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1539. Inauguración de las Cortes Constituyentes de la II República española

Sesión de apertura de las Cortes Constituyentes de la II República, 14 de julio de 1931. Fotografía de Luis Ramón Marín


El Señor Presidente del Gobierno provisional de la República
(Alcalá-Zamora)

¡Señores diputados!:

Anunciada espontánea y públicamente por el Gobierno la obligación de resignar sus poderes en fecha próxima ante la majestad única y soberana de las Cortes Constituyentes, es ociosa por ello la exposición de un programa para lo futuro: ansiada en nuestra alma la hora de rendiros cuenta de nuestra gestión, hubo instantes en los que pasó por el espíritu del que os habla la sugestión de no interrumpir con su discurso aquel instante, aquel tránsito en que desde la Mesa de edad, desde la ancianidad gloriosa y respetable y la juventud prometedora, polos y enlace de las generaciones, se hubiera de pasar al primer acto de soberano albedrío de la Cámara: a la elección de Mesa, en que se reflejara la expresión de legítimo predominio y la concordia de justas transacciones. Aparecía el acto tal como yo me lo imaginaba, con una grandeza sencilla que me atraía: el trabajo por rumor en la seguridad como ambiente; la prisa por ritmo, la impaciencia por impulso, la Constitución por objetivo, la certeza plena de vuestros poderes sin límites: un ceremonial sobrio, la solemnidad silenciosa, de emoción muda, en que se reflejara pura y escueta la austeridad republicana. Y, sin embargo, para abandonar esa idea tan atrayente, para venir a hablaros, precipitábanse en el alma, como hoy se agolpan en los labios, múltiples emociones. El recuerdo y la llamada de la Historia; la alegría que se desborda en nuestro espíritu; la emoción con la cual tenemos que saludaros; y como último e inesperado acontecimiento aquella impresión imborrable de la calle: el pueblo aclamando y fortaleciendo la República, que es él mismo. dándonos la sensación de una pujanza superior a cuanto fue nuestro ensueño y una recompensa infinitamente más alta que todo lo que pudimos merecer y todo lo que pudimos anhelar.

Si aquel primer consejo lo hubiera seguido, hoy, lejos de este ambiente, mañana en España misma se hubiera podido pensar que este Gobierno de hombres ilustres que tengo la honra inmensa de presidir, y el mismo humilde y modesto que os habla, no habían tenido la sensibilidad bastante para percibir el convencimiento, que me abruma, y la impresión, que me anonada, de que en el día de hoy se escribe con un intenso subrayado una página de la Historia. En el estrato histórico no hay hora perdida, ni hay minuto que su sensibilidad fidelísima no recoja; pero son unas horas, unos días, unos lugares de llanuras o accesos de cuestas; son pocos los días que constituyen divisoria, y la fecha de hoy es una alta, una suprema cima, una cresta de divisoria en la historia de España. Por un lado, todo el eco de nuestras luchas civiles, todo el esfuerzo gigantesco y sin igual entre el tesón democrático del pueblo y la obstinación incorregible de la dinastía, de otro, todo el horizonte que se abre con la promesa de una paz, un porvenir y una justicia que España jamás pudo prever como ahora.

Sería injusto que la República española, al nacer, se circunscribiera sus deudas, se limitara sus obligaciones de gratitud con los mártires que son sus hermanos, si creyera que cuando se escriban en esas lápidas dos nombres, que están en la memoria de todos nosotros que antes de grabarlos en el mármol los llevamos grabados en el alma, con el recuerdo y la protesta contra la iniquidad superflua, innecesaria y estéril que sumara dos mártires más en la cuenta de la libertad española... La República española, pagada esa deuda de justicia, todavía habría empequeñecido lo noble y antiguo de su ascendencia. Es toda la historia constitucional de España lo que evocamos hoy. La República española no es sólo la hermana de los mártires de la tragedia pirenaica; la República española es la nieta, la biznieta de Riego, de Torrijos, de cuantos sufrieron la muerte luchando contra las perfidias fernandinas. La República española, en su deuda de gratitud, al surgir potente, segura, sin temor a desaparecer, sin miedo a eclipses, tiene que pagar y paga, por la evocación que yo hago, la deuda que conserva con todos ellos. Gratitud inmensa a aquellos constituyentes ingenuos del 12, que en medio de toda su sencillez sentaban el dogma de la soberanía nacional y ponían límites a la potestad de la Corona; a aquellos constitucionales del trienio que tenían que calificar de vesania la maldad incurable del rey que se negaba a defenderse, porque defenderse era mantener la Constitución; aquellas Cortes del 55, en las cuales surgió ya la idea republicana como la única fórmula de salvación ante la reincidencia incorregible de la dinastía; a los constituyentes del 69, firmes en la defensa de la democracia, torpes en la esperanza de que aún era posible la implantación de una Monarquía extranjera; a los republicanos del 73, que dejan para la Segunda República dos guías que hacen imposible la perdición. Allí, en la altitud del espacio, luminarias de ideal y estelas de rectitud, y aquí. en los fragores de la tierra, los senderos del peligro amojonados con todas las amarguras de su dolorosa y abnegada exploración.

