Un grupo de niños en Madrid, 1936 - Fotografía de Juan Miguel Pando Barrero |
Al muchacho conocido por el nombre de "El Manías", vendedor de "Mundo Obrero", que siempre nos paraba en la callo llamándonos "¡Cámaradas escritores!", muerto heroicamente en el asalto al cuartel de la Montaña.
Los guardias le conocían y le llamaban imbécil.
—Creen que soy tonto, y me paso el día repartiendo
manifiestos.
Desde por la mañana se torturaba por ser útil.
—¿Tienes madre?—le habían preguntado.
Muy alegre contestó:
—Tengo tía. La tia iba a fregar a las casas.
Servicial como su sobrino.
Los dos eran revolucionarios.
Se abren las puertas hacia la calle y salen los niños.
El iba mezclado con ellos a esa hora de las ocho y media, cuando las escuelas
van amaneciendo. Le gustaba ir por las mañanas de una parte a otra llevando
paquetes de Prensa. Vendía periódicos, sin saber leer, mientras otros niños
estudiaban —división de trabajo—; desayunaba pan seco mientras los otros niños
comían a las once un bocadillo —desigualdad de clase—; tartamudeaba, y los otros
hablaban vivo y terso como manzanas nuevas. Pero los otros eran burgueses y él
un revolucionarlo. Esa palabra le agarró una tarde como un saco de harina
prendido en una grúa, lo levantó por el aire, y cuando de nuevo se encontró en
el suelo ya no temía a los otros chicos ni se sentía miserable y tonto. Era un
revolucionario. Desde entoncee no le trataban a codazos, sino que le
preguntaban noticias de sensación. Ya no se reirían más de su cabeza siempre en
movimiento; no tendría que huir jadeante hasta quedar dormido, entrecortado,
sobre el jergón. ¡Cómo protege una definición política! Antes le hacían cantar
con una suela de zapato entre los dientes para demostrarle que era cobarde.
La
tia voceaba a veces contra las vecinas en medio del patio. Bartolo —¿por qué se
tendría que llamar, además, Bartolo?- temblaba como rata perseguída sin pudor
de su miedo. La vecina más audaz escupía ruidosamente sobre el patio:
—Vayase, señora, con su colorín, que llueve.
Derrotada y furiosa, la tia le pegó un empujón.
Recuerda muy bien fecha tan memorable. Recuerda muy bien que fué al día
siguiente cuando se encontró a aquel chico que vendía alfileritos, imperdibles,
poleas, botones, en una caja cubierta por un cristal. Bartolo le preguntó:
—¿Qué haces ahi?
Sin levantar la cabeza siguió deletreando:
Un tablero,
camarada,
para el niño del obrero.
Dale un tablero, etc.
Bartolo no había oído nunca leer en alta voz. El otro
niño leía muy mal y se enterneció al ver que le escuchaban. Las letras no son
cosas amables que se dejan coger como las madreselvas que cuelgan de las
tapias; es neceeario un aprendizaje para pillarlas desprevenidas. Decidió que
los que eran capaces de tal prodigio tenían razón, y aprendió la palabra que
defiende: "Revolucionario". Esto le costó un acto de valor:
presentarse a las Juventudes, con su cara de tonto, encogido de miedo.
Alli hace falta todo el mundo. Le dieron a vender los periódicos. Llegaba a su
casa después del ajetreo diario con las manos llenas de paquetes. Tía y sobrino
los colocaban en pila junto al rincón. Con esa ternura de los que tienen las
manos mojadas, extendían una hoja sobre la meaa. A la tia casi se le había
olvidado leer: "Cincuenta mil mineros en huelga... La reacción se levanta
contra las masas trabajadoras. Los soviets chinos han conseguido victorias de
importancia", palabras casi inexpresivas tronaban en el cuarto. No las
entendían bien; pero sabían que se trataba de ellos, de los que comen pan y se
ponen la ropa de otros. La luz temblaba de emoción en el flexible. El
chico se inclinaba sobre las manos de la tia.
—Aparta, que no me dejas ver.
Las consígnas se agrupaban como bayonetas. Cada una
era un arma. Hacía tiempo que dormían las ochenta familias vecinas.
—Tía, lee más claramente.
Empezaron de nuevo: "Un sólo país no sufre el
azote del paro. Se extiende sobre la sexta parte del mundo. Es el país de los
obreros..." Como un alud entró la Unión Soviética. Aquello si que lo
entendían. Entendían que allí no había amos que diesen a lavar calzoncillos
sucios y te mirasen luego como si fueses un desconchado de la pared. La tía
palidecía en llantos superpuestos. No lloraba casi nunca, y lloró porrque los
niños rusos patinan alegres sobre la nieve de una ciudad maravillosa sin ricos
ni pobres. ¿Seria verdad todo aquello?
—Si, tia, si.
Aquello fué ya mucho. Rieron de la angustia de estar
tan contentos.
La tia usaba para dormir las mismas camisas que para ir a lavar.
