que la
perturben, sin desvío en la pausa y en el rumbo, veloz, acelerado o tranquilo,
que en el goce de su soberanía se asigne.
La
República española no ha sido planta de estufa que no conoció la inclemencia ni
vio el ataque de los enemigos. Lo recibió a ratos por la derecha, preparado
sórdida, callada, egoístamente, amenazando a la Hacienda española, cuyos apuros
creara la Dictadura, con tenacidad de bloqueo, que a ratos era conato de asalto
por un capital medroso con el que daba a una burguesía asustada el ejemplo
desmoralizador del pánico.
Y otras
veces sintió esos ataques por la izquierda con las impaciencias de extremismos
que dejaron desfilar a la arbitrariedad dictatorial, como si fuera siempre en
campo de llanura, sin preocuparse del flanqueo, y acecharon como desfiladeros
cada garganta del dietario electoral que nuestro deber trazaba y nuestra
voluntad seguía. Sin embargo, señores, la República ha vencido no con igual
fuerza, con su fuerza acrecentada, porque cada conato de ataque, en su
frustración, era confesión de impotencia y reconocimiento de nuestra firmeza.
Esa es la República que os traemos.
Y la
soberanía plena. Dirá alguno: plena es toda soberanía de Cortes constituyentes.
En el papel, si; en la realidad, no. En la realidad, soberanía más plena que la
de este Parlamento no la conoció ninguno.
Soberanía
libre de toda influencia tutelar extranjera. El Estado español renace no como
Estado satélite, sino como Estado soberano que es dueño de sus destinos; sin
haber incubado el nido de la revolución fuera del territorio de la patria;
permanece fiel a todas sus amistades, leal a todos sus compromisos y tratados,
consecuente en la orientación de su política exterior; pero por actos de
autodeterminación, de soberanía plena, sin que le impulse ningún compromiso de
nacimiento que mediatizara la independencia del Poder con ingerencias de un
Gobierno extraño.
La
República española y vuestra soberanía nacen libres de otra influencia
mediatizadora, la más frecuente y más innoble: la mediatización del capital
usuario que acude a los focos de conspiración brindando un auxilio que
representa la hipoteca económica del país, el compromiso de su orientación
financiera. Malditos sean semejantes convenios, quizá preferibles en la forma
de usura, a cabo santa, en cierto modo, porque es redentora, en la limitación
numérica de compromiso; mil veces más execrable cuando comprometen la
integridad de una renta, el trato de una industria, el goce de un monopolio, la
concesión de un favor ilimitado. Y la República española nace tan libre y dueña
de sus destino económicos, que a nadie debe nada ni prometió nada, porque
fueron tan honrados todos que no necesitando comprar a nadie no necesitó
venderse nadie, y la generosidad de los que colaboraban, con la modestia de los
que otorgaron su concurso, hicieron el prodigio de que la República española no
tenga empresario, banquero, ni capitalista, sino que sea entera del país la
fortuna pública.
Libre,
señores, la soberanía de todo caudillaje militar, que fuera el amparo
indispensable, pero también la sombra amenazadora de todos los cantos liberales
de nuestra historia. ¡Ah! El sabio extranjero que quiera definir la política
española por diccionario tendrá ya que innovar la llamada que decía:
Pronunciamiento: voz anticuada, despectiva, militar y española, sin traducción
posible, y tendrá que decir: Pronunciamiento: voz moderna, civil, popular, de
comicio legal, republicana, típica de España, sin traducción posible.
De
suerte que, entendedlo bien, con el Ejército español, hijo del pueblo y alma
del pueblo, la deuda histórica de gratitud, de herencia, que no renunciamos; la
deuda reciente, porque hubo el martirio bastante para sellar la amistad, pero
no ha sido necesario el concurso que engendrara el peligro del predominio. En
el Ejército la República tiene soldados seguros; si llega la hora, servidores
leales, héroes sin disputa, ¡ah!, pero protectores, innecesarios; dominadores,
imposible; rebeldes, inverosímiles.
Por eso
precisamente, porque la supremacía, no, la existencia única del Poder civil
está afirmada ya, sin llegar al momento en que se afirme en la Constitución,
porque Ejército y pueblo en España no admiten el distingo, cuando termine estas
palabras, con la venia de la Mesa, con la protección de su alta autoridad, yo,
en prueba de efusión, de abrazo de la representación nacional con las
instituciones armadas, os invito a que desde la escalinata de este edificio
presenciéis el desfile del Ejército, que viene a rendir honores a la única
soberanía de la nación.
