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1667. La cárcel



La cárcel

Nací en la cárcel, hijos. Soy un preso de siempre.
Mi padre ya fue un preso. Y el padre de mi padre.
Y mi madre alumbraba, uno tras otro, presos,
como una perra perros. Es la ley, según dicen.

Un día me vi libre. Con mis ojos anclados
en el mágico asombro de las cosas cercanas,
no veía los muros ni las largas cadenas
que a través de los siglos me alcanzaban la carne.

Mis pies iban ligeros. Pisaban hierba verde.
Y era un tonto y reía
porque en los duros bancos de la escuela
podía pellizcar a los vecinos,
jugar a cara o cruz y cazar moscas,
mientras cuatro por siete eran veintiocho
y era Madrid la capital de España
y Cristo vino al mundo por salvarnos.

Sí. Entonces me vi libre. Las manos me crecían
inocentes y tiernas como pan recién hecho,
pues no sabían nada del hierro y la madera
soldados a sus palmas
cuando el sudor profuso
igual que un vino aguado
apenas nos ablanda la fatiga.

Hoy los muros me crecen más altos que la frente,
más altos que el deseo, más altos que el empuje
del corazón. Arrastro
unas secas raíces que me enredan las piernas
cuando voy, como un péndulo de trayecto inmutable,
desde el sueño al cansancio, del cansancio hasta el sueño.

Soy un preso de siempre para siempre. Es el orden.


Ángela Figuera Aymerich
(Bilbao, 30 de octubre de 1902 - Madrid, 2 de abril de 1984)








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