El Montaraz es una
novela negra en la que el hallazgo, en el presente, de un esqueleto
de un maquis republicano conducirá
a una serie de muertes que tienen relación directa con la vida de una cuadrilla
maquis del Bierzo leonés.
Su
autor, Miguel Ángel Ambrosio, es periodista y guionista con más de 15 años de
experiencia en televisión y actual redactor de La Sexta Noticias. Obtuvo el
Premio Isla de Las Letras 2013 con su primera novela, Cartucho.
El Montaraz será presentada el
próximo 18 de septiembre a las 19:00 horas en la Sala Barrainkua de Bilbao (Calle Barrainkua núm. 5)
Transcribimos
a continuación un fragmento facilitado por el autor, al que agradecemos la posibilidad que nos brinda de publicarlo en este espacio.
Villasinde. Comarca del Bierzo. León
5 de abril de 1940
La niebla matinal se
desvanecía con lentitud y la luz del sol comenzaba a hacer presencia en la
comarca berciana de Villasinde. Para esa hora los paisanos ya habían tomado las
calles del pueblo con sus quehaceres diarios. Los hombres habían ordeñado sus
vacas y ovejas antes del amanecer para después disponerse a cuidar del ganado
en los montes cercanos al pueblo. Las mujeres habían atizado la leña para
preparar la comida del día y habían iniciado la limpia de las cuadras, llenas
del abono depositado por los animales durante la noche, y el cuidado de la
casa. Los niños, en clase, estudiaban los ríos de España, las provincias de
Castilla la Vieja y los nombres de los soberanos españoles desde los Reyes
Católicos. Todo ello después de rezar el Padre Nuestro diario al principio de
la clase y de dar gracias a Dios sin saber muy bien porqué.
Villasinde era un pueblo
más del Bierzo leonés, situado en una de las laderas del monte Capeloso en
las estribaciones de la Sierra de Ancares Seo, en el extremo Oeste de la
Cordillera Cantábrica que separa las tierras leonesas de las gallegas.
Protegido por nogales, castaños, abedules y negrillos, la vida en Villasinde
transcurría en torno a la recogida del centeno, el trigo y la castaña, la
extracción de la leche de las vacas, la matanza de cerdos, chivos y corderos y
la compraventa de cualquier animal, vegetal o mineral que se pudiera arrancar
de los montes cercanos.
Pero Villasinde, como el resto
del Bierzo leonés, era, sobre todo, un pueblo triste. Desde que se inició la
Guerra Civil española en 1936 hasta que el general Franco firmó el último parte
de guerra el 1 de abril de 1939, “el parte de la victoria”, la comarca se vio
golpeada con crueldad por la contienda entre nacionales golpistas y
republicanos. Hasta el punto de que, en esos tres años, dieciséis hombres que
salieron de sus casas para luchar en la guerra en uno u otro bando no
regresaron.
Con la victoria del bando
nacional nació la esperanza entre los vecinos de que la paz y la tranquilidad
volverían a aposentarse en las calles y casas de la comarca. Pero la victoria
franquista no supuso la paz. Al contrario, trajo consigo la represión y la
venganza sobre aquellos que se habían declarados partidarios de la República o,
incluso, sobre los que simplemente no habían apoyado con energía el
levantamiento militar de 1936.
Cientos de militares, guardias civiles y falangistas habían sido
enviados a la comarca del Bierzo para “depurar” una región que, durante y antes
de la Guerra Civil, había apoyado sin ambages al gobierno republicano. Ante esa
depuración decenas de vecinos bercianos tuvieron que “echarse al monte” para
continuar su lucha contra el régimen franquista y, sobre todo, para sobrevivir.
El hogar de Valentín Romeral era
uno de los muchos que había sufrido las consecuencias trágicas de la guerra. Su
hijo mayor, José, falleció en 1937 en el frente asturiano. Y el mediano,
Ildefonso, sobrevivió a dos inviernos en las trincheras asturianas y madrileñas,
pero a su vuelta a casa tuvo que huir a la montaña cuando iba a ser prendido
por los militares. A Valentín, de
cuarenta y siete años, le quedaban su mujer, Eusebia, de luto riguroso desde
que supo de la muerte de José, su hija Marina, casada hacía dos años con un
camionero de un pueblo cercano, y su madre, también Marina, una anciana y medio
ciega mujer que mantenía la mayor parte de su vida al lado de la lumbre con un
rosario en la mano.
