Se trata, en suma, de conocer qué es lo que liga la opresión en general y cada forma de opresión en particular al
régimen de la producción. En otras palabras, de llegar a captar el mecanismo de la opresión, a comprender en
virtud de qué surge, subsiste y se transforma, en virtud de qué, quizá, podría desaparecer teóricamente. Es casi
una cuestión nueva. Durante siglos, almas generosas consideraron que el poder de los opresores constituía una
usurpación pura y simple, a la que había que tratar de oponerse sea por la simple expresión de una reprobación
radical, sea por la fuerza armada puesta al servicio de la justicia. De las dos maneras el fracaso ha sido siempre
completo, y nunca más significativo que cuando tomaba por un instante la apariencia de victoria, como el caso
de la Revolución francesa, en la que después de haber hecho desaparecer efectivamente cierta forma de opresión
se asistía impotente al inmediato establecimiento de una nueva opresión.
Reflexionando sobre este resonante fracaso, que vino a coronar a todos los otros, Marx llegó por fin a
comprender que no se puede suprimir la opresión en tanto subsisten las causas que la tornan inevitable y que
esas causas residen en las condiciones objetivas, es decir materiales, de la organización social. Elaboró así un
concepto de la opresión totalmente nuevo, no ya en tanto usurpación de un privilegio sino en tanto órgano de una
función social. Esta función es la misma que consiste en desarrollar las fuerzas productoras, en la medida en que
ese desarrollo exige duros esfuerzos y pesadas privaciones; y, entre ese desarrollo y la elaboración social, Marx y
Engels percibieron relaciones recíprocas. Al principio, según ellos, la opresión se establece sólo cuando los
progresos de la producción han provocado una división del trabajo lo bastante acentuada para que el comercio, la
conducción militar y el gobierno constituyan funciones distintas. Por otra parte, una vez establecida la opresión
provoca el ulterior desarrollo de las fuerzas productoras y cambia de forma a medida que ese desarrollo lo exige, hasta el día en que, habiéndose convertido en una traba en lugar de una ayuda, desaparece pura y simplemente.
Por brillantes que sean los análisis concretos con que los marxistas ilustraron este esquema, y aunque
constituyen un progreso con respecto a las ingenuas indignaciones que reemplazó, no puede decirse que aclara el
mecanismo de la opresión. Sólo describe parcialmente su nacimiento. Ahora bien, ¿por qué la división del
trabajo se convertiría necesariamente en opresión? Nada permite, en manera alguna, esperar razonablemente este
fin, pues si Marx creyó mostrar cómo el régimen capitalista termina por trabar la producción, ni siquiera a
tratado de probar que, en nuestros días, cualquier otro régimen opresivo la trabaría parcialmente; y además se
ignora por qué la opresión no podría lograr mantenerse, aun una vez convertida en un factor de regresión
económica. Sobre todo, Marx omite explicar por qué la opresión es invencible mientras es útil, por qué lo
oprimidos en rebelión no han logrado nunca fundar una sociedad no opresiva, sea en base de las fuerzas
productoras de su época, sea aun al precio de una regresión económica que difícilmente podría aumentar su
miseria; y en fin deja totalmente en la sombra los principios generales del mecanismo por el cual una forma
determinada de opresión es reemplazada por otra.
Más aún, no sólo los marxistas no han resuelto ninguno de estos problemas sino que ni siquiera creyeron que
debían formularlos. Les pareció haber explicado suficientemente la opresión social estableciendo que
corresponde a una función en la lucha contra la naturaleza. Por otra parte, sólo han mostrado esta
correspondencia para el régimen capitalista; pero de todas maneras, suponer que tal correspondencia constituya
una explicación del fenómeno es aplicar inconscientemente a los organismos sociales el famoso principio de
Lamarck, tan cómodo como ininteligible, “la función crea al órgano. La biología comenzó a ser una ciencia el
día que Darwin sustituyó este principio por la noción de condiciones de existencia. El progreso consiste en que
la función no es considerada ya como causa, sino como efecto del órgano, único orden inteligible; el papel de
causa es atribuido desde entonces sólo a un mecanismo ciego, el de la herencia combinado con las variaciones
accidentales. Por sí mismo, a decir verdad, ese mecanismo ciego no puede sino producir al azar cualquier cosa;
la adaptación del órgano a la función entra en juego para limitar el azar eliminando las estructuras no viables, no
ya como tendencia misteriosa sino como condición de existencia. Y esta condición se define por la relación
existente entre el organismo considerado y el medio, por una parte inerte y por otra vivo, que lo rodea, y muy
particularmente con los organismos semejantes que le hacen competencia. La adaptación es concebida entonces
con relación a los seres vivientes como una necesidad exterior y no ya interna. Es claro que este luminoso
método es valido no sólo en biología, sino en todas partes donde se encuentren estructuras organizadas que no
han sido organizadas por nadie. Para poder hablar de ciencia en materia social sería necesario haber realizado
con relación al marxismo un progreso análogo al de Darwin con relación a Lamarck. Las causas de la evolución
social no deben buscarse ya sino en los esfuerzos cotidianos de los hombres considerados como individuos.
Estos esfuerzos ciertamente no se dirigen a cualquier parte; dependen, para cada uno, del temperamento, la
educación, las rutinas, las costumbres, los prejuicios, las necesidades naturales o adquiridas del ambiente, y
sobre todo, en general, de la naturaleza humana, término que, siendo difícil de definir, no carece probablemente
de sentido. Pero dada la diversidad casi indefinida de los individuos, y sobre todo que la naturaleza humana
implica entre otras cosas el poder de innovar, de crear, de superarse a sí misma, ese tejido de esfuerzos
incoherentes produciría cualquier cosa como organización social si el azar no se encontrara limitado en ese
terreno por las condiciones de existencia a las que toda sociedad debe conformarse bajo pena de ser subyugada o
aniquilada. Esas condiciones de existencia a menudo son ignoradas por los hombres sometidos a ellas; obran no
imponiendo una dirección determinada a los esfuerzos de cada uno, sino condenando a la ineficacia a todos los
esfuerzos dirigidos en las direcciones que ellas prohíben.
Estas condiciones de existencia están determinadas en primer lugar como en el caso de los seres vivos, por una
parte, por el medio natural, por otra parte la existencia, la actividad y particularmente la competencia de otros
organismos de la misma especie, es decir de otros grupos sociales. Pero un tercer factor entra también en juego, a
saber la disposición del medio natural, los útiles, el armamento, los procedimientos de trabajo y de combate, y
ese factor ocupa un lugar aparte por el hecho de que si bien actúa sobre la forma de organización social, a su vez
sufre su reacción. Además este factor es el único sobre el cual los miembros de una sociedad quizá pudieran
influir. Esta visión es demasiado abstracta para servir de guía, pero si a partir de esa visión sumaria pudiéramos
llegar a los análisis concretos, por fin sería posible plantear el problema social. Si las necesidades sociales, una
vez vistas con claridad, se revelaran fuera del alcance de la buena voluntad como las que rigen a los astros, cada
uno tendría sino que contemplar el desarrollo de la historia como se ve desarrollarse las estaciones, haciendo lo posible por evitar a los seres queridos y a sí mismos la desgracia de ser instrumento o víctima de la opresión
social. Si no es así ante todo habría que definir, a título de límite ideal, las condiciones objetivas que permitirían
una organización social absolutamente pura de opresión; después, buscar por qué medios y en qué medida se
pueden transformas las condiciones efectivamente dadas de modo de acercarlas a este ideal; encontrar cuál es la
forma menos opresiva de organización social para un conjunto de condiciones objetivas determinadas; en fin,
definir en este terreno el poder de acción y las responsabilidades de los individuos considerados como tales. Sólo
con esta condición la acción política podrá convertirse en algo análogo a un trabajo en lugar de ser, como hasta
ahora, un juego o una rama de la magia.
