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1649. Análisis de la opresión




Se trata, en suma, de conocer qué es lo que liga la opresión en general y cada forma de opresión en particular al régimen de la producción. En otras palabras, de llegar a captar el mecanismo de la opresión, a comprender en virtud de qué surge, subsiste y se transforma, en virtud de qué, quizá, podría desaparecer teóricamente. Es casi una cuestión nueva. Durante siglos, almas generosas consideraron que el poder de los opresores constituía una usurpación pura y simple, a la que había que tratar de oponerse sea por la simple expresión de una reprobación radical, sea por la fuerza armada puesta al servicio de la justicia. De las dos maneras el fracaso ha sido siempre completo, y nunca más significativo que cuando tomaba por un instante la apariencia de victoria, como el caso de la Revolución francesa, en la que después de haber hecho desaparecer efectivamente cierta forma de opresión se asistía impotente al inmediato establecimiento de una nueva opresión.

Reflexionando sobre este resonante fracaso, que vino a coronar a todos los otros, Marx llegó por fin a comprender que no se puede suprimir la opresión en tanto subsisten las causas que la tornan inevitable y que esas causas residen en las condiciones objetivas, es decir materiales, de la organización social. Elaboró así un concepto de la opresión totalmente nuevo, no ya en tanto usurpación de un privilegio sino en tanto órgano de una función social. Esta función es la misma que consiste en desarrollar las fuerzas productoras, en la medida en que ese desarrollo exige duros esfuerzos y pesadas privaciones; y, entre ese desarrollo y la elaboración social, Marx y Engels percibieron relaciones recíprocas. Al principio, según ellos, la opresión se establece sólo cuando los progresos de la producción han provocado una división del trabajo lo bastante acentuada para que el comercio, la conducción militar y el gobierno constituyan funciones distintas. Por otra parte, una vez establecida la opresión provoca el ulterior desarrollo de las fuerzas productoras y cambia de forma a medida que ese desarrollo lo exige,  hasta el día en que, habiéndose convertido en una traba en lugar de una ayuda, desaparece pura y simplemente. Por brillantes que sean los análisis concretos con que los marxistas ilustraron este esquema, y aunque constituyen un progreso con respecto a las ingenuas indignaciones que reemplazó, no puede decirse que aclara el mecanismo de la opresión. Sólo describe parcialmente su nacimiento. Ahora bien, ¿por qué la división del trabajo se convertiría necesariamente en opresión? Nada permite, en manera alguna, esperar razonablemente este fin, pues si Marx creyó mostrar cómo el régimen capitalista termina por trabar la producción, ni siquiera a tratado de probar que, en nuestros días, cualquier otro régimen opresivo la trabaría parcialmente; y además se ignora por qué la opresión no podría lograr mantenerse, aun una vez convertida en un factor de regresión económica. Sobre todo, Marx omite explicar por qué la opresión es invencible mientras es útil, por qué lo oprimidos en rebelión no han logrado nunca fundar una sociedad no opresiva, sea en base de las fuerzas productoras de su época, sea aun al precio de una regresión económica que difícilmente podría aumentar su miseria; y en fin deja totalmente en la sombra los principios generales del mecanismo por el cual una forma determinada de opresión es reemplazada por otra.

Más aún, no sólo los marxistas no han resuelto ninguno de estos problemas sino que ni siquiera creyeron que debían formularlos. Les pareció haber explicado suficientemente la opresión social estableciendo que corresponde a una función en la lucha contra la naturaleza. Por otra parte, sólo han mostrado esta correspondencia para el régimen capitalista; pero de todas maneras, suponer que tal correspondencia constituya una explicación del fenómeno es aplicar inconscientemente a los organismos sociales el famoso principio de Lamarck, tan cómodo como ininteligible, “la función crea al órgano. La biología comenzó a ser una ciencia el día que Darwin sustituyó este principio por la noción de condiciones de existencia. El progreso consiste en que la función no es considerada ya como causa, sino como efecto del órgano, único orden inteligible; el papel de causa es atribuido desde entonces sólo a un mecanismo ciego, el de la herencia combinado con las variaciones accidentales. Por sí mismo, a decir verdad, ese mecanismo ciego no puede sino producir al azar cualquier cosa; la adaptación del órgano a la función entra en juego para limitar el azar eliminando las estructuras no viables, no ya como tendencia misteriosa sino como condición de existencia. Y esta condición se define por la relación existente entre el organismo considerado y el medio, por una parte inerte y por otra vivo, que lo rodea, y muy particularmente con los organismos semejantes que le hacen competencia. La adaptación es concebida entonces con relación a los seres vivientes como una necesidad exterior y no ya interna. Es claro que este luminoso método es valido no sólo en biología, sino en todas partes donde se encuentren estructuras organizadas que no han sido organizadas por nadie. Para poder hablar de ciencia en materia social sería necesario haber realizado con relación al marxismo un progreso análogo al de Darwin con relación a Lamarck. Las causas de la evolución social no deben buscarse ya sino en los esfuerzos cotidianos de los hombres considerados como individuos. Estos esfuerzos ciertamente no se dirigen a cualquier parte; dependen, para cada uno, del temperamento, la educación, las rutinas, las costumbres, los prejuicios, las necesidades naturales o adquiridas del ambiente, y sobre todo, en general, de la naturaleza humana, término que, siendo difícil de definir, no carece probablemente de sentido. Pero dada la diversidad casi indefinida de los individuos, y sobre todo que la naturaleza humana implica entre otras cosas el poder de innovar, de crear, de superarse a sí misma, ese tejido de esfuerzos incoherentes produciría cualquier cosa como organización social si el azar no se encontrara limitado en ese terreno por las condiciones de existencia a las que toda sociedad debe conformarse bajo pena de ser subyugada o aniquilada. Esas condiciones de existencia a menudo son ignoradas por los hombres sometidos a ellas; obran no imponiendo una dirección determinada a los esfuerzos de cada uno, sino condenando a la ineficacia a todos los esfuerzos dirigidos en las direcciones que ellas prohíben.

Estas condiciones de existencia están determinadas en primer lugar como en el caso de los seres vivos, por una parte, por el medio natural, por otra parte la existencia, la actividad y particularmente la competencia de otros organismos de la misma especie, es decir de otros grupos sociales. Pero un tercer factor entra también en juego, a saber la disposición del medio natural, los útiles, el armamento, los procedimientos de trabajo y de combate, y ese factor ocupa un lugar aparte por el hecho de que si bien actúa sobre la forma de organización social, a su vez sufre su reacción. Además este factor es el único sobre el cual los miembros de una sociedad quizá pudieran influir. Esta visión es demasiado abstracta para servir de guía, pero si a partir de esa visión sumaria pudiéramos llegar a los análisis concretos, por fin sería posible plantear el problema social. Si las necesidades sociales, una vez vistas con claridad, se revelaran fuera del alcance de la buena voluntad como las que rigen a los astros, cada uno tendría sino que contemplar el desarrollo de la historia como se ve desarrollarse las estaciones, haciendo lo posible por evitar a los seres queridos y a sí mismos la desgracia de ser instrumento o víctima de la opresión social. Si no es así ante todo habría que definir, a título de límite ideal, las condiciones objetivas que permitirían una organización social absolutamente pura de opresión; después, buscar por qué medios y en qué medida se pueden transformas las condiciones efectivamente dadas de modo de acercarlas a este ideal; encontrar cuál es la forma menos opresiva de organización social para un conjunto de condiciones objetivas determinadas; en fin, definir en este terreno el poder de acción y las responsabilidades de los individuos considerados como tales. Sólo con esta condición la acción política podrá convertirse en algo análogo a un trabajo en lugar de ser, como hasta ahora, un juego o una rama de la magia.