A Valentín, un hombre rudo de la
montaña que había preferido proteger su hogar antes que luchar en el frente,
también le quedaba en casa “el innombrable”. Su hijo pequeño, Faustino Romeral,
de dieciséis años.
El joven Faustino se hallaba escondido en su propia casa desde hacía ya
cuatro meses. Desde que dos militares acudieron a reclamar su presencia en el
cuartel de la Guardia Civil para realizarle unas preguntas. En aquella ocasión
Valentín solicitó acompañar a su hijo, pero los soldados le ordenaron que no se
moviera de casa. Así, escoltado por dos hombres armados, Faustino Romeral
atravesó el pueblo hasta llegar al cuartelillo ante las miradas curiosas y
temerosas de los vecinos. El miedo que había surgido en su interior en el mismo
momento en que escuchó su nombre de boca del militar se magnificaba a cada paso
que daba. No sabía con exactitud qué significaba la frase “realizarte unas
preguntas”, pero intuía que nada bueno.
Entró en el cuartel con el vello en punta y un teniente al que no había
visto jamás en la comarca le ordenó que se sentara en una silla en mitad de una
habitación vacía. Faustino miró a aquel hombre y a otro que se encontraba al
fondo del cubículo, tragó saliva y se sentó agachando la cabeza a modo de
sumisión. Una lección aprendida de su padre Valentín. “Muéstrate dócil, no seas
altivo e intenta que no se enfaden”.
El teniente, que presentaba una cicatriz profunda entre el ojo derecho y
sus pobladas patillas, comenzó sin contemplaciones.
—Faustino. Así te llamas, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis, señor.
—¿Dieciséis, eh? Ya todo un hombretón. ¿Qué tal está tu familia,
Faustino?
—Bien, gracias a Dios, señor.
—Eso está bien.
Seguido, dio dos pasos y acercó su cabeza a la oreja derecha del
muchacho.
—Y tu hermano Ildefonso… ¿no sabrás dónde está? Llevo unos meses
buscándole para charlar con él.
—No señor. Hace mucho tiempo que no le veo.
El teniente se apartó y el militar que estaba a la espalda de Faustino
se acercó con celeridad y le soltó un golpe con la mano abierta en la cara que
tiró al chico de la silla.
—No te ha preguntado si le has visto. Te ha preguntado si sabes dónde
está.
Faustino, tirado en el suelo, se colocó en posición fetal con las manos
protegiendo su cabeza. Balbuceó mirándole a los ojos:
—No, señor. No sé dónde está.
El teniente hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y su súbdito
inició una serie de una docena de patadas y puñetazos. A la que siguieron más
golpes continuados que únicamente cesaban para volver a preguntar a Faustino
por el paradero de su hermano huido.
El interrogatorio, que había durado toda la noche, no fue fructífero
para el teniente. No sacó nada, ni de dónde estaba Ildefonso ni si conocía a
otros paisanos “traidores a España”. El teniente de la cicatriz llegó a la
conclusión de que el muchacho magullado y lloriqueante que tenía tirado en el
suelo frente a él con los pantalones orinados no sabía nada. Por ello le dejó
marchar al amanecer. Antes de salir le dio una orden:
—La semana que viene te quiero aquí a la misma hora. Espero que, para
entonces, tengas algo que contarme— dijo con una sonrisa llena de maldad.
Faustino salió del cuartelillo cojeando y dolorido en todo su cuerpo.
Afuera, escondido entre las sombras, le esperaba su padre. Acudió raudo hacia
él y le ayudó a llegar a casa. En el trayecto, su hijo le contó la paliza que
había sufrido y que tenía que volver en una semana. Valentín escondió su rabia
en su interior. Hubiera querido presentarse en el cuartel con una escopeta y
vengarse de quienes habían torturado a su hijo pequeño. Pero sabía que las
consecuencias de dicha acción serían fatales para toda su familia.