Por desgracia, para lograr esto, no sólo son necesarias reflexiones profundas, rigurosas sometidas al control más
riguroso a fin de evitar todo error, sino también estudios históricos, técnicos y científicos, de extensión y
precisión inauditos, y realizados desde un punto de vista totalmente nuevo. Sin embargo, los acontecimientos no
esperan; el tiempo no se detendrá para darnos momentos disponibles; la actualidad se nos impone en forma
urgente y nos amenaza con catástrofes que arrastrarían, entre otras terribles desgracias, la imposibilidad material
de estudiar y de escribir salvo al servicio de los opresores. ¿Qué hacer? De nada serviría dejarse arrastrar en la
confusión, por un impulso irreflexivo. No existe ni la menor idea de los fines y los medios de lo que todavía se
llama por costumbre la acción revolucionaria. En cuanto al reformismo, el principio del mal menor que
constituye su base es por cierto eminentemente razonable, aunque esté desacreditado por los errores de los que
hasta ahora lo han usado; sólo que, si no ha servido más que como pretexto para capitular, no se debe a la
cobardía de algunos jefes sino a la ignorancia por desgracia común a todos. Pues si no se define lo peor y lo
mejor en función de un ideal claro y concretamente concebido y luego se determina el margen exacto de
posibilidades, no se sabe cuál es el mal menor y por tanto se está obligado a aceptar bajo ese nombre todo lo que
imponen los que tienen la fuerza en sus manos, porque cualquier mal real es siempre menor que los males
posibles que pueden surgir de una acción incalculada. En general, nosotros que ahora estamos ciegos, casi no
podemos sino elegir entre la capitulación y la aventura. Sin embargo no podemos dispensarnos de determinar
desde ahora la actitud a tomar ante la situación presente. Por eso, ante de haber desmontado, si es posible, el
mecanismo social, quizá sea lícito tratar de bosquejar los principios; con tal que desde luego, tal bosquejo
excluya toda especie de afirmación categórica y sólo trate de someter algunas ideas, a título de hipótesis, el
examen crítico de las personas de buena fe. Además no carecemos de guías en la materia. Si el sistema de Marx,
en sus grandes líneas, es una débil ayuda, ocurre algo muy distinto con los análisis a los que lo condujo el
estudio concreto del capitalismo y en los que, creyendo limitarse a caracterizar un régimen, sin duda más de una
vez captó la naturaleza secreta de la opresión misma.
Entre todas las formas de
organización social que nos presenta la historia son muy raras las que aparecen
como verdaderamente limpias de opresión; estás además, son bastante mal
conocidas. Corresponden todas a un nivel extremadamente bajo de producción, tan
bajo que la división del trabajo, excepto entre los sexos, es casi desconocida
y cada familia apenas produce algo más de lo que necesita consumir. Es bastante
claro que semejante condición material excluye forzosamente la opresión, ya que
cada hombre, obligado a alimentarse por sí mismo, está continuamente en lucha
con la naturaleza exterior; en este nivel, la misma guerra es una guerra de
pillaje y exterminación, no de conquista, porque faltan los medios para
asegurar esta y sacar partido de ella. Lo sorprendente no es que la opresión
solo aparezca a partir de formas más elevadas de economía, sino que las acompañe
siempre, esto es, que entre una economía completamente primitiva y las formas
económicas más desarrolladas no hay solo una diferencia de grado, sino también
de naturaleza. En efecto, si, desde el punto de vista del consumo, solo se da
un paso a un poco más de bienestar, la producción, que es el factor decisivo,
se transforma en su misma esencia. A primera vista esta transformación consiste
en una progresiva liberación respecto a la naturaleza. En las formas totalmente
primitivas de producción (caza, pesca, recolección) el esfuerzo humano aparece
como simple reacción a la presión inexorable que la naturaleza ejerce
continuamente sobre el hombre, y ello de dos maneras: en primer lugar, se
realiza, prácticamente, bajo la coacción inmediata, bajo el aguijón
continuamente experimentado de las necesidades naturales; como consecuencia
indirecta, la acción parece recibir su forma de la naturaleza misma, a causa
del importante papel que aquí juegan una intuición análoga al instinto animal y
la paciente observación de los fenómenos naturales más frecuentes, y a causa,
también, de la indefinida repetición de procedimientos que a menudo han tenido
éxito, sin saber por qué, y se consideran acogidos por la naturaleza con
particular favor. En esta fase, cada hombre es necesariamente libre respecto a
los demás, porque está en contacto inmediato con las condiciones de su propia
existencia y nada humano se interpone entre estas y él; en cambio, y en la
misma medida, está estrechamente sometido al domino de la naturaleza, y lo
muestra divinizándola. En las etapas superiores de la producción, la coacción
de la naturaleza, ciertamente, continúa dándose, y siempre implacablemente, pero de forma, en apariencia, menos inmediata; parece volverse cada vez más
generosa y dejar un margen creciente a la libre elección del hombre, a su
facultad de iniciativa y de decisión. La acción no está ya continuamente ceñida
a las exigencias de la naturaleza; se aprende a crear reservas, a largo plazo,
para necesidades aún no experimentadas; los esfuerzos que no son susceptibles
de una utilidad indirecta se hacen cada vez más numerosos; a la vez, se hace
posible y necesaria la sistemática coordinación en el tiempo y en el espacio,
incrementándose continuamente su importancia. En resumen, respecto a la
naturaleza, el hombre parece pasar, por etapas, de la esclavitud a la
dominación. Al mismo tiempo, la naturaleza pierde gradualmente su carácter
divino y la divinidad asume, progresivamente, forma humana. Por desgracia, esta
emancipación es solo una aduladora apariencia. En realidad, en estas etapas
superiores, la acción humana continúa siendo, en general, pura obediencia al
aguijón brutal de una necesidad inmediata, solo que, en adelante, en lugar de
estar acosado por la naturaleza, el hombre está acosado por el hombre. Por
lo demás, la presión de la naturaleza sigue haciéndose sentir, aunque
indirectamente; porque la opresión se ejerce por la fuerza y, a fin de cuentas,
toda fuerza brota de la naturaleza.