Por desgracia, para lograr esto, no sólo son necesarias reflexiones profundas, rigurosas sometidas al control más riguroso a fin de evitar todo error, sino también estudios históricos, técnicos y científicos, de extensión y precisión inauditos, y realizados desde un punto de vista totalmente nuevo. Sin embargo, los acontecimientos no esperan; el tiempo no se detendrá para darnos momentos disponibles; la actualidad se nos impone en forma urgente y nos amenaza con catástrofes que arrastrarían, entre otras terribles desgracias, la imposibilidad material de estudiar y de escribir salvo al servicio de los opresores. ¿Qué hacer? De nada serviría dejarse arrastrar en la confusión, por un impulso irreflexivo. No existe ni la menor idea de los fines y los medios de lo que todavía se llama por costumbre la acción revolucionaria. En cuanto al reformismo, el principio del mal menor que constituye su base es por cierto eminentemente razonable, aunque esté desacreditado por los errores de los que hasta ahora lo han usado; sólo que, si no ha servido más que como pretexto para capitular, no se debe a la cobardía de algunos jefes sino a la ignorancia por desgracia común a todos. Pues si no se define lo peor y lo mejor en función de un ideal claro y concretamente concebido y luego se determina el margen exacto de posibilidades, no se sabe cuál es el mal menor y por tanto se está obligado a aceptar bajo ese nombre todo lo que imponen los que tienen la fuerza en sus manos, porque cualquier mal real es siempre menor que los males posibles que pueden surgir de una acción incalculada. En general, nosotros que ahora estamos ciegos, casi no podemos sino elegir entre la capitulación y la aventura. Sin embargo no podemos dispensarnos de determinar desde ahora la actitud a tomar ante la situación presente. Por eso, ante de haber desmontado, si es posible, el mecanismo social, quizá sea lícito tratar de bosquejar los principios; con tal que desde luego, tal bosquejo excluya toda especie de afirmación categórica y sólo trate de someter algunas ideas, a título de hipótesis, el examen crítico de las personas de buena fe. Además no carecemos de guías en la materia. Si el sistema de Marx, en sus grandes líneas, es una débil ayuda, ocurre algo muy distinto con los análisis a los que lo condujo el estudio concreto del capitalismo y en los que, creyendo limitarse a caracterizar un régimen, sin duda más de una vez captó la naturaleza secreta de la opresión misma.

Entre todas las formas de organización social que nos presenta la historia son muy raras las que aparecen como verdaderamente limpias de opresión; estás además, son bastante mal conocidas. Corresponden todas a un nivel extremadamente bajo de producción, tan bajo que la división del trabajo, excepto entre los sexos, es casi desconocida y cada familia apenas produce algo más de lo que necesita consumir. Es bastante claro que semejante condición material excluye forzosamente la opresión, ya que cada hombre, obligado a alimentarse por sí mismo, está continuamente en lucha con la naturaleza exterior; en este nivel, la misma guerra es una guerra de pillaje y exterminación, no de conquista, porque faltan los medios para asegurar esta y sacar partido de ella. Lo sorprendente no es que la opresión solo aparezca a partir de formas más elevadas de economía, sino que las acompañe siempre, esto es, que entre una economía completamente primitiva y las formas económicas más desarrolladas no hay solo una diferencia de grado, sino también de naturaleza. En efecto, si, desde el punto de vista del consumo, solo se da un paso a un poco más de bienestar, la producción, que es el factor decisivo, se transforma en su misma esencia. A primera vista esta transformación consiste en una progresiva liberación respecto a la naturaleza. En las formas totalmente primitivas de producción (caza, pesca, recolección) el esfuerzo humano aparece como simple reacción a la presión inexorable que la naturaleza ejerce continuamente sobre el hombre, y ello de dos maneras: en primer lugar, se realiza, prácticamente, bajo la coacción inmediata, bajo el aguijón continuamente experimentado de las necesidades naturales; como consecuencia indirecta, la acción parece recibir su forma de la naturaleza misma, a causa del importante papel que aquí juegan una intuición análoga al instinto animal y la paciente observación de los fenómenos naturales más frecuentes, y a causa, también, de la indefinida repetición de procedimientos que a menudo han tenido éxito, sin saber por qué, y se consideran acogidos por la naturaleza con particular favor. En esta fase, cada hombre es necesariamente libre respecto a los demás, porque está en contacto inmediato con las condiciones de su propia existencia y nada humano se interpone entre estas y él; en cambio, y en la misma medida, está estrechamente sometido al domino de la naturaleza, y lo muestra divinizándola. En las etapas superiores de la producción, la coacción de la naturaleza, ciertamente, continúa dándose, y siempre implacablemente, pero de forma, en apariencia, menos inmediata; parece volverse cada vez más generosa y dejar un margen creciente a la libre elección del hombre, a su facultad de iniciativa y de decisión. La acción no está ya continuamente ceñida a las exigencias de la naturaleza; se aprende a crear reservas, a largo plazo, para necesidades aún no experimentadas; los esfuerzos que no son susceptibles de una utilidad indirecta se hacen cada vez más numerosos; a la vez, se hace posible y necesaria la sistemática coordinación en el tiempo y en el espacio, incrementándose continuamente su importancia. En resumen, respecto a la naturaleza, el hombre parece pasar, por etapas, de la esclavitud a la dominación. Al mismo tiempo, la naturaleza pierde gradualmente su carácter divino y la divinidad asume, progresivamente, forma humana. Por desgracia, esta emancipación es solo una aduladora apariencia. En realidad, en estas etapas superiores, la acción humana continúa siendo, en general, pura obediencia al aguijón brutal de una necesidad inmediata, solo que, en adelante, en lugar de estar acosado por la naturaleza, el hombre está acosado por el hombre. Por lo demás, la presión de la naturaleza sigue haciéndose sentir, aunque indirectamente; porque la opresión se ejerce por la fuerza y, a fin de cuentas, toda fuerza brota de la naturaleza.