Y si me permitís en esta evocación de gratitud, de hombre que no reniega de su pasado, porque lo cree honrado y lícito, que lo recuerda antes de que nadie lo sugiera; deuda de gratitud de la República española, incluso con aquellos hombres que sin sentir jamás la apostasía de la forma republicana, pero subordinándolo todo al ensueño de la realidad democrática, ofrecieron a la Corona incorregible la última esperanza en aquella obligación que, por recíproca condicional y rescindible, era la fórmula en virtud de la cual los hombres que amábamos la libertad dentro de la Monarquía pudimos abandonarla en su traición, execrarla en su perjurio y hundirla en la sima a que le llevaban las faltas a que voluntariamente se entregara; Pero aquella vertiente del pasado, que la divisoria de hoy nos descubre y nos recuerda, es lo que fue: gratitud inmensa, esperanza máxima al otro valle, a la otra vertiente que desde la divisoria dominamos.

Para mi, señores diputados, para el Gobierno en su conjunto, la revolución triunfante es la última de nuestras revoluciones políticas que cierra el ciclo de las otras, y la primera, que quisiéramos fuera la única, de las revoluciones sociales que abre paso a la justicia. Es decir, que invocando ante el mundo una ley de compensación histórica, habiendo sufrido más que nadie por la libertad política, habiendo luchado por ella siglo y cuarto con una tenacidad de la que no hay ejemplo en el mundo, habiendo derramado la sangre a torrentes como ningún pueblo lo hiciera, habiendo redimido el nombre de la patria y de la raza, porque después de la tenacidad en la lucha supimos dar el ejemplo de paz y de revolución pacífica más maravilloso que la Humanidad contemplara, la fórmula de compensación a que aspiramos es que si fuimos los que pagamos más cara la transformación política seamos los que obtengamos mas fácil la transformación social.

Posible es ello, porque antes la libertad era la rebelde; le costó trabajo escalar el Poder; ahora la libertad es la gobernante y no tiene el derecho ni tiene el propósito de colocar una valía enfrente del dolor de los oprimidos para poner un dique a las reivindicaciones de justicia social.

Esta es la visión de la historia de una vida que no la vivimos: pero de la cual somos los herederos, y de la otra vida que no la viviremos, pero que constituye la esperanza del nuevo engrandecimiento de España.

¿Y la alegría nuestra? ¡Ah, señores diputados! No la podéis comprender ni la puede imaginar nadie que no haya compartido nuestras luchas y asociado su existencia a la misma nuestra.

Los espíritus que miden con el criterio del egoísmo creerán que el salto de la zozobra a la alegría y la curva ascendente de la satisfacción se mide desde la cárcel, el destierro o el refugio, hasta el Poder. No; se mide desde el triunfo hasta el día de hoy, el más grande de nuestra vida, el más soñado por nosotros, el anhelo de toda nuestra existencia ministerial. De mi, sé decir que haber llegado al 14 de julio, venir al Congreso y dirigiros este saludo es la cumbre que jamás pude soñar, tras la cual todas las aventuras de la tierra me parecerán el descenso desde el honor máximo que la Providencia me ha permitido gozar en esta vida.