La noción de fuerza está lejos de ser sencilla y sin embargo es la primera a elucidar para plantearse los
problemas sociales. La fuerza y la opresión son dos cosas; pero hay que comprender ante todo que no es la forma
en que se usa cualquier fuerza sino su naturaleza misma lo que determina si es o no opresiva. Es lo que Marx
percibió claramente en lo que respecta al Estado. Comprendió que esta máquina de triturar hombres no puede
dejar de triturar en tanto funcione, sean cuales fueren las manos en que esté. Pero este concepto tiene un alcance
mucho más general. La opresión procede exclusivamente de condiciones objetivas. La primera de ellas es la
existencia de privilegios, y no son las leyes o los decretos de los hombres, ni los títulos de propiedad los que
determinan los privilegios; es la naturaleza misma de las cosas. Ciertas circunstancias que corresponden a etapas
sin duda inevitables del desarrollo humano hacen surgir fuerzas que se interponen entre el hombre común y sus
propias condiciones de existencia, entre el esfuerzo y el fruto del esfuerzo, y que son, por su esencia misma, el
monopolio de algunos por el hecho de que no pueden estar repartidas entre todos; desde entonces esos
privilegiados, aunque dependen para vivir del trabajo de otro, disponen de la suerte misma de los que dependen,
y la igualdad perece. Es lo que pronto ocurre cuando los ritos religiosos por medio de los cuales el hombre cree
conciliarse con la naturaleza, que se han vuelto demasiado numerosos y complicados para ser conocidos por
todos, se convierten en el secreto y por tanto el monopolio de algunos sacerdotes. El sacerdote dispone entonces,
aunque sólo sea por una ficción, de todas las fuerzas de la naturaleza y gobierna en su nombre. Nada esencial ha
cambiado cuando ese monopolio está constituido no ya por ritos sino por procesos científicos y los que los
detentan se llaman, en lugar de sacerdotes, hombres de ciencia y técnicos. También las armas dan nacimiento a
un privilegio el día en que por una parte son lo bastante poderosas para hacer imposible toda defensa de hombres
desarmados ante hombres armados y desde que, por otra parte, su manejo se hace bastante perfeccionado y en
consecuencia lo bastante difícil para exigir un largo aprendizaje y una práctica continua. Desde entonces los
trabajadores son impotentes para defenderse, en cambio los guerreros, aun encontrándose en la imposibilidad de
producir, siempre pueden apoderarse por las armas del fruto del trabajo de los otros; así los trabajadores están a
merced de los guerreros y no inversamente. Lo mismo ocurre con el oro, y más generalmente con la moneda,
desde que la división del trabajo es lo bastante adelantada para que ningún trabajador pueda vivir de sus
productos sin tener que cambiar por lo menos una parte de ellos con los de los otros. La organización de esos
cambios necesariamente se convierte entonces en el monopolio de algunos especialistas, y éstos, como tienen en
sus manos la moneda, pueden a la vez procurarse, para vivir, los frutos del trabajo de otros, y privar a los
productores de lo indispensable. En fin, siempre que en la lucha contra los hombres o contra la naturaleza los
esfuerzos deben ajustarse y coordinarse entre sí para ser eficaces, la coordinación se convierte en el monopolio
de algunos dirigentes desde que ésta alcanzaba un cierto grado de complicación, y la primera ley de la ejecución
es entonces la obediencia; es el caso tanto de la administración de los asuntos públicos como de las empresas.
Pueden existir otras fuentes de privilegio, pero éstas son las principales. Además, salvo la moneda que aparece
en un momento determinado de la historia, todos estos factores actúan en todos los regímenes opresores; lo que
varía es la forma en que se reparten y se combinan, el grado de concentración del poder, también el carácter más
o menos cerrado, y por tanto más o menos misterioso, de cada monopolio. Sin embargo los privilegios, por sí
mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas
necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder.
Como Marx lo comprendió claramente para el capitalismo, como algunos moralistas lo vieron en forma más
general, el poder encierra una especie de fatalidad que pesa tan implacablemente sobre los que mandan como
sobre los que obedecen. Más aún, en la medida en que esclaviza a los primeros, por su intermedio, aplasta a los
segundos. La lucha contra la naturaleza implica necesidades ineluctables que nada puede hacer disminuir, pero
esas necesidades encierran sus propios límites. La naturaleza resiste, pero no se defiende, y allí donde sólo ella
está en juego, cada situación plantea obstáculos bien definidos que confieren su medida al esfuerzo humano. Es
muy distinto cuando las relaciones entre los hombres sustituyen el contacto directo del hombre con la naturaleza.
Conservar el poder es, para los poderosos, una necesidad vital, pues es su poder lo que los alimenta. Tienen que
conservarlo a la vez contra sus rivales y contra sus inferiores, los que no pueden no tratar de liberarse de amos
peligrosos, pues por una especie de círculo sin salida, el amo es terrible al esclavo por el hecho mismo de que él
le teme y recíprocamente; lo mismo ocurre entre poderes rivales.
Además, las dos luchas que debe realizar cada hombre poderoso, una contra aquéllos sobre los que reina, la otra
contra sus rivales, se mezclan inextricablemente y cada una reanima a la otra sin cesar. Un poder, cualquiera que
sea, siempre debe tratar de afirmarse en el interior por medio de éxitos en el exterior, pues esos éxitos les dan
medios de presión más poderosa. Además, la lucha contra sus rivales arrastra a sus propios esclavos que tienen la
ilusión de estar interesados en el resultado. Pero, para obtener de parte de los esclavos la obediencia y los
sacrificios indispensables a un combate victorioso, el poder debe hacerse más opresivo. Para estar en
condiciones de ejercer esta opresión está aún más imperiosamente obligado a volverse hacia el exterior, y así
sucesivamente. Se puede recorrer la misma cadena partiendo de otro eslabón: mostrar que un grupo social, para
estar en condiciones de defenderse contra las potencias exteriores que querrían anexarlo, debe someterse a una
autoridad opresora; que el poder así establecido, para mantenerse en su sitio, debe fomentar los conflictos con
los poderes rivales, y así sucesivamente. De esta manera el más funesto de los círculos viciosos arrastra a la
sociedad entera detrás de sus amos en una ronda insensata.
Sólo se puede romper el círculo de dos maneras: suprimiendo la desigualdad o estableciendo un poder estable,
un poder tal que haya equilibrio entre los que mandan y los que obedecen. Esta segunda solución es la que han
buscado todos aquéllos que son llamados partidarios del orden, o al menos los que no estuvieron movidos por el
servilismo o la ambición. Sin duda fue el caso de los escritores latinos que loaron “la inmensa majestad de la paz
romana”, de Dante, de la escuela reaccionaria de comienzos del siglo XIX, de Balzac, y hoy día, de hombres de
derecha sinceros y reflexivos. Pero esta estabilidad del poder, objetivo de los que se dicen realistas. Aparece
como una quimera si se le mira de cerca, lo mismo que la utopía anarquista.
Entre el hombre y la materia, cada acción, feliz o no, establece un equilibrio que sólo puede romperse desde
fuera, pues la materia es inerte. Una piedra desplazada acepta su nuevo lugar; el viento acepta conducir a su
destino al mismo barco que hubiera alejado de su camino si vela y gobernalle no hubiesen estado bien
dispuestos. Pero los hombres son seres esencialmente activos y poseen una facultad de determinarse a sí mismos
que no pueden abdicar jamás, aun deseándolo, sino el día que vuelven a caer por la muerte en el estado de
materia inerte. De manera que toda victoria sobre los hombres encierra en sí misma el germen de una posible
derrota, a menos de llegar hasta la exterminación. Pero la exterminación suprime el poder al suprimir el objeto.