La noción de fuerza está lejos de ser sencilla y sin embargo es la primera a elucidar para plantearse los problemas sociales. La fuerza y la opresión son dos cosas; pero hay que comprender ante todo que no es la forma en que se usa cualquier fuerza sino su naturaleza misma lo que determina si es o no opresiva. Es lo que Marx percibió claramente en lo que respecta al Estado. Comprendió que esta máquina de triturar hombres no puede dejar de triturar en tanto funcione, sean cuales fueren las manos en que esté. Pero este concepto tiene un alcance mucho más general. La opresión procede exclusivamente de condiciones objetivas. La primera de ellas es la existencia de privilegios, y no son las leyes o los decretos de los hombres, ni los títulos de propiedad los que determinan los privilegios; es la naturaleza misma de las cosas. Ciertas circunstancias que corresponden a etapas sin duda inevitables del desarrollo humano hacen surgir fuerzas que se interponen entre el hombre común y sus propias condiciones de existencia, entre el esfuerzo y el fruto del esfuerzo, y que son, por su esencia misma, el monopolio de algunos por el hecho de que no pueden estar repartidas entre todos; desde entonces esos privilegiados, aunque dependen para vivir del trabajo de otro, disponen de la suerte misma de los que dependen, y la igualdad perece. Es lo que pronto ocurre cuando los ritos religiosos por medio de los cuales el hombre cree conciliarse con la naturaleza, que se han vuelto demasiado numerosos y complicados para ser conocidos por todos, se convierten en el secreto y por tanto el monopolio de algunos sacerdotes. El sacerdote dispone entonces, aunque sólo sea por una ficción, de todas las fuerzas de la naturaleza y gobierna en su nombre. Nada esencial ha cambiado cuando ese monopolio está constituido no ya por ritos sino por procesos científicos y los que los detentan se llaman, en lugar de sacerdotes, hombres de ciencia y técnicos. También las armas dan nacimiento a un privilegio el día en que por una parte son lo bastante poderosas para hacer imposible toda defensa de hombres desarmados ante hombres armados y desde que, por otra parte, su manejo se hace bastante perfeccionado y en consecuencia lo bastante difícil para exigir un largo aprendizaje y una práctica continua. Desde entonces los trabajadores son impotentes para defenderse, en cambio los guerreros, aun encontrándose en la imposibilidad de producir, siempre pueden apoderarse por las armas del fruto del trabajo de los otros; así los trabajadores están a merced de los guerreros y no inversamente. Lo mismo ocurre con el oro, y más generalmente con la moneda, desde que la división del trabajo es lo bastante adelantada para que ningún trabajador pueda vivir de sus productos sin tener que cambiar por lo menos una parte de ellos con los de los otros. La organización de esos cambios necesariamente se convierte entonces en el monopolio de algunos especialistas, y éstos, como tienen en sus manos la moneda, pueden a la vez procurarse, para vivir, los frutos del trabajo de otros, y privar a los productores de lo indispensable. En fin, siempre que en la lucha contra los hombres o contra la naturaleza los esfuerzos deben ajustarse y coordinarse entre sí para ser eficaces, la coordinación se convierte en el monopolio de algunos dirigentes desde que ésta alcanzaba un cierto grado de complicación, y la primera ley de la ejecución es entonces la obediencia; es el caso tanto de la administración de los asuntos públicos como de las empresas. Pueden existir otras fuentes de privilegio, pero éstas son las principales. Además, salvo la moneda que aparece en un momento determinado de la historia, todos estos factores actúan en todos los regímenes opresores; lo que varía es la forma en que se reparten y se combinan, el grado de concentración del poder, también el carácter más o menos cerrado, y por tanto más o menos misterioso, de cada monopolio. Sin embargo los privilegios, por sí mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia  de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder. 

Como Marx lo comprendió claramente para el capitalismo, como algunos moralistas lo vieron en forma más general, el poder encierra una especie de fatalidad que pesa tan implacablemente sobre los que mandan como sobre los que obedecen. Más aún, en la medida en que esclaviza a los primeros, por su intermedio, aplasta a los segundos. La lucha contra la naturaleza implica necesidades ineluctables que nada puede hacer disminuir, pero esas necesidades encierran sus propios límites. La naturaleza resiste, pero no se defiende, y allí donde sólo ella está en juego, cada situación plantea obstáculos bien definidos que confieren su medida al esfuerzo humano. Es muy distinto cuando las relaciones entre los hombres sustituyen el contacto directo del hombre con la naturaleza. Conservar el poder es, para los poderosos, una necesidad vital, pues es su poder lo que los alimenta. Tienen que conservarlo a la vez contra sus rivales y contra sus inferiores, los que no pueden no tratar de liberarse de amos peligrosos, pues por una especie de círculo sin salida, el amo es terrible al esclavo por el hecho mismo de que él le teme y recíprocamente; lo mismo ocurre entre poderes rivales.

Además, las dos luchas que debe realizar cada hombre poderoso, una contra aquéllos sobre los que reina, la otra contra sus rivales, se mezclan inextricablemente y cada una reanima a la otra sin cesar. Un poder, cualquiera que sea, siempre debe tratar de afirmarse en el interior por medio de éxitos en el exterior, pues esos éxitos les dan medios de presión más poderosa. Además, la lucha contra sus rivales arrastra a sus propios esclavos que tienen la ilusión de estar interesados en el resultado. Pero, para obtener de parte de los esclavos la obediencia y los sacrificios indispensables a un combate victorioso, el poder debe hacerse más opresivo. Para estar en condiciones de ejercer esta opresión está aún más imperiosamente obligado a volverse hacia el exterior, y así sucesivamente. Se puede recorrer la misma cadena partiendo de otro eslabón: mostrar que un grupo social, para estar en condiciones de defenderse contra las potencias exteriores que querrían anexarlo, debe someterse a una autoridad opresora; que el poder así establecido, para mantenerse en su sitio, debe fomentar los conflictos con los poderes rivales, y así sucesivamente. De esta manera el más funesto de los círculos viciosos arrastra a la sociedad entera detrás de sus amos en una ronda insensata.

Sólo se puede romper el círculo de dos maneras: suprimiendo la desigualdad o estableciendo un poder estable, un poder tal que haya equilibrio entre los que mandan y los que obedecen. Esta segunda solución es la que han buscado todos aquéllos que son llamados partidarios del orden, o al menos los que no estuvieron movidos por el servilismo o la ambición. Sin duda fue el caso de los escritores latinos que loaron “la inmensa majestad de la paz romana”, de Dante, de la escuela reaccionaria de comienzos del siglo XIX, de Balzac, y hoy día, de hombres de derecha sinceros y reflexivos. Pero esta estabilidad del poder, objetivo de los que se dicen realistas. Aparece como una quimera si se le mira de cerca, lo mismo que la utopía anarquista.