Cuando llegaron a casa, Eusebia curó las heridas de su hijo. Mientras, Valentín
decidió qué hacer para que Faustino no volviera a sufrir más torturas. No podía
continuar con la estrategia llevada a cabo hasta entonces. Evitar que su
vástago menor supiera nada relacionado con su hermano, el maquis, y con el
movimiento guerrillero del Bierzo leonés. Esa ignorancia ya no era suficiente.
Los militares y guardias civiles torturarían cada semana a Faustino hasta que
“cantara” algo que les sirviera, delatara a quien ellos le ordenaran o muriera
por culpa de que a los torturadores “se les fue la mano”.
Valentín Romeral calibró tres alternativas para salvar a Faustino.
Ninguna le atraía en demasía. Echar a su hijo al monte para que se uniera al
maquis leonés le daba demasiado miedo. Un vástago ya había muerto en combate y
el segundo, a saber cuándo moriría en una emboscada. Además, Faustino no era
tan fuerte como sus hermanos mayores. Desde muy pequeño sus padres habían visto
en él una preocupación por las letras y los estudios mucho mayor que el resto
de la familia, además de un nulo interés por la lucha política y armada. Eso,
unido a que físicamente no poseía la fuerza y resistencia de sus hermanos,
hacía temer a Valentín que no pudiera aguantar la dureza de la vida guerrillera.
Enviar a su hijo a otro punto de España donde nadie le conociera tampoco
le convencía. En los tiempos que corrían no confiaba en nadie que pudiera
acoger a su pequeño. Sabía que miles de delatores esperaban agazapados en
cualquier esquina del país para vender a cualquier prófugo a cambio de unas
monedas.
La única opción que le quedaba era esconder a Faustino en casa. Harían
correr el rumor de que el chico había huido del hogar familiar y que ellos
desconocían adónde se había dirigido. Valentín no temía que los militares le
torturaran para sacarle la verdad. Estaba convencido de que, tanto él como su
mujer, morirían antes de delatar a su hijo pequeño.
* * *
Cuatro meses después de recibir la paliza y de que sus padres
convencieran al pueblo de que había escapado, Faustino Romeral permanecía
escondido en su casa. Él hubiera preferido huir, pero sus progenitores le
ordenaron que se quedara protegido por ellos. Aunque a regañadientes, accedió.
No tanto por sus padres sino por Teresita, su novia secreta desde que tenían
diez años y con quien pretendía casarse y huir en cuanto tuvieran dinero para
viajar a Sudamérica.
La vida de Faustino era idéntica cada día. Se levantaba al tiempo que
sus padres y desayunaba con ellos, siempre alerta de que ninguna mirada curiosa
apareciera por las ventanas y le descubriera. Después ayudaba a su madre en las
labores del hogar. Limpiaba la casa, cocinaba cuando su madre se hallaba en el
prado o en las cuadras y cuidaba de la salud de la abuela Marina. El resto del
día lo pasaba en el desván leyendo libros de aventuras que Don Esteban le hacía
llegar.
Don Esteban era la única persona del pueblo que sabía del paradero del
chico. Amigo íntimo de Valentín Romeral, había sido el maestro de Villasinde
hasta que el bando nacional se apoderó de las aldeas de El Bierzo. Acusado de
“demasiado moderno y poco católico”, se libró de la cárcel gracias a que su
hermano, el Padre Julián, era el párroco del pueblo.
Desde su expulsión del colegio, Don Esteban se dedicaba a dar clases de
repaso a los niños que lo requerían, además de servir de enlace de las partidas
de la guerrilla antifranquista. El maestro disfrutaba con cada uno de los
chicos a los que aportaba algo más de conocimiento que la Geografía e Historia de
España y los diez mandamientos de la Ley de Dios. Pero con quién más lleno se
sentía era con Faustino Romeral. Cada dos días se reunía con él al atardecer y
le daba clases de historia, matemáticas y lengua. Después, le preguntaba por la
lección del día anterior. Faustino respondía con énfasis, como si adquirir
conocimiento le insuflara dosis de vitalidad en su monótona y desquiciante vida
escondido entre cuatro paredes.
Algunas veces Don Esteban se quedaba a cenar, pero entonces Faustino
tenía que abandonar la cocina y meterse en su escondrijo para que el maestro y
su padre hablaran “de sus cosas”.