Es, señores, que para resistir en la prisión o en el extranjero bastaba la fe inquebrantable que teníamos, nuestro sentido del deber y la energía y la asistencia del pueblo español; para llegar desde aquella jornada gloriosa del 14 de abril a ésta, de esplendor sin igual, del 14 de julio, hacía falta un acierto, que podía fallar, y una suerte, que pudo ser adversa. Por fortuna, se venció; ante vosotros estamos, señores diputados; ante vosotros, con el ansia paradójica de que tras la jornada de hoy, en que desaparece la plenitud ilimitada de nuestros poderes venga la de constitución, en que acabe la integridad total de nuestro mando. Es señores, que en estas horas no se puede medir con el criterio de la ambición, sino con el criterio del deber y con la noción de la responsabilidad. Por eso el Gobierno os pide que os acerquéis, no apresurada, pero si rápidamente, con pausa, al propio tiempo con impulso, al momento en que hayamos de resignar los poderes. Mientras tanto, ejerced una de tantas facultades que por la amplitud de su albedrío os abrumará: la convalidación o la repulsa de los mandatos.

Fue norma de gobierno que imponía la delicadeza antes de que la trazara su estructura, abstenerse de toda presión electoral; mas por esa misma conducta, jamás superada, y yo creo que nunca igualada, tenía el sistema el inevitable contrapeso de permitir otras audacias, otras imposiciones u otras ilegalidades.

Sed, señores, severos en el examen de vuestras actas. Podéis serlo, porque la fuerza de la República es tan grande que, por inexorable que fuese vuestro rigor, de cada fallo de severidad vendría un brote de nueva pujanza republicana. Podéis serlo; pero, además, debéis serlo, porque la reputación moral de la República española es tan incólume, está tan inmaculada, que sobre ella se dibuja y la afea cualquier mancha de concupiscencia o de flojera que haya en el cumplimiento del deber. Sed severos, porque vais a ser jueces, no sólo de nosotros, cuerpo de vuestra sangre y portavoz de vuestro ideario: tenéis que ser jueces o, al menos, acusadores para que en España no se pierda la santa noción de la responsabilidad, sin la cual las leyes no son nada y el pasado una audacia que puede volver; tenéis que ser jueces o acusadores de vuestros enemigos, y para poder serlo inexorables, sed severos con vuestros propios intereses.

Tal importancia atribuyo a eso que parece cotidiano y modesto, que por primera vez, y bajo ese aspecto, siento el dolor de lo que ha constituido mi orgullo: de no presentarme con medro electoral ante vosotros. Del propósito me apartó el desinterés; de la sugestión me hizo olvidar la delicadeza; pero tal magnitud tiene la justicia electoral de las Cortes, que yo quisiera presentarme con alguna codicia satisfecha y desmedida para ofrendarme, primero, a vuestra severidad, a fin de que la justicia electoral de las Cortes constituyentes sea un modelo al que nada se pueda reprochar. Y al término de esa revisión de mandatos encontraréis al Gobierno, que va a rendiros cuenta de su gestión. El detalle, entonces. La síntesis, hoy.

El Gobierno se presenta ante vosotros con las manos limpias de sangre y de codicia. Porque en la revolución fuimos tan abnegados, tan generosos con nuestros enemigos, y en el Poder hemos sido tan serenos en el mantenimiento del orden que la revolución española no tiene una mancha de sangre que pueda imputarse a los hombres que la hicieron y a los hombres que la han regido. Limpia de codicia, porque en el pleno goce de atribuciones de excepción, sin nadie que nos fiscalizara, al revisar una obra de arbitrariedad, de agio y de daño y al iniciar otra de encauzamiento, ninguno de nuestros actos administrativos despertó el recelo, apareció con sombras ni motivó la duda. Pero los hombres que se presentan ante vosotros con las manos limpias no las traen vacías, porque, como ofrenda de esta sesión, os aportan dos cosas: la República intacta y la soberanía plena.

¿Sabéis lo que es la República intacta? Es la República segura, indiscutible, afirmada, puesta a prueba, sin esperanza posible de restauración, sin peligros que la perturben, sin desvío en la pausa y en el rumbo, veloz, acelerado o tranquilo, que en el goce de su soberanía se asigne.

La República española no ha sido planta de estufa que no conoció la inclemencia ni vio el ataque de los enemigos. Lo recibió a ratos por la derecha, preparado sórdida, callada, egoístamente, amenazando a la Hacienda española, cuyos apuros creara la Dictadura, con tenacidad de bloqueo, que a ratos era conato de asalto por un capital medroso con el que daba a una burguesía asustada el ejemplo desmoralizador del pánico.