Entre el hombre y la materia, cada acción, feliz o no, establece un equilibrio que sólo puede romperse desde fuera, pues la materia es inerte. Una piedra desplazada acepta su nuevo lugar; el viento acepta conducir a su destino al mismo barco que hubiera alejado de su camino si vela y gobernalle no hubiesen estado bien dispuestos. Pero los hombres son seres esencialmente activos y poseen una facultad de determinarse a sí mismos que no pueden abdicar jamás, aun deseándolo, sino el día que vuelven a caer por la muerte en el estado de materia inerte. De manera que toda victoria sobre los hombres encierra en sí misma el germen de una posible derrota, a menos de llegar hasta la exterminación. Pero la exterminación suprime el poder al suprimir el objeto. Así hay, en la esencia misma del poder, una contradicción fundamental que hablando con propiedad le impide existir. Aquéllos a quienes se denomina amos, obligas sin cesar a reforzar su poder bajo pena de que se lo quiten, persiguen un dominio esencialmente imposible de poseer, persecución de la que los suplicios infernales de la mitología griega son hermosas imágenes. Sería distinto si un hombre pudiera poseer en sí mismo una fuerza superior a la de muchos otros reunidos. Pero nunca es el caso, los instrumentos del poder, armas, oro, máquinas, secretos mágicos o técnicos, existen siempre fuera del que los dispone, y pueden ser tomados por otros. Así todo poder es inestable.

En general, entre seres humanos, las relaciones de dominio y sumisión, por no ser nunca plenamente aceptables, constituyen siempre un desequilibrio sin remedio y que se agrava perpetuamente a sí mismo. Es así aun en el dominio de la vida privada, donde el amor, por ejemplo, destruye todo equilibrio en el alma desde que trata de esclavizar a su objeto o de esclavizarse a él. Pero allí al menos nada exterior se opone a que la razón venga a poner orden estableciendo la libertad y la igualdad. En cambio en las relaciones sociales, en la medida en que los procedimientos mismos del trabajo y del combate excluyen la igualdad, parecen hacer pesar la locura sobre los hombres como una fatalidad exterior. Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los seres más queridos. Así Agamemnon inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos. 

De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles. Marx lo vio muy bien en lo que respecta al régimen capitalista. Rosa Luxemburg protestaba contra la apariencia de “ronda en el vacío” que presenta la acumulación capitalista según la imagen del marxismo, ese cuadro donde el consumo aparece como un “mal necesario” que hay que reducir al mínimo, un simple medio para mantener en vida a los que se consagran sea como jefes, sea como obreros, al fin supremo. Este fin no es otro que la fabricación de la maquinaria, es decir de los medios de producción. Y sin embargo el profundo absurdo de este cuadro es lo que constituye su profunda verdad, verdad que desborda singularmente el marco del régimen capitalista. El único carácter propio de este régimen es que los instrumentos de la producción industrial son al mismo tiempo las principales armas en la carrera del poder. Pero siempre los procedimientos de la carrera por el poder someten a los hombres, sean cuales fueren, por el mismo vértigo y se imponen como fines absolutos. El reflejo de este vértigo es lo que da grandeza épica a obras como La comedia humana, las historias de Shakespeare, las canciones de gesta, o La Iliada. El verdadero tema de La Iliada es el poder de la guerra sobre los guerreros, y a través de ellos, sobre todos los seres humanos. Nadie sabe por qué cada uno se sacrifica y sacrifica a los suyos en una guerra asesina y sin objetivo, y por eso, a todo lo largo del poema, se atribuye a los dioses la influencia misteriosa que hace fracasar a los voceros de la paz, reanima sin cesar las hostilidades, excita a los combatientes que un relámpago de razón impulsa a abandonar la lucha.

Así, en este antiguo y maravilloso poema aparece ya el mal esencial de la humanidad, la sustitución de los fines por los medios. Tan pronto aparece la guerra en primer plano, como la riqueza, o la producción, pero el mal continúa siendo el mismo. Los moralistas vulgares se quejan porque el hombre se deja llevar por su interés personal. ¡Ojalá fuese así! El interés es un principio de acción egoísta, pero limitado, razonable, que sólo puede engendrar males limitados. Por el contrario, salvo en las sociedades primitivas, la ley de todas las actividades que dominan la existencia social es que cada uno sacrifique la vida humana, en sí y en otros, a cosas que no constituyen sino medios para vivir mejor. Ese sacrificio presenta diversas formas, pero todo se resume en la cuestión del poder. El poder, por definición, constituye sólo un medio, o mejor dicho, poseer un poder consiste simplemente en poseer los medios de acción, que rebasen la fuerza, tan restringida, de que un hombre posee por si mismo. Pero la búsqueda del poder, por el hecho mismo de que es esencialmente importante para lograr su objetivo, excluye toda consideración de fin y llega, por una inversión inevitable a ocupar el lugar de todos los fines. Ese trastrocamiento en la revolución de medios y fines es esa locura fundamental que explica todo lo que hay de insensato y de sangriento a lo largo de la historia. La historia humana no es más que la historia de la servidumbre que hace de los hombres, tanto opresores como oprimidos, el simple juguete de instrumentos de dominación fabricados por ellos mismos, y rebaja así a la humanidad viviente a ser cosa de cosas inertes.