Esa mañana Don Esteban se acercó a casa de Valentín Romeral con un
objetivo. Exponer al padre de familia que había oído que una partida en la que
se encontraba su hijo se encontraba cerca de Villasinde. Quería alertarle para
que, en el caso de aparecer Ildefonso, le ordenara que se alejara de El Bierzo
por una temporada. La partida de Cazurro, en la que suponía que continuaba
batallando Ildefonso, se había convertido en una de las más perseguidas por los
militares y los guardias civiles. Y para evitar riesgos, la mejor opción de la
partida era alejarse a Asturias o, incluso, abandonar España por una temporada
y refugiarse en Portugal.
Tras explicar la situación, Don
Esteban fue invitado por Valentín a que compartiera mesa con ellos. El antiguo
maestro accedió.
Minutos después, varias ráfagas
de disparos procedentes de los montes cercanos rompieron el silencio de la
comarca. Los sonidos duraron un par de minutos y se escucharon en todas las
casas del pueblo. Eusebia, la esposa de Valentín, apoyada contra la trébede de
la cocina mientras removía un caldero de lentejas para que no se quemaran, miró
a su marido con preocupación. La misma cara que tenía siempre que escuchaba
tiros en la montaña. No se había acostumbrado a los disparos, por mucho que
llevara siendo una sinfonía habitual de la vida española desde el inicio de la
Guerra Civil. Valentín quiso aplacar su nerviosismo con un movimiento de cabeza
horizontal que daba a entender que los tiros no tenían importancia. Don
Esteban, que también se apercibió del nerviosismo de Eusebia, optó por buscar
una conversación que relajara la tensión existente en la cocina.
—¿Sabías que Faustino quiere ser
marinero?
—No será por todo el mar que ha
visto en su vida. Si no sabe ni nadar— respondió sorprendido Valentín—. ¿Te lo
ha dicho él?
—No. Pero se le nota en la mirada
cuando estudiamos alguna historia relacionada con el mar.
—No sería mala salida, no. Tal y
como están las cosas…
En ese instante apareció Faustino
por la cocina. Había estado en la planta de arriba barriendo las habitaciones y
fregando el suelo.
—Fíjate, de ti estábamos hablando ahora— dijo su padre.
Faustino miró sorprendido. Creía
que alguien como él, que parecía no existir fuera de las paredes de casa, no
podía ser el protagonista de ninguna conversación. Ni siquiera por parte de su
padre y su maestro particular.
—Les estoy diciendo que te gusta
el mar.
—Sí, me gusta— respondió el chico
al sentarse en el escaño de la cocina.
—Pero si no lo has visto en tu
vida— añadió su padre.
—Ya, pero…
—Pero ha leído— interrumpió el
maestro—, y mucho, sobre el mar. Sobre el mar y sobre muchas más cosas. Tu hijo
tiene cabeza, Valentín. Es una pena que le haya tocado vivir una época tan dura
como ésta.
—Es una pena que a todos nos haya
tocado vivir esta época— apuntilló Eusebia con voz melancólica mientras
acercaba el puchero de lentejas a la mesa.
Tras la comida, Valentín salió
para picar unos tucos de la leña que tenía apilada en la parte trasera de la
cuadra de casa. Eusebia y la abuela Marina subieron a la habitación de ésta a
rezar el Rosario diario. Y Faustino y Don Esteban se quedaron en la cocina, el
primero leyendo el último libro que había llegado a sus manos, El Barón de
Ballantrae, de Robert Louis Stevenson. Don Esteban apuraba su segundo café de
puchero al tiempo que observaba con ilusión a su pupilo. Para el maestro
jubilado forzosamente por la dictadura no había nada más hermoso que la pasión
por la lectura. Y Faustino representaba esa ilusión cada vez que él le hacía
llegar alguna de las novelas que pudo esconder antes de que los nacionales se
hicieran con la escuela. A cuentagotas le llevaba clásicos de la literatura
española, inglesa y francesa. Faustino devoraba con fruición cada uno de los
libros que llegaban a sus manos. Pero las historias de aventuras en tierra y
mar, de héroes y villanos, y de luchas quiméricas por las que los protagonistas
daban sus vidas, eran las que más deleitaban su ansia lectora.