Y otras veces sintió esos ataques por la izquierda con las impaciencias de extremismos que dejaron desfilar a la arbitrariedad dictatorial, como si fuera siempre en campo de llanura, sin preocuparse del flanqueo, y acecharon como desfiladeros cada garganta del dietario electoral que nuestro deber trazaba y nuestra voluntad seguía. Sin embargo, señores, la República ha vencido no con igual fuerza, con su fuerza acrecentada, porque cada conato de ataque, en su frustración, era confesión de impotencia y reconocimiento de nuestra firmeza. Esa es la República que os traemos.

Y la soberanía plena. Dirá alguno: plena es toda soberanía de Cortes constituyentes. En el papel, si; en la realidad, no. En la realidad, soberanía más plena que la de este Parlamento no la conoció ninguno.

Soberanía libre de toda influencia tutelar extranjera. El Estado español renace no como Estado satélite, sino como Estado soberano que es dueño de sus destinos; sin haber incubado el nido de la revolución fuera del territorio de la patria; permanece fiel a todas sus amistades, leal a todos sus compromisos y tratados, consecuente en la orientación de su política exterior; pero por actos de autodeterminación, de soberanía plena, sin que le impulse ningún compromiso de nacimiento que mediatizara la independencia del Poder con ingerencias de un Gobierno extraño.

La República española y vuestra soberanía nacen libres de otra influencia mediatizadora, la más frecuente y más innoble: la mediatización del capital usuario que acude a los focos de conspiración brindando un auxilio que representa la hipoteca económica del país, el compromiso de su orientación financiera. Malditos sean semejantes convenios, quizá preferibles en la forma de usura, a cabo santa, en cierto modo, porque es redentora, en la limitación numérica de compromiso; mil veces más execrable cuando comprometen la integridad de una renta, el trato de una industria, el goce de un monopolio, la concesión de un favor ilimitado. Y la República española nace tan libre y dueña de sus destino económicos, que a nadie debe nada ni prometió nada, porque fueron tan honrados todos que no necesitando comprar a nadie no necesitó venderse nadie, y la generosidad de los que colaboraban, con la modestia de los que otorgaron su concurso, hicieron el prodigio de que la República española no tenga empresario, banquero, ni capitalista, sino que sea entera del país la fortuna pública.

Libre, señores, la soberanía de todo caudillaje militar, que fuera el amparo indispensable, pero también la sombra amenazadora de todos los cantos liberales de nuestra historia. ¡Ah! El sabio extranjero que quiera definir la política española por diccionario tendrá ya que innovar la llamada que decía: Pronunciamiento: voz anticuada, despectiva, militar y española, sin traducción posible, y tendrá que decir: Pronunciamiento: voz moderna, civil, popular, de comicio legal, republicana, típica de España, sin traducción posible.

De suerte que, entendedlo bien, con el Ejército español, hijo del pueblo y alma del pueblo, la deuda histórica de gratitud, de herencia, que no renunciamos; la deuda reciente, porque hubo el martirio bastante para sellar la amistad, pero no ha sido necesario el concurso que engendrara el peligro del predominio. En el Ejército la República tiene soldados seguros; si llega la hora, servidores leales, héroes sin disputa, ¡ah!, pero protectores, innecesarios; dominadores, imposible; rebeldes, inverosímiles.

Por eso precisamente, porque la supremacía, no, la existencia única del Poder civil está afirmada ya, sin llegar al momento en que se afirme en la Constitución, porque Ejército y pueblo en España no admiten el distingo, cuando termine estas palabras, con la venia de la Mesa, con la protección de su alta autoridad, yo, en prueba de efusión, de abrazo de la representación nacional con las instituciones armadas, os invito a que desde la escalinata de este edificio presenciéis el desfile del Ejército, que viene a rendir honores a la única soberanía de la nación.