Por eso ya no son los hombres, sino las cosas las que dan a esta carrera vertiginosa por el poder sus límites y sus leyes. Los deseos de los hombres que son impotentes para regularlos. Los amos pueden soñar con la moderación, pero les está prohibido practicar esta virtud, bajo pena de fracaso, salvo en una medida muy débil. Y también, fuera de excepciones casi milagrosas como Marco Aurelio, se tornan rápidamente incapaces hasta concebirla. En cuanto a los oprimidos, su rebelión permanente, que hierve siempre aunque sólo estalle por momentos, puede actuar de manera que agrave el mal o lo disminuya. Y en conjunto constituye sobre todo un factor agravante porque obliga a los amos a hacer pesar cada vez más su poder por el temor de perderlo. De tiempo en tiempo los oprimidos lograran arrojar a un equipo de opresores y reemplazarlo por otro y a veces llegan a cambiar la forma de opresión; pero en cuanto a suprimir la opresión misma para conseguirlos habría que suprimir sus fuentes, abolir todos los monopolios, los secretos mágicos o técnicos que dan el poder sobre la naturaleza, los armamentos, el dinero, la coordinación de trabajos. Aun cuando los oprimidos fueran lo bastante conscientes para resolverse a hacerlo, no podrían triunfar. Sería condenarse a ser pronto presa de otros grupos sociales que no han realizada la misma transformación; y aun cuando ese peligro se descartara por milagro, sería condenarse a muerte, pues cuando se han olvidado los procedimientos primitivos de producción y se ha transformado el medio natural al que correspondían, no se puede retomar el contacto inmediato con la naturaleza. Así, a pesar de todas las veleidades de poner fin a la locura y a la opresión, la concentración del poder y la agravación de su carácter tiránico no tendrían límites si éste no se encontrara felizmente en la naturaleza de las cosas. Importa determinar sumariamente cuáles pueden ser estos límites. Para ello hay que tener presente que si la opresión es una necesidad de la vida social, esta necesidad no tiene nada de providencial. Por el hecho de que resulte perjudicial a la producción no podemos esperar que la opresión termine “la rebelión de las fuerzas productivas”, tan ingenuamente invocada por Trotsky como factor de la historia, es una pura ficción. Igualmente nos engañaríamos suponiendo que la opresión deja de ser ineluctable desde que las fuerzas productivas están lo suficientemente desarrolladas para asegurar a todos el bienestar y el ocio. Aristóteles admitía que no habría ya ningún obstáculo para la supresión de la esclavitud si los trabajos indispensables pudieran ser asumidos por “esclavos mecánicos”, y Marx, cuando trató de anticipar el porvenir de la especie humana, no hizo más que retomar y desarrollar esta concepción. Sería justa si los hombres estuvieran guiados por la consideración del bienestar; pero desde la época de La Iliada hasta nuestros días, las exigencias insensatas de la lucha por el poder quitan hasta el tiempo libre para pensar en el bienestar. La elevación del rendimiento del esfuerzo humano será impotente para aliviar el peso de este esfuerzo mientras la estructura social implique el trastrocamiento de la relación entre el medio y el fin, en otras palabras, mientras los procedimientos del trabajo y del combate den a algunos un poder discrecional sobre las masas; pues las fatigas y las privaciones que ya son inútiles para la lucha contra la naturaleza estarán absorbidas por la guerra realizada por los hombres para la conquista o defensa de los privilegios. En cuanto la sociedad está dividida en hombres que ordenan hombres que ejecutan, toda la vida social está orientada por la lucha del poder, y la lucha por la subsistencia sólo interviene como un factor, a decir verdad indispensable, de la primera. La concepción marxista según la cual la existencia social está determinada por las relaciones entre el hombre y la naturaleza establecidas por la producción, sigue siendo la única base sólida para todo estudio histórico, pero esas relaciones deben considerarse ante todo en función del problema del poder, y los medios de subsistencia constituyen simplemente un dato de ese problema. Este orden parece absurdo, pero no hace más que reflejar el absurdo esencial que ocupa el centro mismo de la vida social. Un estudio científico de la historia sería, por la tanto, un estudio de las acciones y reacciones que perpetuamente se producen entre la organización del poder y los procedimientos de producción, pues si bien el poder depende de las condiciones materiales de la vida no cesa nunca de transformar esas mismas condiciones. Tal estudio rebasa actualmente nuestras posibilidades, pero antes de abordar la complejidad infinita de los hechos es bueno elaborar un esquema abstracto de ese juego de acciones y reacciones, casi como los astrónomos debieron inventar una esfera celeste imaginaria para situar en ella los movimientos y posiciones de los astros.

Ante todo hay que tratar de confeccionar una lista de las necesidades ineluctables que limitan toda especie de poder. En primer lugar, cualquier poder se apoya en instrumentos que tienen en cada situación un alcance determinado. Así no se gobierna de la misma manera por medio de soldados armados con flechas, lanzas y espadas que por medio de aviones y bombar incendiarias; el poder del oro depende del papel que desempeña el comercio en la vida económica; el de los secretos técnicos se mide por la diferencia entre lo que se puede lograr con ellos y sin ellos; y así sucesivamente. A decir verdad, siempre hay que tener en cuenta en este balance las astucias, gracias a las cuales los poderosos obtienen por persuasión lo que no pueden obtener por presión, ya sea colocando a los oprimidos en una situación tal que tengan o crean tener un interés directo en hacer lo que se les pide, ya sea inspirándoles un fanatismo apto para hacerles aceptar todos los sacrificios. En segundo lugar, como el poder que ejerce realmente un ser humano no se extiende sino hasta lo que se encuentra efectivamente sometido a su control, el poder choca siempre con los límites mismos de la facultad de control, que son bastante estrechos. Pues ningún espíritu puede abrazar a la vez una masa de ideas; ningún hombre puede encontrarse a la vez en varios lugares; y para el amo como para el esclavo el día no tiene más de 24 horas. La colaboración constituye en apariencia un remedio para este inconveniente, pero como nunca está completamente libre de rivalidades, es causa de complicaciones infinitas. Las facultades de examinar, comparar, pesar, decidir, cambiar, son esencialmente individuales, y en consecuencia ocurre lo mismo con el poder, cuyo ejercicio es inseparable de esas facultades. El poder colectivo es una ficción, al menos en última instancia. En cuanto a la cantidad de asuntos que pueden estar bajo el control de un solo hombre, depende en gran medida de factores individuales como la extensión y la rapidez de la inteligencia, la capacidad de trabajo, la firmeza de carácter; pero también depende de condiciones objetivas del control, rapidez mayor o menor de los transportes y de las informaciones, simplicidad o complicación de los engranajes del poder. En fin, el ejercicio de cualquier poder tiene por condición un excedente en la producción de vituallas, y un excedente bastante considerable para que todos los que se consagren, sea en calidad de amos o en calidad de esclavos, al ejercicio del poder, puedan vivir. Es claro que la medida de este excedente depende del modo de producción, y en consecuencia también de la organización social. He aquí, por lo tanto, tres factores que permiten concebir al poder político y social como si se constituyera en cada instante algo análogo a una fuerza mesurable. Sin embargo, para completar el cuadro, hay que tener en cuenta el hecho de que los hombres que se encuentran en relación, sea como amos o como esclavos, con el fenómeno del poder son inconscientes de esta analogía. Los poderosos sacerdotes, jefes militares, reyes o capitalistas, creen siempre mandar en virtud de un derecho divino, y los que están sometidos a ellos se entienden aplastados por el poder que les perece divino o diabólico, pero de todas maneras sobrenatural. Toda sociedad opresora está cimentada por esta religión del poder que falsea todas las relaciones sociales permitiendo a los poderosos ordenar más allá de lo que pueden imponer. Sólo ocurre algo distinto en los momentos de efervescencia popular, cuando por el contrario, todos, esclavos rebelados y amos amenazados, olvidan cuán pesadas y sólidas son las cadenas de la opresión.