—Venga, ya basta de batallas por
hoy— dijo Don Esteban al tiempo que apoyaba la taza en el fregadero de piedra
de la cocina—. Ahora toca matemáticas.
Faustino, obediente, cerró el
libro y abrió el cuaderno de ejercicios. Ya le quedaban pocas páginas para que
lo terminara. Don Esteban se dio cuenta y pensó que, para la siguiente ocasión,
le traería un cuaderno nuevo.
Pasaba media hora de estudios en
la cocina cuando Valentín Romeral entró en casa con gesto preocupado.
—Hijo, escóndete, vienen los
militares. ¡Rápido, sube!
Faustino se levantó, ascendió
velozmente las escaleras y avisó a su madre.
—Vete con él. Es mejor que no te
vean en casa— ordenó Valentín a Don Esteban.
—Pero…
—Hazme caso. Que no os vean, por
favor— suplicó.
Don Esteban obedeció y subió las
escaleras. Vio cómo Faustino alertaba a su madre de la llegada de los soldados.
Después ayudó al muchacho a que subiera al desván de la casa ayudado de una
banqueta y siguió sus pasos. Una vez los dos arriba, Eusebia arrastró una
mesita de noche y la ubicó justo debajo de la puerta vertical del desván.
Encima de la mesita colocó una figura de la Virgen María y pidió a su madre que
se quedara a su lado rezando. Para cuando empezó a bajar las escaleras, un
militar ya estaba aporreando la puerta de casa.
—¡Abran la puerta! ¡Es la
autoridad!
Eusebia llegó a la planta baja y
se metió en la cocina. Los golpes en la puerta se repitieron.
—¡A de la casa, abran o tiramos
la puerta!
Valentín obedeció y se encontró
frente a dos soldados rasos con sus fusiles Mauser apuntando hacia él.
—Sal de casa.
—¿Qué sucede?
—¿No ha oído? ¡Que salgas de casa
o te sacamos a hostias!
En ese momento Eusebia apareció
por la puerta y uno de los reclutas repitió la orden a la mujer. Ambos
obedecieron y se colocaron en la calle mirando a un vehículo militar que
acababa de aparcar frente a casa. Un teniente delgado, joven y con bigote se
bajó del camión, un ZIS- 5 ruso que había pertenecido al ejército republicano
hasta que el bando nacional se incautó de él tras la victoria.
—¿Hay alguien más en casa?
—Mi madre— respondió Valentín.
—Háganla salir. ¡Y registren bien
toda esa pocilga! A ver si hay más ratas dentro.
Tres militares armados con
naranjeros MP28 II entraron en la casa a gran velocidad. En la planta baja no
hallaron a nadie. Cuando subieron a la segunda planta se encontraron con
Marina, arrodillada frente a la figura de la Virgen María y con el rosario en
sus manos. La mujer, al ver a los militares, se persignó. Uno de ellos intentó
levantarla, pero la torpeza de la anciana para alzarse le hizo desistir.
Después continuaron con el resto de estancias de la casa.
Desde arriba, Faustino y Don
Esteban observaban en silencio los movimientos de los reclutas a través de dos
pequeñas rendijas entre las tablas del piso. Ninguno de los dos se movió ni un
centímetro durante el tiempo en que los militares buscaron, sin suerte, debajo
de las camas y dentro de los armarios de las habitaciones. Tras dos minutos de
registro salieron.
—Mi teniente, en casa no está más
que una señora mayor.
—Ya le he dicho que sólo estaba
mi madre— apostilló Valentín.
—¡Sáquenla ahora mismo!— ordenó
el teniente bigotudo.
—Verá, mi teniente, parece muy
torpe y… no creo que sea peligrosa.
—¡¿Alguien le ha mandado a usted
que crea o deje de creer algo, soldado?!— gritó el teniente al rostro de su
subordinado.
—¡No, mi teniente!
—¡Aquí está usted para recibir
órdenes, no para pensar!
—¡Sí, mi teniente!
Inmediatamente el soldado se
dispuso a entrar en casa y a sacar a la anciana, aunque tuviera que hacerlo
arrastras. El teniente le detuvo.
—Está bien. Que se quede en casa.
No creo que nos sirva de mucho— ordenó, para seguido, dirigirse al matrimonio
que se encontraba frente a su casa—. Valentín Romeral y su mujer Eusebia Ruiz.