Estaba húmeda, con una tira cenicienta bordada sobre el pecho. Contra ella se
apretó el muchacho. ¡A dormir! Los revolucionarios duermen frmes, seguros de
que han de despertar mañana.
*
Bartolo, además de la prensa, repartió hojas
clandestinas; pegó anuncios; lanzó piedras a los autos de los guardias y
aprendió La Internacional. A veces, lo apaleaban, y cuando echaba sangre por
las narices pensaba en el país donde los niños juegan patinando sobre hielo en
admirables calles sin policías. Gritaba las consignas, tocaba a los que salían
de la cárcel, extendía las últimas noticias. Fué él quien más propagó que
mañana había cine soviético. Fué él el primero que llegó a la puerta del cine.
La música había empezado y el amplificador de la puerta la proyectaba en la
calle. Otros niños, esos niños que siguen las corridas de toros con los gritos,
buscaban las rendijas de las puertas para ver. Filas de guardias garantizaban
el orden. Como hacía frío, hubieran preferido seguramente ver ellos
también "aquel país". Por la pantalla, la tierra se estremecía de
tractores. Saltaba la leche de las desnatadoras. Se encendían las manzanas. El
algodón y las caras abiertas reían del milagro de no ser explotados. De la casa
podrida de miseria se habia pasado a la casa comunal pintada de blanco con
un rojo rincón para los libros. La aparición de un aparato de radio en manos de
un hombre del Uzbekistán hacia sollozar en las butacas. La tierra, negra,
fértil, ondeada de trigos, firme para todos los hombres que trabajan. Por
esto, las mujeres, los muchachos, los hombres, los trabajadores que habían
ahorrado toda la semana para ver aquello, apretaban sus párpados. Al encenderse
las luces, los más fuertes tenían los ojos llorosos como si les hubiese
molestado el resiplandor de aquello.
Bartolo se colgó del brazo de los que
salían.
—¿Qué ha pasado, qué ha pasado allí dentro?
El público hablaba del film; pero más aún de la visita
de un barco soviético que tocaría en las aguas de España.
Bartolo llegó sin poder respirar hasta su tía.
—¡Van a venir, van a venir aqui con un barco!
Ni ella ni el sobrino habían visto nunca el mar.
*
Lo dijeron todos los periódicos. Los camaradas le
repitieron que si. Ahora, tia y sobrino se quedan ya a obscuras, soñando. A
obscuras se ven mejor las cosas que no se han visto nunca. No sabían dónde
estaba el mar; pero decidieron que el chico fuera a recibirlos. Estremecido de
angustia, el chico, igual que en las historias de aventuras, se alejó al caer
una tarde. La tía, muy quieta, con los pies entre las latas del desmonte, casi no le dijo ni adiós. Andando, andando por las carreteras se marchó el niño. Un
niño que va andando por la carretera va siempre en busca de cosas muy
importantes. Antes nos decían que a cazar leones o desencantar princesas.
Andando, andando, iba a buscar a los hombres del país de la Revolución.
También como los héroes se bate con el miedo, la noche, el ruido de los
árboles, el dolor de los pies, la Guardia civil que vigila los caminos.
Un niño que cruza las aldeas, ¿qué puede importar a los posaderos que no
comprenden que exista la revolución mundial en el cerebro de un niño? Vió
acostarse y levantarse a las gallinas muchas veces. Vió cómo los ríos siguen
camino abajo hacia el mar. Vió cómo en los pueblos se va a rezar novenas al
caer de la tarde, mientras en las ciudades se vocean los periódicos obreros más
alto que los burgueses y se encienden los anuncios luminosos. Lo que Bartolo no
había visto nunca es gue a un olivar sigue un campo de trigo y que entre
pueblo y pueblo la tierra está desierta. No conocía los nombres de los pájaros
porque era un muchacho de la ciudad; pero sabia los números de los tranvías que
le llevaban junto a sus camaradas. Andando con los ojos fijos, abiertos,
andando hacia el mar, llegó al mar. El hombre que en los puertos vende cacahuetes le indicó la situación del muelle.
—¿Dónde está el barco ruso?
Preguntó varias veces a los hombres que se
encontraba.. Nadie le quería contestar. ¿Cómo era posible que anduviese la
gente por la calle si ellos estaban allí? Intentó pasar a una calle cortada de
mástiles. Manos duras lo sujetaron.
—Por aquí no se pasa.
—Voy allí— les dijo, señalando, inocente, una bandera
roja. Guardias con carabinas impedían llegar. Funcionaban las calderas del
islote proletario. ¿Para esto había atravesado España a pie un niño? Se sintió
vaciar y reducirse. El barco se hizo a los mares libres, donde pueden
pasearse todas las banderas. El niño se quedó en la orilla. Vosotros, camaradas
soviéticos, no lo supisteis nunca. Un muchacho había atravesado España a pie
para ver vuestro barco. No olvidéis a aquel niño, camaradas.
María Teresa León
El Mono azul, 1936
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