Así en un estudio científico de la historia debería comenzar por analizar las reacciones que en cada instante el poder ejerce sobre las condiciones que le asignan objetivamente sus límites; y un hipotético bosquejo de ese juego de reacciones es indispensable para guiar tal análisis, por otra parte demasiado difícil en relación con nuestras posibilidades actuales. Algunas de esas reacciones son conscientes y queridas. Todo poder se esfuerza conscientemente, en la medida de sus propios medios -medida determinada por la organización social-, por mejorar en su propio dominio la producción y el control; la historia proporciona numerosos ejemplos, desde los faraones hasta nuestros días, y es la base en que se apoya la noción de despotismo ilustrado. En cambio, todo poder se esfuerza también, y siempre conscientemente, por destruir en sus rivales los medios de producir y administrar, y es objeto de una tentativa análoga por parte de ellos. Así la lucha por el poder es a la vez constructora y destructiva y conduce a un progreso o a una decadencia económica según predomine la destrucción o la construcción. Y es claro que en una civilización determinada, la destrucción se operará en una medida tanto mayor cuanto más difícil resulte a un poder extenderse sin chocar con poderes rivales y de fuerza casi igual. Pero las consecuencias directas del ejercicio del poder tienen mayor importancia que los esfuerzos conscientes de los poderosos. Todo poder, por el hecho mismo de ejercerse, extiende hasta el límite de lo posible las relaciones sociales sobre las cuales reposa. Así el poder militar multiplica las guerras, el capital comercial multiplica los intercambios. A veces ocurre, por una especie de azar providencial, que esta extensión, por un mecanismo cualquiera, hace surgir nuevos recursos que permiten una nueva extensión, y así sucesivamente, casi como el alimento refuerza a los cuerpos vivos en pleno crecimiento permitiéndoles conquistar más alimentos de manera que adquieran mayor fuerza. Todos los regímenes ofrecen ejemplos de esos azares providenciales; pues sin estos azares ninguna forma de poder podría durar, de manera que los poderes que se benefician de ellos son los únicos que subsisten. Así la guerra permitía a los romanos robar esclavos, es decir trabajadores en la flor de la edad que otros habían tenido que alimentar en la infancia; el provecho obtenido por el trabajo de los esclavos permitía reforzar el ejército, y un ejército más fuerte emprendía guerras más vastas que le valían un botín de esclavos nuevo y más considerable. Igualmente los caminos que los romanos construían con fines militares facilitaban luego la administración y la explotación de las provincias y permitían en consecuencia mantener los recursos necesarios para nuevas guerras. Si se pasa a los tiempos modernos, vemos por ejemplo que la extensión del comercio ha provocado una división mayor en el trabajo, la cual a su vez hace indispensable una mayor circulación de las mercaderías; además del consiguiente aumento de la producción ha proporcionado nuevos recursos que han podido transformarse en capital comercial e industrial. En lo que respecta a la gran industria es claro que cada progreso importante del maquinismo ha creado a la vez recursos, instrumentos y un estímulo para un nuevo progreso. Lo mismo ocurre con la técnica de la gran industria que ha proporcionado los medios de control e información indispensable para la economía centralizada, en la que termina fatalmente la gran industria, tales como el telégrafo, el teléfono, la prensa cotidiana. Puede decirse otro tanto de los medios de transporte. Podrían encontrarse en el curso de la historia una inmensa cantidad de ejemplos análogos, referidos a los mayores y a los menores aspectos de la vida social. Podría definirse el crecimiento de un régimen por el hecho de que le basta funcionar para provocar nuevos recursos que le permitan funcionar en mayor escala.

Este fenómeno del desarrollo automático es tan notable que podríamos imaginarnos que un régimen bien constituido, si se puede hablar así, subsistiría y progresaría sin fin. Es exactamente lo que en el siglo XIX, inclusive los socialistas, se figuraron con respecto al régimen de la gran industria. Pero si es fácil imaginar de manera vaga un régimen opresor que jamás entrara en decadencia, ya no es lo mismo si se quiere concebir en forma clara y concreta la extensión indefinida de un poder determinado. Si pudiera extender sin fin sus medios de control se aproximaría indefinidamente a un límite que sería como el equivalente de la ubicuidad; si pudiera extender sin fin sus recursos ocurriría como si la naturaleza circundante, evolucionara gradualmente hacia esa generosidad sin reservas de la que gozaban Adán y Eva en el paraíso terrenal; y en fin, si pudiera extenderse indefinidamente en el alcance de sus propios instrumentos -ya se trate de armas, oro, secretos técnicos, máquinas u otra cosa- tendería a abolir esa correlación que, ligando indisolublemente la noción de amo a la de esclavo, establece entre amo y esclavo una dependencia recíproca. No se puede probar que todo esto sea imposible; pero hay que admitir que es imposible, o bien resolverse a pensar la historia humana como un cuento de hadas. En general, no se puede considerar al mundo en que vivimos como sometido a leyes si no se admite que todo fenómeno es limitado, y éste es el caso también para el fenómeno del poder, como lo había comprendido Platón. Si se quiere considerar al poder como un fenómeno concebible, hay que pensar que puede extender las bases hasta un cierto punto solamente, después del cual choca contra un muro infranqueable. Pero, sin embargo, no le es fácil detenerse; el aguijón de la rivalidad lo obliga a ir cada vez más lejos, es decir a rebasar los límites dentro del cual puede ejercerse efectivamente. Se extiende más allá de lo que puede controlar; ordena más allá de lo que puede imponer; gasta más allá de sus propios recursos. Tal es la contradicción interna que todo régimen opresor lleva en sí como un germen de muerte y que está constituida por la oposición entre el carácter necesariamente limitado de las bases materiales del poder y el carácter necesariamente ilimitado de la carrera por el poder en tanto relación entre los hombres.

Desde que un poder sobre pasa los límites que le son impuestos por la naturaleza de las cosas, estrecha las bases sobre las que se apoya, angostando cada vez más esos límites. Extendiéndose más allá de lo que puede controlar, engendra parasitismo, derroche, desorden, que una vez aparecidos, se acrecientan automáticamente. Tratando de mandar más allá de lo que puede obligar, provoca reacciones que no puede prever ni regular. En fin, queriendo extender la explotación de los oprimidos más allá de lo que permiten los recursos objetivos, agota esos mismos recursos; este es quizá el sentido del cuento antiguo y popular de la gallina de los huevos de oro. Cualquiera que sea la fuente de donde los explotadores extraen los bienes de que se apropian, llega un momento en que tal procedimiento de explotación que al principio era cada vez más productivo, se vuelve por el contrario cada vez más costoso. Así el ejército romano que al comienzo había enriquecido a Roma, terminó por arruinarla. Así los caballeros medievales, cuyos combates habían dado al principio una cierta seguridad a los campesinos que de este modo estaban un poco protegidos del bandolerismo, terminaron en el curso de sus continuas guerras por devastar los campos que los alimentaban. Y el capitalismo parece atravesar una fase de este tipo. Una vez más, no puede aprobarse de que siempre deba ser así, pero hay que admitirlo, a menos de suponer la posibilidad de recursos inagotables. Así la naturaleza misma de las cosas constituye esa divinidad justiciera que los griegos llamaban Némesis y que castiga la desmesura.