Así hay, en la esencia misma del poder, una contradicción fundamental que hablando con propiedad le impide
existir. Aquéllos a quienes se denomina amos, obligas sin cesar a reforzar su poder bajo pena de que se lo quiten,
persiguen un dominio esencialmente imposible de poseer, persecución de la que los suplicios infernales de la
mitología griega son hermosas imágenes. Sería distinto si un hombre pudiera poseer en sí mismo una fuerza
superior a la de muchos otros reunidos. Pero nunca es el caso, los instrumentos del poder, armas, oro, máquinas,
secretos mágicos o técnicos, existen siempre fuera del que los dispone, y pueden ser tomados por otros. Así todo
poder es inestable.
En general, entre seres humanos, las relaciones de dominio y sumisión, por no ser nunca plenamente aceptables,
constituyen siempre un desequilibrio sin remedio y que se agrava perpetuamente a sí mismo. Es así aun en el
dominio de la vida privada, donde el amor, por ejemplo, destruye todo equilibrio en el alma desde que trata de esclavizar a su objeto o de esclavizarse a él. Pero allí al menos nada exterior se opone a que la razón venga a
poner orden estableciendo la libertad y la igualdad. En cambio en las relaciones sociales, en la medida en que los
procedimientos mismos del trabajo y del combate excluyen la igualdad, parecen hacer pesar la locura sobre los
hombres como una fatalidad exterior. Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder
y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que
exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se
esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los
seres más queridos. Así Agamemnon inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus
privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos.
De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles. Marx lo vio
muy bien en lo que respecta al régimen capitalista. Rosa Luxemburg protestaba contra la apariencia de “ronda en
el vacío” que presenta la acumulación capitalista según la imagen del marxismo, ese cuadro donde el consumo
aparece como un “mal necesario” que hay que reducir al mínimo, un simple medio para mantener en vida a los
que se consagran sea como jefes, sea como obreros, al fin supremo. Este fin no es otro que la fabricación de la
maquinaria, es decir de los medios de producción. Y sin embargo el profundo absurdo de este cuadro es lo que
constituye su profunda verdad, verdad que desborda singularmente el marco del régimen capitalista. El único
carácter propio de este régimen es que los instrumentos de la producción industrial son al mismo tiempo las
principales armas en la carrera del poder. Pero siempre los procedimientos de la carrera por el poder someten a
los hombres, sean cuales fueren, por el mismo vértigo y se imponen como fines absolutos. El reflejo de este
vértigo es lo que da grandeza épica a obras como La comedia humana, las historias de Shakespeare, las
canciones de gesta, o La Iliada. El verdadero tema de La Iliada es el poder de la guerra sobre los guerreros, y a
través de ellos, sobre todos los seres humanos. Nadie sabe por qué cada uno se sacrifica y sacrifica a los suyos en
una guerra asesina y sin objetivo, y por eso, a todo lo largo del poema, se atribuye a los dioses la influencia
misteriosa que hace fracasar a los voceros de la paz, reanima sin cesar las hostilidades, excita a los combatientes
que un relámpago de razón impulsa a abandonar la lucha.
Así, en este antiguo y maravilloso poema aparece ya el mal esencial de la humanidad, la sustitución de los fines
por los medios. Tan pronto aparece la guerra en primer plano, como la riqueza, o la producción, pero el mal
continúa siendo el mismo. Los moralistas vulgares se quejan porque el hombre se deja llevar por su interés
personal. ¡Ojalá fuese así! El interés es un principio de acción egoísta, pero limitado, razonable, que sólo puede
engendrar males limitados. Por el contrario, salvo en las sociedades primitivas, la ley de todas las actividades
que dominan la existencia social es que cada uno sacrifique la vida humana, en sí y en otros, a cosas que no
constituyen sino medios para vivir mejor. Ese sacrificio presenta diversas formas, pero todo se resume en la
cuestión del poder. El poder, por definición, constituye sólo un medio, o mejor dicho, poseer un poder consiste
simplemente en poseer los medios de acción, que rebasen la fuerza, tan restringida, de que un hombre posee por
si mismo. Pero la búsqueda del poder, por el hecho mismo de que es esencialmente importante para lograr su
objetivo, excluye toda consideración de fin y llega, por una inversión inevitable a ocupar el lugar de todos los
fines. Ese trastrocamiento en la revolución de medios y fines es esa locura fundamental que explica todo lo que
hay de insensato y de sangriento a lo largo de la historia. La historia humana no es más que la historia de la
servidumbre que hace de los hombres, tanto opresores como oprimidos, el simple juguete de instrumentos de
dominación fabricados por ellos mismos, y rebaja así a la humanidad viviente a ser cosa de cosas inertes.
Por eso ya no son los hombres, sino las cosas las que dan a esta carrera vertiginosa por el poder sus límites y sus
leyes. Los deseos de los hombres que son impotentes para regularlos. Los amos pueden soñar con la moderación,
pero les está prohibido practicar esta virtud, bajo pena de fracaso, salvo en una medida muy débil. Y también,
fuera de excepciones casi milagrosas como Marco Aurelio, se tornan rápidamente incapaces hasta concebirla. En
cuanto a los oprimidos, su rebelión permanente, que hierve siempre aunque sólo estalle por momentos, puede
actuar de manera que agrave el mal o lo disminuya. Y en conjunto constituye sobre todo un factor agravante
porque obliga a los amos a hacer pesar cada vez más su poder por el temor de perderlo. De tiempo en tiempo los
oprimidos lograran arrojar a un equipo de opresores y reemplazarlo por otro y a veces llegan a cambiar la forma
de opresión; pero en cuanto a suprimir la opresión misma para conseguirlos habría que suprimir sus fuentes,
abolir todos los monopolios, los secretos mágicos o técnicos que dan el poder sobre la naturaleza, los
armamentos, el dinero, la coordinación de trabajos. Aun cuando los oprimidos fueran lo bastante conscientes
para resolverse a hacerlo, no podrían triunfar. Sería condenarse a ser pronto presa de otros grupos sociales que no han realizada la misma transformación; y aun cuando ese peligro se descartara por milagro, sería condenarse
a muerte, pues cuando se han olvidado los procedimientos primitivos de producción y se ha transformado el
medio natural al que correspondían, no se puede retomar el contacto inmediato con la naturaleza. Así, a pesar de
todas las veleidades de poner fin a la locura y a la opresión, la concentración del poder y la agravación de su
