Mi pueblo ha sido el más traicionado de
este tiempo.
De los desiertos del salitre, de las
minas submarinas del carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y lo
extraen con trabajos inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento
liberador de magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile
a un hombre llamado Salvador Allende, para que realizara reformas y medidas de
justicia inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las
garras extranjeras.
Donde estuvo, en los países más lejanos,
los pueblos admiraron al presidente Allende y elogiaron el extraordinario
pluralismo de nuestro gobierno. Jamás en la historia de la sede de las Naciones
Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al
presidente de Chile los delegados de todo el mundo. Aquí en Chile se estaba
construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa,
elevada sobre la base de nuestra soberania, de nuestro orgullo nacional, del
heroísmo de los mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la
revolución chilena, estaban la Constitución y la ley, la democracia y la
esperanza.
Del otro lado no faltaba nada. Tenían
arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola y cadena,
monjes falsos y militares degradados. Unos u otros daban vueltas en el carrusel
del despecho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus sobrinos de
Patria y Libertad, dispuestos a romperles la cabeza y el alma a cuanto existe,
con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile. Junto con ellos,
para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y bailarín, algo manchado
de sangre; era el campeón de rumba González Videla, que rumbeando entregó hace
tiempo su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era Frei quien ofrecía su
partido demócrata - cristiano a los mismos enemigos del pueblo, y bailaba
además con el ex coronel Viaux, de cuya fechoría fue cómplice. Estos eran los
principales artistas de la comedia. Tenían preparados los viveros del
acaparamiento, los miguelitos, los garrotes y las mismas balas que ayer
hirieron de muerte a nuestro pueblo en Iquique, en Ranquil, en Salvador, en
Puerto Montt, en la Jose María Caro, en Frutillar, en Puente Alto y en tantos
otros lugares. Los asesinos de Hernán Mery bailaban con naturalidad santurronamente.
Se sentían ofendidos de que les reprocharan esos pequeños detalles.
Chile tiene una larga historia civil con
pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres.
Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende.
Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada,
que aquí se hace llamar aristocracia. Como hombres de principios, empeñados en
engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron
conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio
por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras.
Allende fue asesinado por haber
nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos casos la
oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos los
militares hicieron jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda,
las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos
movimientos militares.
En ambos casos las casas de los
presidentes fueron desvalijadas por órdenes de nuestros distinguidos
aristócratas. Los salones de Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de
Allende, gracias al progreso del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros
heroicos aviadores. Sin embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes.
Balmaceda fue un orador cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo
acercaba más al mando unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus
propósitos. En todo instante se vió rodeado de enemigos. Su superioridad sobre
el medio en que vivía era tan grande, y tan grande su soledad, que concluyó por
reconcentrarse en sí mismo. El pueblo que debía ayudarle no existía como
fuerza, es decir, no estaba organizado. Aquel presidente estaba condenado a
conducirse como iluminado , como un soñador: un sueño de grandeza se quedó en
sueño. Después de su asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los
parlamentarios criollos entraron en posesión del salitre: para los extranjeros,
la propiedad y las consesiones; para los criollos las coimas. Recibidos los
treinta dineros todo volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de
hombres del pueblo se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más
explotados del mundo, los de las regiones del norte de Chile, no cesaron de
producir inmensas cantidades de libras esterlinas para la City de Londres.
Allende nunca fue un gran orador. Y como
estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas. Fue el
antidictador, el demócrata principista hasta en los menores detalles. Le tocó
un país que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase obrera
poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era dirigente colectivo; un
hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de la lucha de
esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores. Por
tales causas y razones, la obra de que realizó en tan corto tiempo es superior
a la de Balmaceda; más aun, es la más importante en la historia de Chile. Sólo
la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos más
se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva.
Las obras y los hechos de Allende, de
imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación.
El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del Palacio de
Gobierno; uno evoca la Blitz Krieg de la aviación nazi contra indefensas
ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el mismo crimen
en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que durante siglos fue
el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas líneas para mis
memorias a sólo tres dias de los hechos incalificables que llevaron a la muerte
de mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en
silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido
acompañar aquel inmortal cadaver. La versión de los agresores es que hallaron
su cuerpo inerte, con muestras de visible suicidio. La versión que ha sido
publicada en el extranjero es diferente. A reglón seguido del bombardeo aéreo
entraron en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra
un solo hombre: el Presidente de la República de Chile, Salvador Allende, que
los esperaba en su gabinete, sin más compañía que su corazón, envuelto en humo
y llamas.
Tenían que aprovechar una ocasión tan
bella. Había que ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo
fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la
sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor
del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las
balas de las metralletas de los soldados de Chile, que otra vez habían
traicionado a Chile.
Pablo Neruda,
Isla Negra, 14 de septiembre de 1973
"Confieso que he vivido"
"Confieso que he vivido"
Capítulo 12 - Patria dulce y dura
Preciosas y precisas palabras !!!
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