Cuando una forma determinada de opresión se encuentra así detenida en su vuelo y empujada hacia la decadencia, es necesario que comience a desaparecer poco a poco. A veces, por el contrario, cuando se vuelve más duramente opresora, aplasta a los seres humanos bajo su peso, tritura sin piedad cuerpos, corazones y espíritus. Sólo que, como todos comienzan a carecer de los recursos que necesitarían unos para vencer, otros para vivir, llega un momento en que en todas partes se buscan soluciones febrilmente. No hay ninguna razón para que tal búsqueda no siga siendo vana, y en ese caso el régimen termina por zozobrar, falto de recursos para subsistir, y cede su lugar, no a otro régimen mejor organizado, sino al desorden, la miseria, la vida primitiva, que duran hasta que cualquier causa hace surgir de nuevo relaciones de fuerza. Si no ocurre así, si la búsqueda de nuevos recursos resulta fructuosa, surgen nuevas formas de vida social y un cambio de régimen se prepara lenta y como subterráneamente. Subterráneamente, pues esas nuevas formas sólo pueden desarrollarse en tanto son compatibles con el orden establecido y no presentan, al menos en apariencia, ningún peligro para los poderes constituidos; sin ello nada podría impedir que esos poderes los aniquilen mientras sean los más fuertes. Para que las nuevas formas sociales triunfen sobre las antiguas, es necesario que previamente ese desarrollo continuo las haya llevado a desempeñar efectivamente un papel más importante en el funcionamiento del organismo social, en otras palabras: que hayan originado fuerzas superiores a las que disponen los poderes oficiales. Así no hay nunca verdadera ruptura de continuidad, ni siquiera cuando la transformación del régimen parece ser efecto de una lucha sangrienta, pues la victoria no hace más que consagrar las fuerzas que, desde antes de la lucha, constituían un factor decisivo en la vida colectiva, formas sociales que desde mucho antes habían comenzado a sustituir poco a poco aquéllas en que se apoyaba el régimen de decadencia. Así, en el Imperio romano, los bárbaros empezaron a ocupar los puestos más importantes, el ejército comenzó a dislocarse en bandas conducidas por aventureros y la institución del colono sustituyó progresivamente la esclavitud por la servidumbre, mucho antes de las grandes invasiones. Lo mismo la burguesía francesa no esperó 1789 para sobrepasar a la nobleza. La revolución rusa, es verdad, gracias a un singular concurso de circunstancias, pareció hacer surgir algo enteramente nuevo, pero la verdad es que los privilegios suprimidos por ella no tenían desde hace algún tiempo ninguna base social salvo en la tradición: que las instituciones surgidas con la insurrección no comenzaron a funcionar en un día; y que las fuerzas reales, es decir, la gran industria, la policía, el ejército, la burocracia, lejos de haber sido quebradas por la revolución adquirieron gracias a ella un poder desconocido en los demás países. En general, ese repentino trastrocamiento de las relaciones de fuerza, que es lo que suele entenderse por revolución, no es sólo un fenómeno desconocido en la historia; es además, si se le observa de cerca, algo inconcebible, pues sería un victoria de la debilidad sobre la fuerza el equivalente de una balanza en la que se inclina el platillo menos pesado. Lo que la historia nos presenta son lentas transformaciones de regímenes en los que hechos sangrientos que llamamos revoluciones desempeñan un papel bastante secundario y hasta pueden estar ausentes. Es el caso cuando la capa social que dominaba en nombre de las antiguas relaciones de fuerza llega a conservar una parte del poder a favor de nuevas relaciones, y la historia de Inglaterra proporciona un ejemplo. Pero, cualquiera que sea la forma que tomen las transformaciones sociales, sólo se percibe, si se trata de poner al desnudo el mecanismo, un monótono juego de fuerzas ciegas que se unen o chocan, que progresan o declinan, donde unas sustituyen a otras, sin dejar nunca de triturar a los desgraciados humanos. Este siniestro engranaje no presenta a primera vista ninguna falla por donde pudiera deslizarse una tentativa de liberación. Pero de un bosquejo tan vago, tan arbitrario, tan miserablemente sumario, no se puede pretender sacar una conclusión.

Hay que plantear una vez más el problema fundamental, a saber: en qué consiste el lazo que hasta ahora parece unir la opresión social y el progreso en la relaciones del hombre con la naturaleza. Si se considera en líneas generales el conjunto del desarrollo humano hasta nuestros días, si sobre todo se oponen las poblaciones primitivas en las que casi no existe la desigualdad a nuestra civilización actual, pareciera que el hombre no puede llegar a aliviar el yugo de las necesidades naturales sin aumentar el de la opresión social, como por el juego de un misterioso equilibrio. Y aún, lo que es más singular todavía, se diría que si la colectividad humana en gran medida se ha liberado del peso con que las fuerzas de la naturaleza abruman a la débil humanidad, en cambio ha reemplazado en cierto modo a la naturaleza al punto de aplastar al individuo en forma análoga.

¿Por qué es esclavo el hombre primitivo? Porque casi no dispone de su propia actividad; es el juguete de la necesidad que le dicta cada uno de sus gestos y lo acosa con su aguijón implacable, y sus acciones están reguladas, no por su propio pensamiento, sino por las costumbres y caprichos incomprensibles de una naturaleza a la que sólo puede adorar con ciega sumisión. Si no se considera más que la colectividad, los hombres perecen haberse elevado en nuestros días a una condición que se encuentra en los antípodas de ese estado servil. Casi ninguno de sus trabajos constituye una simple respuesta el imperioso impulso de la necesidad; el trabajo se cumple de manera de tomar posesión de la naturaleza y disponerla de suerte que satisfaga las necesidades. La humanidad ya no se cree en presencia de divinidades caprichosas cuyo favor tiene que conciliarse, sabe que tiene simplemente que manejar la materia inerte y se dedica a esta tarea regulándose metódicamente en base a leyes claramente concebidas. En fin, parece que hubiéramos llegado a esa época predicha por Descartes en que los hombres emplearían “la fuerza y las acciones del fuego, el agua, el aire, de los astros y todos los otros cuerpos” de la misma manera que los oficios de los artesanos, y se tornarían de ese modo amos de la naturaleza. Pero, por un extraño trastrocamiento, esta dominación colectiva se transforma en servidumbre cuando se desciende a la escala del individuo, y en una servidumbre bastante próxima a la del hombre primitivo. Los esfuerzos del trabajador moderno le son impuestos por una presión tan brutal, tan implacable y que lo acosa tan de cerca como el hambre al cazador primitivo. Desde ese cazador primitivo hasta el obrero de nuestras grandes fábricas, pasando por los trabajadores egipcios manejados a latigazos, por los esclavos antiguos, por los siervos medievales amenazados continuamente por la espada del señor, los hombres jamás han dejado de ser empujados al trabajo por una fuerza exterior y bajo pena de muerte casi inmediata. En cuanto al encadenamiento de los movimientos del trabajo, a menudo también le es impuesto desde fuera al obrero como al hombre primitivo, y es igualmente misterioso para ambos. Además, en este dominio la presión es en ciertos casos incomparablemente más brutal ahora que antes; por sujeto que pudiera estar el hombre primitivo a la rutina y a los ciegos tanteos, podía al menos tratar de reflexionar, cambiar e innovar por su cuenta y riesgo, libertad de la que está absolutamente privado un trabajador en cadena. En fin, si la humanidad parece haber llegado a disponer de esas fuerzas de la naturaleza que sin embargo, según la frase de Spinoza, “sobre pasan infinitamente las del hombre” -y en forma casi tan soberana como un caballero dispone de su caballo-, esta victoria no pertenece a los hombres tomados uno por uno. Sólo las colectividades más vastas están en condiciones de manejar “la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire… y de todos los otros cuerpos que nos rodean”. En cuanto a los miembros de esas colectividades, opresores y oprimidos están igualmente sometidos a las implacables exigencias de la lucha por el poder.