Soberanía libre de oligarquías políticas, porque en el juego espontáneo, tornadizo, voluble o constante de las fuerzas electorales no existe la simetría aritmética igualitaria de un cociente gubernativo entre las fracciones políticas; pero, ninguna es capaz de imponer a la Cámara el predominio de sus solas decisiones sin la voluntad de las otras. Y, por último, soberanía libre del caudillaje político, a veces más peligroso, por ser más invisible y más astuto que el caudillaje militar; porque este Gobierno que ante vosotros aparece es todo él heterogéneo, fundido por una cordialidad sin igual, por una concepción uniforme del espíritu del deber; pero incapaz de producir un caudillo, y fue no sé si un acierto, una bondad o una inspiración de la benevolencia de estos hombres insignes, cada uno de ellos es capaz de presidirme a mí, el que (para dar la idea exacta del Poder en la pirámide republicana, en que lo amplio y lo total es la base, y la jefatura del Poder, que se asienta en el cruce de las aristas, es lo más alto, pero lo más invisible, lo casi imperceptible) tuvieran la bondad, que me abrumará eternamente, de confiar la dirección a uno de los hombres más humildes, a uno que muchas veces se dice que la Naturaleza pudo con él ser más pródiga y la Providencia más espléndida en otorgarle facultades, porque todas las habría entregado al servicio de su país, sin que, fuera cual fuese la posición a que le exaltaran, sintiera la tentación del poder personal por parecerle la más absurda de las demencias y la más infame de las vilezas.

De suerte que ésa es la soberanía y ésa la República que os entregamos. ¿Como halago a vuestro albedrío lo he dicho? No; como recuerdo de vuestra responsabilidad, porque el fruto de nuestro trabajo es el capital de establecimiento de la Cámara, y esas facilidades con que vais a actuar son las que miden la posibilidad del acierto. Vais a ser escultores de pueblos, ¡obra inmensa! Escultores de pueblos como Costa los definía, y la escultura del pueblo español, que esculpirle es labrarle una Constitución, tiene que buscar sus derroteros, perdido el sentido de la continuidad histórica, extinguida con esas dos figuras que el Gobierno provisional no ha confundido con los últimos titulares de una realeza a extinguir. Desde esas figuras la escultura del pueblo español se detiene, se desvía, se aparta de su cauce, a las regiones que en la guerra de la Independencia, como ahora, afirman su voluntad de permanecer juntas porque quieren su autonomía indestructible, pero dentro de su efusión indisoluble, se las separa unas de otras con la soberbia de los Habsburgo que aporta el nieto de Maximiliano, y luego con la centralización y la egolatría que aporta el nieto de Luis XIV, y, sin embargo, fue tan grande la herencia de aquel primer período escultural de España que todavía produce la aventura de su hegemonía transitoria en Europa y de su influjo permanente en el Nuevo Mundo.

Vosotros tenéis que rehacer con rumbos nuevos, perdida la continuidad histórica, roto el hilo de la tradición, la escultura constitucional de España. Hacedlo, señores diputados. No olvidéis que la dificultad del esfuerzo consiste en que en esas esculturas no se maneja arena maleable ni barro que se preste al capricho del escultor: se talla sobre roca que ahonda en el suelo, que se eleva a las cimas y vive el transcurso de los siglos. Podéis, sí, con el martillo de la soberanía, hundir picos, ahondar resquebrajaduras, quitar ruinas, que caiga lo caduco o lo dañoso para esculpir con amplitud y con precisión los rasgos que se vean en todo el mundo de la traza que deis a la Constitución política en España.

Deseamos vuestra suerte más que la nuestra, vuestra gloria más que nuestra fortuna. En épocas normales, en momentos tranquilos, cuando la Humanidad siente el tirón de los bajos impulsos, las únicas emulaciones de la codicia, que en su embriaguez insaciable siente la sed en el momento en que está harta; de la ambición, que en su fantasía quimérica sueña grandezas que no existen por encima de las reales; de la envidia, la más baja de las pasiones, que siendo el reconocimiento de la superioridad ajena hace el castigo innecesario y la retorsión imposible; pero en la hora de los grandes momentos, cuando la conducta se rige por el deber, hay una emulación más veloz; más competidora que ninguna, y es la emulación de las abnegaciones. Tenemos, sin inmodestia, la conciencia tranquila del deber cumplido y de la fortuna lograda, y queremos que obscurezcáis nuestra obra con otra que perdure por encima de ella. Y así van a ser mis últimas palabras sin halago porque seréis nuestros jueces, sin tristeza porque vayáis a ser nuestros sucesores, sin altivez y sin abatimiento porque tenéis que regir nuestra conducta con vuestras inspiraciones: sed bien llegados, sentid el patriotismo por impulso, tened el acierto en vuestros designios y, como máxima recompensa, sed dignos de recibir la gratitud de la patria y de gozar la paz de la propia conciencia, néctar y sentido exquisitos del orden moral, que son el paladeo anticipado del eco de la inmortalidad y del sabor de la gloria.










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