Vaya, vaya. ¿Qué? Alguien os ha dicho que veníamos de visita y habéis mandado a
vuestro hijo al monte ¿A que sí?
—Señor, Faustino no vive con
nosotros hace meses. Se fue a la capital a ganarse la vida— contestó Eusebia
voz temblorosa.
—Ya. Y quieres que yo me crea esa
patraña.
El teniente lanzó un puñetazo en
el estómago de la mujer, que cayó de rodillas al suelo. Seguido, apuntó con su
pistola Astra 400 a Valentín. Éste no se revolvió, sabedor de que cualquier
movimiento serviría de excusa para recibir un disparo en la cabeza.
—¿Sabéis? Gente como vosotros
tenía que estar en el hoyo hace ya mucho tiempo. Y la verdad es que no sé muy
bien porqué seguís con vida ¡Malditos Rojos!— El teniente lanzó un escupitajo a
la cara de Valentín—. Además, con un hijo que ya no os necesita y otros dos
muertos, tampoco creo que os apetezca mucho seguir vivos.
—Tengo un hijo muerto. ¡Uno! El
otro está en el monte. Y el pequeño en la capital— respondió Valentín sin
apartar la saliva de su cara.
—En el monte dices, ¿Y no sabrás
en cuál de estos montes de por aquí está el mediano? Porque otra cosa no, pero
por aquí no hay más que monte y más monte.
Valentín Romeral dio la callada
por respuesta. Su mujer, que continuaba arrodillada, también. El teniente
sonrió con picardía.
A diez metros, en el sótano de la
casa, Faustino y Don Esteban observaban la tensa situación callejera desde un
ventanuco de veinte centímetros de ancho por medio metro de alto. Los miraban
sin miedo a ser descubiertos, sabedores de que la oscuridad reinante en el
desván impedía a los militares distinguirles desde la calle.
—Así que no sabéis donde está
vuestro hijo. Vaya por Dios. Pues estáis de suerte, fijaros por donde— soltó
con sorna— ¡Cabo, trae al hijo de estos rojos!
Un cabo se dirigió con brío a la
parte trasera de la camioneta. Ordenó al soldado que antes había sido
reprendido que le ayudara. Los dos subieron al camión ruso. Valentín y Eusebia
se miraron aterrorizados.
—Ayúdame, cógele por ahí— se
escuchaba a los militares dentro del camión—. Así, venga, a bajarlo, ahora.
Seguido, Valentín y Eusebia
vieron cómo arrastraban el cadáver de Ildefonso hasta posarlo en el suelo.
—¡Hijo mío!— gritó Eusebia para,
inmediatamente, lanzarse al cuerpo inerte de su hijo.
Valentín se mantuvo de pie,
inmóvil, con las manos en la cara y con
un gesto de rabia y dolor tan profundo que inmovilizó todo su cuerpo.
Dentro de casa, Faustino observó
pávido la imagen de su hermano muerto. Don Esteban agarró al chaval del brazo
para que no se moviera.
El cuerpo de Ildefonso presentaba
tres heridas de bala. Una en el hombro izquierdo, otra en el pecho y una última
en la cabeza. Mantenía los ojos abiertos. Eusebia, con lágrimas cayéndole por
las mejillas, se los cerró lentamente.
—Eso es lo que pasa por
enfrentarse a la ley— dijo el teniente mirando a los ojos a Valentín—. Lástima
que no le pudiéramos coger con vida. Ya me hubiera gustado tener una charla con
esta rata. Bien, bien, bien. Ahora vosotros tenéis la oportunidad de colaborar
con la justicia… o de acabar como él. Es la última vez que lo voy a preguntar.
¿Dónde está vuestro hijo pequeño?
Eusebia se levantó y se agarró al
brazo de su marido. Los dos se miraron con determinación. Ambos tenían los ojos
humedecidos por las lágrimas, pero sus miradas mostraban arrojo. Jamás
delatarían a sangre de su sangre. Por ello alzaron la mirada con orgullo y
callaron.
—Está bien, vosotros lo habéis
querido. Apartaos del camión.
El matrimonio, empujado por dos
soldados que les apuntaban con sus armas, dio varios pasos a la izquierda.