carácter tiránico no tendrían límites si éste no se encontrara felizmente en la naturaleza de las cosas. Importa
determinar sumariamente cuáles pueden ser estos límites. Para ello hay que tener presente que si la opresión es
una necesidad de la vida social, esta necesidad no tiene nada de providencial. Por el hecho de que resulte
perjudicial a la producción no podemos esperar que la opresión termine “la rebelión de las fuerzas productivas”,
tan ingenuamente invocada por Trotsky como factor de la historia, es una pura ficción. Igualmente nos
engañaríamos suponiendo que la opresión deja de ser ineluctable desde que las fuerzas productivas están lo
suficientemente desarrolladas para asegurar a todos el bienestar y el ocio. Aristóteles admitía que no habría ya
ningún obstáculo para la supresión de la esclavitud si los trabajos indispensables pudieran ser asumidos por
“esclavos mecánicos”, y Marx, cuando trató de anticipar el porvenir de la especie humana, no hizo más que
retomar y desarrollar esta concepción. Sería justa si los hombres estuvieran guiados por la consideración del
bienestar; pero desde la época de La Iliada hasta nuestros días, las exigencias insensatas de la lucha por el poder
quitan hasta el tiempo libre para pensar en el bienestar. La elevación del rendimiento del esfuerzo humano será
impotente para aliviar el peso de este esfuerzo mientras la estructura social implique el trastrocamiento de la
relación entre el medio y el fin, en otras palabras, mientras los procedimientos del trabajo y del combate den a
algunos un poder discrecional sobre las masas; pues las fatigas y las privaciones que ya son inútiles para la lucha
contra la naturaleza estarán absorbidas por la guerra realizada por los hombres para la conquista o defensa de los
privilegios. En cuanto la sociedad está dividida en hombres que ordenan hombres que ejecutan, toda la vida
social está orientada por la lucha del poder, y la lucha por la subsistencia sólo interviene como un factor, a decir
verdad indispensable, de la primera. La concepción marxista según la cual la existencia social está determinada
por las relaciones entre el hombre y la naturaleza establecidas por la producción, sigue siendo la única base
sólida para todo estudio histórico, pero esas relaciones deben considerarse ante todo en función del problema del
poder, y los medios de subsistencia constituyen simplemente un dato de ese problema. Este orden parece
absurdo, pero no hace más que reflejar el absurdo esencial que ocupa el centro mismo de la vida social. Un
estudio científico de la historia sería, por la tanto, un estudio de las acciones y reacciones que perpetuamente se
producen entre la organización del poder y los procedimientos de producción, pues si bien el poder depende de
las condiciones materiales de la vida no cesa nunca de transformar esas mismas condiciones. Tal estudio rebasa
actualmente nuestras posibilidades, pero antes de abordar la complejidad infinita de los hechos es bueno elaborar
un esquema abstracto de ese juego de acciones y reacciones, casi como los astrónomos debieron inventar una
esfera celeste imaginaria para situar en ella los movimientos y posiciones de los astros.
Ante todo hay que tratar de confeccionar una lista de las necesidades ineluctables que limitan toda especie de
poder. En primer lugar, cualquier poder se apoya en instrumentos que tienen en cada situación un alcance
determinado. Así no se gobierna de la misma manera por medio de soldados armados con flechas, lanzas y
espadas que por medio de aviones y bombar incendiarias; el poder del oro depende del papel que desempeña el
comercio en la vida económica; el de los secretos técnicos se mide por la diferencia entre lo que se puede lograr
con ellos y sin ellos; y así sucesivamente. A decir verdad, siempre hay que tener en cuenta en este balance las
astucias, gracias a las cuales los poderosos obtienen por persuasión lo que no pueden obtener por presión, ya sea
colocando a los oprimidos en una situación tal que tengan o crean tener un interés directo en hacer lo que se les
pide, ya sea inspirándoles un fanatismo apto para hacerles aceptar todos los sacrificios. En segundo lugar, como
el poder que ejerce realmente un ser humano no se extiende sino hasta lo que se encuentra efectivamente
sometido a su control, el poder choca siempre con los límites mismos de la facultad de control, que son bastante
estrechos. Pues ningún espíritu puede abrazar a la vez una masa de ideas; ningún hombre puede encontrarse a la
vez en varios lugares; y para el amo como para el esclavo el día no tiene más de 24 horas. La colaboración
constituye en apariencia un remedio para este inconveniente, pero como nunca está completamente libre de
rivalidades, es causa de complicaciones infinitas. Las facultades de examinar, comparar, pesar, decidir, cambiar,
son esencialmente individuales, y en consecuencia ocurre lo mismo con el poder, cuyo ejercicio es inseparable
de esas facultades. El poder colectivo es una ficción, al menos en última instancia. En cuanto a la cantidad de
asuntos que pueden estar bajo el control de un solo hombre, depende en gran medida de factores individuales
como la extensión y la rapidez de la inteligencia, la capacidad de trabajo, la firmeza de carácter; pero también
depende de condiciones objetivas del control, rapidez mayor o menor de los transportes y de las informaciones,
simplicidad o complicación de los engranajes del poder. En fin, el ejercicio de cualquier poder tiene por condición un excedente en la producción de vituallas, y un excedente bastante considerable para que todos los
que se consagren, sea en calidad de amos o en calidad de esclavos, al ejercicio del poder, puedan vivir. Es claro
que la medida de este excedente depende del modo de producción, y en consecuencia también de la organización
social. He aquí, por lo tanto, tres factores que permiten concebir al poder político y social como si se
constituyera en cada instante algo análogo a una fuerza mesurable. Sin embargo, para completar el cuadro, hay
que tener en cuenta el hecho de que los hombres que se encuentran en relación, sea como amos o como esclavos,
con el fenómeno del poder son inconscientes de esta analogía. Los poderosos sacerdotes, jefes militares, reyes o
capitalistas, creen siempre mandar en virtud de un derecho divino, y los que están sometidos a ellos se entienden
aplastados por el poder que les perece divino o diabólico, pero de todas maneras sobrenatural. Toda sociedad
opresora está cimentada por esta religión del poder que falsea todas las relaciones sociales permitiendo a los
poderosos ordenar más allá de lo que pueden imponer. Sólo ocurre algo distinto en los momentos de
efervescencia popular, cuando por el contrario, todos, esclavos rebelados y amos amenazados, olvidan cuán
pesadas y sólidas son las cadenas de la opresión.