Así, a despecho del progreso, el hombre no ha salido de la condición servil en que se encontraba cuando, débil y desnudo, estaba librado a todas las fuerzas ciegas que componen el universo; simplemente el poder que lo mantiene de rodillas ha sido como transferido de materia inerte a la sociedad que forma con sus semejantes. Por eso la sociedad se impone a su adoración a través de todas las formas que toma el sentimiento religioso. Entonces la cuestión social se plantea en una forma bastante clara. Hay que examinar el mecanismo de esta transferencia, buscar por qué el hombre ha debido pagar a ese precio su dominio sobre la naturaleza, concebir en qué puede consistir la situación menos desdichada para él, es decir aquélla en que estaría menos avasallado por la doble dominación de la naturaleza y la sociedad, en fin, ver qué caminos pueden llevar a tal situación y qué instrumentos la civilización actual podría proporcionar a los hombres de hoy si aspirasen a transformar su vida en ese sentido.

Aceptamos demasiado fácilmente el progreso material como un don del cielo, como algo que cae de su peso; hay que mirar de frente las condiciones que constituyen el precio que hay que pagar por su realización. La vida primitiva es algo fácilmente comprensible: el hombre está acuciado por el hambre o al menos por el pensamiento también lacerante de que pronto tendrá hambre, y parte para buscar alimentos; tiembla por el frío, o al menos ante el pensamiento de que pronto tendrá frío y busca cosas para que produzcan o conserven el calor, y así sucesivamente. En cuanto a la forma de realizarlo, está dada por la costumbre iniciada en la infancia, de imitar a los mayores y también por hábitos que él mismo se ha forjado a través de múltiples tanteos, repitiendo los procedimientos que tuvieron éxito; cuando lo toman de improviso, tantea también, obligado a obrar por un aguijón que no le da descanso. En todo esto el hombre no tiene más que ceder a su propia naturaleza y no vencerla.

Por el contrario, desde que se pasa a un estadio más avanzado de la civilización todo se vuelve milagroso. Vemos entonces a los hombres dejar a un lado cosas aptas para el consumo, deseables, y de las que sin embargo se priva. Se les ve abandonar en gran medida la búsqueda de alimentos, calor y todo lo demás, y consagrar lo mejor de sus fuerzas a trabajos aparentemente estériles. A decir verdad, la mayoría de esos trabajos lejos de ser estériles son infinitamente más productivos que los esfuerzos del hombre primitivo, pues tienen por efecto una disposición de la naturaleza exterior en un sentido favorable a la vida humana; pero esta eficacia es indirecta y a menudo separada del esfuerzo por tantos intermediarios que el espíritu los recorre con dificultad; se realiza a largo plazo, a veces a tan largo plazo que sólo las generaciones futuras lo aprovecharán, mientras que por el contrario la fatiga extenuante, los dolores, los peligros unidos a esos trabajos se hacen inmediata y perpetuamente sentir. Ahora bien, cada uno sabe por propia experiencia que muy rara vez la idea abstracta de una lejana utilidad puede superar los dolores, las necesidades, los deseos presentes. Sin embargo es necesario que triunfe en la vida social, bajo pena de retornar a la existencia primitiva.

Pero más milagros aún es la coordinación de los trabajos. Todo nivel un poco elevado de producción supone una cooperación más o menos extensa, y la cooperación se define por el hecho de que los esfuerzos de cada uno no tienen sentido y eficacia sino por su relación y su exacta correspondencia con los esfuerzos de todos los otros, de manera que todos los esfuerzos forman un solo trabajo colectivo. En otras palabras, los movimientos de varios hombres deben combinarse de la misma manera en que se combinan los movimientos de un solo hombre. ¿Cómo es posible? Una combinación no se realiza si no es pensada; ahora bien, una relación sólo se forma dentro de un espíritu. El número dos pensado por un hombre no puede agregarse al número dos pensado por otro hombre para formar el número cuatro; igualmente la concepción que uno de los cooperadores se forja del trabajo parcial que ejecuta, no puede combinarse con la concepción que cada uno de los otros se hace de su tarea  respectiva para formar un trabajo coherente. Varios espíritus humanos no se unen en un espíritu colectivo, y los términos de lama colectiva, pensamiento colectivo, tan corrientemente empleados en nuestros días, carecen totalmente de sentido. Entonces, para que los esfuerzos de varios se combinen es necesario que estén dirigidos por un solo y mismo espíritu, como lo expresa el célebre verso de Fausto: “un espíritu basta por mil brazos”.

En la organización igualitaria de los pueblos primitivos nada permite resolver ninguno de estos problemas, ni el de la privación, ni el del estímulo del esfuerzo, ni el de la coordinación de los trabajos, en cambio la opresión social proporciona una solución inmediata, creando, para decirlo sin matices, dos categorías de hombres: los que mandan y los que obedecen. El jefe coordina fácilmente los esfuerzos de los hombres que están subordinados a sus órdenes; no siente ninguna tentación que deba vencer para reducirlos a lo estrictamente necesario, y en cuanto al estímulo del esfuerzo, una organización opresora es admirablemente apta para hacer galopar a los hombres más allá del límite de sus fuerzas, los unos azuzados por la ambición, los otros, según las palabras de Homero, “bajo la presión de una dura necesidad”.

Los resultado son a menudo prodigiosos cuando la división de las categorías sociales es bastante profunda para que los que deciden los trabajos no estén jamás expuestos a sentir o aun a conocer sus esfuerzos agotadores, sus dolores, sus peligros, mientras que los que los ejecutan y sufren no tienen elección, pues están siempre bajo la amenaza de muerte más o menos disfrazada. Así el hombre sólo escapa en cierta medida a los caprichos de una naturaleza ciega librándose a los caprichos no menos ciegos de la lucha por el poder. Esto nunca es tan verdadero como cuando el hombre llega -tal es nuestro caso-, a una teoría bastante avanzada para tener el domino de las fuerzas de la naturaleza, pues para que esto pueda ocurrir la cooperación debe realizarse en una escala tan vasta que los dirigentes encuentren que tienen en sus manos una masa de asuntos que sobrepasa formidablemente su capacidad de controlar. De este modo la humanidad se convierte en un juguete de las fuerzas de las naturales, bajo la nueva forma que les ha dado el progreso técnico, como jamás lo fue en tiempos primitivos; hemos tenido, tenemos y tendremos esta amarga experiencia. En cuanto a las tentativas para conservar la técnica sacudiendo la opresión, de inmediato suscitan tal pereza y tal desorden, que los que se entregan a ellas se encuentran la mayoría de las veces obligados a volver casi de inmediato al yugo; la experiencia se ha hecho, en pequeña escala, en las cooperativas de producción; en una vasta escala, después de la revolución rusa. Parecería que el hombre nace esclavo y que la servidumbre es su condición propia.


Simone Weil
Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, 1934 - Capítulo II Análisis de la opresión








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