Soberanía
libre de oligarquías políticas, porque en el juego espontáneo, tornadizo,
voluble o constante de las fuerzas electorales no existe la simetría aritmética
igualitaria de un cociente gubernativo entre las fracciones políticas; pero,
ninguna es capaz de imponer a la Cámara el predominio de sus solas decisiones
sin la voluntad de las otras. Y, por último, soberanía libre del caudillaje
político, a veces más peligroso, por ser más invisible y más astuto que el
caudillaje militar; porque este Gobierno que ante vosotros aparece es todo él
heterogéneo, fundido por una cordialidad sin igual, por una concepción uniforme
del espíritu del deber; pero incapaz de producir un caudillo, y fue no sé si un
acierto, una bondad o una inspiración de la benevolencia de estos hombres
insignes, cada uno de ellos es capaz de presidirme a mí, el que (para dar la
idea exacta del Poder en la pirámide republicana, en que lo amplio y lo total
es la base, y la jefatura del Poder, que se asienta en el cruce de las aristas,
es lo más alto, pero lo más invisible, lo casi imperceptible) tuvieran la
bondad, que me abrumará eternamente, de confiar la dirección a uno de los
hombres más humildes, a uno que muchas veces se dice que la Naturaleza pudo con
él ser más pródiga y la Providencia más espléndida en otorgarle facultades,
porque todas las habría entregado al servicio de su país, sin que, fuera cual
fuese la posición a que le exaltaran, sintiera la tentación del poder personal
por parecerle la más absurda de las demencias y la más infame de las vilezas.
De
suerte que ésa es la soberanía y ésa la República que os entregamos. ¿Como
halago a vuestro albedrío lo he dicho? No; como recuerdo de vuestra
responsabilidad, porque el fruto de nuestro trabajo es el capital de
establecimiento de la Cámara, y esas facilidades con que vais a actuar son las
que miden la posibilidad del acierto. Vais a ser escultores de pueblos, ¡obra
inmensa! Escultores de pueblos como Costa los definía, y la escultura del
pueblo español, que esculpirle es labrarle una Constitución, tiene que buscar
sus derroteros, perdido el sentido de la continuidad histórica, extinguida con
esas dos figuras que el Gobierno provisional no ha confundido con los últimos
titulares de una realeza a extinguir. Desde esas figuras la escultura del
pueblo español se detiene, se desvía, se aparta de su cauce, a las regiones que
en la guerra de la Independencia, como ahora, afirman su voluntad de permanecer
juntas porque quieren su autonomía indestructible, pero dentro de su efusión
indisoluble, se las separa unas de otras con la soberbia de los Habsburgo que
aporta el nieto de Maximiliano, y luego con la centralización y la egolatría
que aporta el nieto de Luis XIV, y, sin embargo, fue tan grande la herencia de
aquel primer período escultural de España que todavía produce la aventura de su
hegemonía transitoria en Europa y de su influjo permanente en el Nuevo Mundo.
Vosotros
tenéis que rehacer con rumbos nuevos, perdida la continuidad histórica, roto el
hilo de la tradición, la escultura constitucional de España. Hacedlo, señores
diputados. No olvidéis que la dificultad del esfuerzo consiste en que en esas
esculturas no se maneja arena maleable ni barro que se preste al capricho del
escultor: se talla sobre roca que ahonda en el suelo, que se eleva a las cimas
y vive el transcurso de los siglos. Podéis, sí, con el martillo de la
soberanía, hundir picos, ahondar resquebrajaduras, quitar ruinas, que caiga lo
caduco o lo dañoso para esculpir con amplitud y con precisión los rasgos que se
vean en todo el mundo de la traza que deis a la Constitución política en
España.
Deseamos
vuestra suerte más que la nuestra, vuestra gloria más que nuestra fortuna. En
épocas normales, en momentos tranquilos, cuando la Humanidad siente el tirón de
los bajos impulsos, las únicas emulaciones de la codicia, que en su embriaguez
insaciable siente la sed en el momento en que está harta; de la ambición, que
en su fantasía quimérica sueña grandezas que no existen por encima de las
reales; de la envidia, la más baja de las pasiones, que siendo el
reconocimiento de la superioridad ajena hace el castigo innecesario y la
retorsión imposible; pero en la hora de los grandes momentos, cuando la
conducta se rige por el deber, hay una emulación más veloz; más competidora que
ninguna, y es la emulación de las abnegaciones. Tenemos, sin inmodestia, la
conciencia tranquila del deber cumplido y de la fortuna lograda, y queremos que
obscurezcáis nuestra obra con otra que perdure por encima de ella. Y así van a
ser mis últimas palabras sin halago porque seréis nuestros jueces, sin tristeza
porque vayáis a ser nuestros sucesores, sin altivez y sin abatimiento porque
tenéis que regir nuestra conducta con vuestras inspiraciones: sed bien
llegados, sentid el patriotismo por impulso, tened el acierto en vuestros
designios y, como máxima recompensa, sed dignos de recibir la gratitud de la
patria y de gozar la paz de la propia conciencia, néctar y sentido exquisitos
del orden moral, que son el paladeo anticipado del eco de la inmortalidad y del
sabor de la gloria.
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