Así en un estudio científico de la historia debería comenzar por analizar las reacciones que en cada instante el
poder ejerce sobre las condiciones que le asignan objetivamente sus límites; y un hipotético bosquejo de ese
juego de reacciones es indispensable para guiar tal análisis, por otra parte demasiado difícil en relación con
nuestras posibilidades actuales. Algunas de esas reacciones son conscientes y queridas. Todo poder se esfuerza
conscientemente, en la medida de sus propios medios -medida determinada por la organización social-, por
mejorar en su propio dominio la producción y el control; la historia proporciona numerosos ejemplos, desde los
faraones hasta nuestros días, y es la base en que se apoya la noción de despotismo ilustrado. En cambio, todo
poder se esfuerza también, y siempre conscientemente, por destruir en sus rivales los medios de producir y
administrar, y es objeto de una tentativa análoga por parte de ellos. Así la lucha por el poder es a la vez
constructora y destructiva y conduce a un progreso o a una decadencia económica según predomine la
destrucción o la construcción. Y es claro que en una civilización determinada, la destrucción se operará en una
medida tanto mayor cuanto más difícil resulte a un poder extenderse sin chocar con poderes rivales y de fuerza
casi igual. Pero las consecuencias directas del ejercicio del poder tienen mayor importancia que los esfuerzos
conscientes de los poderosos. Todo poder, por el hecho mismo de ejercerse, extiende hasta el límite de lo posible
las relaciones sociales sobre las cuales reposa. Así el poder militar multiplica las guerras, el capital comercial
multiplica los intercambios. A veces ocurre, por una especie de azar providencial, que esta extensión, por un
mecanismo cualquiera, hace surgir nuevos recursos que permiten una nueva extensión, y así sucesivamente, casi
como el alimento refuerza a los cuerpos vivos en pleno crecimiento permitiéndoles conquistar más alimentos de
manera que adquieran mayor fuerza. Todos los regímenes ofrecen ejemplos de esos azares providenciales; pues
sin estos azares ninguna forma de poder podría durar, de manera que los poderes que se benefician de ellos son
los únicos que subsisten. Así la guerra permitía a los romanos robar esclavos, es decir trabajadores en la flor de
la edad que otros habían tenido que alimentar en la infancia; el provecho obtenido por el trabajo de los esclavos
permitía reforzar el ejército, y un ejército más fuerte emprendía guerras más vastas que le valían un botín de
esclavos nuevo y más considerable. Igualmente los caminos que los romanos construían con fines militares
facilitaban luego la administración y la explotación de las provincias y permitían en consecuencia mantener los
recursos necesarios para nuevas guerras. Si se pasa a los tiempos modernos, vemos por ejemplo que la extensión
del comercio ha provocado una división mayor en el trabajo, la cual a su vez hace indispensable una mayor
circulación de las mercaderías; además del consiguiente aumento de la producción ha proporcionado nuevos
recursos que han podido transformarse en capital comercial e industrial. En lo que respecta a la gran industria es
claro que cada progreso importante del maquinismo ha creado a la vez recursos, instrumentos y un estímulo para
un nuevo progreso. Lo mismo ocurre con la técnica de la gran industria que ha proporcionado los medios de
control e información indispensable para la economía centralizada, en la que termina fatalmente la gran
industria, tales como el telégrafo, el teléfono, la prensa cotidiana. Puede decirse otro tanto de los medios de
transporte. Podrían encontrarse en el curso de la historia una inmensa cantidad de ejemplos análogos, referidos a
los mayores y a los menores aspectos de la vida social. Podría definirse el crecimiento de un régimen por el
hecho de que le basta funcionar para provocar nuevos recursos que le permitan funcionar en mayor escala.
Este fenómeno del desarrollo automático es tan notable que podríamos imaginarnos que un régimen bien
constituido, si se puede hablar así, subsistiría y progresaría sin fin. Es exactamente lo que en el siglo XIX,
inclusive los socialistas, se figuraron con respecto al régimen de la gran industria. Pero si es fácil imaginar de manera vaga un régimen opresor que jamás entrara en decadencia, ya no es lo mismo si se quiere concebir en
forma clara y concreta la extensión indefinida de un poder determinado. Si pudiera extender sin fin sus medios
de control se aproximaría indefinidamente a un límite que sería como el equivalente de la ubicuidad; si pudiera
extender sin fin sus recursos ocurriría como si la naturaleza circundante, evolucionara gradualmente hacia esa
generosidad sin reservas de la que gozaban Adán y Eva en el paraíso terrenal; y en fin, si pudiera extenderse
indefinidamente en el alcance de sus propios instrumentos -ya se trate de armas, oro, secretos técnicos, máquinas
u otra cosa- tendería a abolir esa correlación que, ligando indisolublemente la noción de amo a la de esclavo,
establece entre amo y esclavo una dependencia recíproca. No se puede probar que todo esto sea imposible; pero
hay que admitir que es imposible, o bien resolverse a pensar la historia humana como un cuento de hadas. En
general, no se puede considerar al mundo en que vivimos como sometido a leyes si no se admite que todo
fenómeno es limitado, y éste es el caso también para el fenómeno del poder, como lo había comprendido Platón.
Si se quiere considerar al poder como un fenómeno concebible, hay que pensar que puede extender las bases
hasta un cierto punto solamente, después del cual choca contra un muro infranqueable. Pero, sin embargo, no le
es fácil detenerse; el aguijón de la rivalidad lo obliga a ir cada vez más lejos, es decir a rebasar los límites dentro
del cual puede ejercerse efectivamente. Se extiende más allá de lo que puede controlar; ordena más allá de lo que
puede imponer; gasta más allá de sus propios recursos. Tal es la contradicción interna que todo régimen opresor
lleva en sí como un germen de muerte y que está constituida por la oposición entre el carácter necesariamente
limitado de las bases materiales del poder y el carácter necesariamente ilimitado de la carrera por el poder en
tanto relación entre los hombres.
Desde que un poder sobre pasa los límites que le son impuestos por la naturaleza de las cosas, estrecha las bases
sobre las que se apoya, angostando cada vez más esos límites. Extendiéndose más allá de lo que puede controlar,
engendra parasitismo, derroche, desorden, que una vez aparecidos, se acrecientan automáticamente. Tratando de
mandar más allá de lo que puede obligar, provoca reacciones que no puede prever ni regular. En fin, queriendo
extender la explotación de los oprimidos más allá de lo que permiten los recursos objetivos, agota esos mismos
recursos; este es quizá el sentido del cuento antiguo y popular de la gallina de los huevos de oro. Cualquiera que
sea la fuente de donde los explotadores extraen los bienes de que se apropian, llega un momento en que tal
procedimiento de explotación que al principio era cada vez más productivo, se vuelve por el contrario cada vez
más costoso. Así el ejército romano que al comienzo había enriquecido a Roma, terminó por arruinarla. Así los
caballeros medievales, cuyos combates habían dado al principio una cierta seguridad a los campesinos que de
este modo estaban un poco protegidos del bandolerismo, terminaron en el curso de sus continuas guerras por
devastar los campos que los alimentaban. Y el capitalismo parece atravesar una fase de este tipo. Una vez más,
no puede aprobarse de que siempre deba ser así, pero hay que admitirlo, a menos de suponer la posibilidad de
recursos inagotables. Así la naturaleza misma de las cosas constituye esa divinidad justiciera que los griegos
llamaban Némesis y que castiga la desmesura.