Entonces el teniente les detuvo.
—Ahí, ni os mováis— ordenó con
una mirada gélida, sin ningún atisbo de humanidad—. Mujer, abraza a tu marido,
porque os vamos a matar— dijo sin pestañear.
Eusebia abrazó a Valentín. Éste
la correspondió con un beso en la frente y la agarró con firmeza. No se dijeron
nada. No era necesario. Sabían que era el fin. El desenlace de una vida juntos
como amantes, esposos y padres. El final de una familia que habían formado a
base de sudor y sufrimiento, pero también de ilusión por una vida tranquila y
feliz entre las montañas que los vieron nacer. Una vida rota en mil pedazos por
la Guerra Civil.
Tres
soldados se colocaron frente a ellos con los naranjeros apuntando a sus
cuerpos. Uno de ellos tenía los ojos cerrados y le temblaba el pulso.
—¡Fuego!
Tres ráfagas salieron de las ametralladoras
e impactaron de lleno en el matrimonio. Valentín y Eusebia cayeron hacia atrás
y sus cuerpos, abrazados, acabaron en el suelo, muertos al instante.
Al sonar los disparos Don Esteban
tapó la boca de Faustino y le lanzó hacia atrás. Se colocó encima de él para
evitar que se moviera y descubrir su escondite. Faustino, con los ojos abiertos
y la boca tapada, se quedó paralizado. Sus padres acababan de ser ejecutados
ante sus ojos.
La sangre de Eusebia y Valentín
descendía calle abajo como un único riachuelo rojo. Silencio en Villasinde.
Nadie salió de sus casas por miedo a terminar como ellos. Aunque todos los
vecinos sabían qué acababa de suceder. Que los habían ejecutado sin
contemplaciones. Mientras, el teniente
miraba a los dos asesinados. Se acercó a ellos y, con dos patadas, comprobó que
estaban muertos.
—¡Vecinos de Villasinde! ¡Esto es
lo que le pasa a los traidores a la patria!— gritó mientras se movía en
círculo rodeando a los cadáveres y
mirando a las casas más cercanas—. ¡Espero que toméis nota de lo que os puede
pasar si no colaboráis con el Régimen del Generalísimo! ¡Esto es lo que os va a
pasar! ¡Esto!
Silencio absoluto en el pueblo.
—¡Pero si nos ayudáis a
desenmascarar a los traidores a la patria, España os compensará! ¡Sed valientes,
señalad a todos los rojos de vuestro pueblo y recibiréis una compensación! ¡De
lo contrario, si tenéis información y os la calláis, seréis cómplices de
traición y yo mismo vendré a impartir justicia!
De nuevo silencio. El joven
teniente con bigote miró a los tres cadáveres del suelo y volvió a levantar la
cabeza.
—¡Una advertencia! ¡Que no me
entere yo que estos rojos traidores han sido enterrados en el cementerio del
pueblo! ¡El cementerio es para cristianos de bien, y no para comunistas hijos
de perra! ¡Enterradlos como a las ratas, entre piedras y tierra en mitad del
monte! ¡Que las alimañas se coman su carne putrefacta! ¡Si no acatáis esta
orden, yo mismo vendré a cavar la tumba de quien haya osado desobedecerme!
El teniente respiró hondo.
—¡Faustino Romeral, estés donde estés! ¡Será mejor que te presentes en
el cuartelillo si quieres seguir con vida! ¡Si eres listo y lo haces— mientras
hablaba miraba a los montes que rodeaban la aldea— seré generoso y te perdonaré
la vida! ¡De lo contrario, ya sabes lo que te espera!
Faustino, tumbado, aturdido y
mareado por el asesinato de sus progenitores, sintió un escalofrío al escuchar
la amenaza.
El teniente acabó su discurso
público y sacó de la cazadora un cigarrillo con boquilla. Lo prendió con una
cerilla, que tiró encendida encima del cuerpo de Valentín Romeral, y miró a la
casa.
—¡Quemadla! — ordenó al cabo.
Miguel Ángel Ambrosio, El Montaraz
Ediciones Atlantis 2015
Miguel Ángel Ambrosio, El Montaraz
Ediciones Atlantis 2015
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