Cuando una forma determinada de opresión se encuentra así detenida en su vuelo y empujada hacia la
decadencia, es necesario que comience a desaparecer poco a poco. A veces, por el contrario, cuando se vuelve
más duramente opresora, aplasta a los seres humanos bajo su peso, tritura sin piedad cuerpos, corazones y
espíritus. Sólo que, como todos comienzan a carecer de los recursos que necesitarían unos para vencer, otros
para vivir, llega un momento en que en todas partes se buscan soluciones febrilmente. No hay ninguna razón
para que tal búsqueda no siga siendo vana, y en ese caso el régimen termina por zozobrar, falto de recursos para
subsistir, y cede su lugar, no a otro régimen mejor organizado, sino al desorden, la miseria, la vida primitiva, que
duran hasta que cualquier causa hace surgir de nuevo relaciones de fuerza. Si no ocurre así, si la búsqueda de
nuevos recursos resulta fructuosa, surgen nuevas formas de vida social y un cambio de régimen se prepara lenta
y como subterráneamente. Subterráneamente, pues esas nuevas formas sólo pueden desarrollarse en tanto son
compatibles con el orden establecido y no presentan, al menos en apariencia, ningún peligro para los poderes
constituidos; sin ello nada podría impedir que esos poderes los aniquilen mientras sean los más fuertes. Para que
las nuevas formas sociales triunfen sobre las antiguas, es necesario que previamente ese desarrollo continuo las
haya llevado a desempeñar efectivamente un papel más importante en el funcionamiento del organismo social,
en otras palabras: que hayan originado fuerzas superiores a las que disponen los poderes oficiales. Así no hay
nunca verdadera ruptura de continuidad, ni siquiera cuando la transformación del régimen parece ser efecto de
una lucha sangrienta, pues la victoria no hace más que consagrar las fuerzas que, desde antes de la lucha,
constituían un factor decisivo en la vida colectiva, formas sociales que desde mucho antes habían comenzado a sustituir poco a poco aquéllas en que se apoyaba el régimen de decadencia. Así, en el Imperio romano, los
bárbaros empezaron a ocupar los puestos más importantes, el ejército comenzó a dislocarse en bandas
conducidas por aventureros y la institución del colono sustituyó progresivamente la esclavitud por la
servidumbre, mucho antes de las grandes invasiones. Lo mismo la burguesía francesa no esperó 1789 para
sobrepasar a la nobleza. La revolución rusa, es verdad, gracias a un singular concurso de circunstancias, pareció
hacer surgir algo enteramente nuevo, pero la verdad es que los privilegios suprimidos por ella no tenían desde
hace algún tiempo ninguna base social salvo en la tradición: que las instituciones surgidas con la insurrección no
comenzaron a funcionar en un día; y que las fuerzas reales, es decir, la gran industria, la policía, el ejército, la
burocracia, lejos de haber sido quebradas por la revolución adquirieron gracias a ella un poder desconocido en
los demás países. En general, ese repentino trastrocamiento de las relaciones de fuerza, que es lo que suele
entenderse por revolución, no es sólo un fenómeno desconocido en la historia; es además, si se le observa de
cerca, algo inconcebible, pues sería un victoria de la debilidad sobre la fuerza el equivalente de una balanza en la
que se inclina el platillo menos pesado. Lo que la historia nos presenta son lentas transformaciones de regímenes
en los que hechos sangrientos que llamamos revoluciones desempeñan un papel bastante secundario y hasta
pueden estar ausentes. Es el caso cuando la capa social que dominaba en nombre de las antiguas relaciones de
fuerza llega a conservar una parte del poder a favor de nuevas relaciones, y la historia de Inglaterra proporciona
un ejemplo. Pero, cualquiera que sea la forma que tomen las transformaciones sociales, sólo se percibe, si se
trata de poner al desnudo el mecanismo, un monótono juego de fuerzas ciegas que se unen o chocan, que
progresan o declinan, donde unas sustituyen a otras, sin dejar nunca de triturar a los desgraciados humanos. Este
siniestro engranaje no presenta a primera vista ninguna falla por donde pudiera deslizarse una tentativa de
liberación. Pero de un bosquejo tan vago, tan arbitrario, tan miserablemente sumario, no se puede pretender
sacar una conclusión.
Hay que plantear una vez más el problema fundamental, a saber: en qué consiste el lazo que hasta ahora parece
unir la opresión social y el progreso en la relaciones del hombre con la naturaleza. Si se considera en líneas
generales el conjunto del desarrollo humano hasta nuestros días, si sobre todo se oponen las poblaciones
primitivas en las que casi no existe la desigualdad a nuestra civilización actual, pareciera que el hombre no
puede llegar a aliviar el yugo de las necesidades naturales sin aumentar el de la opresión social, como por el
juego de un misterioso equilibrio. Y aún, lo que es más singular todavía, se diría que si la colectividad humana
en gran medida se ha liberado del peso con que las fuerzas de la naturaleza abruman a la débil humanidad, en
cambio ha reemplazado en cierto modo a la naturaleza al punto de aplastar al individuo en forma análoga.
¿Por qué es esclavo el hombre primitivo? Porque casi no dispone de su propia actividad; es el juguete de la
necesidad que le dicta cada uno de sus gestos y lo acosa con su aguijón implacable, y sus acciones están
reguladas, no por su propio pensamiento, sino por las costumbres y caprichos incomprensibles de una naturaleza
a la que sólo puede adorar con ciega sumisión. Si no se considera más que la colectividad, los hombres perecen
haberse elevado en nuestros días a una condición que se encuentra en los antípodas de ese estado servil. Casi
ninguno de sus trabajos constituye una simple respuesta el imperioso impulso de la necesidad; el trabajo se
cumple de manera de tomar posesión de la naturaleza y disponerla de suerte que satisfaga las necesidades. La
humanidad ya no se cree en presencia de divinidades caprichosas cuyo favor tiene que conciliarse, sabe que tiene
simplemente que manejar la materia inerte y se dedica a esta tarea regulándose metódicamente en base a leyes
claramente concebidas. En fin, parece que hubiéramos llegado a esa época predicha por Descartes en que los
hombres emplearían “la fuerza y las acciones del fuego, el agua, el aire, de los astros y todos los otros cuerpos”
de la misma manera que los oficios de los artesanos, y se tornarían de ese modo amos de la naturaleza. Pero, por
un extraño trastrocamiento, esta dominación colectiva se transforma en servidumbre cuando se desciende a la
escala del individuo, y en una servidumbre bastante próxima a la del hombre primitivo. Los esfuerzos del
trabajador moderno le son impuestos por una presión tan brutal, tan implacable y que lo acosa tan de cerca como
el hambre al cazador primitivo. Desde ese cazador primitivo hasta el obrero de nuestras grandes fábricas,
pasando por los trabajadores egipcios manejados a latigazos, por los esclavos antiguos, por los siervos
medievales amenazados continuamente por la espada del señor, los hombres jamás han dejado de ser empujados
al trabajo por una fuerza exterior y bajo pena de muerte casi inmediata. En cuanto al encadenamiento de los
movimientos del trabajo, a menudo también le es impuesto desde fuera al obrero como al hombre primitivo, y es
igualmente misterioso para ambos. Además, en este dominio la presión es en ciertos casos incomparablemente
más brutal ahora que antes; por sujeto que pudiera estar el hombre primitivo a la rutina y a los ciegos tanteos, podía al menos tratar de reflexionar, cambiar e innovar por su cuenta y riesgo, libertad de la que está
absolutamente privado un trabajador en cadena. En fin, si la humanidad parece haber llegado a disponer de esas
fuerzas de la naturaleza que sin embargo, según la frase de Spinoza, “sobre pasan infinitamente las del hombre”
-y en forma casi tan soberana como un caballero dispone de su caballo-, esta victoria no pertenece a los hombres
tomados uno por uno. Sólo las colectividades más vastas están en condiciones de manejar “la fuerza y las
acciones del fuego, del agua, del aire… y de todos los otros cuerpos que nos rodean”. En cuanto a los miembros
de esas colectividades, opresores y oprimidos están igualmente sometidos a las implacables exigencias de la
lucha por el poder.
Así, a despecho del progreso, el hombre no ha salido de la condición servil en que se encontraba cuando, débil y
desnudo, estaba librado a todas las fuerzas ciegas que componen el universo; simplemente el poder que lo
mantiene de rodillas ha sido como transferido de materia inerte a la sociedad que forma con sus semejantes. Por
eso la sociedad se impone a su adoración a través de todas las formas que toma el sentimiento religioso.
Entonces la cuestión social se plantea en una forma bastante clara. Hay que examinar el mecanismo de esta
transferencia, buscar por qué el hombre ha debido pagar a ese precio su dominio sobre la naturaleza, concebir en
qué puede consistir la situación menos desdichada para él, es decir aquélla en que estaría menos avasallado por
la doble dominación de la naturaleza y la sociedad, en fin, ver qué caminos pueden llevar a tal situación y qué
instrumentos la civilización actual podría proporcionar a los hombres de hoy si aspirasen a transformar su vida
en ese sentido.
Aceptamos demasiado fácilmente el progreso material como un don del cielo, como algo que cae de su peso; hay
que mirar de frente las condiciones que constituyen el precio que hay que pagar por su realización. La vida
primitiva es algo fácilmente comprensible: el hombre está acuciado por el hambre o al menos por el pensamiento
también lacerante de que pronto tendrá hambre, y parte para buscar alimentos; tiembla por el frío, o al menos
ante el pensamiento de que pronto tendrá frío y busca cosas para que produzcan o conserven el calor, y así
sucesivamente. En cuanto a la forma de realizarlo, está dada por la costumbre iniciada en la infancia, de imitar a
los mayores y también por hábitos que él mismo se ha forjado a través de múltiples tanteos, repitiendo los
procedimientos que tuvieron éxito; cuando lo toman de improviso, tantea también, obligado a obrar por un
aguijón que no le da descanso. En todo esto el hombre no tiene más que ceder a su propia naturaleza y no
vencerla.
Por el contrario, desde que se pasa a un estadio más avanzado de la civilización todo se vuelve milagroso. Vemos
entonces a los hombres dejar a un lado cosas aptas para el consumo, deseables, y de las que sin embargo se
priva. Se les ve abandonar en gran medida la búsqueda de alimentos, calor y todo lo demás, y consagrar lo mejor
de sus fuerzas a trabajos aparentemente estériles. A decir verdad, la mayoría de esos trabajos lejos de ser estériles
son infinitamente más productivos que los esfuerzos del hombre primitivo, pues tienen por efecto una
disposición de la naturaleza exterior en un sentido favorable a la vida humana; pero esta eficacia es indirecta y a
menudo separada del esfuerzo por tantos intermediarios que el espíritu los recorre con dificultad; se realiza a
largo plazo, a veces a tan largo plazo que sólo las generaciones futuras lo aprovecharán, mientras que por el
contrario la fatiga extenuante, los dolores, los peligros unidos a esos trabajos se hacen inmediata y
perpetuamente sentir. Ahora bien, cada uno sabe por propia experiencia que muy rara vez la idea abstracta de una
lejana utilidad puede superar los dolores, las necesidades, los deseos presentes. Sin embargo es necesario que
triunfe en la vida social, bajo pena de retornar a la existencia primitiva.
Pero más milagros aún es la coordinación de los trabajos. Todo nivel un poco elevado de producción supone una
cooperación más o menos extensa, y la cooperación se define por el hecho de que los esfuerzos de cada uno no
tienen sentido y eficacia sino por su relación y su exacta correspondencia con los esfuerzos de todos los otros, de
manera que todos los esfuerzos forman un solo trabajo colectivo. En otras palabras, los movimientos de varios
hombres deben combinarse de la misma manera en que se combinan los movimientos de un solo hombre.
¿Cómo es posible? Una combinación no se realiza si no es pensada; ahora bien, una relación sólo se forma
dentro de un espíritu. El número dos pensado por un hombre no puede agregarse al número dos pensado por otro
hombre para formar el número cuatro; igualmente la concepción que uno de los cooperadores se forja del trabajo
parcial que ejecuta, no puede combinarse con la concepción que cada uno de los otros se hace de su tarea respectiva para formar un trabajo coherente. Varios espíritus humanos no se unen en un espíritu colectivo, y los
términos de lama colectiva, pensamiento colectivo, tan corrientemente empleados en nuestros días, carecen
totalmente de sentido. Entonces, para que los esfuerzos de varios se combinen es necesario que estén dirigidos
por un solo y mismo espíritu, como lo expresa el célebre verso de Fausto: “un espíritu basta por mil brazos”.
En la organización igualitaria de los pueblos primitivos nada permite resolver ninguno de estos problemas, ni el
de la privación, ni el del estímulo del esfuerzo, ni el de la coordinación de los trabajos, en cambio la opresión
social proporciona una solución inmediata, creando, para decirlo sin matices, dos categorías de hombres: los que
mandan y los que obedecen. El jefe coordina fácilmente los esfuerzos de los hombres que están subordinados a
sus órdenes; no siente ninguna tentación que deba vencer para reducirlos a lo estrictamente necesario, y en
cuanto al estímulo del esfuerzo, una organización opresora es admirablemente apta para hacer galopar a los
hombres más allá del límite de sus fuerzas, los unos azuzados por la ambición, los otros, según las palabras de
Homero, “bajo la presión de una dura necesidad”.
Los resultado son a menudo prodigiosos cuando la división de las categorías sociales es bastante profunda para
que los que deciden los trabajos no estén jamás expuestos a sentir o aun a conocer sus esfuerzos agotadores, sus
dolores, sus peligros, mientras que los que los ejecutan y sufren no tienen elección, pues están siempre bajo la
amenaza de muerte más o menos disfrazada. Así el hombre sólo escapa en cierta medida a los caprichos de una
naturaleza ciega librándose a los caprichos no menos ciegos de la lucha por el poder. Esto nunca es tan verdadero
como cuando el hombre llega -tal es nuestro caso-, a una teoría bastante avanzada para tener el domino de las
fuerzas de la naturaleza, pues para que esto pueda ocurrir la cooperación debe realizarse en una escala tan vasta
que los dirigentes encuentren que tienen en sus manos una masa de asuntos que sobrepasa formidablemente su
capacidad de controlar. De este modo la humanidad se convierte en un juguete de las fuerzas de las naturales,
bajo la nueva forma que les ha dado el progreso técnico, como jamás lo fue en tiempos primitivos; hemos tenido,
tenemos y tendremos esta amarga experiencia. En cuanto a las tentativas para conservar la técnica sacudiendo la
opresión, de inmediato suscitan tal pereza y tal desorden, que los que se entregan a ellas se encuentran la
mayoría de las veces obligados a volver casi de inmediato al yugo; la experiencia se ha hecho, en pequeña
escala, en las cooperativas de producción; en una vasta escala, después de la revolución rusa. Parecería que el
hombre nace esclavo y que la servidumbre es su condición propia.
Simone Weil
Reflexiones sobre las causas de la
libertad y de la opresión social, 1934 - Capítulo II Análisis de la opresión
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